Banderillas

Jesús Barahona



A Fernando Gilardi-Magnan y Juan José Lazarte.

Era el cumpleaños de Mariano Gilardini y él había decidido que recibiría sus doce abriles invitando a una pijamada a sus dos mejores amigos, aquellos con los que, desde los cinco años, había construido una alianza que, juraba, sería eterna: Javier Arteaga y José María Labarthe, este último, siendo el niño más popular de todo el cole, puesto que su mami no sólo había sido Miss Perú, sino era la conductora del noticiero matutino del canal cuatro.
Aquel viernes, tras las clases del cole, Laurita, la mami de Mariano, recogió a los amigos y, envuelta en amor, los llevó hasta su mansión, en la cumbre del cerro de Las Casuarinas, ahí donde los empresarios y banqueros observaban con superioridad a una Lima cubierta de tristeza y neblina. Se pasaron la tarde jugando fútbol, metiéndose en la pileta, espiando las habitaciones de las mucamas, y terminaron la tarde mirando el sunset, con los pies en la piscina temperada, hablando de aquellos fantasmas que se diluyen en un universo de ilusiones y musas. Ya de noche, junto con su padre y los tíos millonarios, le cantaron a Marianito el happy birthday y culminaron la velada sumergiéndose en una prolongada sesión de Playstation.
Golpe de la medianoche, cuando Laurita dispuso que ya era la hora de dormir, los tres se metieron a la habitación de Mariano. Días antes, habían pactado que ninguno se atrevería a pestañear, que se quedarían despiertos toda la madrugada, viendo películas de adultos, asomándose a un erotismo precoz, pero inmensamente necesario. Aquella noche, los amigos pretendían descubrir la náusea celestial tras una sobredosis de gloria. Mariano se instalaría en su cama, y a los laterales, José María y Javier le harían compañía metidos en sleeping bags y rodeados de almohadas de plumas. "Oigan… ¡ya, confiesen! ¿Alguna vez se la han corrido?", de pronto, preguntó Mariano, con una sonrisa pícara, bajando la voz, asegurándose de que Casilda ya había apagado las luces de la sala principal y atravesaba el inmenso jardín para llegar al otro extremo de la mansión, donde estaba su dormitorio. "No, jamás… pero alucina que mi vieja dice que si lo haces varias veces te salen pelos en las manos, ¡buaj!, ¿se imaginan?", respondió Javier, mordiéndose los labios, sofocando a aquel cándido niño que pretendía ser un santo para complacer a su madre. "¡Yo sé la teoría! Sé cómo se hace, escuchen bien: Se agarran el pajarito, lo aprietan un poquito, no tan fuerte, y luego, lo comienzan a agitar de arriba a abajo, de abajo a arriba, ¡pero con cuidado!, si lo agitan muy fuerte pueden desgarrarse y, según me contó mi hermano Sebitas, duele como mierda, es como ver al diablo calato…", expuso José María, con una tonalidad de científico, pretendiendo ensayar la retórica de aquel médico sapiente que se convertiría quince años después. "Alucinen que la semana pasada casi exploto de arrecho, ¡pero me contuve! Y, ¿saben qué?, me acordaba del culito de Alexandrita Sáenz-Azparrent. El lunes, que nos tocó clases de educación física, la flaca había ido al cole con una pantaloneta azul que, ¡uf, pasu machu, me mataba! Su cabello rubio, justito, le recaía ahí, en los dos cachetes de sus nalgas. ¡Y, no saben! En el primer recreo, mientras hacía filita india para comprar en el kiosko mi buen mixto de jamón y queso con mi Coca-Cola heladita, justo la tenía en mi delante. Entonces, ¿qué creen? ¡Aproveché, pues! Como quien no quería la cosa, ¡fua!, puse mis manos abajo, con el pulgar adentro del bolsillo del short y el resto de mis dedos en mi muslo. En eso, ¡alabado sea el Señor!, a la mona-blanca de Liliana Claret se le derramó el café justo cuando pasaba por nuestro lado y obligó a Alexandrita a retroceder bruscamente. Y ahí, ¡ala mierda!, la sentí toda, to-di-ti-ta. Justo este índice, este dedito bendito, chocó con la raya de su culito. Obvio, la flaca no se dio cuenta que le había metido mano, ¡es más!, hasta la muy cojuda se volteó a pedirme perdón, y ¡obvio que perdonaba a esa ricura! Pero, ¿saben?, ¡lo peor vino después! Después del recreo, toda la clase de Chemestry andaba más arrecho que toro con cien vacas alrededor. ¡La arrechura se me salía por los oídos! Y, digamos, el tema que se trataba en la clase no me ayudaba en lo absoluto, ya saben, estábamos justo haciendo ese experimento de mezclar bicarbonato de sodio con vinagre en el volcán de cerámica que Brunita Figari había llevado a la clase. Y, bueno, en eso, sin razón ni motivo, Brunita me llamó al frente del salón para que le añada el vinagre en el hueco del volcán. ¡Putamadre!, caminé con las manos en la entrepierna y, ya al frente, felizmente, la carpeta tapaba mi pipilín. Y ahí, como la mano me comenzó a temblar mientras vertía el vinagre, Bruna se acercó, juntó sus manos con las mías y, ahí, en un momento, miró abajo y se dio cuenta que tenía la poronga activa. ¡Hubieran visto su cara!, los ojos se le pusieron como dos huevos duros, ¡fue un cague de risa! Y, cuando por fin llegué a mi casa, me encerré en mi cuarto y comencé a agitar el pirulín… primero lento, de abajo a arriba, de arriba a abajo, y luego ya un toque más rápido, más potente. En un momento, comencé a sentir un cosquilleo intenso en la entrepierna. Comenzaba a sudar, el corazón lo tenía en la boca, a punto de vomitarlo, a punto de morirme; pero si moría, juraría que iba a ser la muerte más de putamadre, ¡iba a morir feliz! Pero, ¡no!, me palteé, lo dejé ahí, nomás. Tomé una ducha fría, y fue...", agregó José María, sobándose la entrepierna, dejando que sus recuerdos vuelvan a seducir la fibra de su sexo. "O sea, ¿no botaste el… uhm, cómo se llamaba?", preguntó Mariano, arqueando las cejas. "¡Semen, huevón!", exclamó José María, y tras un sorbo de Coca-Cola, añadió: "Y no, lo detuve a tiempo. Pensaba que moriría, ¡pero ya lo dije!, iba a ser la muerte más gloriosa...”. La noche prometía. El ventarrón cálido de la ciudad pretendía que los adolescentes cedieran, por fin, a la epiléptica garra de un primer orgasmo. De pronto, sorpresivamente, entró a la habitación Christ, el hermano mayor de Mariano, quien estaba en el segundo ciclo de Derecho y, de la mano, junto a él, estaba su enamorada, Thaiz La Roca, quien tras egresar del San Silvestre, se tomaba un año sabático para, luego, estudiar diseño de modas en Nueva York. "Sorry por no estar en la cenita, hermanito, pero tenía clases en la U", dijo Christ, revolviéndole el cabello a Mariano. "Nosotros nos vamos de juerga a Noise, pero antes, Thaiz quería saludarte", agregó. Y en eso, el ángel con el cabello del color del sol y con dos esmeraldas incrustadas en sus pupilas, se acercó a cada uno de los adolescentes y los saludó con una voz chillona, tan de limeñita high society. "¡Mi enanito!, ¡Feliz cumpleaños, precioso!", exclamó, dirigiéndose a Mariano, besándolo repetidamente en la misma mejilla, impregnándole el aroma, tan dulce y hechicero, de un Carolina Herrera. Cuando se despidió de cada uno, lo hizo con tanta efusividad que abrazaba fortísimo a cada adolescente y ponía el rostro de ellos contra sus voluptuosos (suaves como algodón, ya desarrollados y deliciosos) pechos, para, posteriormente, salir de la habitación haciendo sonar sus tacones y moviendo, descaradamente, el perfecto (redondito, erguido) culito. ¡Ya era demasiado! "¿Saben qué? ¡Hay que corrérnosla hoy! ¡Carajo!, no nos va a pasar nada. ¿O acaso alguna vez han escuchado en el noticiero de la mañana que fulanito de tal se murió por pajero? ¡Nunca! Además, estamos los tres, y si algo pasa, si a alguien le da epilepsia o comienza a levitar como la flaca del exorcista, lo solucionamos juntos, como siempre...", dijo Javier, sacando los millones de conejos que tronaban de sus ansiosas manos. "¡Oye tú!, más bien me sorprende que no te la hayas corrido con esa cara de pajero que tienes. ¡Putamadre!, después de fallarte los dos tiros libres en el último partido de básket con el Alpamayo, pensé que te fallaba el pulso por pajero...", replicó José María, con una sonrisa de bandido. "¡Ya, carijo! ¡Hablo en serio! Propongo que lo hagamos por una cuestión de salud mental, ¿manyas? ¡Nos podemos convertir en violadores en potencia si tenemos tanta arrechura, tanta energía acumulada!, ¿acaso no se dan cuenta? Yo, la otra vez, tuve que hacer mucho, muchísimo esfuerzo, para contenerme con la bella Fabiolita Horler...", respondió Javier, intuyendo la picazón curiosa de sus amigos: "Fue hace como un par de semanas, después del segundo recreo. Los hombres habíamos terminado de jugar un partido de rugby y, paralelamente, en la cancha de al lado, las flacas de volley. Fabiolita estaba de lo más chill, bebiendo agua de su botellita de San Luis. Y, de pronto, de la nada, vino Quiquín metiéndole tal pique y, detrás de él, Kenji queriéndole sacar la entreputa por haberle bajado el lompa en pleno partido de rugby y, ¡booo!, estando face to face y sin tiempo de reaccionar, empujó a Fabiolita quien cayó al piso mojándose todo el polito blanco. Ahí, por la humedad, el polo se le pegó a la piel y se le notaba el sostén, y era de color negro. ¡Me arreché mal! Me quedé petrificado, por un lado, queriendo huir porque se me estaba poniendo dura, pero también deseando que ese instante sea eterno. Les juro que, ¡wow!, ver sus tetas así, sujetadas por el sostén, era to-do. Y es que, entre nos, ¿no se han dado cuenta que debe ser la flaca del sexto grado con las tetas más grandes de todo el cole?", dijo Javier, enfatizando cada palabra, saboreando la dulzura, efímera y deleitable, del pecado mortal; y, tras meterse un puñado de pop corn a la boca, agregó: "Lo peor de todo es que la arrechura me persigue, me acosa, ¡hasta se mete en mis sueños! Ya van como tres noches seguidas que tengo el mismo sueño: Fabiolita sujetando una botella de agua San Luis, echándosela en los pechos, y yo mirando su polo blanco mojándose, pegándose a su piel, reluciendo su sostén negro, y ella sin decirme nada, sobándose las tetas. ¡Ala mierda!, me despierto sobresaltado, y a veces creo que amanezco meado, ¡pero no!, no me meo, sino me sale de la puntita de la verga un líquido pegajoso, de la misma textura que el UHU...”. "¡No jodas!”, exclamó Mariano y, tras acomodar en su pequeño stand el libro que Javier le había regalado, Harry Potter y la Cámara Secreta, bajó la voz y narró: "¡A mí me pasa lo mismo! Tengo sueños intensos, pero en ellos aparece Majito Lazarte… ¿Se acuerdan que, hace como un mes, fuimos a Las Lomas de Lachay? ¡Ya, pues!, ese día, toda la promo había ido con ropa de deporte: los hombres con short y las chicas con leggins. La cosa fue que, al llegar, Ulla dio la orden de ponernos en filita india para bajar del bus. Y, pues, adelante mío, estaba Majito Lazarte, recuerdo, con unas leggins rosaditas que le marcaban un culito redondito, no tan desarrollado aún, pero formadito. Y, antes de seguir con mi historia, ¡quiero que algo quede claro!, yo les juro por Santa Rosita de Lima y por Sarita Colonia, que no tenía intensiones de hacer nada ni de dármelas de mañoso, así que dejen de mirarme con esa cara, ¿okay? La cosa fue que atrás, al fondo del bus, Charly se mechaba con Saúl y, en una de esas, uno le empujó al otro y, al caer, cual efecto dominó, los de atrás empujaron a los de adelante y, bueno, yo me fui contra Majito, y ¡sas!, me la punteé maleado. Les juro, muchachos, yo sentí que mi pinga entraba entre sus nalgas. Pero, ¿saben qué? ¡La huevona gimió! Ya al bajar del bus, le dije: oye Majito, sorry, pero me empujaron por atrás. Y ella, toda coquetona, respondió: Tranqui, Marianis, no te preocupes por nada. Les juro que van como cinco noches que sueño repitiendo esa escena, ¡no puedo sacarme de la cabeza su sonrisa!, como diciéndome: oye, me encantó sentir tu verga en mi culo. ¿Saben qué es lo peor, chicos? Que, a veces, cuando tengo esos sueños, me despierto con la verga al aire, introduciéndola entre dos almohadas... Un día mi vieja me va a descubrir y, segurito me manda a exorcisarme..." "¿Saben qué? Acabemos con esto de una vez; busquemos una película porno y ya, ¡la hago corrérmela con ustedes!", exclamó Javier, decidido, ansioso por escribir sus primeras líneas en los lienzos de sus fantasías.
Apagaron las luces de la habitación. Buscaron la programación en los canales internacionales. En un inicio, se quedaban atónitos con la trama de alguna película sin encontrar alguna escena de calor. Hicieron zapping como tres veces, sosteniendo un par de segundos por los más de trescientos canales. De pronto, el canal cuatro difundía un reclame anunciando que, en pocos minutos, a las dos de la madrugada, se televisaría "Pantaleón y las visitadoras", un ícono del cine peruano, basado en la novela del, aún no Premio Nobel, Mario Vargas Llosa. El reclame advertía que la película sólo estaba dirigida para mayores de edad y, por las breves escenas que se mostraban, sugería que la noche demandaría varios rollos de papel higiénico. "¿Cuánto falta para las dos?", preguntó, extasiado, Javier. "¡Media hora!", exclamó José María. "¡Oigan!, mi viejo tiene ese libro, a ver espérenme un momento...", dijo Mariano, saliendo de su dormitorio, caminando presuroso y en puntitas hasta la sala principal, donde su padre había instalado una biblioteca con una colección de más de mil libros. "¡Listo!", exclamó, entrando nuevamente a la habitación, con un ejemplar de la obra. "¡Oye, huevón!, este libro está firmado por el mismo Vargas Llosa...", se sorprendió Javier, al hojear sus primeras páginas. "Sí, mi viejo lo conoce. Y, ¡es más!, cuando el escritor viene a Lima se reúnen en el bar del Club Nacional", enfatizó Mariano. Javier, entonando elocuencia entre el silbido de un susurro, leyó la parte de atrás, el resumen de la novela: Se hacía referencia a altos mandos del Ejército, a soldados aguantados, a la magia de una selva virgen y, cómo no, a putas baratas dispuestas a complacer los instintos que nacen en el tintero del alma. ¡Excelente peli para una primera paja!
A las dos de la mañana, cada uno estaba con un balde lleno de pop corn y un vaso grande de Coca-Cola con hielo. Los tres, uno junto al otro, esperaban el inicio del filme: Javier se sobaba las manos, José María se acomodaba la ya erecta poronga, y Mariano, confuso e impaciente, no sabía si se comía las uñas, los pellejos de sus dedos, o una palomita de maíz. La película comenzó y, desde un inicio, la trama resultaba excitante: Un Capitán del Ejército peruano con la misión de implementar un servicio de putas a fin de que los soldados de las tropas instaladas en la selva virgen liberen las ansias del erotismo. "¡Oigan!, ¿qué es el beso negro, ah?", preguntó Mariano, curioso, haciendo referencia a una frase que el protagonista entonaba. "No sé... debe ser que le das un beso a una chica pintándote los labios de negro, ¿o no?", respondió Javier, con mirada risueña, riéndose solo. "¡No seas huevas! ¡Eso de pintarse los labios son, como dice mi viejo, mariconadas! Estoy casi seguro que se trata de que el hombre se coloca fudge de chocolate en los labios y, así, le besa la conchita a la mujer, ¿entienden?", replicó José María.
Tras media hora de locura y adolescencia, la anhelada escena llegó: De pronto, la pantalla gigante reflejaba a La Colombiana, interpretada por Angie Cepeda, con los pechos al aire. Los tres, se acercaron lo más que pudieron al televisor. Vislumbraban, atónitos, estupefactos, los senos de la actriz: Los pezones erguidos, la aureola, circular y perfecta. Con las pupilas, a través del umbral que separaba los delirios de la realidad, acariciaban la piel bronceada de esa mujer que, entre el torbellino de una ficción, comenzaba a asomarlos a la corriente caudalosa de la perversión. No mucho tiempo pasó, tampoco, para que la cereza deleite en el postre del pecado: Frente a ellos, los tres adolescentes, observaban, por primera vez, una escena de sexo sin censura, una fusión de cuerpos, el festín sagrado de la humanidad. Los protagonistas: Pantaleón Pantoja (maldito Salvador del Solar) y La Colombiana. Los tres amigos volvían a experimentar aquella enajenación que nacía de la fuente más profunda de los deseos, de aquel cofre de virilidad que se imponía en la entrepierna. Sin perder un segundo, corrieron a sus cuarteles de batalla. Se bajaron el pantalón, junto con el calzoncillo de Looney Tunes. "Ya saben, se la agarran y la friccionan de arriba a abajo, de abajo a arriba...", susurraba José María, con una respiración entrecortada. Los tres ansiaban ser Pantaleón Pantoja y poseer a esa ramera que, en su piel, llevaba tatuada la efervescencia de una luna llena. Entre el murmullo de la madrugada, muy sutil, se escuchaba la fricción de los tres miembros ya lubricados. Las manos se movían como licuadoras, rítmicamente, frenéticamente. Poco antes de que la escena culmine, la alcoba donde estaba Mariano comenzó a temblar y, junto con aquel terremoto visceral, un leve alarido se iba incrementando más y más hasta que culminó en una suerte de grito que denotaba un precoz poder viril. "Ay, ay, ¡Ay, Dios mío!… mier… mierda… ¿qué pasó?", exhaló Mariano, aún no retornando en sí, con los ojos desorbitados, el alma volviendo a su cuerpo tras haber tocado la mano de Dios. "¡Carajo!, ten… tengo todo el pecho man… manchado… ¡Putamadre, mi polo!… ¿Pren… prendo la luz?", agregó, aún entre tartamudeos. Los dos compañeros se mantenían en silencio, aún inmersos en la sesión de auto placer, mientras Mariano, pretendiendo pasar desapercibido, se levantaba de la alcoba y salía al baño presuroso, tratando de no manchar el piso con rastros de semen. José María y Javier aún no llegaban a la cúspide celestial. Ambos tenían la verga tan erecta, tan colorada, las manos embarradas de aquel fluido transparente que constituía una tinta para escribir las primeras líneas de un delicioso orgasmo. En eso, tras un par de actos nimios, nuevamente, una escena enfermiza y divina, se proyectó en la pantalla con los mismos protagonistas, pero ahora, La Colombiana eran quien cabalgaba encima de Don Panta quien, sin pudor ni elegancia, le apretaba las nalgas y, aferrándose a la obscena nicotina, le succionaba los pechos. En ese instante, los segundos se prolongaron entre el universo del infinito; las gotas de sudor, se congelaron entre las llamaradas de un infierno perverso. Javier recordaba con vivacidad las instrucciones que convertirían su cándido mundo en una fogosidad adictiva y deliciosa. Cogió su sexo ejerciendo una leve presión y comenzó a friccionarlo. Un leve gemido viril acompañaba los alaridos de la actriz, quien, esta vez, pretendía consagrar la prosa vargasllosana en la imaginación de tres adolescentes que ansiaban detener el tiempo. La adrenalina lo envolvía, lo abrigaba. La sangre, hirviendo, recorría cada rincón de su cuerpo, de su alma. La tentación le prometía el cielo. La velocidad de su mano derecha iba acorde con sus palpitaciones, con el esplendor de sus pasiones. Así siguió, cada vez más rápido, con las pupilas apuntando, casi sin pestañear, aquella escena que daba vida a la cándida estrella de sus ilusiones. En eso, presintió un cúmulo de energía abajo del abdomen, y junto con ella, un cosquilleo que iba conquistando cada célula, que se iba intensificando hasta que, arribando en una cúspide, la gloria plena lo enrolló, y fue tanto así que lo condujo a una convulsión, un quejido que se ahogó entre el silencio. Y, a todo ello, acompañado de cuatro disparos de testosterona: El primero, el más potente, llegó hasta su rostro; otros dos, hasta el pecho; y el último, hasta el abdomen. Tras el clímax,  percibió una sensación de paz, de absoluta calma, ese estado tan parsimonioso en el que uno, tras haber creído conquistar el mundo, cae cobijado en una nube de alucinación. Cuando Mariano volvió a entrar a la habitación, encontró a Javier con la boca semi-abierta, los ojos blancos, con el punzón eléctrico que cesaba; y a José María, con los ojos cerrados, la mano aún en su miembro, saboreado el néctar de un pecado mortal. Entre asombro y risas, volvió a salir de la habitación y regresó con dos rollos de papel higiénico. No obstante, cuando ambos adolescentes, aún con rastros de una deleitable vileza en las manos, pretendían retornar al sendero de la tentación, Casilda, la empleada doméstica, entró sorpresivamente a la habitación: "¡Chicos!, ¿qué pasa?… ¿Se están pelean…? ¡Ay, mi Dios!", exclamó, cerrando la puerta, tras haberse percatado que José María, aún con los ojos cerrados, limpiaba en su pecho el coctel vigoroso, y su miembro no paraba de moverse, cual resorte, de arriba a abajo. "¡Chucha!", exclamó Javier, "¿crees que la chola le diga algo a tus viejos?", preguntó. "¡Nicagando!", replicó Mariano, embriagado en júbilo, "es más, que se aguante la chola, porque, te juro, que me la voy a correr todos los días, cinco veces, mínimo, y si abre la puerta de mi cuarto, le diré que sea ella quien me la corra y ya...", añadió. "¡Ay, Dios! sólo diré que morí, toqué el cielo, y resucité", dijo José María, haciendo bolita al papel higiénico y echándolo al cubo de basura que Mariano tenía al lado de su escritorio. "¡Oye, huevón!", exclamó Mariano dirigiéndose a Javier, "¡tienes semen en el pelo!”, y los tres estallaron en carcajadas, sin imaginar que aquella madrugada de primavera sería la primera (y la única) en la que los tres amigos, empedernidos pajeros de doce años, quemarían al menos diez cartuchos de pólvora. 

"¡Nunca pude superar el récord de aquella noche!, ¡doce pajas desde las tres hasta las seis de la mañana!", exclama ahora Mariano, en esta tarde tranquila, sirviéndose una copa, mirando abajo, al malecón de Punta Hermosa, donde cándidas nínfulas de trece años juegan a ser adultas. "¡Ni yo, carajo!", exclama Javier, sonrojado de tanto vino, "¡y eso que todas las mañanas, antes del gimnasio, me preparo mi buen batido de maca!", agrega. "¿Maca? ¡Esas son huevadas!", interviene José María, "¿Saben?, cuando estuve en mi internado en Rioja, había un mercadito rústico donde todas las mañanas, antes de entrar a mi guardia, tomaba desayuno. Me comía mi pan con pejerrey y, aunque no me crean, luego tomaba mi buen extracto de rana… ¡Vaya al diablo!, no sé qué carajo tiene la puta rana que mi pirulín se convertía en una, ¡no paraba de saltar y saltar! Y, bueno, allá, en el hospital de Rioja, yo era el papichulo de todos los médicos, ustedes saben: Blancón, egresado de la Cayetano Heredia, miembro de la selección de remo del Regatas, ¡uf, olvídate!, en la vida un pituquito de Lima se iba a culear a una de esas charapas, así que ellas tenían que aprovecharme. Todas las mañanas, ¡todas, religiosamente!, después de mi pan con pejerrey y mi extracto de rana, mi rutina de cardio la hacía en el tópico del hospital con la enfermera que estaba disponible. ¡Qué rico se mueven esas charapas, por la putamadre!, pareciera que tuviesen un suri o un hormiguero en la chucha. ¡Es más!, litreral, son de sangre caliente; o sea, tienen la cuevita más calurosa, cálida, que cualquier pituca limeñita. Lo único malo es su dejo, no lo tolero, pero, ¡bah!, les pones la mano en el hocico y ya. ¡Eso sí!, yo llevaba mi caja de Gents. Y, ¡no me miren así, carijo!, ¿qué quieren que haga?, en la selva virgen no llega el Durex, y los condones que el Minsa repartía en sus campañas de prevención, o estaban vencidos o era un milagro que no tuviera un hueco en la puntita...", narra, poniendo los trozos de chorizo argentino en la parrilla. "¡Mis cojones con tu extracto de rana! ¡Nunca más hago caso a tus consejos de sabiondo!", exclama Javier, dirigiéndose a José María, y, tras una calada al cigarrillo, agrega: "Por hacerte caso la última vez, ¡casi me muero, huevón!". "¿Qué te pasó?", pregunta Mariano, arqueando las cejas, presintiendo la travesura de unos treintones que anhelan volver a los doce años. "Estaba en Madrid y llevaba más de cuarenta y ocho horas sin dormir. Me la había pasado escribiendo, trabajando en mi nueva novela, entre café, cigarrillos y una botella de whisky. Y el domingo, bordeando las siete de la mañana, cuando decidí dormir, ¡joder!, me llamó una chavala, veinte años, de una belleza irresistible, y me dijo: Javier, ando ebria, acabo de salir de Teatro Kapital y tengo ganas de comerte la polla. ¡Madre mía!, ¿qué podía hacer? Sabía que no iba a estar a la altura, andaba tan cansado que la verga no se me iba a levantar ni así le pusieran una grúa. Se me ocurrió, entonces, llamar a Lima al gilipollas de José María; yo sabía que estaba de guardia en la Clínica Delgado. Le conté la situación y, con voz misteriosa, me dijo: Javiersito, hermanito lindo, tómate ahorita mismo veinte miligramos de Tadalafilo y, ¡uf!, con eso campeonas, chocherita; dejarás a la flaca más coja que Sheyla Rojas después de tirar con Advíncula. Así que, presuroso, antes de que llegue mi musa, salí corriendo a una de las farmacias de la Calle de Alonso Cano a comprar el puto Tadalafilo. Me vendieron una caja con el nombre de marca, Cialis, a ¡cincuenta euros! Jolines, ¡con cincuenta euros pongo en Perú una farmacia en la punta del cerro! Puse cara de ojete, pagué y volví a mi piso. Y ahí, imprudencia mía, combiné la pastilla con medio litro de Red Bull. Cuando mi guapa llegó yo ya estaba en fá, y, como siempre, fue un deleite la sesión amatoria, el recorrido de mi lengua por toda su piel suave y nívea. Esa vez, borracha y loca, me dijo: Venga, tío, córrete en mi boca. Y, obvio, feliz de la vida, acabé entre la comisura de sus labios. Tras saborear el néctar, mi bella doncella se puso de vuelta el calzón, se acomodó el vestido que llevaba y, sin más, me dio dos besitos en cada mejilla y se fue dejándome agotado. No habrá pasado ni dos minutos cuando, de pronto, me vino una taquicardia atroz, una sudadera en todo el cuerpo, un calambre en el brazo izquierdo y, a todo esto, acompañada de una presión fortísima en el pecho. ¡Joder, un infarto!, fue lo primero que pensé. Corrí al baño, me lavé la cara, comenzaba a respirar profundo con una bolsa de papel en la boca. ¡Nada! ¡Mi corazón no paraba de saltar a ritmos alborotados! Ahí, me acordé que en Lima, en la Clínica San Felipe, el Dr. Lynch me había detectado arritmia cardiaca. ¡Ya me veía morir! Me imaginaba a mi madre echando una rosa en mi tumba, a mis tíos descarados ansiosos que se aperturen mis cuentas en Nueva York, a mis enemigos comunistas en una fiesta entre caviar y Moët, ¡y todo, por un polvo con una madrileña! Entonces, recuerdo que, aún en ataque de pánico, me miré al espejo fijamente y me dije: Estás en Madrid y, aparentemente, te vas a morir; por lo que, si mueres, hazlo con dignidad y como un héroe anti-comunista, coño; ¡deberás morir como lo hizo tu más deleite inspiración, el Generalísimo Francisco Franco! Entonces, me puse el abrigo y en pijama, respirando con dificultad, salí a la calle. ¡Ya se imaginan verme a mí en el corazón de Chamberí hecho un loco del carajo!, con una mano en el pecho y con la otra, parando un taxi que me lleve al hospital de la Paz, donde murió el Generalísimo Franco. Creyendo ver ángeles, una enfermera de sonrisa bella me recibió y, recuerdo, puso sus dos manos en mis mejillas hasta que, luego de unos pocos minutos, llegó el médico de turno. Eso, sentir sus manos, tibias y suaves, en mi cara me relajó tanto, y ya cuando el doctor vino a mí, le conté en voz bajita lo que había hecho. Me miró con mala cara y, tras suministrarme una dosis endovenosa de ansiolíticos, pude sobrevivir a la aventura literaria con mi Lolita...", narra Javier, entre el estallido de risas de sus amigos, que hacen esfuerzos para no atorarse, y que lo miran como un personaje surreal y cómico. "¡Huevón!, ¿cómo iba a saber que ibas a ser tan huevas de combinar Cialis con Red Bull?", replica José María, echando agua tónica en su copa de ginebra, y luego, agrega: "¡A mí me pasó algo parecido!, pero hace tiempo, cuando estaba en la Universidad y tomaba Fluoxetina. ¡Pero no fue con Cialis, fue con Sildenafilo! Como sabrán, chicos, la Fluoxetina es un antidepresivo de putamadre, pero entre los efectos secundarios está la impotencia. Y, bueno, una noche, después de los finales, me envolví con una flaquita y tuve que recurrir al ayudín; de hecho, era la primera vez que lo tomaba. Por dármelas de incrédulo, no tomé una, sino ¡dos! cápsulas de cien miligramos. Chicos, les juro, ¡tenía la pinga más erguida que cuello de jirafa! La flaca estaba más que feliz, le metí tres al hilo, pero, ¡putamadre!, en un momento, ya tenía el glande irritado, morado, y me dolía como mierda. Así que, después de dejar a la flaca en su jato, no aguanté y, con la pichula bien erecta, le dije al taxista que me lleve a la Anglo Americana, que pise el acelerador a fondo, que me estaba muriendo. Entré por la puerta de emergencias, les juro, aullando peor que yegua en celo. Y, ahí, para concha, el urólogo que me atendió era amigo de mi viejo. Me pusieron compresas de hielo en la pirula y, cada tanto, una enfermera me presionaba el perineo hasta que, finalmente y tras una la agonía, la sangre bajó y todo volvió a la normalidad...", y sonríe, como aquel niño de doce años que habla de sexo por primera vez con sus amigos. "¿Y tú, Mariano? ¿Nunca te has metido ayudín?", pregunta Javier, quien, desde su celular, pone en los parlantes porno music de Diablos Azules. "¡Jamás!", exclama, y tras unos segundos, reflexiona: "Aunque, pensándolo bien, solo una vez, pero no fue intencionalmente. Fue en la última juerga de Cochinola. En un momento de la noche, antes de que toque Dj Paul, fui a la barra por una chela y, para entrar en fá, un shot de jagger. Y, en eso, al otro extremo de la barra, vi a El Conde. ¡Ese huevón es un cague de risa! Me vio, dejó a la flaquita con la que estaba perreando, me cogió del pescuezo y, sin más, me preguntó: Oye, ¿tú sabes quién soy yo? Y, antes de responderle, él solito se contestó: Yo soy el diablo. Y, en efecto, lo es… ¡Es una farmacia andante en las juergas! Sus bolsillos están repletos de rolas, eme, hierba, popper, cristales y la lista de estupefacientes continúa. Y, así, aún cogiéndome del pescuezo, sacó de su billetera una bolsita de plástico con eme. Se chupó el dedito índice, lo metió ahí y, luego, me lo metió a la boca, cagándose de risa. De pronto, ¡wow!, sentí una energía de Hércules en todo el cuerpo, tal hiper excitación que bajé al sector General y, frente al escenario, me puse a mover el totó al ritmo de “Baila morena” y gritándole a Dj Paul: ¡Dj Paul, te amo! En pleno éxtasis, una chola jet set se me acercó, me puso el culo y la comencé a perrear. Una cosa llevó a la otra y, tras un par de chapes con lenguaraz, la terminé llevando al Golden Inn, donde por cien luquitas hice honor a nuestro hermoso colegio azul, que está a dos cuadras. La cosa fue que en pleno traca traca, mi sensibilidad erótica se multiplicó a la millonésima potencia. ¡Bastaba una leve, imperceptible, caricia para que mis manos toquen el cielo! Cuando la flaca me la mamó, les juro, no me aguantaba, y gemía peor que una loba aullándole a la luna llena. ¡Moría y revivía una y otra vez! Y, cuando, por fin, erupcioné, esos breves segundos de clímax se prolongaron muchísimo más, ¡parecía un orgasmo eterno!, tanto así que, en un instante, mis músculos del tórax se relajaron tantísimo que mi respiración se detuvo...", detalla Mariano, metiéndose un trozo de entrecot a la boca, escuchando las risotadas de sus amigos y ansiando prolongar el júbilo hasta la eternidad.
Al culminar la tarde, cuando el sol extiende su arte rojizo en el cielo de Punta Hermosa, Javier saca de la nevera una botella de Moët Chandon. Sutilmente, la agita y, acercándose a la baranda de la terraza, permite que el corcho salga disparado hasta perderlo de vista. Finalmente, entre esas sonrisas de complicidad, los tres amigos descubren que la vida constituye eso mismo, un polvo. Y es que, como dijo Flaubert, las pasiones son como volcanes que siempre rugen, pero la erupción sólo es intermitente...


Jesús Barahona.
Entre Milán y Barcelona. Diciembre, 2022. 


A M.J.R, cuya voz de niña persiste 
en mi memoria...

Javier la recordaba hermosa y tierna: Cabello castaño, con un listón rojo en él, ojos marrones y piel nívea. Nunca dejaba de sonreír. Era la niña más lista de todas. La más linda de todas. Algunas tardes, después del cole, iba a clases de canto; y otras tantas, se quedaba a jugar volley.
Desde el kinder, le tocaba estudiar en el mismo salón que Javier. Por las mañanas, una camioneta blindada se estacionaba en la puerta principal del colegio y, entonces, su madre, una señora alta e imponente, se bajaba y la llevaba de la mano hasta la puerta del salón. Giulia era la niña que siempre sonreía, la que saludaba a todo el mundo, hasta al pobre Alex, quien paraba en un mundo autista y era el niño que nadie quería. 

En cuarto grado, entre la ternura de los ocho años, Lourdes, la tutora del Fourth Grade C, dispuso que Giulia y Javier se sienten juntos, uno al lado del otro. Ahí intensificaron una tierna amistad. Durante las clases conversaban sobre los viajes de ella: Le contaba que se iba a Disney por fiestas patrias, a Nueva York por Navidad, a Bruselas a visitar a un tío pintor. Javier no viajaba tanto. A duras penas, por su padre, amante del vino y del tango, visitaba Buenos Aires unos pocos días, se quedaban en el hotel Alvear, caminaban por Corrientes y, nuevamente, regresaba a la Lima depresiva. Giulia no: Ella siempre viajaba; usaba ropa que compraba en Miami o en Milán, y no se privaba de traer monedas de otros países que las regalaba a sus amiguitas del volley.
“¿Sabías que mi papi es amigo del Presidente? ¿Sabías que le han propuesto que sea Embajador? ¿Sabías que también es poeta?”, le dijo una mañana, en medio de las aburridas clases de World History. “Y el mío es aviador”, respondió él. “Mira…”, y de su pupitre, Giulia sacó un poemario, cuya carátula era la pintura de una niña sentada en un columpio. “Lo escribió mi papi. Dice que se inspiró en mí y que la niña de la carátula soy yo”. Javier hojeó el libro, olía a nuevo. El papel era sumamente fino, un acabado digno de lucirlo en una biblioteca estilo inglés. “Quiero ser escritora cuando sea grande…”, añadió. “Quiero escribir novelas, vivir en un país donde caiga nieve y tener una casita con chimenea frente a un lago… ¿y tú?“. "Yo también quiero ser escritor”. “¿Y sobre qué escribirías?”, preguntó ella, ojos abiertos. Y fue entonces, en aquel instante mágico, que ambas miradas se fusionaron. Javier se vio reflejado en Giulia, en esa niña que le sonreía con picardía. Vislumbró sus ojos, su cabello castaño, casi rubio, las perlas de sus dientes, el brillo de esos labios rosaditos, húmedos, que brillaban ante él. Javier sentía que las estrellas escribían el más hermoso de los sonetos. Y, de repente, susurró: “Escribiría sobre ti…”. Giulia bajó el rostro, sonrojada y, tras unos pocos segundos, lo volvió a subir: “¿Qué dijiste?”, preguntó, aguantando una risita. “Olvídalo…”, dijo él, escapando del hechizo, levantándose de su pupitre, saliendo con prisa del aula. 

Ese mismo año, por el mes de noviembre, los niños se hacían la primera comunión. Semanas previas, se confesaban ante un cura del Opus Dei en una Iglesia ubicada en el corazón de Monterrico, Sagrado Corazón de Jesús. La noche anterior, al lado de su madre, hermana de Obispo, Javier había apuntado sus pecados en una hoja de papel: He mentido, me han castigado por no querer comer frijoles, no he estudiado para mi examen de Science, insulté a un compañerito, llamé chola a Gladys, mi empleada, sentí rabia cuando mi mami le compró a mi primo Carlitos su regalo de cumpleaños, odié a mi papi cuando me ordenó que tienda mi cama, le grité que para eso están las empleadas, no yo.
Los niños llegaron en un bus poco antes del mediodía a la Iglesia y, en filita india, iban ingresando al confesionario para, posteriormente, arrodillarse ante el Altar a rezar la penitencia. Cuando le tocó el turno a Javier, se arrodilló, se santiguó y comenzó a leer el susodicho papelito. Al terminar, el cura le preguntó: “¿Algo más?”. “Nada más, Padre”, enfatizó él. “¿Tocaste tu cuerpo de manera impura, hijo?”. Javier, sorprendido, no sabía a qué se refería el sacerdote. “No”, contestó. “¿Tuviste pensamientos impuros?”. “Nada de eso”, volvió a ratificar. “Pues, entonces, hijo mío, te absuelvo de tus pecados y reza como penitencia cinco Padres Nuestros y tres Aves Marías”. Javier se levantó y, presuroso, caminó hacia el Altar con las manos juntitas.
Sin embargo, no imaginó que esa misma tarde, se asomaría a los susurros de tentación que ya predecía aquel sacerdote: Después de clases, sintiéndose un santo o un querubín, mientras esperaba que la movilidad lo recogiera del cole, se sentó en una de las banquitas del patio, una que estratégicamente se ubicaba frente al baño de niñas, a jugar con su Game Boy. De pronto, se percató que Giulia, presurosa y quien estaba inscrita en el taller de Volley, entraba al baño. De afuera, sólo se podía ver los lavaderos y la parte de abajo del primer retrete. Giulia, justo se metió a aquel. Javier, inconsciente, apuntó su mirada ahí, y observaba cómo ella se acomodaba para sentarse en el inodoro. Admiraba sus piernas pálidáas, como la leche. Luego, vislumbraba, atónito, cómo caía la pantaloneta de deporte y, junto con ella, un tierno calzón turquesa. Los pies de Giulia no llegaban al piso. Fue en aquel instante, cuando comenzó a percibir una suerte de electricidad, de un delicioso cosquilleo, una taquicardia cuya velocidad se iba incrementando hasta el infinito y, entre la precoz vehemencia, descubría en su entrepierna una fuente de energía, una suerte de tesoro que alimentaba de vida cada extremidad de su ser, de su alma. Así, visualizando, cual águila caprichosa, los piececitos de Giulia, Javier experimentaba una erección que crecía y crecía y, por más que en el fondo de su alma sabía que era algo impuro y trataba de detenerlo, el cauce del placer destruía el poco pudor que aún le quedaba. Estático, sólo atinó a cogerse la entrepierna, mientras el torbellino de su imaginación le imponía ante sus ojos las más candorosas imágenes. Tras un corto tiempo, Giulia dio un brinco y volvió a acomodarse las prendas. Salió del retrete y, mientras se lavaba las manos, notó el reflejo de Javier en el espejo. Cuando salió, le hizo un hola con la mano y, sin piedad, le regaló una sonrisa tierna, de esas que llevan rasgos de princesa. Javier tuvo la sensación de que su corazón estallaría. Fue la primera vez que creyó que moriría (de amor). 

El día de la primera comunión, Giulia llegó a la Parroquia junto con su madre. Llevaba un vestido blanco de seda. Al lado de sus amigas, reía en el patio de la Parroquia y posaba para alguna foto grupal que algún papi o mami quería tomar. Javier llegó con sus padres. Vestía una camisa blanca y un pantalón negro; y, antes de salir de casa, su madre lo había peinado con raya a un costado. Durante los ensayos, se había determinado que Javier estaría en la segunda fila entre Giulia y Luchito Lynch, un morenito escuálido quien, entre el silencio, emitía los más escabrosos chistes. La ceremonia inició golpe de diez de la mañana. Los niños ingresaban al Templo cantando “pescador de hombres” y, como si fuesen robots, se iban acomodando en las bancas con las manos juntitas, alzando la mirada al Cristo que se elevaba sobre el Altar. La ceremonia transcurría con calma y serenidad, entre cánticos y lecturas del Santo Evangelio. Al momento de rezar el Padrenuestro, todos se cogieron las manos. Por un lado, Javier sostenía las palmas ásperas, casi de pajero empedernido de Luchito Lynch, y, por el otro, el algodón más dulce y suave: Las manos de Giulia eran delicadas, pequeñitas, como si la seda más fina envolviesen sus huesos. Giulia, con los ojitos cerrados y al ritmo de la oración, apretaba las manos de Javier, como si en ahí encontrara una extraña seguridad, una paz, un aliado en quien confiar. Y él, tan sólo la miraba de reojo, creyendo que su madre tenía razón cuando le decía que los ángeles solían esconderse en las personas de carne y hueso. Cuando culminó la oración, ambos tardaron en soltarse, casi como si hubiesen firmado una alianza en un universo paralelo.
Sin embargo, el éxtasis de aquella mañana aún no llegaba a su cúspide: Cuando el sacerdote, entre ilusiones cósmicas, pidió que todos los presentes se dieran la paz, Javier se dirigió a Giulia, la abrazó y, al momento de darle un besito en el cachete, ella volteó ligeramente el rostro, a tal punto que ambos labios lograron chocarse. Ahí, por primera vez, percibió ese calorcito de inocencia, ese ligero aliento que provenía del alma de un ángel. Ella sonrió, como haciéndole saber que era consciente de lo que acababa de suceder. Y eso, la sonrisa de esa niña, hizo que, nuevamente, el calor de sus entrañas y del pecado lo envolviera y se posara ahí, abajo, en la tierna entrepierna que se asomaba al deseo con (ligera) culpa. Y cuando llegó el momento de comulgar, abrazando el suspiro de la pasión, se paró frente al sacerdote, tembloroso de que descubriera el calor de sus pasiones, y comulgó. Y al regresar a su sitio, aún con el bulto ahí, Giulia lo miró con ternura, bajó la mirada y, tras una expresión de sorpresa, volvió a mirarlo a los ojos, llevándose las manos a la boquita. Javier se arrodilló, miró al Cristo en lo alto y susurró: “Perdóname, pero ella es un ángel…”. 

De todas las niñas, Giulia era la que había desarrollado con mayor rapidez. En el sexto grado, cuando los adolescentes aprendían a masturbarse y las niñas simulaban una pálida femineidad, Giulia ya lucía un prominente trasero, redondito y durito, y ni qué decir de sus erguidos pechos. Todos los chicos ya le habían echado el ojo y no faltaba alguno que, dándoselas de Neruda, le declaraba su amor entre los parlantes y las luces de colores de las primeras fiestas que se organizaban en las mansiones de Luchito Lynch o de Derek Castle, ambas, ubicadas en las faldas del cerro de Las Casuarinas. Y cuando eso ocurría, la bella Giulia, candorosa y sin afán de romperle el corazón a nadie, se reía con picardía y le susurraba al distinguido galán que le daba vergüenza tener enamorado, y que, ¡imagínate!, hasta le daría roche darle un besito, así sea en el cachete, pero que, después de todo, podía comenzar a verlo como un amiguito, digamos, especial.
Fue ahí, en una de esas fiestas con luces de colores y parlantes a todo volumen en la que Luchito Lynch, pícaro y travieso, le dijo a Javier: “Toma esta Coca-Cola”, alcanzándole un vaso de cristal. Javier bebió un leve sorbo y notó que no era del todo dulce; que tenía su toque de amargor; que raspaba la garganta al momento de pasar. "Le puse un poco del whisky de mi viejo”, añadió, riéndose, mostrándole una caja azul en cuyo interior había una botella de JW. “Está horrible”, dijo Javier, aguantando una arcada. “Tómalo, nomás, causita. Verás que en un toque te sentirás de putamadre”, agregó. Javier, tras un suspiro, bebió de un tirón lo que quedaba. Y, tras ello, Luchito exclamó: “Queda el segundo vaso, todavía, mi bro”. Vertió poco más de la mitad del vaso con Coca-Cola, y luego, añadió un chorro whisky contando hasta tres: uno… dos… tres, listo, ahora tómatelo. Javier procedió de la misma manera: Un suspiro, y luego, de un tirón, todo para adentro. Como las arcadas comenzaron a ser incontenibles, Luchito le alcanzó una botella helada de Pilsen. Al cabo de unos segundos, Javier experimentó una suerte de anestesia local que adormecía sus cachetes, sumado a una adrenalina, una vehemencia que le hacía sentirse importante, imponente, el ser más cojonudo del universo. Extasiado, salió al jardín de la mansión. Afuera, los adolescentes se reunían alrededor de la parrilla. Algunos, los más tímidos, con un vaso de gaseosa y una hamburguesa, deambulaban entre la zona de confort. Las chicas promedio, no las más lindas, en un grupito, se reían a más no poder y, entre todas, entonaban las canciones de Shakira y Britney. Y, el otro grupo, de chicas más populares, donde estaba la bella Giulia, improvisaban las más originales coreografías. Javier con ojitos achinados, miraba a Giulia desde la mampara de vidrio. La miraba bailando, con el cabello más suave que nunca, con ese listón rojo que bailaba, con los pómulos colorados, y entonando un vestido floreado. Entonces, tras un suspiro, salió al jardín y, en ese instante, un ventarrón de aire gélido lo cacheteó al punto que, a poco, estuvo de perder el equilibrio. Miró a Giulia y le estrechó la mano: “¿Me estás sacando a bailar?”, preguntó ella, sonriendo. Él no dijo nada. La llevó a un rincón y trató de simular sus mejores pasos, mientras ella, riéndose de la situación, movía las caderas y, cada tanto, cogía las manos de Javier y las llevaba a su cintura. “Ahí debes colocar tus manos y seguir mi ritmo”, indicaba ella, mientras los parlantes expulsaban una canción de los Auténticos Decadentes, una de esas que, sabes perfectamente, por capricho de los ángeles y Santos, describe la situación que tu corazón vive en ese instante: “Yo no sé lo que me pasa cuando estoy con vos; me hipnotiza tu sonrisa, me desarma tu mirada, y de mí no queda nada…” Javier, por primera vez, estuvo tan cerca de Giulia. Sólo tenía un deseo insaciable de besarla, tal cual se besan los protagonistas en las telenovelas que su mami veía todas las noches, después de cenar. Así, en una de esas vueltitas que ella daba, Javier la trajo hacia él, dándole ella la espalda. De pronto, su sexo se juntó con los glúteos de ella. Redonditos, perfectos, suaves, tan suaves y apetecibles. Y así se mantuvieron buen rato. Javier, sin pena ni culpa, pegaba su ser contra ella. Y ella, quizás inducida por un leve estímulo, inclinaba el potencial hacia él, al punto que el precoz y cándido ardor, nacía bajo el cielo estrellado de Lima. Una vez más, esa electricidad, ese poderío, le indicaba a Javier que debía de alimentar de vigor ese sexo, aún adolescente, que se asomaba a los secretos de una señorita bella y angelical. Y, entonces, esa masculinidad, pegada a los glúteos de ella, comenzaba a endurecerse para un costado. Giulia lo sentía con tal precisión y gracia. Ahí, detrás, intuía el descontrol de un joven que estaba loco por la vida y por ella. Percibía la firmeza, esa sensación, tan poéticamente deliciosa de que algo comenzaba a acalorarse, a humedecerse. Hasta que, como quien despierta del sueño profundo, la canción terminó y, entonces, Toxic de Britney Spears, comenzó a apoderarse de los parlantes y fue el momento perfecto para que todos los adolescentes se unan a la improvisada pista de baile entre un griterío exagerado. Javier sintió una suerte de vértigo de emociones y ebriedad y, sin decir más y aguantándose una arcada, corrió hasta uno de los baños de la mansión. Ya adentro, se lavó la cara, mirándose al espejo, dándose cuenta de sus ojos desorbitados. Se paró frente al inodoro. Se bajó la bragueta. Su sexo aún estaba tieso, colorado. Y su ropa interior húmeda, manchada de una suerte de líquido pegajoso, transparente. Al salir, Giulia lo esperaba. "¿Estás bien?”, le pregunto. “Un poco cansado, mareado”, respondió. Ella lo tomó de la mano y se recostaron en uno de los sofás de la sala de estar. “Échate en mí…”, dijo ella. Y él se recostó en sus piernas. Cerró los ojos, y de pronto, sintió las manos de ella en su cabeza, haciéndole cariños. Se quedaron así, en silencio, entre el jolgorio juvenil y los chispazos de una tierna locura, hasta que ella anunció que su madre había llegado a recogerla. “Te acompaño afuera”, dijo Javier. En la parte de adelante de la camioneta blindada, estaba la madre de Giulia, quien encendía un cigarrillo y miraba a la parejita con ternura. “Cuídate, ¿ya?”, se despidió ella, con candidez. “Adiós”, apenas susurró él, mientras observaba cómo ella se subía a la camioneta y ésta se perdía entre la neblina. 

Un día de febrero, que extrañamente llovió en Lima, Giulia llamó a Javier. Hablaba con una extraña voz, como si llevase un pesar. “Me iré a Nueva York”, dijo. “No volveré para las clases; mi papi ha sido nombrado por el Presidente como representante del Perú ante una organización importante”, añadió. “¿No estarás más en el cole?”, preguntó Javier, con una suerte de escalofríos que calaban sus huesos. “No. Me iré por un buen tiempo; mi papi dice que, con suerte, estudiaré allá todo el High school y, terminándolo, quiere que estudie en The New York University… o al menos ese es su plan...”. Javier se quedó seco, percibiendo una suerte de electricidad en las extremidades. “Te estoy llamando para despedirme. Quiero que apuntes mi correo electrónico y el número de teléfono que usaré allá…”, proseguía ella, con voz suave. “No quiero que te vayas...”, de pronto, dijo Javier. “Yo tampoco quiero irme, créeme”, respondió Giulia, “Pero el Presidente le encargó a mi papi un puesto importantísimo, y nos pagarán la casa, el chofer y agentes de seguridad”. “El cole no será lo mismo sin ti…”, añadió Javier, e, involuntariamente, sollozó y, tras ello, se tapó la boca para que Giulia no lo escuche. “Apunta mi número, ¿ya?”. Y mientras Javier apuntaba un número y una dirección de correo electrónico, sus lágrimas caían en la hoja de papel. “Ahora debo terminar de alistar mis maletas. Me escribes y no te olvides de llamarme...”, finalizó. “Cuídate mucho, por fa...”, dijo Javier, mordiéndose los dientes. “Está bien. Tú también”, contestó ella, con un nudo en la garganta. “Adiós, pequeño…”, añadió. Y colgaron. Javier sentía por vez primera que un sueño se diluía en la palma de sus manos. Se tapó la cara para evitar que un sollozo perturbe la tranquilidad de la gente buena y recurran a él ofreciéndole un consuelo de fantasías. 

Así pasaron las semanas. Al inicio, la comunicación era fluida. Giulia le contaba que vivía en un departamento hermoso, en la Calle 57 en Manhattan, pagado por el Estado del Perú. Le contaba que sus vecinos, toditos, eran millonarios. Entusiasmada, exclamaba que su mami pronto le compraría un vestido de Dior, exactamente para el día de su cumpleaños, y que lo luciría en una cena diplomática al que acudiría con sus papis, y donde estarían varios presidentes de Sudamérica, ese pueblito al sur de Estados Unidos.
Poco a poco y con el paso de los meses, las llamadas por teléfono eran más cortas. Habían días en los que ella le decía que no tenía mucho tiempo, que acababa de salir de la ducha, que se iría a dormir a la casa de una de sus amiguitas; u otras veces, que su papi había sido invitado a una cena en el Eleven Madison Park y que estaba con todos los polvos de Mac en la cara.
Hubo meses en los que ya, ni siquiera, había una llamada o un correo electrónico. Hasta que Giulia cumplió quince años. Y, por supuesto, sus padres la engrieron cual princesa virreinal. Hizo una fiesta en uno de los salones del The Plaza. Se organizó un banquete opíparo y hubo mucha champaña. Su madre iba registrando con una cámara de fotos cada momento, cada micro-segundo. Javier veía todo eso desde Lima, entre la penumbra de un sábado, y los teclados de su primera laptop, pues Giulia no tardaba en colgar las fotos en el hi5. Entre esas fotos, advertía que un muchacho de cabello negro, engominado, aparecía varias veces. Aparecía a su lado. No obstante, una de esas fotos confirmó lo que el temor de sus entrañas le gritaban a los tímpanos de sus ilusiones: Giulia y ese sujeto, de la mano, dándose un beso en los labios, un piquito. Entonces, Javier supo que una historia precoz había terminado. Cerró la laptop y se recostó, tocándose, jurándose que sería la última vez que se la correría pensando en Giulia.

Los años pasaron. Ambos se graduaron. Javier postuló a una universidad liberal en Lima e ingresó a Derecho. Estudió leyes no para dárselas de justiciero o abogado feminista y, en nombre de Flora Tristán, trabajar en una ONG pro-aborto o salvaguardando los bosques del Amazonas. Muchísimo menos le interesaban las comunidades campesinas (esa sarta de cholos revienta-huevos, como se referían los amigos de su padre) que lloran ante el maldito capitalismo. Quería estudiar Derecho porque, desde adolescente, descubría una peculiar excitación por el poder. Más que el dinero, le seducía el saber manipular los caprichos del destino, el determinar el accionar de los dioses. “Estudia Derecho, hombre; dedícate al Derecho Minero; sácale la vuelta a la Ley, y verás que te llenarás los bolsillos. ¿Quién sabe?, quizás en unos años estemos hablando con el mismo Ministro de Minas”, le alentaba el Doctor Tudela, amigo de la familia, abogado connotado, e íntimo amigo del Presidente. Por esas noches insomnes de los primeros ciclos de la Universidad, Javier leía libros de psicología. Había aprendido, en función a la psicología inversa y a métodos PNL, a manipular a sus profesores, e incluso, a esas mujeres que más deseaba y que, del torbellino de su imaginación y de las pajas de madrugada, terminaban en una cama del Golden In, ese telo de cincuenta lucas, a pocas cuadras del Colegio Trener, donde no te pedían DNI y desfilaban las pituquitas más deliciosas de Lima de la mano con los muchachos del Markham o del Santa María. 

Giulia, por otro lado, cándida y deseosa, estudió periodismo en The Columbia Journalism School. Su sueño era ser una escritora famosa y millonaria, alguien como Gloria Vanderbilt. No pocas madrugadas, se quedaba insomne, botella de vino de compañía, y retrataba sus más escabrosas fantasías en una hoja de papel, al lado de la chimenea de su pequeño piso de estudiante. Escribía sobre el amor, sobre los instintos de mujer, sobre sus fantasías más ardientes, de esas que únicamente escuchaban sus sábanas de algodón egipcio cuando, entre sueños, la yema de sus dedos bajaban a su entrepierna y le mostraban la liberación de todo lo prohibido.
Javier terminó la Universidad con calificaciones promedio. Había estado practicando con uno de los abogados más cotizados de Lima, el Dr. Guillermo Pascarella. Cuando se graduó, pasó a ser asistente legal. Al año siguiente, se tituló y ahí lo asociaron a la firma. Con el paso de los años, le atribuyeron más responsabilidades hasta que terminó siendo socio y, con apenas treinta años, ganando un sueldo de quince mil dólares mensuales.
Giulia terminó la Universidad y la contrataron en The Newyorker como asistente de redacción. Una madrugada de trabajo, después del estrés y entre la comida rápida, le comentó a su jefa que escribía, que su sueño era ser escritora, que preparaba una novela erótica. Le mostró sus primeros manuscritos. Su jefa encontró un tesoro entre esas líneas entremezcladas con sudor. La contactó con el editor de Bloomsbury Publishing y, después de seis meses, su primera novela, “Your lips in my wine glass” fue publicada, y ganando sus primeros doscientos mil dólares. A partir de entonces, le dieron una columna en The Newyorker, muy leída, donde escribía crónicas sobre aquel ardor que, en las noches de luna llena, uno percibe en el corazón. 

Cada uno, en el paralelismo del universo, hacía su vida. Hasta que, olvidados del hi5, se impuso la moda del Instagram. Una mañana de oficina, Javier recibió una solicitud de Giulia. La aceptó. Ahí, sin querer, ella volvió a entrar en su universo. Esta vez, tan diferente a cómo la había dejado: Sin el listón rojo ni el blue jean de adolescente, sino, luciendo ropa de diseñador, botas imponentes con las que acudía a los eventos de la intelectualidad newyorkina. Esa misma semana, Javier quedó en ir a beber un trago con una ex alumna suya de la Facultad de Derecho, una bella veinteañera, practicante de un estudio reconocido. Fueron a Doce. La muchacha pidió un pisco sour y él un Jack Daniels. Tomaron fotos a los tragos y ambos lo subieron al Instagram. Más tarde, mientras la muchachita y él, entre la locura y el griterío, hacían shots de jagger en la barra de Noise, Javier recibió un mensaje en su celular. Era Giulia, respondiendo el story que había colgado: “Vi esa foto, vi el pisco sour y me acordé tantísimo de Perú”. Javier no contestó en el instante el mensaje. No obstante, le había dejado un aliento de ilusión que, inevitablemente, se había impregnado en el núcleo de su alma. Fue tanto así que, horas después, ebrio y excitado, mientras exigía a los camareros que le suban una botella de Champagne francés a una suite, el rostro adolescente, de luz y gloria, de Giulia, se apoderaba de los chispazos de su memoria. Entre gemidos y cálidas gotas de sudor, mientras Javier penetraba a aquella cándida veinteañera, invocaba sus recuerdos. Imaginaba que era Giulia a quien ataba a la alcoba, a quien le susurraba en el oído las cosas más sucias, más poéticamente bellas y perversas. Y, es que tener su rostro entre la esencia de su sangre, lo inducía a moverse con furia, con tantísima intensidad, con esa energía que nacía en lo más profundo de las entrañas. Aumentaba las revoluciones llegando al color más hermoso del infinito. De pronto, toda esa energía comenzó a subir, a subir, a subir, hasta que un delicioso clímax obtuvo entre una suerte de tembladera, tres disparos de pecado y un gemido ahogado: “Ay, Giulia…”, dijo entre un alarido inconsciente, a lo que la muchachita reaccionó de inmediato, volvió a su realidad percatándose de la confusión de su hombre y, entre sollozos, encerrándose en el baño, lloraba sin cesar, mientras Javier sonreía, ocultando el rostro, entre una almohada de plumas. 

Las semanas pasaron. Giulia y Javier comenzaban a chatear a través del Instagram. Con el paso de los días, intercambiaron números celulares y las llamadas por FaceTime comenzaron a ser un ritual: Siempre a la misma hora, las once de la noche, antes de dormir. Giulia le contaba que andaba escribiendo una novela sobre su ex novio francés. Javier, por el contrario, le contaba lo maniático que era con el trabajo, con los casos que llevaba, con los argumentos retorcidos que inventaba para ganar.
Giulia era expresiva. El pudor le era extranjero. Era libre y seguía llevando un arma letal en la sonrisa. Le contaba sobre las posturas que más disfrutaba en el sexo; las que solía practicarlas fumando marihuana. Dejando algo a la imaginación, le decía que solía tocarse mientras, algunas madrugadas, escuchaba a sus vecinos tirando de lo más rico. “¿Sabes algo?, ahorita mismo estoy en mi baño de espumas”, escribió ella, una noche, muy tarde, en medio del silencio. Y se tomó una foto, porro entre los labios, ojos achinados, que se lo envió por el DM del Instagram. “Estás hermosa. Cuando, de niño y miraba tus ojos, creía que miraba un ángel”, respondió él, cerveza en mano, dejándose llevar por la sinfonía del nirvana. Y, entonces, ella hizo lo que no debió hacer: “¿Crees que sigo siendo un ángel?”, escribió. Y tras ello, envió una foto: Ella con mirada letal; espumas de jabón en sus hombros, y los pechos al descubierto, luciendo los pezones rosados, erectos, perfectos. “Eres traviesa…”, escribió Javier. “Quiero que tú lo seas también”, dijo. “Vamos, tómate un nude… quiero que imagines que estoy ahí, a tu lado, acariciando tu pecho, lamiéndote el abdomen…”, ordenó ella. Entonces, Javier se tomó una foto. Primero una de él, sin polo, sonrisa de villano y gorra hacia atrás. Luego, de su sexo, erecto y lagrimoso, cubierto por un Calvin Klein que parecía a punto de estallar. “Bájate el bóxer…”, ordenó ella. Y entonces, reflejándose contra un espejo, Javier le mandó otra foto, restringiendo en el aplicativo la posibilidad de verlo sólo una vez: Esta vez, con el bóxer abajo. “¡Wow!, quiero verlo de cerca… me estoy tocando…”, dijo ella. Javier la alucinaba, la imaginaba en esa esa tina de espumas; imaginaba ese sexo húmedo que era engreído por los dedos de una princesa con manos de algodón. Así que, una vez más, tomó una foto de su masculinidad, erguida y colorada, venosa y lubricada. Y al recibir aquella imagen, Giulia se tomó otro selfie: Ella de pie, reflejada ante un espejo, una mano sujetando el celular y otra, en la cintura. De arriba a abajo. Desnuda. Mostrando el postre más delicioso al sur del ombligo: Depilada, con unos labios rosaditos que en ellos llevaban el cítrico de la fresa de algún edén. “Tócate. Quiero verte llegar…”, volvió a ordenar ella. Javier no podía discutirle, negarle un capricho. La llamó por FaceTime. Puso el móvil a un lado, en su mesa de noche, la cámara encendida, apuntándolo. Giulia no dejaba de retarlo, de apoderarse de cada rincón del pudor. Estaba con los audífonos en los oídos, y cada tanto, le daba una pitada al porro que se resistía a consumirse. Entonces, Javier comenzó a friccionar su masculinidad. Primero lentamente, como alimentando al pecado con imágenes sagradas. Giulia lo miraba mientras él registraba en la fotografía de la eternidad esa mordidita de labios, esa lengüita que remojaba sus comisuras labiales, ese susurro mientras se retorcía cuando sus dedos tocaban el timbre del placer. Sólo la tecnología los unía. Y así, mirándose a través del mural de la distancia, comenzaban a darse placer. Javier, friccionaba cada vez más rápido su masculinidad erecta. Giulia, sumergía sus manos en el agua espumosa y, estimulándose con cautela, comenzaba a creer que cada una de sus más escabrosas fantasías podían convertirse en realidad. Javier lo hacía más rápido, con furia, totalmente poseído. Clavaba sus ojos en los de Giulia, en esos ojitos claros, en aquel océano de dulzura. Hasta que el placer fue tal, tanto como la vida entera, que ambos estallaron al mismo tiempo: Javier, entre un chorro de semen que caía en su pecho; y ella, entre un aullido en medio del agua espumosa. Y, así, tras el amor después del amor, ambos se sirvieron un trago, aún unido a través del móvil: “Quiero que vengas a Lima”, le dijo Javier. “¿Me invitarías?”, preguntó ella, con picardía, como jugando, como tanteando, sabiendo, por lo demás, que ella perfectamente podía pagarse un viaje a Lima, a París, a Londres, o a dónde le dicten las entrañas. “Sí. Te invito. Vente un fin de semana…”. “¿Y… cuándo?”. “El próximo fin de semana; no la hagamos larga, ¿puedes?”. “Yo siempre puedo, querido. Soy escritora, y puedo escribir en aeropuertos, en la suite de un hotel, o, si me da la gana, encima de tu pecho”. “Cojonudo”. 

Y, en efecto: A los pocos días, Javier le envió los pasajes. En business, por supuesto. Reservó la suite en aquel hotel al que siempre regresa, que lo evoca a sus fantasías y a su infancia: El Country Club, de San Isidro.
Giulia llegó un viernes a media mañana. Javier envió a Bryan, el chofer de su padre, para que vaya a recogerla al aeropuerto. Era una mañana hermosa de primavera, y un cielo turquesa se dibujaba en Lima. “Acabo de aterrizar; ya me recogió el chofer”, le escribió Giulia, mientras Javier celebraba una reunión, entre gerentes y directores de una minera que discutían la estrategia para evadir una multa por contaminación ambiental. Pocos minutos después, ya en la camioneta blindada, le mandó un selfie: Ella con lentes oscuros, un sombrero en la cabeza y luciendo unos labios, rojo-pasión, que los juntaba como si mandara un beso a la cámara. “Saldré de la oficina a la hora del almuerzo; ya voy por ti”, escribió él, impaciente.
Golpe del mediodía, Javier acudió a su encuentro. Atravesó la puerta giratoria del hotel con prisa. Subió al segundo piso a través de los pasillos alfombrados, y tocó la puerta de la suite. Giulia la abrió con una sonrisa. Se abrazaron con fuerza y encanto. Lucía un vestido floreado y entonaba un perfume dulce. “¡Has cambiado tantísimo, guapo!”, exclamó. Sus manos seguían tan suaves, finas, como si en efecto, Dios las hubiese creado alguna tarde, entre el sunset y el placer. “Yo sigo pensando que un ángel se oculta en ti.”, dijo él, regalándole un beso en la mano. Sobre la cama, reposaba una cartera Louis Vuitton a medio abrir, y, sobre el cenicero de la mesita de la pequeña sala, un porro de marihuana apagado. Lima brillaba más que nunca; los rayos de sol penetraban, cual espías de la más aventurada mafia, a través de las cortinas de la habitación. Al fondo, el campo de golf relucía, y eso hacía que todo comenzara a tener sentido, como si las cuerdas del universo improvisaran la melodía de lo prohibido. Javier se quitó el saco y lo arrojó en la alcoba, al lado de la cartera, como si con ese gesto marcase territorio, pusiera la firma en tinta china en aquellas sábanas blancas, impecables. “Se te ve tan seriecito con traje y corbata…”, dijo Giulia, mirando a Javier de pies a cabeza. “¿Viste? Logré mi objetivo: Que estés acá, conmigo", dijo él, acercándose, cogiéndole la cintura. “¿Ah sí? Pues, wait. Hace años que no te veo y no quiero pecar de inocente, así que, please, darling, quita las manos de acá.”, dijo ella, con un tonito juguetón, dándole una palmada en sus manos, que aún seguían puestas en la cintura. “Oblígame, a ver…”, susurró él, chocando nariz con nariz. En aquel instante, Javier pretendió acercar sus labios a los de ella; pero, entonces, como un estallido contra la realidad, ella río a carcajadas, echando la cabeza para atrás, y cuando volvió a él, le dijo “Te ves tan tierno, casi como un teenager, cuando quieres dártelas de seductor o machito alfa con tu labia, tu miradita o tus palabritas rebuscadas. Pero no, darling, no eres Bukovski ni Robert Frost…”. Y tras mirar fijamente a Javier, con su sonrisa atónita, añadió: “Ahora, con su permiso, señor abogado, pero este clima me está sofocando, así que tomaré una ducha antes de almorzar”. Javier se sentó en el sofá de cuero y estuvo tentado de prender el porro que Giulia había estado fumando. Mientras tanto, se escuchaba el agua de la ducha y se intuía el momento en el que ella, la niña-mala, se sometía a un chorro de purificación. Como antes, como cuando era un niño, Javier dejaba volar su imaginación al punto de rozarlo con el más escabroso de los pecados: La imaginaba desnuda, esos pechos erguidos y pálidos, el jabón acariciando su cuello, sus hombros pecosos, sus pezones, su abdomen, su sexo vivaz, sus muslos, sus pantorrillas, su espalda, sus glúteos, los dedos de sus pies. Imaginaba su rostro angelical reluciente, entre el vapor del agua tibia y aquel milagro que nacía del vientre de un ardor infinito. Al cabo de unos minutos, ella salió del baño, con una blanca y una toalla en el cabello: “¿Me demoré mucho, darling?”, preguntó. “No tanto, descuida”, respondió él. Y otra vez, esa sonrisa, esa maldita sonrisa, se apoderaba de ella como si llevara entre el arma de sus labios la bala de plata. Luego, se quitó la bata y la dejó tendida en la cama. Giulia estaba, de pronto, en ropa interior: Arriba y abajo, color blanco, Victoria Secret, imponiendo sofisticación, disfrutando la escena. Miraba a Javier de reojo a través del espejo del tocador. Movía las caderas al caminar hasta la alcoba y sentarse para llamar por teléfono a la recepción e indicar que le suban el vestido que había dejado encargado para que lo planchen con vaporizador. Al cabo de pocos minutos, tocaron la puerta y fue Javier quien recibió el vestido: Era uno Burberry, de un color rojo electrizante, cual amapola. Javier lo tendió sobre la alcoba y Giulia, sin vergüenza y con el terroncito de azúcar en el alma, lo miró con picardía mientras, lentamente, alentando que el tiempo golpee el ritmo de un corazón, dejaba que su cuerpo reconozca la fineza de la seda. Tras ello, se puso unas botas negras de cuero; y, finalmente, se aplicó el maquillaje en sus pómulos y, con la pluma roja, dibujó la tentación en sus labios.
 Giulia, en definitiva, era una mujer que llamaba la atención. Los camareros del restaurante del hotel, Perroquet, la miraban casi mordiéndose los labios, susurrando entre ellos. Ambos pidieron lomo de novillo argentino y una botella de Rutini. Así se pasaron toda la tarde, entre risas y más vino. Recordaron las épocas del cole, de cuando eran niños y se asomaban a las sombras del placer con temor y curiosidad. Giulia le contó que había perdido la virginidad a los dieciséis años con un chico, hijo de diplomático, a quien lo conoció en un evento al que fue acompañando a su padre. “Fue a escondidas y recuerdo que tenía muchísimo miedo”, dijo. “Fue así, sin romanticismo ni nada, porque ni siquiera éramos novios. Siempre nos provocábamos, eso sí. Nos besábamos, nos tocábamos viendo alguna película o escuchando a Janis Joplin. No creo tener un buen recuerdo de aquel día. Al contrario, tan solo recuerdo un dolor feroz en mi entrepierna y su aliento de pepinillo. Me penetró sin más, como queriendo aliviar sus instintos. Terminó en mi abdomen, y luego nos quedamos mudos…”
A medida que iba pasando la tarde, Giulia mostraba su lado más sensual. Sus manos, discretamente, rozaban las de Javier. Tras el almuerzo, decidieron pasar al bar inglés, un espacio elegante y donde Javier, ocasionalmente, cerraba negocios entre vasos de whisky. Se sentaron en uno de los sofás de cuero, al fondo. En una de las mesas estaba Ramón Huapaya, uno de los mentores de Javier en el Derecho Administrativo. Pidieron más botellas de Rutini y una bandeja de fresas con fudge. “¿Y siempre te las das de conquistador llevando a chicas a lugares como este?”, preguntó ella. “Sólo cuando alguien me gusta de verdad, me hechiza como tú, me mira como tú…”, respondió él. “Cuando una mujer me atrae tanto, me gusta tratarla como una princesa. Me ha pasado, también, que a veces dejo la historia inconclusa con una mujer y, de pronto, una noche, en una discoteca o en un bar, la vuelvo a ver entre el tumulto de gente. Y ahí cruzamos miradas. Y entonces, el alcohol me induce a coger el celular y escribirle un mensaje directo, simple, que sólo incluye un sal de donde estás ahora mismo, carajo, que te espero al lado de la barra y quiero que terminemos la magia de la noche con un Champagne en una de las suites de este hotel”, añadió. “Me gusta este lugar, es tan como tú…”, dijo ella, volteando el rostro, juntándolo con el de él. “Acá cerré los contratos más importantes de mi carrera, acá me las di de escritor frustrado envidiando a Bryce, acá besé a las mujeres más hermosas, acá, de pequeño, mi abuelo solía traerme después de jugar fútbol en el Olivar y, entonces, él solía pedir whisky doble con cigarrillos y yo un milkshake de fresas y bombones. Y es que este rincón me trae el recuerdo de la dulzura de los bombones y de la mirada de amor de mi abuelo…”, contestó él. Ella rió con ternura, como una niña tras escuchar el final feliz de un cuento de hadas. Entonces, la magia suscitó: Un sorbo de vino, un suspiro, y luego, la fusión de labios. Por fin, Javier percibía el calorcito de aquella niña que llevaba un ángel en su alma y que, en ese preciso instante, logró hacer que toda la ciudad se detuviera. Fue un beso largo, entre un movimiento lento, cuidadoso de labios y, casi al final, ambas lenguas entendiéndose en la locura. “Teníamos que hacerlo…”, dijo Javier, al separar los labios. Luego, ella se acercó al oído de él: “Besas riquísimo...”; y tras ello, ambas manos se entrelazaron, como una suerte de pacto que se firmaba para cometer travesuras.
Pese a que eran las siete de la noche, ya habían tomado dos botellas de vino. El bar comenzaba a llenarse, las damas de alta sociedad llegaban a cenar, y los empresarios de los alrededores de San Isidro iniciaban el fin de semana con una copa de etiqueta azul. Las risotadas, la bulla y la dulzura de una Lima superficial comenzaba a reinar. Ambos se levantaron y, sin dejar de cogerse las manos, subieron por las escaleras alfombradas hasta llegar a la suite. Con una sonrisa de complicidad, Giulia metió la tarjeta en el lector de la puerta. Y ahí, adentro, el fuego: Se besaron como si el Apocalipsis anunciara su llegada. Las manos de ella en el cabello de él, jalándolo tentativamente. Y las manos de él, en el cuello de ella, en su espalda, en su baja espalda y, finalmente, en sus glúteos. Las manos de ella, en el nudo de su corbata de seda, en los botones de su camisa. Y él, encontrando el cierre del vestido, bajándolo con sumo cuidado, con tantísima delicadeza, llevando a su dama hasta el filo de la alcoba para que, finalmente, por inercia, la seda repose ahí. La hermosura de Giulia brillaba. Javier la tenía ahí, con los ojitos brillosos y con el algodón níveo de la ropa interior cubriéndole los secretos del libro de sus amarguras y de la cárcel de sus pasiones. Javier comenzó a devorar el postre que los latidos de su corazón aclamaban: Los pies de Giulia. Sus pantorrillas. El sabor de su piel, similar a la vainilla. Sus muslos. Evitó la entrada del amor y subió hasta su abdomen. Su ombligo; la lengua ahí, un buen rato, en su ombligo, jugueteando, formando circulitos. Luego, descubrió sus pechos: Los pezones erguidos, rosados, vivos; sus labios en ellos, encontrado vida ahí. Así, le bajaba el calzón, mientras ella arqueaba la espalda para dejarse llevar. La puntita de la lengua bajaba tentativamente, lentamente, se acercaba ahí, a la flor, rosadita y húmeda, hasta que, finalmente, la mimó con dulzura y, entonces, Giulia emitió un alarido, un gemidito virginal, tierno. Javier, lentamente, iba descubriendo el núcleo de su alma, de sus pecados. Movía la lengua con una paciencia que, poco a poco, iba incrementándose en una vehemencia propia de una sobredosis narcótica. Paulatinamente, la respiración de Giulia iba incrementándose, hasta que en un punto, cogiendo fuerte, fortísimo, las manos de Javier, emitió un grito que la hizo temblar y, con las pupilas desorbitadas, vociferó: “¡Ay, Qué rico, mierda!”. Tras ello, cambiaron de posiciones, y ahora Giulia era quien bajaba, sin besos ni poesía, hasta llegar a la zona erógena. Con los dientes, le quitó el bóxer negro y el miembro de él salió disparado. Lo admiró sin paciencia, como si entre sus ojos existiera rabia, hambre. Sin más, en un dos por tres, ya lo tenía adentro de la boca. Javier deliraba, cual puto fino, con esa voz propia de él. Así estuvo Giulia buen rato, haciéndolo llegar a la cumbre del nirvana, mientras él se retorcía cogiendo con fuerza los extremos de la alcoba. “Ven… ven acá”, dijo él, de pronto. Ella acomodó el erecto colgajo adentro de ella. Y, entonces, la gloria: Ese calorcito, deliciosamente erótico, esa humedad, esa sensación de vivir, de querer vivir eternamente así, fusionado con la mujer que creyó amar desde niño. Él abajo, ella arriba. Giulia se movía en circulitos, cogiéndole las manos, gimiendo con dulzura, cerrando los ojos y abriendo, sutilmente, la boca cuando creía llegar a la cima. El universo se convertía en un jolgorio rodeado de estrellas fugaces. Creían ser cómplices de una travesura. Poco a poco, la intensidad se incrementaba y Giulia saltaba con ferocidad, con ritmo y sazón hasta que, entre un grito de placer, todo se detuvo y ella se quedó inmóvil, temblando, dejando que un caudaloso riachuelo baje por sus piernas. “Morí…”, susurró, apoyando la cabeza en el pecho de él. Pero Javier aún con adrenalina, la volteó para, esta vez, ejercer su poder de hombre, de caníbal. Puso las piernas de ella en sus hombros. Despacito, con muchísimo cuidado, volvió a penetrarla. Le daba con fuerza, a buen ritmo, ni tan rápido ni tan lento, al ritmo ideal para saborearla, derretirla. Así estuvo buen rato, hasta que sus entrañas le anunciaron que el delirio estaba a la vuelta de la esquina. Entonces, no aguantó más, se apartó de ella y, entre un suspiro, eyaculó en sus pechos para, luego, quedarse rendido boca abajo, con el rostro entre el calor de unas sábanas blancas.
Se quedaron así, entre el silencio y las risas. Fumaron el porro que había sobrado y tomaron una siesta. Luego, se bañaron juntos, con agua tibia y jabón de uva. Se cambiaron ahí mismo, en la misma suite, sin secretos ni pudor. Giulia era como una vieja Europa donde la poesía se reposaba en una gota de lluvia. “Y ahora, ¿a dónde me llevarás?”, preguntó ella, ya cambiada, lúcida, acomodándose una boina. Él sonrió sin decir nada. Salieron de la suite cogidos de la mano. Afuera, en plena Avenida Aurelio Miró-Quesada, tomaron un taxi hasta Cala, un bar en pleno circuito de playas. Ahí, bebieron ginebra de frutos rojos y pidieron una tablita de makis. De pronto, entre el sonido del Pacífico, ella dijo: “¿Sabes qué me provoca?”. “Qué?”. “Quiero bailar”, y sonrió.
Risueños, llegaron a Noise golpe de la una de la madrugada. Subieron al sector Vip y, en la barra, pidieron una chela helada para cada uno. Tras tomarla de un tirón, Giulia comenzó a bailar entre las luces de colores, entre la vista de cada millonario que reinaba en los boxes. Movía la cintura, mientras su cabello le seguía el ritmo. Javier trataba de imitarla, nunca fue buen bailarín; su estrategia siempre fue emborracharse y, con labia (y floro barato) susurrarle a alguna dama de ocasión frases disparatadas para que, entre una carcajada, logre robarle un beso. Giulia estaba en éxtasis pleno. Se ponía de espaldas a Javier y, despiadada, inclinaba su ser hacia él, y ahí, en esa fusión, meneaba el culito con frenesí. Ambos se movían al ritmo de la música, de los ventarrones de la juventud. Cada tanto, los labios se juntaban y se besaban entre el humo de la noche y las miradas de aquellos jovenzuelos, jileritos monses, quienes gastaban su mísero sueldo de practicante, apenas mil soles, en una noche de juerga.
Así se pasaron toda la noche, bailando, cagándose de risa, improvisando coreografías, tomando copas de ginebra y, cada tanto, shots de jagger. Salieron de la discoteca cuando el cielo de Lima estaba en su punto, rojizo y poético. “Me cago de hambre… hip… hip”, dijo ella, sosteniendo una lata de Red Bull, tambaleándose y sin perder la sonrisa. A un par de metros, una señora, en plena vereda, vendía (a diez lucas, nomás) arroz con pollo y arroz chaufa con chicha morada. Los jóvenes, hijitos de papá banquero y las princesas que dejaban de lado la moda vanguardista, se aglomeraban, sostenían los tapers de tecnopor y, olvidándose del glamour, tragaban con frenesí. Javier se acercó a la señito. Pidió una porción de arroz con pollo, con harto ají y salsa huancaína y, por cinco luquitas más, una presita de yapa. Y ahí estaban los dos: Giulia y Javier, sentaditos en la vereda, afuera de la discoteca, comiendo con tenedores de plástico, cogiendo con la mano la presa de pollo, grasosa y deliciosa. Tras ello, se quedaron compartiendo un cigarrillo, el último, cogiéndose las manos. El día no tenía mañana. Todo era, simplemente, perfecto. 

Javier se despertó de un sobresalto golpe de las dos de la tarde. Giulia aún dormía a su lado: El cabello suelto, sus manos encima del abdomen, los labios aún con el labial. Caminó hasta el mini-bar y abrió una lata de energizante. La vida volvía a él. Tras beberla, se metió a la ducha. Al salir, Giulia sostenía una botellita de agua mineral. “Hola…”, dijo ella, aún sin estar en sí. “Cámbiate. Ponte ropa de verano, elige un pareo y mételo todo a tu bolso”, dijo Javier, “Nos vamos a Paracas; contrataré la movilidad del hotel”, añadió. “¡¿Qué?!”. “Pediré que nos traigan el almuerzo a la habitación”. “¡Estás loco! Paracas, que yo recuerde, está a tres horas de Lima…” “¿Y? Nos vamos… ¡ahora!”. Entonces, una sonrisa, tierna y bella, se dibujó en ella. Se metió a la ducha y, en un dos por tres, volvía a imponer: Un vestido ligero, gafas de sol y un sombrero Quicksilver. Al cabo de unos minutos, uno de los botones traía el almuerzo: Un club sándwich con Coca-Cola para Javier y, una ensalada césar con Inka Kola light para Giulia. “¿Sabías que eres el ser más loco que he conocido en toda mi vida?”, dijo ella. “Hasta ahora no entiendo cómo puedes ser abogado, defender mineras y tener amigos seriecitos… No te imagino en la oficina, ocho de la mañana, en una reunión de negocios planificando, según tú, el futuro del país…”, añadió, guiñando el ojo, vertiendo aceite de oliva en la ensalada. “Pues imagínate eso; y, también lo arrecho que me pones cuando, en pleno directorio, me mandas fotos de tus tetas, ja ja ja...”, respondió él. “Además, yo soy partidario de la locura; creo que aquel quien, en estos tiempos, no está loco, debería seriamente de preocuparse…”, agregó.
Bajaron al hall del hotel. No pasó mucho tiempo cuando un auto blindado los pasó a recoger. En menos de media hora, ya estaban en plena Panamericana Sur. En una de las gasolineras, pasando el primer peaje, bajaron. Compraron un six pack de Coronas y varias botellitas de aquellos tragos coloridos, con esencia de frutas, a base de vodka. Sólo ellos dos brillaban entre las calles, sucias y añejas, de una vieja Lima que se escondía entre la neblina. “Si pudiera elegir a una sola mujer con la que me casaría, serías tú...”, le dijo Javier, mirándola con intensidad, bebiendo un sorbo de cerveza. “¡Deja de hablar tonterías, huevón!”. “Te lo digo en serio. Sólo podría casarme contigo. Y quiero que vivamos en una casa hermosa alejados de Lima. Y que tengamos una hijita preciosa de nombre Julieta…“¡Eres un tonto, pero me gusta jodidamente que imagines tanto. Me haces soñar…” “Te recuerdo que la escritora newyorkina eres tú…”. “¿Y tú? ¿Mi caballero de inspiración, acaso?”, y soltó una carcajada tierna. “Espero aparecer en alguna de tus novelas próximamente…” “¿Cómo sería tu personaje? ¿El abogado arrecho?” “Te lo dejo a tu criterio; pero quiero que la historia que escribas me haga llorar y vivir…”. 
Llegaron a Paracas golpe de seis de la tarde. Un cielo anaranjado los recibió. No había cambiado desde las primeras veces que Javier iba allá, con sus padres, cuando era niño, y buscaban un oasis entre el caos de la lluvia. A través de la ventana del auto, miraban las calles desoladas de los alrededores, los arenales con suciedad y, cada tanto, alguna choza de esteras y los niños en la tierra jugando pelota a pies descalzos. Al fondo, se vislumbraba un mar azulino, que sostenía una esfera rojiza y perfecta y que, poco a poco, comenzaba a dar vida en el otro lado del globo. El hotel Hilton de Paracas era hermoso. Un botones los acompañó hasta la suite: Una cama amplia, sábanas finas y, en la mesa central, una hielera con una botella de champaña. Entre el silencio, se lograba escuchar el aleteo de las gaviotas y el sonido de las olas, que entonaban la sinfonía de un romanticismo fugaz. “¿Gustan que les abra la champaña?”, preguntó el botones, recibiendo el billete de propina que Javier le alcanzaba. “Llévelo a la piscina”, se adelantó en ordenar ella. Ya solos, se besaron como dos locos. “Quiero volver a hacerte el amor ahora mismo…”, susurró Javier, aún percibiendo en los labios de ella ese dulzor del trago que venían bebiendo en el camino. “Tranquilo, loquito…”, respondió ella, retorciéndose, percibiendo la lengua de él en su cuello. “¡Ya, Javier! ¡Basta!”, exclamó, empujándolo. “¡Acabamos de llegar!, y no quiero perder el día”, agregó. Se cambiaron en la habitación. Ella, lucía un bikini turquesa. Y él, una ropa de baño negra, que no hacía juego con su piel pálida y una barriga prominente de tantos almuerzos de comida rápida. Al otro extremo de la piscina, había una familia que, entre risotadas, enseñaba a nadar a un menor, casi crío, quien tras salir a la superficie aguantaba los quejidos y los sollozos. Se sumergieron en el agua, casi al filo de la piscina, y acomodaron ahí las copas de champaña. Saborearon la bebida, dulzona y burbujeante. El agua de la piscina estaba temperada, tibia. El sol iba ocultándose entre el mundo. Volvieron a chocar miradas y ambos sintieron esa complicidad, esa dulzura que existe cuando las miradas se encuentran y una risita inocentona les prosigue. “Eres un loquito hermoso...”, dijo ella, entrelazando sus manos con las de él, abrazándolo. “Si viviera en Lima… si tan solo viviera en Lima, creo que tú y yo haríamos una gran pareja…”, agregó, llevándose la copa a la boca. Entonces, como si suscitase un trance de racionalidad, y simulando una sonrisita de bandido, Javier dijo: “No lo sé. Siento que, tarde o temprano, te haría muchísimo, pero muchísimo daño, que te aburrirías conmigo y terminarías mandando todo al carajo, odiándome y botándome de tu vida como un maricón sidoso…” “¿Aburrirme? ¿De qué hablas? ¡Siento que eres divertidísimo!”, exclamó. Y entre la ironía y la verdad, sin perder la sonrisa, Javier añadió: “Veamos: Soy un egocéntrico del carajo que piensa sólo en él. Y tengo un problema que explica porqué me causa alergia los compromisos…” “¿Qué me vas a decir? ¿El típico discurso del macho alfa que suele aburrirse rápido de las chicas?” “No. Sino, porque soy impulsivo; diría que hasta  bipolar. Fácilmente podría convertirme en un asesino en serie, pero que fracasaría en el intento. Cuando te digo que soy así no pretendo exagerar ni asustarte, pero de verdad siento que estoy loco, que en algún ataque de ira puedo terminar en el infierno mismo y llevándome a una mujer conmigo. Puedo pasar fácilmente de la paz, de la parsimonia absoluta, al estrés, la violencia y la neurosis. Me ha pasado con frecuencia que termino odiándome, teniendo pánico de mí mismo…”. Giulia lo miraba atenta, cada tanto acomodándose el cabello, poniéndose los lentes oscuros, de repente, para ocultar su mirada de terror. “Me ha ocurrido, infinidad de veces, que después de hacerle el amor a una cándida veinteañera, me llega, de pronto, al celular un mensaje letal, uno de aquellos que te cagan, que te re-cagan el día, de aquellos que son un dardo y te producen un trastorno, y entonces, soy otro, algo me posee, una bestia demoniaca termina adentro mío. Y basta que suceda algo tan nimio, insignificante, para que, tratando de liberar una rabia incontenible, termine vociferando, golpeando paredes, arrojando copas contra la pared, soltar los peores vituperios, de esos que te van a destruir…”. Y Giulia lo miraba ocultando el abrir de boca, con la intriga de saber si es que Javier hablaba en serio o si es que esa sonrisita reflejaba su acostumbrada ironía. “Y… ¿Has pensado ir a un psiquiatra?”, preguntó. “No. Tomo mis precauciones…” “¿Cuáles son…?” “Cuando siento que me encariño con alguien, pues me alejo y ya…”. Y ella, aferrándose a una ilusión, bajándose un poco los lentes oscuros, pretendiendo intimidarlo con la mirada, agregó: “O, sea, ¿te piensas alejar de mí?”. “Tú ya estás lejos…” Y tras ello, imperó un breve silencio. “¿Sabes, Javier?, si algún día me haces daño, escúchame bien, huevón, te juro que en tu puta vida me vuelves a ver, ¿te quedó claro?” “Eso ya lo sé. Por eso me da miedo encariñarme contigo. Siento que podrías ser una marea que, contra todas mis fuerzas, me conllevaría a ti…”, dijo, y, entre una pausa de fuego, mirando su reflejo en los lentes oscuros de ella, la besó. La besó con furia, volviendo a introducirle la lengua, tratando de capturar su aliento, su esencia, su alma. “Te quiero, no sé cómo, pero siento que te quiero, aunque seas un loco de mierda…”, susurró ella, obteniendo un suspiro entre la marea apasionada del hombre que bajaba la mirada a sus pechos. “¿Nos habremos conocido en alguna otra vida?”, preguntó él. “Me gustaría pensar que sí...”, respondió ella. Luego, salieron de la piscina, Javier recogió la champaña que quedaba y se metieron a la suite, empapados, dejando el rastro de aquel chispazo narcótico.
Al día siguiente, se levantaron pasada la una de la tarde. Almorzaron ceviche con Pilsen y, ¡faltaba más!, una jalea mixta. Parsimoniosos, a pasos lentos, fueron a la playa. Esta vez, Giulia estaba algo callada, un tanto diferente, lucía un bikini negro, un sombrero prominente y lentes Ray Ban que ocultaban unas ojeras. Echada boca abajo, dejaba que el sol acaricie su piel. Leía un libro de Truman Capote. Mientras tanto, Javier, cerveza en mano, respondía correos electrónicos desde su celular. Cuando el sunset cayó, pidieron una botella de vino blanco, tan propicio y cítrico. "¿Estás escribiendo una nueva novela?”, le preguntó, Javier, de pronto. “Sí, pero lo dejé en stand by…” “¿Por qué?” “Porque tengo miedo de no terminar de escribirla…”, dijo ella, borrando una luz, ida, ocultando una suerte de nostalgia que pretendía borrarla con una sonrisa sutil. “¿Falta de inspiración, acaso?” “No, no es eso, Javier… Olvídalo, son cosas mías”, añadió, y, tras ello, suspiró, como si tratase de capturar la melodía del ansia febril. “Cuéntame, pues; deja de ser tan misteriosa…” “No es nada, Javier, no es nada”. “¿Acaso no confías en mí?” “Pues, no lo sé… Hemos follado de lo más delicioso, sí; la estoy pasando genial contigo, sí; pero no suelo confiar fácilmente en alguien… y, como me dijiste, sueles hacer daño a las personas que quieres…” “¿Y cómo concluyes que yo te quiero?”, preguntó él, con una mirada retadora. “Porque lo siento… ¿O acaso no me quieres?”, y Giulia lo miró fijamente, al tiempo que él simulaba una sonrisita burlona. “Creo que tú no quieres a nadie…”, dijo y volvió a echarse de espaldas, ocultando su rostro entre los brazos. “¿Qué te pasa, ah?” “Na-da; ¡na-da!”, exclamó ella, ahora, furiosa. Y, ante ello, imperó el silencio. Javier comprendió que, a veces, las brisas interpretan mejor los sentimientos. La miraba, la admiraba, mejor dicho, la adoraba mientras, con cerveza en la mano, iba vislumbrando al sol escabulléndose en el mar, entre ese cielo rojizo, en cuyo lienzo se iba escribiendo las primeras líneas de la noche.
De pronto, los ventarrones tan propios de Paracas, comenzaban a enfriar la ternura de las precoces pasiones. Javier comenzó a acariciar la espalda de Giulia, quien persistía con el rostro oculto. La acariciaba con suma ternura, como dándole a entender que, después de todo, no sabía por qué carajos, pero la quería, la quería proteger ante cualquier peligro, ante el capricho tan azaroso del destino. Acariciaba esa piel con delicadeza, si acaso, imaginando el infinito, la eternidad misma. De pronto, Giulia volteó y lo miró con intensidad; los ojos semi-colorados: "Júrame que, después de esto, nos volveremos a ver, ¿ya?”, dijo, levantándose, casi recostándose sobre él. “¿Ah?” “¡Júrame que te volveré a ver, Javier!” “Okay, okay, te lo juro. Nos volveremos a ver. Yo puedo ir donde estés tú o quizás…” “¡Genial! Sólo eso quería escuchar de ti...”, dijo, interrumpiéndolo. Javier la miraba extrañado, pensando que Giulia era, como toda escritora, una loca del carajo, pero una loca hermosa y vivaz. “¿Sabes qué? Te cuento que en dos meses estaré en la feria de libro de Madrid, que será en el parque del Buen Retiro. ¡No sabes!, pero una editorial española re-editará mi última novela”. “¡Cojonudo!, nos veremos en Madrid, entonces. Nuestra próxima luna de miel será en una suite del Palace ja ja ja…”, dijo, Javier, sumergiéndose en la locura, guiñándole el ojo, dejando que ella lo despeine, esta vez, embriagada en una sonrisa. “¡No me digas!, cuando voy a Madrid suelo quedarme en el Palace, y su bar… ¡joder, su bar!, me gusta quedarme horas de horas escribiendo ahí, bebiendo y bebiendo apple martinis”. Se quedaron así, abrazados en la arena, abrigados con una toalla, viendo cómo las estrellas imperaban en el cielo, besándose cada tanto, recordando los años luz, intercambiando la acuarela alma. Entre el silencio, en uno de los bares del hotel, a pocos metros, llegaba el sonido de “Te regalo una rosa”, de Juan Luis Guerra. 

El lunes llegó, Giulia debía retornar a Nueva York. Javier tuvo una agenda complicada. Guilla, por el contrario, se la pasó caminando por Lima, entre el café de La Tiendecita Blanca y la melancolía del malecón Cisneros. Poco antes del mediodía, decidió tomar un taxi hasta el colegio donde ambos habían estudiado, el Trener, uno de color azulino, en plena Calle Cristóbal de Peralta, y donde sólo estudian niños bien. Se bajó frente a la puerta principal, donde tantas veces su madre la dejaba. Se paró frente a ella, mirando el logo, cerrando los ojos, escuchando en el olvido sus risas, su griterío de niña. De pronto, la puerta del colegio se abrió, apenas un poquito, y una profesora salió con prisa y, ahí, precisamente ahí, vio ese salón, aledaño al patio, donde décadas atrás, conoció a Javier. Por un instante, le dio la curiosidad de entrar, de pretender ser una madre joven que busca información, pero sabía, no obstante, que algo, una punzada en el pecho, heriría sus sentimientos, su alma.
A las finales, terminó deambulando por Monterrico, el barrio donde vivía. Entró en La Cabrera, un restaurante argentino de la Avenida El Polo y ahí almorzó. Pidió entraña y varias copas de ginebra. Casi a las seis de la tarde, volvió al Country. Las maletas ya las tenía hechas, su vuelo saldría a la medianoche. Esperó a Javier en el bar inglés. Él llegó golpe de las ocho. Fueron al aeropuerto con en un taxi blindado. En el camino, casi ni hablaron, tan sólo se cogían las manos. Llegaron al aeropuerto a las nueve, y de inmediato, tras entregar las maletas en la aerolínea, Giulia dijo: “Quiero irme al salón Vip”. “¿Tan pronto?” “Sí, me dan penita las despedidas…”. Javier la acompañó hasta el segundo piso del Jorge Chávez, mientras en el bolsillo, sentía la vibración de su celular de correos electrónicos que no paraban de llegarle. Antes de que Giulia se vaya, se abrazaron con fuerza, con muchísima fuerza. “Júrame que nos volveremos a ver”, volvió a decirle ella, mirándolo con firmeza. “Madrid será nuestro”, enfatizó él. Tras ello, un beso en los labios, dulce, rozando lo eterno. Giulia caminó a pasos rápidos, sin pretender, siquiera, dejar su esencia. 

Al día siguiente, martes, ni bien Javier llegó a la oficina, le escribió a Giulia: “¿Ya en tu departamento?”. De pronto, la base de notificaciones de la Mac le advirtió que tenía un correo electrónico nuevo. Se aperturaba una cuenta que no era suya; y es que Giulia había olvidado cerrar su cuenta de correo cuando, en Paracas, había utilizado el portátil de él. El correo electrónico que acaba de llegar era de una tal Gabrielle Harper, quien escribía: “¡Fantástico! ¡Está confirmada tu presencia en la feria de libro! En la semana te remito las reservaciones. Cuídate mucho, babe, GH”. Para no levantar sospechas, Javier lo marcó como “no leído”. Sin embargo, en el correo anterior, el remitente aparecía como del “Rockefeller Research Laboratories”. Inquieto y curioso, lo abrió. Descargó el archivo adjunto: Leía parámetros, frases médicas en inglés, númerología y fórmulas incomprensibles. Lo primero que pensó, fue lo más evidente: Giulia o está embarazada o teme estarlo. Remitió el documento a su mejor amigo, Juan José Lazarte, ilustre médico de la clínica Delgado. “Estoy entrando ahora mismo a sala de operaciones; te respondo luego”, apenas le contestó.
Horas después, precisamente, cuando Javier terminaba de almorzar, el Dr. Lazarte lo llamó. “Compadre, es cáncer de mama en grado tres. ¿Es de algún familiar tuyo?”. Javier se quedó frío, segundos eternos de silencio, con una punzada en el esófago, con un calambre que nacía en los cachetes y bajaba hasta la punta de los pies, carcomiendo cada célula de él. “No, no, descuida; son los resultados de una de mis asistentes…”, pudo responder, pasando saliva, y luego colgó. De pronto, un tsunami de pánico lo obligó a correr al baño y vomitar. Fue un vómito desesperado de recuerdos y anhelos . 

Ya tarde, por la noche, Giulia publicó una foto en su Instagram: Aparecía ella, echada en las playas de Paracas, con la piel tostada, y una estrella en sus labios, revelando el secreto de su sonrisa. Javier notó que estaba en línea, conectada. Le escribió: “Veo que llegaste bien. Te veré en menos de lo que imaginas, la feria del libro de Madrid está a la vuelta de la esquina. Iré a tu encuentro. Pienso viajar viajar a Nueva York, y de ahí iremos a Madrid. Te acompañaré a presentar tu libro; estaré en primera fila, aplaudiéndote. Y luego, sin que nadie se dé cuenta, te diré en el oído que te admiro, que eres la mujer más linda del mundo. Y cenaremos en el Horcher. Y caminaremos por el parque del Buen Retiro y por Chamberí. Y visitaremos todas las tascas donde solía ir Hemingway o Picasso…”. Pocos segundos después, ella le escribió: “Y, también me harás tuya otra vez...”. “¡Claro que sí! Te haré el amor con intensidad y dulzura…”. “Como me gusta… no rápido, sino profundo, intenso…". Y luego, tras enviar ese mensaje, volvió a escribir: "Y, luego, moriré en tu pecho…”. Cuando Javier leyó eso último, presintió un nudo en la garganta. “No, Giulia. No morirás; tú eres inmortal”, respondió, y tras ello, no pudo más: Sollozó como un niño.

Jesús Barahona.
Entre Madrid, Lima, Sevilla, Barcelona y Roma.
Setiembre, 2022.

No quiero soñar mil veces las mismas cosas, ni contemplarlas sabiamente. Quiero que me trates, suavemente…

Cerati.- 

Él es de derechas, vertiente conservadora.
Ella es todo lo contrario.
Él busca permanentemente su comodidad, le gusta vivir bien, vestirse bien, le gusta los lujos y no se arrepintió de haber incitado proyectos mineros donde dejó comunidades en el altiplano del Perú en el desahucio, con tal de ver sus cuentas de banco más infladas.
Ella es humanitaria; defiende los derechos de la minoría y no pocas veces ha estado en marchas a favor del aborto.
Él es amante de los toros; suele ir a las corridas en Madrid, Sevilla, Lima, y es capaz de pagar hasta quinientos dólares por estar en una buena ubicación y ver a sus ídolos clavando el estoque en el lomo de la bestia.
Ella ama los animales, tiene gatos y perros; suele filmarse cuando los abraza, los besa.
Él escribe novelas para alimentar su ego, para salir en las revistas de cultura y en los periódicos; para ser el joven acomodado que lo reconocen en las librerías.
Ella ha escrito poemas y los ha personificado en prendas ligeras.
Él suele ir a cocteles sociales vistiendo traje de diseñador y posando ante la hipocresía.
Ella es feliz tomando una copa en algún bar cualquiera, con sus cigarrillos de liar y sus libros de filosofía y de feminismo.
¿Habría probabilidades que ellos dos coincidieran? Apenas un cero coma cero un por cien. Pero se conocieron en un bar de Barcelona, cerca al piso de él, entre las luces de colores.
 ¿Habría probabilidad alguna de que, entre el Jack Daniel`s y la etiqueta azul, él evoque su rostro, sus labios, su piel? Ninguna. Sin embargo, desde el emblemático Ritz, la cuna de la sofisticación madrileña, él, entre El amor después del amor, le escribe, ebrio y feliz.
¿Qué le escribe? Entre líneas, que la desea; que anhela fusionarse con ella, sabiendo que resultaría algo letal, perverso, una condena contra su propio destino.
¿Es sólo deseo lo que siente él? No. No es una mujer que, comúnmente, él ansiaría llevarla a la alcoba; no es la mujer que, bajo sus protocolos de perversión, él conocería entre las luces de colores las discotecas de Lima donde él acude, donde no todos pueden entrar, donde si tu apellido no es tal o cual, estás out, donde si no apruebas los filtros de fineza, te quedas afuera, en la calle, pero donde él suele tener un privado y, desde la cumbre de la zona vip, mira con superioridad a las niñas que bordean la menoría de edad y se morirían por estar con él. No obstante, presiente una adicción a ella, a su sola presencia, a las leves caricias de su piel, a su voz, a su cabello ensortijado, a su dejo, a las cosas que ella le habla, a sus mensajes risueños, a la soledad que se esconde en sus ojos.
 ¿Tiene, entonces, él motivos para odiarla a ella? Sí, los tiene. Él suele cultivar rencor a quien no se adapta a su manera de pensar, de ver la política y el mundo. Tiene motivos para odiarla cuando, de pronto, ella llega saludando a clases diciendo: “Hola con todes”; o cuando ella escribió una monografía defendiendo la postura contraria al desarrollo de la minera, donde los amigos de él trabajan; o cuando ella le dice, entre la penumbra de una noche europea, que si fuera presidente de su país, le quitaría la nacionalidad Milei, el candidato presidencial que él apoyaría y que, cree él, se parecen tanto (ambos son drásticos, déspotas, egocéntricos, y no mantienen comunicación con sus padres biológicos).
¿Es un sinsentido? Lo es; no obstante, él no puede odiarla; al contrario, presiente un magnetismo, una fuerza exterior que lo induce a cogerle las manos, a abrazarla, a cuidarla sobre todo y ante todo, a protegerla, a tratarla suavemente.
¿Debería él, entonces, fugar, huir? Debería. En Madrid, una ciudad más conservadora, hay dos mujeres que lo esperarían: Julieta, abogada veinteañera, que no deja de reírse a su lado, que lo admira como escritor, que es sofisticada y es tan o más adicta al dinero y al poder que él. E Isabella, de familia franquista, ultraderechista como él, amante de los toros, que, ya con treinta y seis, ha logrado comprar un piso frente al parque del Buen Retiro, y el día que él se graduó, ella le escribió diciéndole que ansiaba que culmine la cumbre de su carrera en Madrid.
Siendo así, y evocados por la noche, ¿él ha tratado de besarla? Sí, no pocas veces. Entre la madrugada europea, ebrios los dos, y, sin embargo, ella le esquivaba el rostro.
¿Era un golpe a su ego? Lo era; como lo fue cuando, entre el cielo rojizo, ella le decía que tenía el corazón roto, que estaba enamorada de otro. Y, entonces, él la odiaba, la odiaba con todas las fuerzas; pero era como una ola que llegaba a la cumbre; era una rabia fugaz, y, tras ello, volvía a desearla.
¿Entonces, por qué se buscan, se escriben, se engríen? No se sabe con certeza. Quizás, sólo disfrutan estar juntos, reírse juntos, caminar ebrios de la mano sin saber a dónde ir, ella exigiéndole que no mire los mapas a través de los aplicativos de su celular, que a algún lugar llegarán. Quizás sea la manera cómo se contemplan, cómo se ríen del destino. Quizás sea la manera en la que él enreda en sus dedos el cabello ensortijado de ella; la manera cómo él le quita, sonriéndole, los lentes, acaso, para que no exista una barrera que permita mirarla a los ojos; la manera cómo se ríen entre sin saber de qué; la manera en la que él apoya su cabeza en los hombros de ella, acaso, para luego, besarlos y percibir su piel canela en sus labios. Quizás sea la manera cómo ella lo mira cuando él habla de manera exagerada, cuando trata de defender sus posturas hitlerianas, y lo mira así, con calma, sin contradecirlo, como si fuese un niño que habla de sus fantasías. Quizás sea la manera cómo él la cuida, cómo antepone sus pasos, cómo pretende decirle entrelíneas que puede sentirse segura si está con él.
Entonces, ¿qué sucedería si una noche, entre el vino y la champaña, los besos son aceptados, y las caricias se intensifican y, terminan fusionados, entre los brazos del deseo? No se sabe. Eso lo irrita a él: El no saber, el no tener la certeza plena de algo, el que exista una estrella que lo desconoce, que le hace perder su instinto de controlador, de calculador. Él disfruta sabiéndolo todo, controlándolo todo, anteponerse a las consecuencias de cualquier ola y, más aún, frente a cualquier musa que pretende, ilusamente, confundirlo. Pero con ella, sería como abrir una caja de sorpresas, en cuyo interior existirían las siguientes incógnitas: O, simplemente, creería que fue una consecuencia natural de algo que imaginó desde la noche que la vio en el bar. O, irritado, creería que algo se quebró y, con ello, la confianza y, siendo así, las leyes del destino los alejarían. O, terminaría adicto a ella, a su piel, a su sabor. Esa incógnita, por un lado, lo aturde; pero quizás también lo une a ella, lo excita, lo emociona, le produce una enajenada ilusión.
¿Le dolerá a él cuando el destino haya determinado que tiene planeado escribir en las historias de cada uno otro capítulo, que este ya terminó? Sí. Seguro extrañará su sonrisa mostrando sus dientes, sus labios pequeños, su voz, sus manos chiquitas, sus mensajes a la medianoche pidiéndole verse, las conversaciones en la banquita frente a un supermercat.
Y, de ser así, ¿cómo le gustaría pasar la última noche junto con ella? En una suite elegante, con una vista maravillosa a algún lugar emblemático, tras haber pasado un día de risas, y ahí beber harto Champagne de la misma botella, compartiéndola, como compartieron alguna noche una botella de vino en los pies del Arco del Triunfo. Y, entonces, recorrer cada parte de ella, cada rincón, y, con la punta de la lengua, percibir su sabor, su dulzor que, seguramente, se fusionará con el de la champaña. Y mirarla a los ojos con fuego, con tanta intensidad, esta vez no mordiéndose los labios para evitar besarla, sino, besarla con furor, vehemencia, como si, ahora sí, el tiempo fuera a terminar. Cogerle las manos con fuerza, acariciar su piel, cogerle la espalda mientras la tenga encima de él. Morder el lóbulo pequeño de su oreja, susurrarle cosas sucias y tiernas. Ver su rostro, capturar la imagen para siempre en la retina de su memoria. Y llegar al clímax alucinados, extasiados, chinos de risa. Y, tras ello, él admirándola, querer dar cuerda al reloj hacia atrás, fumando cigarros de liar en la penumbra y escuchando a Soda Stereo.
Y, al día siguiente, seguro irse antes, darle un beso en la frente con una nota manuscrita: “Eres la loca más genial que conocí. Esperaré tus mensajes a la medianoche para vernos…

Jesús Barahona.
Barcelona. Julio, 2022.

Javier decide ir a Lima a pasar las fiestas de fin de año. De Barcelona, tomó el tren Ave hasta Madrid, y ahí aprovechó en hacer compras para su madre y su sobrina, Valentina. A su madre, le compró un dije en oro amarillo de la Virgen de la Almudena, y a su sobrina de tres años, juguetes y vestidos glamorosos de las boutiques de la calle Claudio Coello.
Antes de volver a su tierra, se quedó cinco días en Madrid, donde solía vivir cuando estudiaba su primera maestría, precisamente en Derecho Regulatorio. En un inicio, su plan era culminar sus estudios, publicar su tesis en España, despilfarrar sus ahorros en unas merecidas vacaciones de medio año por Europa, y, finalmente, volver a Lima a ejercer sus funciones de abogado cazurro, defensor del capitalismo y alimentar su adicción al dinero y al poder. No obstante, al salir elegido Pedro Castillo, el Presidente de la extrema izquierda, decidió seguir los consejos del Secretario General de la Universidad en la que estudió en Lima: "¡No vuelvas a Perú ni a cojones! El dólar está por los cielos, los inversores se están largando y las empresas mineras han detenido operaciones. Esta gente quiere hacer de nuestro país una Venezuela. Te aconsejo que estudies otra Maestría y, desde ya, vete pensando en aplicar a un doctorado en Nueva York o Londres.” Siendo así, resultaba impensable instalarse en el Perú, apostar ahí, y, menos aún, aspirar a consolidar los proyectos personales de un joven treinteañero, que acostumbrado está a los lujos que alimentan su ego. Revisó sus estados bancarios; apenas le quedaban cuarenta mil euros. Antes de que Pedro Castillo asumiera la Presidencia y, por consejos de su tío Juan, economista lúcido, sacó sus ahorros de los bancos de Perú y los trasladó a Madrid. "En Perú no dejaré ni un puto centavo. Con los comunistas, progresistas o feministas, esa sarta de zurdos de mierda, no voy ni a la esquina…”, pensaba la madrugada en la que hacía las transferencias por internet y, aliviado, verificaba que sus cuentas peruanas estaban en cero soles con cero centavos. Con el tiempo en contra, revisó el ranking de universidades europeas. Lo sedujo la maestría en Ciencias Jurídicas Avanzadas en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Pidió a sus mentores del Derecho que le redacten cartas de recomendación. La Universidad lo admitió y, como consecuencia, extendieron su residencia europea. Así, se mudó de Madrid a Barcelona. Encontró un depa acogedor en Gracia, a pocas cuadras del hotel Majestic. No obstante, sólo en Madrid descubría esa poesía que, con desesperación, sus entrañas ansiaban hallar. Madrid, en definitiva, había sido creado en aquel preciso instante en el que Dios ansiaba recrear la emblemática inspiración de los poetas.
De vuelta por Madrid, Javier se hospedó en el Praga. Tres noches la pasó en una suite del Praga, el hotel de toreros, aquel donde suele llegar Andrés Roca Rey, leyenda peruana, cuando, tras cortar oreja y rabo, abre la puerta grande en Las Ventas. Pero la última noche, sólo la última, decidió quedarse en el Ritz, en la Plaza de la Lealtad. No había mayor motivo que sólo uno: Sorprender a Julieta, la hermosa abogada veinteañera, adicta al gimnasio y al café, con un cuerpo excesivamente precioso y en cuya mirada imperaba la flama de la ternura. Secretamente, planificaba prolongar la seducción, propia de una cena con champaña, en una emblemática suite del Ritz y, entre la cirrosis y la sobredosis de Sabina, embriagarse del coctel vitamínico que llevaba el nombre de esa mujer de piel pálida. 

Desde la primera vez que la vio, ella logró capturar su atención de escritor melancólico: Era una tarde del invierno madrileño. Por las ventanas del aula de la Universidad aún se divisaba la nieve, propia de la Filomena, que renacía tras cincuenta años. Y, en eso, Julieta, pálida y sutil, entró al aula sin querer llamar la atención. Lucía un gabán color camello, que le llegaba hasta la altura del tobillo, que combinaba tan bien con una cafarena negra y con la cartera Chanel que la dejaba caer en sus hombros. Se sentó en uno de los pupitres, detrás de Javier, y ahí, abrió su ordenador y aparentaba leer un documento de importancia, mientras, cada tanto, acariciaba con sutileza su cabello rubio. Aquella tarde, el Profesor Sánchez-Moro dictaba una sesión de Derecho Administrativo. Sánchez-Moro era una suerte de semi-dios de las Ciencias Jurídicas: Había sido asesor del Presidente de España, contaba con más de diez libros publicados y solía ser temido, pues tenía fama de ser el único profesor que se atrevía a poner cero en los promedios finales de las asignaturas. De pronto, en plena clase, mientras el jurista, erguido y casi levitando desde el paraíso jurisprudencial, lanzaba teorías doctrinarias, Julieta alzó la mano. Contradijo al catedrático citando una reciente sentencia del Tribunal de Justicia Europeo. Se armó un pequeño debate. Javier volteó y pudo ver a la señorita buscando la elegancia en su discurso. Simulando discreción, sonreía al ver la escena, mientras ella mantenía la calma y, con la Ley en sus manos, citaba autores que defendían su postura. Y, en eso, cuando el Profesor Sánchez-Moro, finalmente, se rindió dándole la razón, y ella atinaba a tomar asiento entre una reverencia, los ojos de ella y de él chocaron. Javier no desvió la mirada, con el tiempo, aprendió a no intimidarse frente a una mujer. Ella, segura de sí misma, tampoco la quitó. Y ahí, ambos se sonrieron e, inevitablemente, Javier supo que aquella imagen quedaría consagrada en la retina de su memoria.
Julieta había estudiado Derecho en la Universidad de Navarra. Trabajaba en el estudio Uría Menéndez, un ícono de la Unión Europea, y su especialidad era el Derecho Bancario. Era adicta al gimnasio y al tenis, y admiraba el arte contemporáneo. En sus redes sociales, se lucía entre jolgorios de las mansiones de Puerta de Hierro, entre las sonrisas y el sunset en la cumbre del Riu, en el paraíso de Sepúlveda bajo la siesta de un sol rojizo. Pero, sobretodo, capturaba la atención aquella foto en la que una estrella aterrizaba en su sonrisa y se lucía en los tendidos de la Plaza de toros de la Maestranza, en Sevilla. Aquella foto, precisamente, pretendía que la fugacidad de los ángeles tiren aquellos dardos de un juego efímero, tan propio de la pasión, y, como si la tinta del pergamino de Sabina cobrase vida, aferrarse al deseado “sin embargo” de pedir la llave de un hotel y, a medianoche, encargar un buen Champagne francés. 

Julieta acompañaba a los colegas durante las tardes de copas, después de clases, casi a la puesta del sol, en las terrazas a la espalda de Puerta de Toledo. A ella, le encantaba el albariño; y, a Javier, por el contrario, la ginebra con fresas.
Una de esas tardes, cuando el alcohol comenzaba a hacer efecto y sólo los grandes se quedaban en la mesa, Javier tomó el personaje que más le seducía: El del parlanchín con aires de divo. Y comenzó a hablar de aquello que, en el fondo, más le apasionaba, incluso más que el Derecho o el dinero: La política. Pero improvisaba un discurso con dosis de gracia, elocuencia, ironía fina, al punto que las frases más impopulares podían estar lastradas por la melodía de una risa tenue. Sin pudor ni vergüenza, decía ser de derechas y, si lo apuraban, de ultraderechas; que, asomándose las elecciones en Perú, ni a cojones votaría por la izquierda ni el progresismo; que, por el contrario, viajaría a Lima para votar por un candidato conservador del Opus Dei; que encontraba irracional y nefasto los Convenios de Derechos Humanos, sobretodo, el de Ginebra, que tanto fue invocado para justificar la inmigración ilegal, de africanos e islámicos en España, y de venezolanos en Perú; que detesta el idioma inclusivo y, peor aún, la ideología de género. “Si comulgo con un Partido en España, en definitiva, es el Vox”, enfatizó, entre la sorpresa y risa de sus compañeros, sin ellos saber si Javier estaba hablando en serio, si bromeaba o si, de pronto, había fumado uno de esos tronchos adulterados que los nigerianos solían ofrecer en la Plaza Tirso de Molina. Pero, justamente ahí, en ese preciso instante, Julieta, entre la sorpresa y con los ojitos bien abiertos, exclamó: “¡Yo pienso igual que tú! Es más, ¡Santi Abascal es mi amor platónico!”. Y, entonces, todos los colegas, entre la pereza de la irracionalidad, soltaron una risotada dibujando un gesto de ¿qué coño estás hablando?. Pero Javier, lastrado por ese personaje que encarnaba, atinó a exclamar: “¡Pues, cojonudo! Yo quiero ser Presidente del Perú. Tengo fe de que estas elecciones o gana Keiko Fujimori o López Aliaga. Y, ¿sabes?, ¡tengo la plena certeza de que en el 2026, cualquiera de ellos, me dará la banda presidencial a mí, jolines!. Y… quiero que seas tú mi Primera dama”, y se lo dijo mirándola a los ojos, entre el júbilo y un deseo oculto de que la utopía se convierta en realidad. “Viviríamos en Palacio de Gobierno, ¿no sería guay? ¡Eso sí!, como Primera Dama, ni a cojones, dejaría que estés inaugurando comedores populares en medio de la nada. Más bien, viajaríamos todos los meses a Nueva York de shopping y…“. "¡Pues, no, Javier!, soy española; no quiero vivir en otro país!”, lo interrumpió Julieta entonando seriedad, y tras el dictamen, dibujó esa sonrisita que se fusionaba con las pupilas de un rostro que comete un crimen perfecto. "¡Pues, joder, tienes razón! Compraré una mansión en Puerta de Hierro y gobernaré desde ahí. ¡Eso sí!, tenemos que ser vecinitos de los Vargas Llosa-Preysler. ¿No te flipa?”, concluyó el disparate, entre la risotada de Julieta, y, por ahí, alguno de sus compañeros quienes, entre extrañeza, seguramente pensaban que Javier, ese peruano que pretendía romper esquemas, en sus noches insomnes se las pasaba rezando a un póster de Franco, algo que tan ajeno de la realidad no era. “¡Joder, me parto de risa contigo!”, exclamó ella, y tras darle un sorbo a su copa de albariño, puso una mano encima del muslo de él, sin retirarla. Él, entrometiéndose en los secretos de una charla, dio atención a la inercia y, entonces, colocó su mano encima de la de ella. Y así se quedaron, sin que nadie se diera cuenta de la escena, absolutamente nadie, más que la curiosidad de un cielo rojizo de las nueve de la tarde. Sutilmente, mientras Javier simulaba interés en la conversación de otro chaval, acariciaba, con el dedo pulgar y bajo la embriaguez de la ternura, la piel de ella. Entre la mirada extraviada, ambos entrelazaron los dedos; y en eso, aún con el misterio bajo la mesa, se miraron a los ojos. La sonrisa imperó. Y, luego, la mirada en los labios del otro, reafirmando que ambos descubrían el anhelado deseo de querer morder el bocado de Adán. En ese momento, al fondo, se escuchaba Lady Madrid de Pereza

Costumbre se volvió hablar por teléfono en las noches, después de clases, aún cuando Madrid, tentativamente, iba asomándose a la liberalización por el Covid. A veces, Julieta ponía la camarita del ordenador, ella luciendo un polar rosa y, entre las manos, llevaba una taza de Colacao. Entre esas charlas, ella le contó que tenía un enamorado mayor; que llevaban dos años juntos; que, de repente por la rutina, la relación se había convertido en un cúmulo de peleas, escenas de celos sinsentido, un callejón oscuro de invierno que intoxicaba la relación.
Una noche, entre las risas de la resignación, ella le dijo: "¿Sabes?, he peleado con Guillermo. Pero, vale, ya está… ¡Imagínate!, la otra noche me preguntó por ti”, dijo. “¿Por mí?” “¡Ajá!, me preguntó por qué me mandabas fotos…” “¿A cuál se refería?” “Aquella en la que eras un chaval y cenabas con Vargas Llosa…”, contestó. “Supongo que no cerré mi WhatsApp en su ordenador y, cuando llegó al piso, comenzó a gritar y decirme que era una guarra y… ¡No lo soporté!, lo tuve que botar. Le dije que era un capullo y que tú eras la hostia”, añadió, y le fue inevitable no emitir una risotada, como si confesara una travesura. “Vaya, ¡está loco ese tío!”, exclamó Javier, riéndose para sus adentros, con el ego desmedido de ser la manzana de la discordia entre una musa y un aspirante a canalla.
No pocas veces, las conversaciones se prolongaban hasta bien entrada la madrugada, hasta cuando el cielo anunciaba el despertar de una fugacidad estrellada. Y, cuando eso ocurría, cuando ambos se percataban de la maldición de las cinco y media, Julieta anunciaba que se tenía que ir, que no podía omitir sus dos horas de cardio alrededor del parque del Buen Retiro, que en alguna tasca de Chamberí pediría un café bien cargado y, sin más, tomaría el metro hasta la oficina. Entre esas tertulias que se fusionaban con las voces de la madrugada, ella le contaba que su sueño era ser la mejor bailarina de flamenco; que, desde el colegio, le sedujo la política y que, por eso, se puso a estudiar Derecho; que los domingos solía ir a misa y, cuando cerraba una pésima semana, hasta se atrevía a confesarse y comulgar; que, desde los veinte años vive sola; que ahora, ya graduada y en búsqueda del silencio, podía pagarse un piso pequeño en Menéndez Pelayo; que detesta, odia, aborrece el socialismo y sus poses; que siempre fue de derechas y que, como digna abogada banquera, defiende al capitalismo con alma y vida. “¿Y tú, Javier? Si no hubieras sido abogado, ¿qué te hubiese gustado ser?”, le preguntó una noche, con la camarita del ordenador activa, dándole pequeños sorbos a la taza de Colacao. “¡Escritor o torero!”, exclamó él, enfático, poniendo ojitos achinados: “¿Te imaginas? Tú, en el tendido, y yo lanzándote la montera, dedicándote la gloria. Y tras una espectacular faena, cortar las dos orejas y salir, entre hombros, por la Puerta Grande de Las Ventas!”. ¡Joder, Eres la hostia, chaval! Te confesaré que mi primer y único amor platónico es torero…” “¿Acaso mi compatriota Roca Rey?”. “Es un guapo, pero no… fue el Juli… es más, te mostraré la foto del día que me enamoré de él…”. Y, entre el júbilo y la magia, cogió su celular y le envió una foto al WhatsApp: Aparecía ella, de niña, a lo mucho de nueve o diez años, sonriente y tierna, en la Plaza de Santander. Lucía un vestido blanco, como de primera comunión, y el cabello rubio, como un halo de luz alrededor de ella, le llegaba hasta la baja espalda. Imponía su belleza en medio del tendido y, detrás, en el ruedo, entre el jolgorio y el triunfo, el torero saludaba al público. “¿Sabes?, ese día lo recuerdo tanto… El Juli había cortado dos orejas, y cuando daba la vuelta al ruedo, de pronto, me miró fijamente, con una intensidad plena, casi con un brillo en sus ojazos verdes. De estar aplaudiéndolo, quedé petrificada, boquiabierta. Y él me sonrió con una dulzura que me hizo sentir cosquillitas en el estómago. ¡Era dirigida a mí!, yo era la única niña en el tendido…”. “Pero, jolines, qué me cuentas, Julieta…” “Ya sé, pensarás que estoy chalada. Pero toda mi infancia, hasta bien entrada la adolescencia, soñaba con El Juli y no me perdía ninguna de sus faenas”, agregaba, aguantándose el goce, para darle otro sorbo más a la taza de Colacao. “¿Te digo algo?”, preguntó él, poniendo, una vez más, ojitos achinados. “Dime…”. “Tengo muchas ganas de saber más cosas de ti; salgamos una noche a beber una copa. Pero no quisiera que nuestra primera cita sea en el bar de Chicote, como Manolete y Lupe, sino, en el bar del Palace, el rincón donde suelo escribir y las musas se recuestan en un sacro pergamino…” “¡Pero qué me dices, Javier!…”, exclamó, estallando en risas, y, luego añadió: “Está bien, lo aceptaré…“Pero yo decidiré cuándo…”

No sólo fueron por una copa de albariño al bar inglés del Palace, sino que comenzó a volverse costumbre almorzar juntos, antes de las clases de maestría. Javier la recogía de la oficina y, a trote lento, caminaban hasta el restaurante Abascal, en plena Calle Fernández de la Hoz. Luego, tomaban el metro hasta Puerta de Toledo y, no pocas veces, llegaban quince, veinte minutos tarde a clases, y, entre la complicidad de una risa aguantada y la mirada penetrante de los profesores, entraban al aula en puntitas y se sentaban en la última fila.

El día que Javier cumplió años, sus treinta y dos, caía viernes y coincidió no sólo con el inicio de la primavera madrileña, sino con la inauguración de la feria taurina de San Isidro. Aquella tarde se refugiaron en el Kabuki del hotel Wellington. Julieta le regaló unos gemelos de plata y el best seller de Fernando Sánchez Dragó, “Santiago Abascal. España vertebrada”. Aquel almuerzo se prolongó con un par de botellas de Mar de Frades en albariño. “¡Oye, guapa!”, exclamó él, en medio del almuerzo, cogiéndole la mano, entre la perfecta utopía producto del alcohol. “Hoy torea El Juli, ¿faltamos a clases y vamos a Las Ventas?”, añadió, mirándola con picardía. “¿Qué curso nos toca hoy?” “Derecho ambiental… ¡Y el profesor tiene todo el perfil de comunista…”. “Ja ja ja, ¡tienes razón!, ya me tiene hasta la coronilla con que él redactó la Ley de Cambio Climático… ¡Hostias!, esa Ley tiene que derogarse”. “¡Faltemos a clases! Es mi cumpleaños, y, jolines, lo último que quiero es escuchar a un socialista chupa-pollas de Pablo Iglesias”. “Ja ja ja, pues, vale, ¿qué más da?, ¡Faltemos!”, exclamó entre una carcajada y ya con los cachetitos colorados. Salieron del Wellington entre el éxtasis, alucinados de estar ebrios siendo apenas las cinco de la tarde. El sol madrileño iluminaba la ciudad de tal manera que permitía amarla. Tomaron un taxi por aplicativo hasta Las Ventas. En la Calle de Alcalá la muchedumbre se aglomeraba. En una esquina, un toldo del Vox imperaba, y, a los costados, quioscos de souvenirs taurinos. En la taquilla, un cartel: Entradas agotadas. “¡Me cago en la leche!”, exclamó Julieta, entre un suspiro de realidad. Pero no todo estaba perdido. Bastaba detectar, metros más allá, a los re-vendedores. Uno los podía identificar, pues llevaban entradas sueltas en las manos y las ofrecían a los transeúntes al doble, al triple del precio original. “Espérate acá”, le dijo Javier. Y se acercó a uno de ellos. “Dos entradas en sombra”. “Tengo dos juntas, delantera alta”. “¿Cuánto?” “Las dos, a doscientos cincuenta euros”. “¡¿Doscientos cincuenta?!”. “Vale, vale, chaval, doscientos por las dos, no menos”. Javier, resignado, sin convertir el monto a la moneda peruana, pagó en efectivo. Aún temprano, y evitando el tumulto que, a las afueras de la plaza, esperaban a los toreros, caminaron alrededor de Las Ventas. Compartieron, entre los dos, un cigarrillo Chesterfield y, sin soltarse las manos, se entrometían entre el laberinto de la primavera. “¿Sabes?, cuando era chavala, me encantaba mi cumpleaños. Tenía tantísima ilusión que llegara mi día. Mis padres, al pie de mi cama, me dejaban regalos y me dejaban faltar a la escuela. Recuerdo tantísimas fiestas en mi casa, con magos y princesas. Mi madre era quien me preparaba la torta, siempre de chocolate con fudge. ¡Le quedaba delicioso! A veces, la preparábamos juntas; ella me enseñaba a preparar los dulces más exquisitos que puedas imaginarte. Y, cuando soplaba mis velitas siempre pedía lo mismo… ja ja ja, te vas a partir de risa, pero siempre cerraba mis ojitos y pedía ser la mejor, la más linda de las bailarinas de flamenco”. “Ja ja ja… ¡Moriría por verte bailar!” “¿En serio?... uhmm, pues, vale, te bailaré, y sólo lo hago porque es tu cumpleaños”, y río, simulando el pasadoble y, tras dos palmadas en el aire y una movida de cintura, volvió a él. Esta vez, Julieta se impuso frente a él, con ojitos brillosos, como si el año de mil novecientos noventa y seis volviera a ofrecer la estrella que la vio nacer. Javier entrelazó sus manos en la cintura de ella. Ante ellos, se construía un palacio de cristal donde el tormento de un corazón latía con fuerza. Javier, una vez más, dirigió su arma a los labios de ella. Y ella, a los labios de él. El cielo anunciaba la caída de la tarde. Y, cuando los labios de él, apenas, rozaron los de ella, un griterío, allá, a lo lejos, los hizo aterrizar a la (puta) realidad. Y es que la cuadrilla de El Juli, y detrás, la del catedrático del toreo, Enrique Ponce, acababan de llegar a la plaza. El Juli, resguardado por agentes de seguridad, accedía a las fotos, a los saludos, a los autógrafos en cárteles impresos, botas o capotes. Tras el despertar, Julieta estalló en risas, quizás, haciéndole reverencia a la frustración de un beso. “Vayamos entrando…”, tan sólo le quedó susurrar a Javier. Caminaron a pasos lentos, como si esta vez, entre la muleta de la sangre y las ilusiones, él toreara para ella. Como estrellas impregnadas en la gloria, ingresaron por la Puerta Grande. Se sentaron en el tendido. Pidieron cervezas en vaso de plástico y, a los pocos minutos, inició el paseillo. El Juli lucía un terno rojo y, en el capote de paseo, se impregnaba el rostro de la Virgen de Guadalupe. A su lado, Emilio de Justo seguía el paso, entonando un terno verde olivo; y al otro extremo, Enrique Ponce imponía la elegancia en su andar, haciendo reverencia al palco, donde Ana Soria le sonría con dulzura angelical.
El tercer toro fue para El Juli. De inmediato, la brillantez se impregnó en los ojitos de Julieta. El Juli, leyenda viva, se colocó de rodillas frente a la puerta de toriles. Con la mirada en alto, dio la orden al torilero para que la abra. Éste, erguido, se acercó a la inmensa puerta de madera y, tras un movimiento en el pestillo de bronce, se puso a un lado, en el corredor. A los pocos segundos, un toro colorado de quinientos kilos salió a toda velocidad dirigiéndose al torero quien, aún de rodillas, se hacía a un lado improvisando una verónica, y tras ello, inmediatamente, se ponía de pie. “¡Joder, me cago en la…!”, exclamó Julieta, apretando con fuerza la mano de Javier, casi-casi, clavando sus uñas. El toro embestía con elegancia. Imponía la ferocidad de un animal sagrado. El Juli brindó el toro a un niño quien, en el tendido, con galón de oxígeno y siendo paciente de cáncer, había pedido que esa tarde lo dejen salir del hospital para ver a su héroe. La faena estuvo cargada de pases de pecho y vitolinas. Con elegancia, se citaba al animal con el envés de la muleta para, luego, en el arranque del toro, darle la vuelta. La estocada final fue limpia: La espada quedó enterrada en el alma de la bestia al primer intento y, antes de que los pitones alcen vuelo, el torero se echó para un lado, alzando los brazos en signo de victoria. No pasaron muchos segundos cuando, finalmente, el animal, con ojos desorbitados y abriendo el hocico, aferrándose a la vida, cedió ante el abrazo inminente de la muerte. Gran estallido, aplausos y pañuelos blancos pidiendo cortes de orejas. Julieta, atenta, miraba al juez de plaza, quien ya había concedido una oreja al torero, pero que, ante tanto ruido y frenesí, no se resistió y puso otro pañuelo, indicando una oreja más y, por lo tanto, la salida por la Puerta Grande.
Y así, cuando El Juli, brazos alzados, levitando en la gloria de Dios, recorría el ruedo, entre una tierna sutileza, Julieta se puso de pie y lo aplaudió con ilusión adolescente. El torero caminaba a pasos lentos, entre los flashes de las cámaras, entre reporteros a su alrededor, entre flores, botas y panfletos. Pero, cuando estuvo frente a Julieta, el torero clavó los ojos en ella, sonriéndole. Y, antes de que ella quede petrificada y la niña de sueños reviva, Javier le susurró, volteándole el rostro: “Oye, Julieta…”. Se miraron y, él no resistió más: La besó en la boca. Con el labio inferior, acariciaba los de ella, suavemente, lentamente, acompañando un mimo en la mejilla con el dedo pulgar, inyectándole la dosis idónea de dulzura, respirando de ella, de su aliento. Antes de descender a la realidad, con suavidad, Javier impuso el sello de sus besos mordiéndole el labio inferior y, tras ello, el involuntario suspiro. “Tuve que hacerlo. Me di cuenta que ese cabrón, jijunagranflauta, de El Juli te estaba mirando y…” “¡Ya sé!”, exclamó ella, aún saboreando el sabor de él. “Cuando me volteaste el rostro, supe que me besarías. ¿Qué más podías hacer, acaso? Ya era momento de que lo hicieras…”, añadió, mostrando las perlas de sus dientes. Y, tras unos segundos de silencio, aún entre los aplausos, con el toro sacrificado dando la vuelta al ruedo, ella le susurró: “¡Feliz cumpleaños, guapo! Besas delicioso...”.
Tras la faena, el cielo morado impregnaba a Madrid de una leve inspiración. Caminaron por Alcalá de la mano. Tomaron un taxi hasta el centro. Atravesaron Menéndez y Pelayo y desembocaron en la Calle de Alfonso XII. Había que cenar; que prolongar la celebración hasta que disponga el capricho que concede el infinito. Entraron al restaurante Horcher. La anfitriona los acompañó a la mesa. Javier no perdió la elegancia; acomodó la silla de Julieta. Se quitó el abrigo y se lo entregó a la anfitriona. Ordenó una botella de Grand Siècle. Como plato de entrada, ambos, salmón marinado; y, como fondo, para ella, liebre a la royale con castañas y puré de boniato, y para él, escalopines a las trufas con salsa de Oporto. A unos metros de ellos, coincidentemente, se lucía Mario Vargas Llosa con Isabel Preysler. “Oye, ¿has visto…?”, preguntó Julieta, señalando aquella mesa con la mirada. “¡Joder, esto es tan surreal! ¿Sabes?, nunca olvidaré este cumpleaños…”, apenas susurró él, ocultando una risita cándida. “¿Por haberme besado?” “Ajá, y por todo esto… Me parece que viviera un sueño; presiento que esto, en algún momento, tiene un punto final. ¡Hoy todo es tan perfecto!”, exclamó él. Y ella le sonrió, como diciéndole entre líneas que deje de hablar tanta gilipollez. La cena estuvo de cojones. La champaña también. Y las risas se prolongaron con más botellas de vino, por supuesto, de la bodega Vega Sicilia. Embriagados, hablaban de cerquita, como si anhelasen fusionar las almas. Cada tanto, se rozaban los labios y presentían una magia fugaz, propia del aliento. “Vámonos de acá…”, dijo ella, de pronto, en un momento de la noche, colocando sus manos en las mejillas de él. “Tengo ganas de…. ¡bailar!”, añadió. Javier secó la copa de vino y la miró con gracia. “Vamos, chaval. Quiero bailar contigo toda la noche”, y sin más, con ojitos desorbitados, lo jaló de la mesa.
Aquella noche fue mágica y fugaz. Llegaron a Teatro Kapital, cerca a la estación de Atocha, pasada la medianoche. En las afueras, una fila interminable de chavales, con botellones de ron y vodka en mano, iniciaban la juerga. Julieta hizo una llamada y, al poco rato, les dieron el acceso al sector vip. Adentro, comenzaron con un chupito de Jagger, y luego, interminables copas de ginebra rosa. Bailaron toda la noche, abrazados, en un rincón del privado, susurrando entre ellos, alejados de la realidad y de la adrenalina juvenil. Entre la voz de Cerati con Persiana Americana, los labios, la travesura de las lenguas, iban diseñando el deseoso candor de la pasión. Los besos se intensificaban. Poco a poco, comenzaba a imperar el deseo carnívoro de querer morder, arañar, sustraer un alma. Cada tanto, hacían una pausa. La respiración se tornaba intensa, reflejaba las ansias de querer morir en los brazos de alguien. Entonces, entre la mirada entrecerrada, Javier atacó el cuello de Julieta. Su lengua, ahí, cual la más perversa de las plumas, escribía en ella su nombre. Entre esa vehemencia prematura, Julieta se acercaba más a él, como queriéndolo sentir. “Jo… jo…. ¡Joder, Javier!”, exclamaba ella, tratando de aferrarse a la razón. “Eres perfectamente bella…”, susurraba Javier, con un hilo de voz. Y, luego, volvía a su cuello, percibiendo el gemido, ese leve alarido que, ahora, resultaba incontenible. “Te deseo con mi vida, Julieta”, volvía a susurrar, mientras ella, abrazándolo, clavaba las uñas en su espalda, percibiendo que en su abdomen crecía, se endurecía, la lujuria volcánica. “Vámonos, mejor vámonos…”, dijo ella, pasándose la mano por el cabello rubio, como despeinándose al propósito.
Salieron de la discoteca y Madrid aún estaba a oscuras. Tomaron un taxi hasta el piso de él, en el corazón de Chamberí. Javier pagó en efectivo los ocho euros. Casi con desesperación, introdujo la llave en el edificio y tomaron el ascensor hasta el piso seis. Su depa era pequeño, pero acogedor. La aromática fusión de café y tabaco daba la bienvenida. Entre la penumbra, sin hacer ruido, atravesaron la pequeña salita, e ingresaron a la habitación: Ahí, una alcoba impecablemente tendida se imponía. En la mesita de noche, había un cenicero con colillas de Chesterfiel, y a un lado, papeles manuscritos. En el piso, un cúmulo de libros: De Hayek, de Menger, de Jimenez Losantos, de Von Mises, de Luciano Parejo, de Vaquer Caballería. Y, en una esquina, en una mesa de madera, se lucía un cofre con varios relojes de muñeca en su interior, los cinturones de diseñador y los frascos de perfume.
Con delicadeza, Javier llevó a Julieta a la alcoba. En el silencio, sólo se escuchaba esa comprensión, tan propia de los labios. Y, ya rendidos en los brazos de la ternura, él comenzó a acariciar el cuerpo de ella: Sus mejillas, sus pechos, su abdomen, y, tras una pausa, tras un infinito suspiro, comenzó a recorrer ahí, en la entrepierna, en esa poesía que se había escrito con una pluma de fuego en el pergamino de la piel de una mujer, tan angelicalmente, hermosa. La yema de sus dedos, entre el calor y los rastros de humedad, mimaban el peligro, mientras ella entonaba una respiración agitada, que se iba convirtiendo en un delicioso gemido. Julieta imponía su esencia de mujer arañándole el pecho, mirándolo con deseo de leona, haciendo que el beso se envuelva en el fuego perverso. Con delicadeza, Javier le quitó la blusa y, demostrando experiencia, le desabrochó el brassiere: Sus pechos eran perfectamente níveos, con los pezones sonrosados, erectos. “Insisto... Eres perfecta…”, susurró él, y atacó ahí, como un niño que se aferraba al dulce de un parque de diversiones. “Ay, ay, ¡Madre mía!”, exclamaba ella. Su piel era dulce, deliciosa y suave. Y a medida que succionaba de sus senos, Julieta se retorcía, gemía, se aferraba a las sábanas de la cordura. Cuando Javier le desabotonó el Blue jean, ella cedió, como dando luz verde para que, a toda velocidad, él recorriese el sendero de sus secretos. Su calzón era de color blanco, Calvin Klein. Mientras tanto, las pupilas de Julieta, entre el fuego que se iba acercando al nirvana, le exigían que se quite el pantalón; que permita la libertad de su erección. Él acató sus deseos, sus instintos. Y ahí, ella comenzó a a estrujar esa masculinidad erecta y colorada, a ejecutar un movimiento rítmico con el algodón de sus manos. Con los dedos, sutilmente, Javier le bajó el calzón. Y ahí, quedó atónito ante el tesoro: Rosadito, húmedo, depilado y suave. Cogió las manos de su amante; las apretó, como si se aferrase a la ansiada sensatez. Y luego, tras la advertencia, su lengua entraba lentamente en el alma de ella, dejándose envolver por el cítrico del veneno. Julieta se retorcía, cada tanto, se tapaba el rostro y se esforzaba para diluir sus alaridos. No obstante, cuando él quiso fusionarse con ella, Julieta, de golpe, sorpresivamente, lo detuvo: Puso amabas manos en su sexo, y apenas emitió un: “No, Javier, mejor no. Hoy no…”. Él quedó mirándola, atónito entre el silencio y la lluvia. “Está bien…”, apenas susurró. Ella se puso la ropa interior, y tras ello, se envolvió con las sábanas blancas y se quedó recostada, mirándolo: “Ven…”, dijo, tiernamente. Y él se echó a su lado. Entonces, Julieta recostó la cabeza en el pecho de él: “Joder… escucho la intensidad de tus latidos…”, dijo. "Tu corazón, Javier. Tu corazón late rápido, muy rápido…”, añadió. Él no dijo nada. No pasó muchos minutos cuando, finalmente, Julieta quedó dormida, y Javier, abrazándola, le hacía cariños, admirándola. 

Cuando Javier sustentó su tesis de maestría, Julieta lo acompañó. Se sentó en la última fila y hasta se reía de esa manera de exponer, tan peculiar, que tenía él cuando pretendía imponer sus ideas. A los pocos días, cuando Julieta sustentó su tesis, Javier no estuvo con ella: Tuvo programado un viaje a Roma, donde se encontraría con Valery, una amante de universidad. Después, no pasó muchas semanas cuando, finalmente, Javier anunció que se mudaría a Barcelona. La mañana en la que partió, Julieta lo acompañó a la estación de Atocha. Se abrazaron y quedaron que los fines de semana coincidirían en Madrid. Javier nunca lo cumplió.

Y ahora, que Javier pasea por Madrid, quedaron en verse, en ir a cenar al Palm Court. Y es que, usualmente, las ciudades nos conllevan a ese rincón profundo en el que encontramos un poético calor en los ojos de alguien. Y en Madrid, estaba Julieta. Y Julieta, representaba esa ternura vivaz, el deseo voraz, la ilusión que pretende convertirse en carne y hueso. Javier tomaría el vuelo de la madrugada del lunes a Lima; así que, el sábado por la mañana, dejó la suite del Praga y se mudó a una habitación del Ritz. Aquel sábado, por la tarde, hizo compras por la calle Claudio Coello y por las galerías de la Calle Serrano. Almorzó en el restaurante Abascal y, tras ello, entre el viento gélido, llevando en las manos las bolsas de regalos, caminó por el parque del Buen Retiro. Tomó algunas fotos y una de ellas se la envió a su madre con una leyenda: "Desearía que el próximo año pasemos juntos la Navidad en Madrid”. Casi a las siete de la noche, Javier tomó un baño de espumas, vaso de whisky al costado, y en eso, un mensaje de texto ingresó a su móvil. Era Julieta: “Acabo de salir de la oficina; estuve desde la mañana en un Due Dilagence. Llegaré a mi piso en veinte minutos, ¿vale? Tomaré una ducha con agua tibia y voy donde estás”.
Poco antes de las ocho de la noche, Julieta llegaba a su encuentro. Lucía un vestido negro, elegante, largo, de seda diáfana. El maquillaje en su punto perfecto. Un dije sutil con su inicial, la J. Y el perfume, dulzón y delicioso, impregnado en su piel. Javier estaba con el peculiar gabán negro de lana de vicuña; una camisa a medida, con sus iniciales en las puñeras, y una corbata de seda roja. "Estás hermosa…", dijo él ni bien la vio, poniéndole ojitos coquetones. La mesa que les asignaron estaba en el centro del salón, por lo que, inevitablemente, se sentían observados. Como plato de entrada, Julieta ordenó ensalada de tomatitos, y él las tradicionales croquetas melosas de jamón ibérico; y como fondo, ella, costillar de cordero al horno, y Javier, mollejas de corazón con glasé trufado. De beber, ameritaba una botella de Ruinart en rosé. En el chin chin invocaron el reencuentro, las sonrisas, la maravilla misma. En medio de la cena, hablaron de las pasiones, de los caprichos tan propios del destino, del proyecto millonario en el que Julieta estaba inmersa, de los políticos gilipollas de la izquierda que pretendían detener la minería de uranio en Salamanca. Hablaron de la magia, tan curiosa de la Navidad, que se iba perdiendo conforme pasaban los años. “¿Sabes algo?, yo me quedaría en Madrid. Pasaría la Navidad acá, en este rincón, en este hotel, en una mesita alejada, viendo a la gente sonreír. Sería tan feliz acá, solo, con mi botellita de champaña, y con un regalo de mí para mí”, dijo él. “Pero debo viajar a Lima. Extraño jodidamente a mi madre; y ella, ya mayor, con ochenta y cinco años, lo último que quiere es tomar un avión y viajar. Sólo ella es lo único que me une a mi país. Si por mí fuera, me quedaría en Madrid escribiendo mis novelas, o, quizás, en Londres, estudiando un Doctorado, pero siempre, llegando a este rincón, Madrid, cuyas calles me inspiran tanto y donde me ha resultado imposible, por cierto, no enamorarme...", añadió, y mientras hablaba, Julieta lo miraba con una extraña docilidad. "Pero, joder, mi madre, debo viajar y verla; las ganas que tengo por abrazarla son infinitas, no te imaginas…” “¡Qué lindo hablas de ella!, quisiera conocerla algún día…”, dijo ella. “Me gusta verte así, ¿sabes?, siento que eres tan sensible. ¡Mírate, Javier!, tus ojitos están brillando”, añadió, haciéndole mimos en sus mejillas recién afeitadas. “Y es que mi padre falleció hace tres años y fue traumático. Yo lo vi morir. Cuando le quedaba un hilo de vida, cuando los doctores trataban de reanimarlo con RCP en su último infarto, me acerqué a él, lo abracé, y en el oído le dije que era mejor padre del mundo, que lo amaba con mi vida. Pero siempre está conmigo, como ahora…”, y le mostró aquel reloj de muñeca, automático, que era de su padre, y que los pulsos de Javier le daban vida. “Por eso, presumo que si mi madre no está, no volvería a la ciudad donde nací…” “¡Joder!, no pienses en eso…”, dijo Julieta, apoyando su mano encima de la de él. Y tras un breve silencio, como cambiando el tema de conversación, sorpresivamente, dijo: "Te extrañé, Javier. Tenía muchas ganas de verte”. Él bajó la mirada, casi sonrojándose: "Yo también…”, contestó, clavando las pupilas en sus labios. Y, como era previsible, la dulzura imperó, y por inercia, los labios volvieron a fusionarse en un tierno calor.
A pesar de que Madrid estaba húmeda, decidieron salir a caminar después de cenar. La medianoche se acercaba. Compartieron un mismo paraguas y un cigarrillo Chesterfield, y caminaron a pasos lentos, entrelazando los brazos, alejándose de la Plaza de la Lealtad y sumergiéndose al barrio de Las Letras. En de Cibeles, prevalecía un ambiente navideño y vivaz. Caminaban hablando bajito, para que el secreto sólo los envuelva a ellos dos. En Alcalá, los chavales se lucían afuera de los bares, entre la risa y el jolgorio, imponiendo la juventud en las terrazas, pese a la tenue lluvia. Ellos atravesaban esos bares con una silenciosa indiferencia, como si fueran ajenos la realidad, como si estuvieran encapsulados por las alas de un hechizo inspirador. "Vente mañana a Lima conmigo…”, susurró él, de pronto, acercándose a su rostro. “¡Estás loco, Javier!”, exclamó ella, correspondiéndole la mirada. “Debo pasar la Navidad con mis padres… Los veo pocas veces al año”.Vale, está bien...”, y, deteniéndose, la abrazó con fuerza, acercándose a su oído, percibiendo el aroma delicioso de su cabello rubio. Y, añadió: “Entonces, pasemos la noche juntos…”. Y el origen de una sonrisa se dibujó en el rostro de ella, entre esa hermosa noche y una luna llena que, allá arriba, comenzaba a seducir a una estrella. Se miraron a los ojos, reflejándose el uno en el otro, y luego ella se acercó a su oído: "Está bien…”, sentenció, impregnándole el calor de su aliento.
Atravesaron el hall cogidos de la mano, erguidos, ocultando la risa, como si fueran dos adolescentes ansiosos por experimentar el ansiado veneno. Tomaron el ascensor. Y, al abrirse las puertas, se produjo en él una taquicardia, un cosquilleo que sólo refleja el incontenible deseo de que el tiempo se detenga cuando se le hace el amor a una mujer. En definitiva, el Ritz era uno de los hoteles más emblemáticos del mundo: Los pasillos alfombrados, la luz tenue, ese aroma, como a vainilla, tan propio y acogedor, el sonido de los tacos de alguna dama que salía para dirigirse al bar. Entraron a la habitación. En el escritorio, frente a la alcoba, la laptop de Javier estaba encendida. En la pantalla, un documento abierto, el manuscrito de aquella novela sobre el poder en la que, durante sus noches insomnes, se refugiaba escribiéndola. Entonando una voz femenina y sólida, como de jurista ante una audiencia, Julieta leía las primeras líneas. "¡Joder, escribes de cojones!”, exclamaba. Mientras tanto, Javier abría una botella de Moêt Chandon. Después de servir las copas y acercándose a ella, Julieta abrió el reproductor de música y fue tan torera que la voz ronca de Sabina comenzó a escucharse. “Salud por ti…”, dijo Javier, alcanzándole la copa. “No, por ti…”, contradijo ella, con voz de niña, juguetona. Y, con “Así estoy yo sin ti”, Javier la jaló con delicadeza y ahí, mirando con firmeza sus ojos acaramelados, la volvió a besar. Volvía a nacer esa respiración que reflejaba deseo, sed, un apetito voraz que inducía a derretir al pecado en el paladar. “Quiero que me beses como me gusta…”, dijo ella, con los ojos entrecerrados, a centímetros de él. Y él comenzó a besarla con ferocidad, introduciéndole la lengua, acercándola a él para que percibiera que únicamente ella era capaz de encenderlo de la forma más primitiva. “¡Joder!, te siento tanto, tanto, tanto…”, susurraba Julieta, mientras él bajaba el cierre del vestido de seda y, recorriendo la suavidad, bajaba las manos hasta sus glúteos, perfectamente redonditos, erguidos. Se dirigieron, aún pegados, hacia la alcoba. Y ahí, en una pausa, ella dejó caer el vestido a un lado, y, luego, mirándolo con ojitos traviesos, deseosa, fue hacia él. Esta vez, ella era quien lo besaba, quien mordía sus labios, quien se acercaba a su cuello y pretendía incrustar ahí su esencia. Con las manos, le jaloneaba el cabello, y luego, le quitaba el nudo a la corbata, la tiraba al piso, le desabotonaba la camisa, y, con el torso desnudo, le besaba el pecho, el abdomen y, cuando llegaba hasta su sexo, lo sobaba, lo acariciaba, ponía ahí la palma de su mano para percibir esos pálpitos, esas pulsaciones de sangre que daban vida al miembro. Sin decir nada, se arrodilló frente a él, le bajó el cierre, el boxer, y comenzó a proporcionarle sexo oral. Así estuvo buen rato, lubricándolo con sus labios, pequeños y sonrosados, mientras que Javier, desde lo alto, cerraba con fuerza los ojos y aguantaba el clímax. “Espérate un rato”, dijo él, haciéndose a un lado. “¿Qué pasa?”, preguntó ella, siguiéndolo. Javier abrió su maletín de cuero, siempre solía llevar una caja celeste de Durex consigo. Esta vez no la encontró. “Escúchame, no tengo protección, carajo…”, dijo, jalándose el cabello. “¡No me importa!”, exclamó ella, acercándose a él, aliviándolo. Estaban tan cerca el uno del otro: Javier, aún con una erección firme, presentía ahí, abajo, esa humedad, ese calorcito que emanaba el sexo de Julieta. En la alcoba, ya desnudos, Javier se puso abajo; ella, arriba. Ahí, poco a poco, con mucha, muchísima suavidad, lentamente, el sexo de él ingresaba en ella. Y, entonces, la magia: Ese calorcito, esa protección, esa fusión de almas que se iba concentrando a medida que los cuerpos comenzaban a descubrirse. “Ayyyy…”, gimió ella, cuando sintió que todo de él ya había entrado. Javier la miraba con un rostro de absoluto placer, mordiéndose los labios, acariciando los senos de esa musa que, poquito a poquito, acomodándose, iba moviéndose en círculos. En ese instante, la voz de Sabina exhalaba “Amor se llama el juego”. Fue un sexo donde la ternura prevalecía entre unas sábanas blancas de algodón egipcio. Julieta imponía sus gemidos en los oídos de él, para que sólo Javier sea testigo del placer que la envolvía, para que sólo en él se deposite el más preciado de sus secretos. Al final, cuando el reloj daban las tres de la madrugada y la voz ronca entonaba “Yo no puedo enamorarme de ti”, ella le pidió algo peculiar: “Quiero que te corras en mis pechos, ¿vale?”. Él se puso frente a ella. Miró su cuerpo, sus labios, recorrió cada milímetro de su mirada mientras se tocaba frenéticamente; y entonces, de pronto, la energía comenzó a elevarse, a querer despegar de manera violenta y fugaz. Julieta sonreía, apretando las manos de él, como acompañándolo a tocar el cielo. Hasta que, finalmente, Javier eyaculó. Se echó para atrás, para que el líquido seminal no caiga en el rostro de la musa. “Dios… está tan caliente…”, dijo ella, admirando aún los últimos disparos, sobándose los senos con la esencia de ese hombre que, frente a ella, aún temblaba y descendía a la ansiada paz. Tras ello, fueron a la tina por un baño de espumas y a terminar la botella de Champagne. Casi a las cinco de la madrugada volvieron a la alcoba. Ella volvió a poner su cabeza en el pecho de él. Él, una vez más, volvió a quedarse insomne, admirándola, acariciándole sus mejillas, ofreciéndole protección. 

Al día siguiente, Julieta acompañó a Javier al aeropuerto de Barajas. Se quedaron juntos hasta la medianoche, pues el vuelo aún despegaba en la madrugada. Cuando Javier tuvo que atravesar los controles de seguridad, se abrazaron con mucha fuerza. Y, cuando ella se separó de él, casi de inmediato, se dio media vuelta, caminando rápido, sobándose los ojos. Javier se quedó estático, extrañado. No dijo más, y se fue.
Fueron doce horas de vuelo. Para conciliar el sueño, y siendo enemigo de las pastillas ansiolíticas, Javier pedía y pedía copas de champaña. A las finales, terminó viendo la saga de Harry Potter y quedó seco.
Se despertó pocos minutos antes de aterrizar en el Jorge Chávez. Una vez más, después de tiempo, volvía a visualizar su ciudad, la vieja Lima. Extrañamente, sintió una extraña rabia cuando salió del aeropuerto. Afuera, vísperas de Navidad, los familiares de los pasajeros se aglomeraban, se empujaban, se insultaban, en la puerta de salida. Esa vulgaridad, tan peruana, le producía a Javier un dolor de cabeza. Por fortuna, no le fue difícil encontrar a Sergio, el chofer de su familia. Malhumorado, subió a la camioneta y se entrometió en la ciudad.
Llegaron a casa, en el corazón de un barrio tranquilo y hermoso, Monterrico, cerca de las ocho de la mañana. En Madrid, eran las dos de la tarde, seis horas más. Cuando encendió su celular, Julieta no le había escrito aún. Sergio cargó las balijas; atravesaron el enorme jardín y, en la elegante sala, su madre le daba al encuentro. Javier la abrazó con fuerza, le dio un beso en la mejilla y, ahora sí, se sentía a salvo. Su madre le tenía preparado un desayuno como él le gustaba: Con jugo de naranja recién exprimida, una butifarra del San Antonio y el café Britt, recién hecho. Ya en el comedor, una notificación le llegó a su celular. Era Julieta; se había tomado un selfie para él, sonriendo, con el cabello suelto. Abajo, escribió una leyenda: "Vine a Abascal y me acordé de ti. Seguro ya estarás por Lima. Que la pases lindo. Nos volveremos a ver en unas semanas. Mándame fotos de tu árbol de Navidad”. Javier sonrió para sí mismo. Quedó un buen rato mirando la pantalla de su celular, y al alzarla, divisó la dulzura de su madre. Supo que ellas dos eran las mujeres de su vida.
En ese instante, sólo en ese instante, con los rayos veraniegos atravesando las ventanas del enorme comedor, Lima le pareció la ciudad más, eternamente, bella-bella.

Jesús Barahona.
Entre Madrid, Barcelona y Lima. Marzo, 2022.

Javier sale de su apartamento y decide caminar por la ciudad cargando un maletín de cuero, en cuyo interior lleva una laptop. Suele dárselas de escritor en sus ratos libres, cuando no está sumergido en los cursos de la maestría o contestando correos electrónicos de las empresas que asesora en Lima. Enciende un cigarrillo y camina a pasos lentos por el Centro de Madrid. Escuchando a Sabina en los AirPods atraviesa Paseo del Prado: Ahí, las chavalas en los alrededores, bellas todas, emiten la melodiosa risa de la juventud sujetando una copa de ribera y alimentando la tertulia a través de los últimos rayos de sol. A no pocas cuadras, desemboca por Alcalá y, entonces, una calma inexplicable y fugazmente mágica, lo envuelve. Deposita en sus lentes oscuros el peculiar brillo de sus ojos. Mira sus manos y están en paz, con el cigarrillo entre el medio y el índice, pero sin aquel temblor del que sufre cada tarde, producto de las tres tazas de café de la mañana y la lata de energizante después del almuerzo. Entre la voz ronca de Sabina, aterriza en la Calle Sevilla y, dispuesto a sumergirse entre la tinta y los sueños, ingresa al Four Season. Es una suerte de versión en grande del Country Club de San Isidro de Lima, el hotel donde disfrutaba el bombur sour en su bar inglés, y en el que alguna noche, se sumergió en el charco del pecado entre una botella de Champagne y el algodón níveo que envolvía a una rubia princesa de veintidós años; pero al que, ahora, ha jurado (con pesar, eso sí) no volver a pisarlo después de que Pedro Castillo, el Presidente de la extrema izquierda peruana, organizó una reunión con zalameros del senderismo, y vaya uno a saber si el olor a sudor encebollado y los piojos que escaparon de su sombrero de paja, lograron ser contrarrestados.

Javier ingresa a través de la puerta giratoria. La camarera, que siempre lo atiende, le asigna una mesita discreta a pocos metros de la barra del hall. Pide lo de siempre: Agua mineral y una botella de rioja. Enciende su laptop y abre el archivo donde escribe aquella novela envenenada sobre el poder y su sombra: Escribe sobre un abogado cazurro que oculta sus demonios seduciendo sirenas que bordean la menoría de edad, y que revela el semen de sus secretos en cada línea de cocaína que inhala cuando sólo un billete sobre la alcoba es capaz de entenderlo. La camarera le sirve el vino en una copa de cristal y, a un lado de la mesita, le deja aceitunas. Presuroso, coge la copa y bebe un sorbo. El amargor en el paladar le anuncia el prólogo del capítulo de la precoz vehemencia. Y entonces, escribe como un demente, golpeando con ferocidad el teclado, aferrándose a cada demonio que son capturados entre la magia de cada (puta) palabra. Escribe como un poseso, entre alaridos que su alma vocifera al universo. Escribe con prisa, como si los planetas fuesen a explotar, como si el vino recorriese los ductos de la sensatez.
De pronto, en un momento de la noche, dos damas atraviesan la puerta giratoria del hotel, entre aquella melodía peculiar, propia de los tacones, y dejando en el andar un aroma dulzón. Javier alza la mirada y logra visualizarlas entre un ceño fruncido. Una de ellas, la que habla con voz alta, la que más quiere hacerse notar, lleva un pantalón negro, blusa roja y una correa imponente, piel de cocodrilo y las dos GG, inconfundibles de Gucci. La otra, blue jean, casaca negra, y una cartera de cuero en el hombro. La anfitriona las ubica en un sofá, cerca a Javier. Una pide ginebra; la otra, agua de valencia. Susurran entre ellas. Cada tanto, sueltan una risotada. El camarero pone sobre la mesita una bandeja de jamón ibérico. Así, entre un susurro travieso, ambas voltean y miran a Javier. Lo alucinan entre cuchicheos: Piernas cruzadas, mirada de coquero empedernido, haciendo mierda la laptop, apretándose los puños y, cada tanto, bebiendo un sorbo largo de vino. En eso, una de ellas, la más guapa, trata de capturar su atención moviendo las manos, los brazos de un lado al otro. “¡Oye, chaval!”, exclama. Javier, con los audífonos en los oídos, nota que las dos lo miran entre una risita inocentona. Reacciona de inmediato, baja a su realidad, e, improvisando una sonrisa coquetona, les corresponde al saludo. “Escúchame, acabamos de llegar a Madrid y estamos buscando irnos de fiesta, ¿sabes si hay algún lugar guay cerca de aquí?”, pregunta la musa, encogiéndose el cabello, mirando a Javier con coquetería, bajando esos ojitos de princesa hasta la altura de su pecho. Javier, por el contrario, clava los ojos en sus labios: Rosaditos, perfectamente femeninos, como si fuesen el terroncito de azúcar que te invita a saborearlos entre la sombra del erotismo. “No lo sé. Supuestamente los bares y terrazas cierran a la una… supuestamente…”, responde. “Pues, ¿sabes?, yo tengo muchas ganas de bailar”, replica ella. “¡Cojonudo!, ya somos dos…”, contesta él. “Y… cuéntanos… ¿Siempre vienes a este hotel?”, pregunta la otra, llevándose el dedito índice a la boca, mordiéndolo con esa candidez propia de una cría con potencial de cazadora. “A veces… Cuando me provoca emborracharme y mandar todo a la porra, o, como hoy, que la inspiración embriaga mis entrañas y tan sólo pretendo que el venenillo de un vino golpee las paredes de mi corazón y me permita escribir ficciones…”, dice Javier, entonando una voz exageradamente poética y viril. “¿Escritor eres?”, preguntan ambas, al mismo tiempo, abriendo los ojos con estupor. “No digo que sea uno, o que lleve el fuego divino de la inspiración en mis entrañas, pero mi terapia es dejar cada demonio reflejado en una hoja de papel y luego reírme de ellos al leerlos, al verlos ridiculizados, hecho trizas, indefensos…”. Ambas se miran y mueven la mandíbula hacia un lado, seguramente, entre el hilo de una telepatía preguntándose qué coño está hablando ese pedazo de gilipollas. “¿Y qué escribes?”, vuelve a preguntar la más guapa, llevándose la copa a los labios y, tras el sorbo, como incitando una llama tentativa, acaricia con la lengua el labio superior. “Pues… las cosas más perversas que te puedas imaginar…”, contesta él, riéndose para sus adentros y, con absoluto descaro, mirándole los senos. “¿Sabes?, nunca he conocido a un escritor… es más, casi ni leo. Sólo recuerdo haber leído en el colegio un libro sobre un chaval que, así como tú, se las daba de escritor para conquistar a su tía con la que terminan casándose clandestinamente en un pueblito…” “¿Era un autor peruano?” “¡Sí, es el que está con la Preysler!” “Pues es “La tía Julia y el escribidor” de Mario Vargas Llosa”, se apresura en contestar Javier. “Lo leí a los catorce años. Y, alguna vez, coincidimos en una cena en casa de un Embajador en Lima”, agrega. “¡Qué guay! Pero, madre mía, qué intelectual este chico…”, y suelta un a risita mientras cruza las piernas y hace que uno de sus pies apunte a Javier. “Es uno de mis autores favoritos… Y, si este momento tuviese similitud con alguna de sus novelas, pues diría que estamos viviendo algún pasaje de “Travesuras de la niña mala…” “¿Acaso te parezco mala? ¿Una cría?” “Joder, yo no dije eso. La niña mala era la protagonista de esa novela… un personaje que resultaba siendo oceánicamente sensual, imponente, intensamente seductora…”. Ella ríe, sin sonrojarse. Pone ojitos achinados, y luego agrega: “¿Tienes reservada una habitación en este hotel?”, y mira a Javier como si quisiera devorarlo, comérselo de un bocado y tragársela toda, toditita. “No”, responde. “Sólo vengo a beber. Si quiero someter a una mujer a mis perversiones, prefiero llevarla a mi piso” “¿Dónde vives?” “En Chamberí”. “¿Y… podrías con dos guapas, chaval?”, pregunta y, nuevamente, esa lengüita de fresa vuelve a acariciar su labio superior. “¿Poder qué? ¿Complacer a dos mujeres al mismo tiempo?”, y ríe, y luego añade, irónico: “¿Me estás retando?”. “Sí”, contesta ella, firme, alentada por su otra amiga. “Te estoy retando. Y es que los hombres que me han tocado en la cama suelen hablar mucho y hacer poco… desconfío… Y, además, ¿cómo es eso de someterse a tus perversiones?”, pregunta, y pasa su mano por ese cabello que emana un aroma afrutado “Pues, mira… resultará perverso decirte que…”, y, baja la voz: “…Que, lo que ahora imagino al ver mi reflejo en tus pupilas es ser capaz de rozar tu piel con la puntita de mi lengua. Créeme, rozaría, acariciaría cada parte de ti mientras te diría las cosas más sucias, más vulgares. Besaría tu frente, tus mejillas, mordería tus labios con furia, succionaría tu cuello, bajaría por tus senos y me aferraría a ellos para, luego, encontrar la senda hacia tu ombligo. Bajaría hasta tus muslos, en circulitos, lentamente, como saboreando el azúcar de tu piel. Y de ahí, mi lengua rozaría la gema que te hace mujer….”, y toma la copa, bebe un sorbo de vino sin dejar que ninguna de ellas hablase. Prosigue: “Para hacer que todo sea más dulce y pegajoso, rocearía Champagne en tus pechos, en tu abdomen, y luego, sin perder el tiempo, te comería como la más deliciosa manzana del pecado…”. Y así, tras unos segundos de silencio y confusión, ambas, al mismo tiempo, sueltan una risotada que alarma a las mesas continuas. “¡Pero joder!, ¡Serás capullo!”, exclama ella, la más imponente. “Pues, vaya… vayámonos de fiesta, entonces…”, agrega. “Hay toque de queda a la una…", dice Javier, cruzando las piernas, volviendo a llevarse la copa de vino a la boca. “Pues, renta una suite…”, alega ella, con un tono mandatario. “Y allá, adentro, pidamos esa botella de champaña y dejo que hagas conmigo lo que… lo que te plazca”, agrega, penetrando con esa miradita tentativa las pupilas de Javier, sus labios, su pecho, su sexo, y ahí, precisamente ahí, reposa su luz por algunos segundos hasta que, finalmente, la fugacidad culmina con una mordida de labio inferior.
De pronto, una de las camareras se acerca a las damas y les hace una venia. Entonces, como si la muerte tocase el núcleo del universo, se apresuran, beben el trago con prisa, se acomodan el cabello, abren un pequeño espejo y constatan que están con el punto ideal de maquillaje. Le dicen a Javier que hicieron una reserva en la terraza del bar y que acaba de llegar una de sus invitadas. “Guapo, agrega mi número, ¿vale?”. Y Javier le entrega su celular. Ella escribe un número y se guarda bajo el nombre “Martha”. Las dos se levantan casi al mismo tiempo y caminan firmes, moviendo la cintura. Javier sonríe con picardía. Ve aquella ventana del WhatsApp y comprueba que Martha aparece en línea. Mira su foto de perfil y luce con la mirada baja, de tal forma que oculta su rostro. No obstante, su inconfundible sonrisa prevalece. Aparece con un bikini rojo y, detrás de ella, el panorama de una hermosa playa de Alicante. Paga la cuenta y camina por la Calle Sevilla sumergiéndose entre la noche, buscando alguna estrella fugaz que sea capaz de escribir sus sueños en un pergamino de piedra.

Ebrio, con la mirada desorbitada y aferrándose a las fantasías del erotismo, Javier vuelve a su apartamento poco antes del toque de queda. De la nevera saca una lata de cerveza y, sentado en el sofá, apoya la laptop en sus muslos. En eso, entre el silencio y los suspiros de la noche, logra escuchar un gemido, un alarido que nace en las entrañas del placer. Sumado a ello, se hace evidente los golpes de la alcoba contra la pared, de la carne contra el alma. Es testigo del fuego de una pareja de estudiantes de doctorado, ambos ingleses, que habitan en el piso superior y cuya habitación está ubicada exactamente debajo de la de Javier. El sonido es perfectamente rítmico, profundo, una deliciosa sinfonía donde Eros ha descendido para dirigirla. No resulta difícil imaginarlos: Ella, piernas en los hombros; y él, encima, penetrándola hasta tocar la fibra de su alma. Él se llama Steve, es abogado corporativo y ha trabajado en la Bolsa de Londres. Pelirrojo, pecoso, no más de treinta y tres años, amable y reilón, y no pocas veces, cuando amanece y Javier persiste entre el café y el tabaco, lo ve saliendo del edificio con su perro en busca de unos croissants de una cafetería pet friendly de la calle Alonso Cano. Ella se llama Michelle. Es dulce y bella: Oji-azul, cabello intensamente negro y brilloso, de corta estatura y, cuando Javier la ve llegar en ropa de deporte tras una tarde de tenis, luce un culito de coneja. Ha estudiado negocios internacionales en Nueva York y luego ha trabajado para una transnacional en Londres. Cuando consiguió ahorrar doscientos mil euros, se vino a Madrid a estudiar un doctorado en la Carlos III. No pocas tardes, cuando Javier llega al apartamento, la encuentra en la mesita de su balcón, fumando un porro y leyendo a Dickens.
Pero ahora, Steve y Michelle, hacen el amor con furia. Los gemidos de ella son la miel de unos tímpanos que pretenden transformar a colores el sueño de la vida. Libidinoso, Javier cierra la ventana que da a la calle y evita que la sinfonía se vea contaminada por la bulla y la crispación de un sábado por la noche que, aunque ya sea la hora del toque de queda, los chavales aún deambulan por las calles de la mano de alguna vampiresa. Y así, con el sonido concentrado, Javier vuelve a lo suyo. Por la peculiaridad del sonido carnal, presume que es el choque de las nalgas de ella y los muslos de él. Los vive; los imagina: Michelle en cuatro, sacando el culito de coneja, y Steve detrás de ella, saboreando el cóctel que lo hace inmortal. Erecto, comienza a tocarse con sutileza. Percibe pálpitos en la sien, esa taquicardia que golpea la pared de su pecho advirtiendo el colapso, y su masculinidad, abanderada y firme, alimentándose de vida.
No lo piensa dos veces. Coge el celular y escribe a Martha: “¿Sigue en pie la noche de fiesta? ¡Vente a mi piso! Soy el que quiere comerte como la manzana del pecado más dulce…”. “¡Guapo!, ¿en qué parte de Chamberí vives?”. “En la Calle Alberto Aguilera. Tengo cervezas, helados y vino rosa”. “Vale, vale. Pues… ¿quieres que pasemos la noche contigo?”. “¿Pasemos?”. “Mi amiga y yo… ¿O no te gustó ella?”. “Sólo me fije en ti”, contesta Javier presuroso, como si impusiera la firma de un contrato en la que, sabe él, ampliamente sacará ventaja. “Pues, vale… Mira, chaval, son cuatrocientos eurillos si quieres que estemos juntos…” “Ya sabía que no sería nada gratis…”, susurra él, sin demostrar un inevitable estupor. “Pues debo pagar mi piso, la Universidad, mis engreimientos como la princesita que soy… ¿no crees, corazón de melón?”. Cuatrocientos euros, en moneda peruana, resulta siendo poco menos que dos mil soles. “Está dentro del promedio”, piensa, y presuroso, revisa su billetera, mano temblorosa, y comprueba, aliviado, que tiene el efectivo.

La primera vez que Javier se acostó con una puta-fina fue cuando ingresó a la Facultad de Derecho. Llamó a su mejor amigo, Rodrigo Abascal, y tras un par de chelas en un bar de Chacarilla, “La Barra”, Rodrigo anunció: “Choche, hoy mojarás el payaso”. Adentro del taxi, chela en mano, Rodrigo le entregó un Durex de la cajita celeste. Bajaron en un edificio moderno, frente al océano Pacífico, específicamente, en pleno Malecón Balta de Miraflores. En el interior, el depa olía a incienso. Los parlantes, en las esquinas, expulsaban una música tenue, entre el saxo y el piano. Una chica de escote rojizo preparaba tragos en una barra. Y, en los sofás, las musas se lucían tras haber descendido del Edén. Ninguna superaba los treinta años. Rodrigo pagó por adelantado y en efectivo: Setecientos dólares en total, trescientos cincuenta la hora de cada uno. Luego, con el pecho erguido, se acercó a una chica llamada Verónika, que resaltaba por su mirada de ardillita. Tras de él, Javier eligió a la señorita que estaba a su lado, Fátima, cuyos ojos verdosos reflejaban esa inocencia, tan putañera, que te inducía a comprar el pasaporte directo al infierno. Fátima se levantó y lo saludó con un besito en la mejilla, casi rozando los labios. Entraron a una de las habitaciones que emanaba un aroma a vainilla. Ella olía muy bien. Entonces, todo comenzó a fluir. Los labios comenzaron a entenderse. Las manos de él en los pechos de ella, en su abdomen, en sus glúteos, y luego, en la puerta del placer. Fátima lo miraba con ternura, como si fuese una madre que lo llevaba de la mano por un sendero perfectamente surreal. Se echaron en la alcoba y ahí nació una pasión prematura, sin intensidad ni salvajismo. Javier culminó la faena echado, boca arriba, y ella encima de él, cabalgando en circulitos, cogiéndole las manos, presintiendo el clímax.
Y es que Javier siempre fue un digno putañero. Siempre pensó que todo, absolutamente todo, incluso la dignidad o las puertas al cielo, tienen un precio, un valor dinerario, un monto a retribuir. En Lima, no pocos jueves, tras algún directorio o cerrar un contrato, solía llamar a Nathaly, una putita deliciosa de veinte años que se la presentó un diplomático en un coctel. Estudiaba administración en la de Lima, cobraba quinientos dólares, y solía aparecer en las fotos de las páginas de Instagram de las discotecas exclusivas. Javier la recogía de la Universidad, entre la mirada atónita de sus amigas. Se escabullían en la suite de algún hotel de la avenida Golf los Incas. Iban directo al grano, sin cariños ni discursos, sin historias ni dramas. Una botella de vino, la infaltable coca y, si Javier no había dormido tres días consecutivos, una lata de energizante combinado con una cápsula de Cialis. 

Pero ahora, Javier, erecto y con el corazón en la boca, acepta pagarle los cuatrocientos euros y los cien adicionales del taxi (que por el toque de queda suben la tarifa) para que, cuanto antes, Martha vaya a aliviar sus instintos. “Llego en veinte minutos…”, sentencia. “Cojonudo.” “¿Tienes efectivo?” “Sí, obvio”. “Pues, guay…”, y luego, agrega, con un tono femenino: “Quiero sentirte adentro mío, guapo…”
Casi a la hora, Martha toca el timbre. Luce la misma ropa con la que Javier la había visto en el bar del Four Season. Se saludan con dos besitos en las mejillas y entran al departamento. Steve y Michelle acaban de culminar la faena. Ahora, tan sólo a lo lejos, se escucha la alarma de alguna ambulancia que deambula por Madrid. Jugando el papel de anfitrión, Javier le ofrece una lata de cerveza. Se sientan en el sofá de la pequeña salita. Pone música, algo de Soda Stereo con el “Zoom”. “Vives como un escritor…”, acota ella, sonriéndole, acercándole el rostro, invitándolo a besarla, olvidando la regla principal de toda puta: Cobrar antes de follar. Y, así, las almas comienzan a fusionarse entre un candor de una precoz pornografía. Los labios de ella son dulces, sumamente dulces, como uno de aquellos chupetines, con chicle en el interior, sabor a frambuesa. Penetrándolo con los ojos, se monta sobre él, jalándole el cabello, besándolo, desabotonándome la camisa. Él percibe su aliento, la intensidad de su aroma. Presuroso, da pase al caudal erótico que nace a causa de ese cosquilleo en sus mejillas debido al contacto con el cabello de Martha. “Si no tuviera deudas, lo haría gratis contigo…”, susurra ella, con ese dejito español, entre una respiración que pretende comerse al mundo. “Ya te… te voy sintiendo… se te va poniendo dura…”, vuelve a susurrar, mirándolo de cerca, simulando el amor aunque ambos estuviesen aún con la ropa puesta. Los suspiros se fusionan con los rayos de una lluvia que embriaga la ciudad. De pronto, ella se levanta y, como si fuese aquel ángel perverso y hermoso que abre las alas, se quita la casaca de cuero, la blusa, y atreviéndose a más, deja sus pechos al descubierto. Javier, entonces, ataca ahí: Los lame, los succiona como si se aferrase al núcleo de la armonía universal. Ella, con prisa, persiste en ese movimiento que simula al sexo: “Siento tu polla tan dura, joder…” “Ya… ya… ya te la quiero meter…”, jadea Javier. “Espérame… espérame… Estoy que chorreo, dame un minuto”. Y, con los pechos al aire, va al baño. Al cerrar la puerta, suelta un alarido delicioso. Los parlantes, ahora, expulsan “Trátame suavemente”. Javier nota que en su pantalón hay una gota circular que descolla entre una erección que desea fugar.
Sin embargo, encima del sofá, a unos metros, le llama la atención que la cartera de Martha luzca semi-abierta. Camina hacia ahí. Mira por la apertura y logra ver frascos de pastillas y una prenda rosada, ligera. Captura su atención tantos frascos de pastillas. Alza la mirada hacia la puerta del baño y ahora hay silencio. Presuroso, jala el cierre del bolso y, minucioso, mira su interior. Queda petrificado: En efecto, varios frascos de pastillas, de diferentes colores, entre los que destacan los barbitúricos de Xanax, Prozac y Stilnox. A un lado, un calzón rosado con manchas de secreción seca. Pero al otro extremo, una pistola, y al lado de ésta, una billetera y una tarjeta de metro. “Esta hija de puta me quiere pepear o asesinar”, piensa Javier. Se acerca a la mesita central, coge su celular y las llaves, las mete al bolsillo del pantalón, y luego, trata de seguir indagando abriendo los bolsillos del interior. Pero, en ese instante, suena la manija de la puerta del baño y Javier, presuroso, en milésimas de segundos, cierra la cartera y, de un salto, aterriza cerca al comedor. Martha sale con los pechos al aire y, en medio de su andar, coge la lata de cerveza y toma un sorbo. “¿En qué andábamos…?”, pregunta, sentándose en el sofá, invitándolo a estar a su lado. El corazón de Javier late a la millonésima potencia. Su masculinidad, flácida, ahora se encoge de miedo, se esconde entre una capucha de pellejo. “Espérame un segundo…”, dice. Y se mete al baño. “Abriré otra cerveza, ¿vale?”, dice ella. “Vale, vale”, responde él, poniéndole seguro a la manija del baño. Ahí, desde su dispositivo celular, alza el volumen de los parlantes que están en la sala. Con las manos temblorosas, marca con prisa el 112, número de la Policía Municipal de Madrid. “Policía, ¿cuál es su emergencia?”. “Hay… hay una mujer en mi piso que está armada; por favor, vengan rápido”. “¿Cómo que está armada, señor…?” “Lleva un arma en su cartera…” “¿Y cómo sabe que lleva un arma…?” “¡Porque la vi, jolines!” “¿De dónde me llama usted, disculpe? “De mi piso; ahora estoy encerrado en el baño”. “Pues vale, vale… dígame su dirección, pero le advierto que debido a las disposiciones constitucionales del derecho a la inviolabilidad de domicilio, no podremos forzar la puerta…” “¡Joder!”. Javier se apresura en dar la dirección y cuelga. Ahora, los parlantes expulsan “En la ciudad de la furia”. “Joder, chaval, ¿me la vas a meter o qué?… además, me tenéis que pagar los quinientos eurillos, eh. No follaré si no tengo la pasta en mis manos”, vocifera Martha. Javier respira con prisa. Mira a sus lados y, en eso, sus ojos clavan en la ventana del baño. La abre y un viento gélido choca su rostro, al punto que lo marea. Piensa en gritar, pero ni un alma atraviesa la Calle de Alberto Aguilera. Se sube al lavadero y se percata que su cuerpo, perfectamente, encaja al vacío. Es apenas un segundo piso. Se sienta sobre el filo de aquel segundo piso y, sin pensarlo, da un salto al vacío.
En ese preciso instante, un auto de la policía advierte la acción y enciende sus alarmas. Javier queda petrificado y espera que el auto se detenga a su lado. “¿Qué hace usted, oiga?”, indaga un oficial, estacionando y bajándose con prisa del auto. “Oficial, bue… buenas noches. Soy Javier Ar… Arteaga. Ha… hace unos minutos llamé al 112 porque una mu…mujer está en mi pi… piso con un… un arma de fue…fuego”, responde Javier, tembloroso, no sólo por la oceánica adrenalina que recorre sus venas, sino por el frío de las calles. “Acabo de verlo infraganti saltando de una de las ventanas. Póngase contra la pared”. “No, no, ese es el pi… pi… piso donde… donde vivo oficial”, contradice Javier. “¡Póngase contra la pared, joder!”, exclama el oficial y, a unos metros, una policía ya bajada del auto, de cabello castaño y cola de caballo, pone una de sus manos en su arma del cinturón. Javier se pone contra el muro del edificio, manos alzadas, piernas abiertas. El oficial lo cachea; saca de sus bolsillos su billetera, el manojo de llaves y el celular. “En… en… mi NIE apare… aparece esta dirección. Yo vi... vivo acá, oficial…”, se defiende. En efecto, el oficial constata que Javier acaba de fugar de su propio apartamento. “¿Ha consumido drogas, señor Arteaga?” “Nada, oficial…” “¿Seguro?” ¿Hachís? ¿Hierba?”. “Ja… jamás, oficial”, responde Javier, sobándose los brazos, procurando un calor en ellos. “Hay… hay una mu… mujer que está ar… armada en mi piso…”, agrega. El oficial lo mira con recelo. Saca su dispositivo móvil y, en efecto, comprende que fue Javier quien, hacía unos minutos, llamaba al 112. “Sa… saquen a esa mu… mujer de mi pi… piso, por favor, oficial”. “Señor Arteaga, dígame ¿cómo la mujer de la que usted hace referencia entró a su piso?”, pregunta el oficial, devolviéndole sus documentos, mirándolo con ojos inquisidores. “La… la conocí en el bar de un ho… hotel. Que… quedamos en vernos lue… luego y la in… invité a mi pi… piso… Y, cuando ella en… entró al ba… baño, me asomé a su car… cartera y vi que llevaba un ar… arma…”. Sin quererlo, Javier confiesa estar cometiendo una infracción que atenta contra el derecho de la intimidad, pero sabe que, bajo la teoría de la ponderación de derechos, su integridad prevalece. “¿Abrió su cartera?” “Sí… sí, oficial. Me… me resultaba… algo sos… sospechosa…”. “Y, vamos a ver, la mujer de la que usted hace referencia, ¿le propuso un intercambio patrimonial por visitarlo?”. “Bueno… bueno…”, “Ya no me diga nada, Señor Arteaga. Ya entendí lo que sucede...”, le interrumpe el oficial. Se acerca donde su compañera quien, apoyada en el auto, los escucha. Susurran entre ellos y, tras una mirada de complicidad, sueltan una carcajada. “Por esta vez lo ayudaremos, Señor Arteaga… pero, joder, no sea tan gilipollas y deje de meterse en problemas y con putas, coño…”, dice el oficial, esta vez dándole una palmada en la espalda, como entendiéndole que los caballeros buscan una flama de gloria entre las gotas de lluvia.
Ambos entran al edificio. Javier abre la puerta del apartamento y, ¡wow!, encuentran a Martha completamente desnuda, echada en la alfombra, los parlantes anunciando esta vez “Persiana americana”, estufa encendida, y aplicándose, cual repelente contra la sensatez, el Häagen-Dazs de chocolate belga, formando una trocha que va desde el cuello hasta el sur del ombligo. Cuando Martha se enfrenta a la realidad, a causa de la risotada del oficial, emite un alarido y, de inmediato, se cubre los pechos, dejando caer gotas de helado al suelo. Acto después, vocifera un improperio y se mete al baño. “A ver, Señor Arteaga, ¿dónde está el arma que dijo haber visto?”. Javier señala el sofá, donde encima posa la cartera. Del bolsillo del pantalón, el oficial saca unos guantes de caucho y abre el bolso. Con sonrisa pícara, saca el calzón; luego, unos documentos y los frascos de ansiolíticos. Minucioso, lee los papeles y comprueba una relación entre éstos y aquellos. Luego, pone la pistola negra encima de la mesita central. “Tengo entendido que la legislación española es sumamente ardua con la posesión de armas de fuego, y que, a efectos de un uso civil, se requiere un acto administrativo…”, acota Javier, poniendo en evidencia que es abogado, que no está hablando con cualquier pedazo de capullo. “Lo sé, lo sé…”, dice el oficial y emite una risotada apuntándolo. “Booom…”, susurra apretando el gatillo, y se escucha un efecto sonoro explosivo que va acompañado de un chispazo. “Es un arma de fogeo, Señor Arteaga…”. “No obstante, la legislación estipula que…” “¡Lo sé, lo sé…!”, le interrumpe el oficial, presuroso. “Pero, parece que su amiga es actriz, le cuento…”, agrega el oficial, y pone frente a su rostro un guión de teatro en cuyo título aparece “Crímen perfecto”, de Warren Manzi. “La legislación ampara a su amiga, querido colega…”, concluye el oficial. “Y, respecto a los barbitúricos, pues… le comento que posee las prescripciones médicas vigentes, por lo que no estaría vulnerando la Ley de sanidad.”, resuelve, y posteriormente, a través del móvil, anuncia que es un caso cerrado. “¡Pásame mi blusa, so gilipollas!”, exclama Martha, aún dentro del baño, sacando el brazo y ocultando su cuerpo. Del piso, Javier se la alcanza. “Más bien, creeré que usted tiene una promesa de pago por un servicio y, conforme a las disposiciones del Código Civil eso da derecho a los contratantes para reclamar recíprocamente su cumplimiento…”, dice el oficial, con los ojos serenos. “Siempre y cuando el negocio jurídico sea conforme al ordenamiento…”, replica Javier, percatándose, tarde, que acaba de admitir un acto ilegal. “Lo sé, chaval… sólo quede como un caballero, joder”.
De pronto, sale Martha, ya vestida y, aunque luzca sin maquillaje, la belleza natural envuelve su porte de dama. “Me largo de acá”, anuncia, molesta, dirigiéndose a la puerta. “¡Guapa, espera!”, exclama Javier. Ella voltea, desconfiada, entre la risa aguantada del oficial. Javier saca de su billetera los quinientos euros. “Toma”. Ella ni lo mira, apenas los guarda, camina presurosa, y exclama: “¡So pedazo de abrazafarolas!”. Esta vez, el oficial suelta una carcajada y, antes de emitir comentario, recibe una llamada y, con prisa, sale del departamento.
Ya solo, Javier se ríe de sí mismo. Soda Stereo persiste en los parlantes con “Nada personal”. Entra al baño, y, en una esquina, se percata de un calzón turquesa Victoria Secret. Lo alza; lo lleva a su rostro: Huele a sexo fresco. Se sumerge en el torbellino y, entre la penumbra, se toca, fricciona su sexo con furia. Mira a través de la ventana y cree ver su rostro en alguna gota de lluvia.
Inmediatamente después de pisar tierra tras tocar el nirvana, su celular le notifica un mensaje. Es Martha: “¿Aún quieres follarme?

Jesús Barahona.
Entre Madrid y Barcelona. Noviembre, 2021.


Era un viernes. Javier, de pronto, despertó sobresaltado a la una de la madrugada. Había sido un día intenso en la oficina; llegó a casa golpe de ocho de la noche y se dejó caer en el sueño. Apenas despertó, se metió a la ducha y, mientras se cambiaba, le daba vuelta a una latita de Pilsen. Los viernes eran de Noise. Llegó; saludó a los guardias de seguridad de la discoteca, que ya lo conocían; le pusieron una pulsera en la muñeca; y sin más, subió al sector Vip por una chela helada. Usualmente, solía encontrarse con alguien en el sector Vip; aunque siempre estaban en la cabina de la discoteca, liderada por Dj Asto, sus amigos de juerga.
Primero fue una chela; luego, una copa de gin. Apoyado en la barra, miraba a la gente bailar, a las hermosas mujeres que movían las caderas al ritmo de alguna canción de moda y, hasta se reía sutilmente cuando observaba esos secos de jagger o tekila que los jóvenes ingerían con frenesí y que, tras ello, simulaban las arcadas. Los camareros también lo conocían y lo trataban con afecto y preferencia. Le ponían ceniceros frente a él y los tragos los servían con doble shots de ginebra. Sin embargo, entre el tumulto de gente, el humo y las luces de colores, Javier notaba que una mujer lo miraba: A lo lejos, una jovencita de vestido rojo y cabello suelto, bailaba con sus amigos y, cada tanto, volteaba donde estaba él. En una de esas, chocaron miradas y Javier, por inercia, como para ahuyentar que alguien pudiera acercarse a él, la miró de pies a cabeza con mala cara, como si el arma de sus pupilas le dijeran ni te me acerques, flaquita; ponle primera y arranca de mi vista. Sin embargo, cuando fueron recurrentes esos disparos que lanzaban las pupilas de la susodicha, Javier se percató que ese rostro no le era ajeno; que en algún lado, en algún momento, la había visto. No recordaba, empero, dónde, cuándo ni en qué circunstancias.
En un momento de la noche, uno de los promotores de la discoteca lo invitó al box principal y ahí estuvo buen rato, entre más copas de gin y shots de jagger. Al salir de aquel box, sin embargo, la jovencita lo increpó: “¡Javier Arteaga!”, exclamó, entre una suerte de chillido, clavando su mirada en los ojos de él, simulando una mirada coqueta, como de ardillita. Javier, seducido por el alcohol, con las pupilas brillosas y ya risueño, la saludó con un beso en la mejilla y le preguntó: “¿Te conozco?”. “¡Claro! Me llamo Andrea Palacios, ¿no te acuerdas de mí? Tú eras el asistente de cátedra del Doctor Pascarella. ¡Es más!, hasta me tomaste el examen sustitutorio a final de ciclo y me aprobaste con quince. ¡No sabes cómo te amé!” Se apoyaron en la barra. Javier le invitó una copa de gin con rodajas de naranja y se pusieron a conversar de las fiestas de Lima, de los viajes por las vacaciones, del nuevo point en el Fundo Odría, en fin, del ser y de la nada. Tras un intercambio de sonrisas, se pusieron a bailar: Javier apoyado en la barra, casi sin moverse, y ella dándole la espalda, sacando culo, apoyándose en él, acompañando el ritmo con una risita sutil y, cada tanto, acomodándose el cabello castaño, lacio. Esos roces, inevitablemente, erotizaban a Javier y lo inducían a sujetarla de la cintura y juntar sus labios en el lóbulo de su oreja, dejando un poco de su aliento. Abajo, su masculinidad iba acalorándose, y la sangre, como un caudal feroz, bajaba hasta ese punto en el que comienza el pecado más perverso. Andrea, al sentirlo, se pegaba más a él, e inducida por el idioma universal, se mordía los labios. De pronto, como para agitar las brisas de la poesía, él le susurró: “Estás hermosa…”, dejando un poco de ese dulce-amargo de su esencia. Y, cuando ella volteó para mirarlo a los ojos, él no aguantó la ola a causa de un precoz delirio y la besó en los labios. Empero, en ese instante preciso, ahí mismo, cuando ambos labios chocaron, fue Thais La Reina quien se apoderó del torbellino de su vehemente imaginación. Y, entonces, mientras movía los labios, alucinaba que no era Andrea, esa alumna de veinte años estudiante de Derecho, a quien besaba; sino, que besaba a Thais, a esa mujer con rostro de diosa a la que, coincidentemente, había visto por vez primera en esa discoteca una noche de invierno; con la que había intercambiado sueños en ese mismo rincón, en esa esquina, en esa barra del sector Vip, cerca de los baños. Mientras besaba a Andrea, imaginaba a Thais y, entre la oscuridad del panorama de su imaginación, retrataba su cabello rubio, sus labios sonrosados, sus ojos verdes, tan hermosos como la esmeralda. Entre el aliento de Andrea, Javier recordaba el rostro angelical de Thais sonriéndole entre alguna ocurrencia; recordaba su voz medianamente ronquita contándole que ella era apasionada a la moda independiente; evocaba la suavidad de su piel cuando él, al propósito, rozó sus manos mientras ella le mostraba desde su celular las fotos de antaño de Dania Ponce, una compañera en común, tras una exclamación: “¡Era gordísima!, y ahora es un palo de escoba”. Fue a causa de que Thais La Reina se impregnó en la memoria, en la psiquis de Javier, que pudo regalarle a Andrea un beso suave, dulce, que, tras un entendimiento tierno de lenguas, culminaba con una mordidita en el labio inferior. “Besas delicioso…”, susurraba Andrea separando sus labios de los de él. “Haces un juego con los labios que me encanta…”, añadía, entre un suspiro suave, abriendo los ojos.
Mientras tanto, los amigos de Andrea miraban a Javier como si fuera un enigma por interpretar. Las amiguitas, entre risitas y susurros, sacaban el celular y querían capturar el instante en el que Javier la besaba con furia y ternura, mientras sus manos, aprovechando las sombras de una discoteca, anhelaban explorar las montañas erguidas de la baja espalda de ese señorita y, si se podía, recorrer con sutileza y cuidado, el túnel de sus piernas. Andrea, entretanto, miraba a Javier con intensidad, con ese deseo que produce una llamarada peculiar en las pupilas, similar al brillo de una estrella fugaz.
De un momento a otro, para escapar del pudor, Javier la cogió de la mano y atravesó el tumulto de gente que se aglomeraba entre los pasillos gritando, riendo a todo pulmón, improvisando coreografías y chocando vasos de ron con quienes se desplazaban para acceder a otro sector, o con quienes les urgía llegar al baño para evacuar la vejiga o, casi con el vómito en el esófago, evacuar el vientre entre un huayco de bebidas espirituosas. Bajaron las escaleras y, una vez más, casi nadando entre el mar de jovencitos que deambulaban por la pista de baile, llegaron a la cabina donde Dj Asto, a cargo de la música, camisa abierta y luciendo las cadenas de plata de Ilaria, movía las cinturas y el totó (casi como si fuera una mamba negra) al ritmo de “Soy tu sicaria”. Y es que, si Dj Asto había puesto esa canción, era para que el buen Teffis, recién llegadito del Paris College of Art, se la dedique a Yamilé, una flaca con porte de modelo que los viernes y sábados se ponía Mac entre los pómulos y simulaba un dejo apitucado, cual flaquita recién egresada del Sansil o del Villa o del Markham, o como alguna de esas gringuitas que, después de las clases en el Trener, colegio donde había estudiado Javier, deambulaban por los barrios de Monterrico y Chacarilla. Pero que, de lunes a jueves, en compañía de su mejor amiga, Yazuri, y de los más temibles chaveteros chalacos, entre los que destacaban Calígula, el Negro Ampilio y Sancocho, deambulaba por los barracones del Callao, navaja en mano y pucho entre los labios; y, cuando se acercaba el fin de semana, Yazuri y ella, aprovechando del increíble físico que poseían, robaban carteras en las Avenidas Colonial y Universitaria a las pobres doncellas, cándidas dulcineas, que iban a escuchar clases a la Universidad Católica. Empero, el destino se confabuló a su favor una noche en la que, bajándole un aceite a los guardias de seguridad, lograron entrar al sector Vip de Noise y, mientras bailaban en ese pasillo que conecta el sector Vip con Súper-Vip, Dj Asto, con ojitos de águila, clavó la mirada no en Yamilé, sino en el culo de Yazuri, tan erguido, tan (aparentemente) duro y en forma: “Yo me comeré a esa costilla, la concha de la lora. Esa flaquita será mi bife y conocerá mi serpiente de cascabel que, aunque sea chatito y me ponga aretitos cual Jimmy Santi, la tengo como los tubos del Oleoducto Norperuano. ¡Qué tal orto que se maneja la chibola!, me pone tan arrecho como un toro que es capaz de violar a una yegua en celo, la reputamadre que me re mil parió”, pensaba Dj Asto mientras le buscaba la mirada; y, cuando finalmente lo consiguió, con una seña, la indicó que fuera donde él. Desde esa noche, esa parejita de féminas, acomplejadas chaveteras del Llaoca, acompañaba al grupo de amigos.
Mientras Yamilé bajaba la yema de sus dedos hasta el colgajo de Teffis, Rampa se besuqueaba con una rubia jovencita de voz tierna y pechos prominentes. Pasito, negrito y gordinflón, entre tambaleos y promesas ilusas, ya iba por su octavo vaso de ron con Coca-Cola y, como buen anfitrión, pedía un gin con arándanos para su acompañante, una veneca quien, con ojos de conejita, lo había embobado, le había hecho prometer que, juntitos, tendrían un hijito cachetón y una casita aristocrática como la que Vargas Llosa retrataba entre sus ficciones, en medio del Olivar de San Isidro. Empero, la escena más surreal, retratada a causa de un romanticismo vanguardista, se escenificaba atrás. Ahí, Juanchito, el mexicano, como si fuera un vampiro en búsqueda de desolación, vida y sangre, succionaba del cuello de una joven de tez mestiza y ojos de búho quien, estimulada por su poder, se retorcía, gemía cual gatita en celo suplicando la llama del vigor. “Sorry por este bochorno”, acotó Javier, excusándose de tener amigos así, una sarta de cabestros buscando una aventura digna de una ficción de Dumas. “Tranqui, churro. Todos los viernes me doy cuenta de lo que haces. ¡La cabina es visible en todos lados! Sé que, cuando te provoca, te agarras a una chibola, frente a todo el mundo, entre los aplausos de tus amiguitos que te celebran la conquista. Porque eso quieres, ¿no?, quieres ser el conquistador de niñas incautas”, respondía Andrea, cagándose de risa y con mirada autoritaria, como diciéndole que, si quería jugar al amor después de un suspiro de pasión, ella sabía perfectamente sus reglas. “Nada que ver…”, contestaba Javier, imponiendo su mirada, sosteniéndola con la de esa muchachita que lo observaba con mofa, y que, cada tanto, se remojaba los labios. Esa personalidad atraía a Javier, lo seducía, lo conducía, cual ola maldita, a una orilla en la que las estrellas fugaces del deseo predominan en el cielo. De pronto, ambos volvieron a fusionarse y regresaron los besos, las caricias, ese calor que nacía en lo más profundo del alma. El rostro de Thais La Reina volvía a poseer el huracán de la visión de Javier; besaba a Andrea como si fuese esa musa inspiradora que era capaz de vivir en la tinta que, eternamente, quedarían inscritas en unos papeles perdidos. En un rincón latente de la cabina, los susurros se convertían en suspiros. Javier comenzaba a besar el cuello de esa jovencita, casi adolescente. En la puntita de su lengua, percibía ese amargor a causa del Givenchy que, horas atrás, presurosa y escuchando a todo volumen alguna canción de Bad Bunny, Andrea se aplicaba en su habitación mientras miraba la hora y se percataba que estaba tarde para alcanzar a sus amigas en los previos en Cala. Con la misma arma, recorría ese hilo de vida, esas venas que hervían y se llenaban de sangre; y, luego, culminaba sus caricias bucales en el oído, susurrándole algo sucio, algo que inducía a pecar como si fuesen dos religiosos en un burdel. Ahí, le mordía el lóbulo del oído, y con sumo cuidado, le introducía ese aguijón de su lengua de víbora venenosa. Mientras tanto, con un hilo de conciencia, Andrea le acariciaba el pecho, las mejillas, el abdomen; entrelazaba sus dedos entre el cabello de Javier y, nuevamente, volvía a bajar sus manos hasta el pecho, sin atreverse a bajar más. Contra la pared, ambos con gotas de sudor en la frente, se frotaban y, cuando él le mordía el labio inferior, inclinaba su masculinidad de arriba abajo contra el abdomen de ella para que lo sintiera más, para notificarle que estaba dispuesto a conducirla al infierno más placentero del clímax. “Me estás matando…”, susurró Andrea en una pausa, ojos desorbitados. “Tú también…”, acotó Javier y, cogiéndole la mano, la llevó al backstage de la cabina. “¿A dónde estamos yendo?”, preguntó ella, acomodándose el cabello. “¿Alguna vez se te ocurrió hacerlo en el baño de una discoteca?”, respondió él, firme, metiéndose la mano en el pantalón, ocultando la erección. Sin embargo, cuando Javier quiso abrir la puerta del pequeño retrete, estaba cerrada con seguro. Esperaron afuera. Y la espera fue, una de esas, en la que cada segundo se convierte en una eternidad; y la eternidad, se convierte en el infinito capricho del universo. Finalmente, al cabo de unos minutos, salía Rampa, lengua afuera y hocico abierto, sudando a chorros, como si hubiese dejado la vida misma en el ruedo, como un toro tras sufrir la estocada final. Y su chica, aún con las marcas del deseo en sus pechos, bajaba la mirada para volver a camuflarse en la oscuridad. “Asu, choche, tengo una sed de perro que me tomaría todo el caudal del Amazonas, concha de su madre. Habla, papi, hazte una, préstame tu tarjeta para comprar un par de chelas y luego llevarme a la costilla a un telito para terminar el partido”, le pidió Rampa a Javier, quien, al escucharlo, lo miró con mala cara. “Te juro, te juro, causita, que me llevaré a la costillita a un telito de acá, nomás, de Barranco o Lince. ¡Nica la llevo al Country o al Westin o a esos telos fichos donde te llevas a tus chibolas pitucas”. “¡Nicagando!”, sentenció Javier. Empero, cuando estaba dispuesto a ingresar a la sacristía de la culpa, Juanchito, el mexicano, interceptó la entrada con el brazo: “Sorry, carnal, pero yo estaba en filita antes que tú; espera tu turno”, alegó, y ni bien se metió, la flaquita en cuestión ya estaba poniéndose de rodillas. “La chinga de tu madre…”, susurró Javier, mirando de reojo a Andrea, quien se tapaba la boca, aguantándose la risa. “Nos largamos”, enfatizó y, una vez más, cogiéndola de la mano, bajó de la cabina, atravesó la pista de baile, salió de la discoteca y pidió un taxi en Plaza Butters. 

Se bajaron en la intersección de Aviación con San Borja Sur. Ahí había un hotel; doscientos soles la noche. Javier pagó en efectivo. En la habitación: Una cama matrimonial, un mini bar y, a un lado, un yacuzzi. Adentro, entre la penumbra, se escuchaban gemidos, choques carnales y de alcoba propios de las habitaciones continuas. Entre ese silencio que se mezclaba con la fusión de labios, se percibía a una fémina llegando al clímax entre un aullido y frases sucias, propias de una perra de prostíbulo barato. Eso excitaba a Javier. No pocas veces, en el amor después del amor, esa sinfonía del placer lo erotizaban a tal punto que llegaba a despertar a la fémina con la que estaba y volvía a ejercer su poder masculino, viril, de minero, de torero dispuesto a cortar oreja y rabo. Los besos, poco a poco, se iban convirtiendo en mordidas de ansias de cometer el pecado más feroz. Para aumentar el fugaz deseo, Javier se acercó al mini-bar y descubrió que había una botella de Moêt & Chandon heladita, en ese punto en el que la bebida deja de ser espirituosa y es, más que todo, un coctel vitamínico que todo dios del Olimpo debe ingerir antes de consagrarse. Con delicadeza, cogió la botella y la abrió sin hacer ruido. Tomó un par de copas y, tras servir, una se la alcanzó a Andrea, haciéndole el chin chin:Por esta noche tan surreal”, le dijo, clavando sus ojos en el pecho de esa fémina que se reía sin saber de qué o por qué. “Nunca, nadie, me ha dicho cosas tan cagues de risa como tú”, acotó ella; y, tras un sorbo corto, volvió a él. Como si uno diese cuerda al reloj hacia atrás, se despojaron de la ropa entre una desesperación que carcomía las entrañas. Andrea llevaba un brasier color vino; y, abajo, un calzón sexy, juvenil, rosadito fosforescente, Victoria Secret, con una suerte de lacito de adorno en el centro. Estando así, Javier la cargó y, entre esas risas de complicidad, la llevó hasta la cama. Ahí, ordenó que se quite el brasier mientras él bajaba a ese túnel de secretos. Comenzó a besarle las piernas, los muslos, el abdomen, y se detenía un instante para acariciarle, con la lengua, ese ombliguito propio de una adolescente con alma de rebelde. Andrea poseía la piel suave, el abdomen plano, durísimo, propio de tantas horas de gimnasio y partidos de tenis después de sus clases de Derecho. Mientras Javier la envenenaba, Andrea se retorcía; esta vez no se privaba de los gemidos. Con cautela, la seducía y, lentamente, bajaba hasta ahí, hasta el sexo de esa fémina hermosa. Aún con el calzón puesto, Javier acercaba su lengua, su rostro, la puntita de su nariz y, como si fuese una línea de cocaína, inhalaba con frenesí el olor del húmedo deseo. Con fuego en sus ojos, mordió el calzón y lo bajó hasta la altura de los muslos para, posteriormente, proporcionarle un sexo oral divinamente placentero. Casi con desesperación, movía la lengua mientras Andrea, entre gemidos virginales, le clavaba las uñas en las palmas de sus manos. Como para recuperar aliento, Javier recorría cada parte del cuerpo de su acompañante: Su piel suave, ese olorcito dulce. Los pechos firmes, no tan voluminosos; pezones sonrosados, compatibles con su tez pálida. Andrea se iba sumergiendo en esa ola furtiva de la perversión. Sin embargo, de pronto, le ordenó que se detuviera, y ahora era ella quien ejercía su poder de mujer: Comenzaba a lamerle el cuello, el pecho, el abdomen; y cuando tuvo frente a sus ojos esa masculinidad erecta, bajó el Calvin Klein con delicadeza, como si abriese el papel de regalo de una ansiada muñeca de porcelana. La erección saltó ante sus ojos; el glande rojísimo, las venas empoderadas dándole vida. Tras unos segundos de estupor, sus manos buscaron las de Javier y, al cogerlas, comenzó a lamerle el miembro, y, luego, cerrando los ojos, como si meditara sus acciones, se lo introdujo en la boca, ejecutando un movimiento rítmico, de arriba abajo. Javier suspiraba, se dejaba seducir por esa jovencita diez u once años menor que, aunque a primera vista pareciera que se estaría asomando al placer, ya tenía experiencia en efectuar un delicioso masaje bucal. “Para, para, ya para…”, de pronto, Javier susurró aferrándose a un suspiro. “Ahora quiero que te pongas en cuatro”, añadió. “¿Ya me la quieres meter?” “Sí. Me muero de ganas”. “Pero ponte condón, ¿tienes?”. Javier había olvidado comprar condones en el camino. Llamó a la recepción. Pidió una lata de Red Bull y una caja de Durex, los de la cajita celeste. En menos de dos minutos, un jovencito uniformado tocaba la puerta de la habitación con el pedido. Javier cogió su billetera, le pagó en efectivo y le dio veinte soles de propina. Aún con la respiración agitada y con el nirvana deseando evacuar, tomó de un tirón la lata de energizante. Con prisa, abrió la caja de condones y un preservativo se lo puso en su erecto miembro. Luego, como una serpiente que se asoma a su víctima, se acercó e ella quien, con rostro cándido, le regalaba una sonrisa perversa. “Ahora sí, ponte en cuatro”, ordenó él. Andrea se acomodó boca abajo; apoyó sus manos en la cama y, al estar en la posición, volteó, miró a Javier con ojitos de coneja, y le dijo: “Ya, ya estoy lista”. “Saca un poco más el culo”, sugirió él. Ella acató los caprichos de su amante. Javier la cogió de la cintura y, lentamente, introdujo su masculinidad en ella y, muy despacio, la empujaba con cautela, cuidando de no ser agresivo. Poco a poco, iba envolviéndose por ese calorcito, por esos latidos, por esa suerte de ardor placentero que, como el más feroz efecto narcótico, lo conducía a un paso de la muerte. A fuego lento la iba penetrando, muy despacio. Se movía a un ritmo pausado, dejando en ella parte de él. Andrea cerraba los ojos; apretaba sus puños, mordía la almohada que estaba cerca de su rostro. A medida que Javier iba aumentando la intensidad, Andrea comenzaba a emitir una suerte de alarido que, poco a poco, la iba conduciendo a un rico orgasmo. Sin piedad, Javier incrementaba la velocidad; la sinfonía de ese choque carnal se tornaba más fuerte y, a medida de que la virilidad de él pisaba el acelerador a fondo, los gemidos de aquel ángel envueltos en tentación, se incrementaban al punto que los chillidos quasi virginales se convertían en griteríos de suplicio: “Ay, ay, Ja-Javier, para, por favor. Pa-para. ¡Para! ¡Para, carajo!”, de pronto, exclamó Andrea. “No quiero venirme en esta posición”, añadió, despeinada, con rastros de placer en el rostro. “Vamos, ven, ponte encima mío”, dijo ella, y antes de echarse boca arriba, tomó de la copa de champagne. Javier miró el sexo de ella: Estaba colorado, húmedo, depilada de la manera más elegante. Acomodó las piernas en sus hombros y volvió a penetrarla. Empujó lo más que pudo, hasta el fondo. Hizo el mismo ejercicio: Primero suave; y, poco a poco, iba incrementando su poder de hombre. Empero, mientras la penetraba, el cofre del erotismo hizo que Andrea deseara encontrar en Javier, más que un hombre, un amante eterno, un aliado, un cómplice con quien retratar aquel momento fugaz en el lienzo de su alma. Por ello, trataba de buscar la mirada de Javier; buscaba retratarse en sus pupilas; anhelaba dejar un poco de su esencia en la mirada perversa de ese hombre quien, a juicio de él, no le hacía el amor, sino, la cachaba, la tiraba, la fornicaba con el afán de aliviar su lívido y, de paso, incrementar su ego. “Quiero que dejes de estar mirando mis tetas y me mires a los ojos por un instante”, ordenó ella, de repente, aguantando el placer. Empero, Javier no podía sostener tanto tiempo la precoz fusión de estrellas: No podía con esa mirada que quería introducirse en lo más profundo de su ser, de su alma, de sus entrañas; esa mirada que, entre gemidos y mordiditas de labios, le decía que buscaba protección; que necesitaba una fuente de cariño que no sólo la penetre, sino que le de un motivo para que, día a día, ella sea capaz de escribir un verso en el corazón de ese hombre que, en cualquier instante, podía convertirse en el ser más vil. Javier intuía el deseo de Andrea; de anhelar generar una complicidad, una suerte de lealtad que sea capaz de traspasar el universo de una efímera pasión. Por eso no la miraba a los ojos; por eso prefería dejarse seducir por ese cuerpo que, para el universo, era capaz de consumirse ante el fuego del deseo. Volteaba y su mirada la apuntaba en un espejo que estaba en una de las paredes. Ahí miraba cada uno de sus movimientos, como si fuese una película de antaño, en blanco y negro. “Ay, detente. Detente, por favor”, de pronto, exclamó Andrea, ocultando un alarido. “Quiero ahora estar encima de ti”, añadió. Intercambiaron posiciones. Javier se echó boca arriba. Ella, encima de él. Con la mano, cogió el miembro de Javier y se lo introdujo en el de ella. Comenzó a cabalgar; a saltar con frenesí. Se movía rápido, de arriba abajo y, cada tanto, entre una pausa, en circulitos. Javier notaba que Andrea comenzaba a lubricarse más; que iba se iba incrementando, de manera exponencial, su temperatura. Los ojos de la fémina indicaban que se dejaba llevar por la corriente de la lujuria. Agarró con ferocidad las manos de su hombre y, apretándolas fuerte, alcanzó el más exquisito de los orgasmos. Tras ello, se dejó caer en el pecho de Javier, quien aún no terminaba, pero al sentir que una gotita de sudor caía en sus labios, concluyó que la sesión amatoria había concluido. Echado, con la cabeza de Andrea apoyada en su pecho, Javier supo que tenía que fugar. Con los ojos bien abiertos, miraba el techo escuchando esa respiración que comenzaba a bajar sus revoluciones. “Me gustas, Javier. Me encantas. Me gustas como mierda…”, dijo de pronto Andrea, mirándolo fijamente. Javier no le respondió; apenas simuló una media sonrisa, se levantó de la cama y se metió al baño. Se miró a sí mismo en el espejo y, extrañamente, se sintió sucio. Se quitó el preservativo y lo arrojó en el basurero. Sus dedos olían al sexo de Andrea. Se lavó las manos y la cara con agua helada. Salió de la habitación con otro rostro, fingiendo una suerte de preocupación. Abrió ligeramente una de las cortinas y notó que Lima estaba amaneciendo; una suerte de cielo rojizo cubría la ciudad. Cogió su celular: Eran las seis de la mañana. “Sorry, tienes que irte. Me han escrito de la oficina y tengo una reunión en una hora”, anunció él, simulando consternación. “¿Es en serio?”, preguntó Andrea, abriendo los ojos. “Sí. Parece que ocurrió algo…”, acotó, buscando su bóxer. “Te pediré un taxi a tu casa…”, añadió, jalándose el cabello, como si estuviera fastidiado por la situación. Andrea, al otro extremo de la cama, se apresuraba en cambiarse. “Tu Uber llegará en dos minutos; es mejor que esperes abajo. Yo aprovecharé y tomaré una ducha”, dijo Javier, abriéndole la puerta de la habitación. Y, cuando ella quiso acercarse para darle un beso en los labios, él sólo le ofreció las mejillas, sintiendo en ese instante su odio.
Ni bien Javier cerró la puerta, bloqueó de su celular el contacto de Andrea y, como si se deshiciera de la envoltura de una golosina, la eliminó de su agenda. Luego, llenó la tina con agua tibia y le añadió jabón líquido. Se sumergió entre la espuma y, a medida que el agua recorría su cuerpo, comenzaba a sentirse purificado. Se sirvió una copa de champagne, y sintió una suerte de tranquilidad propia de un recién nacido. El celular le notificaba que un número bloqueado quería contactarse con él. Sabía que era Andrea. Entró a las redes sociales, y se percató que Thais La Reina estaba conectada y, hacía unos minutos apenas, había colgado un Instagram Story: Ella corriendo en las playas de Miami, donde había viajado por unos meses para estudiar unos cursos en diseño de modas. Se apreciaba una playa paradisiaca y, luego, con la cámara frontal, aparecía ella: Cabello rubio y pómulos sonrosados. No dejaba de sonreír ni un solo instante, como si, a través de su sonrisa, le regalase a la vida un pequeño tesoro. Risueño, a causa de las burbujas del champagne que aún quedaba en la botella, decidió llamarla: “Buenos días, linda. ¿Ya comenzaste el día?”. “¡Hola! Sí; fui a la playa a correr. Ahora estoy en casa de mi tía a punto de tomar desayuno y leyendo The New Herald. ¿Y tú? Vi por tus historias que te fuiste a Noise. ¿Alguna chibola cayó en tus garras?”, preguntó ella, jocosa. Al fondo, se lograba escuchar una canción de moda, Tattoo. “¡Estás loca! Fui un toque; me regresé tempranísimo a casa”, mintió. “Y me acabo de despertar pensándote. En realidad, no me creerás lo que me acaba de pasar…”, añadió. “¿Qué te pasó?” “Algo tan literario que me dejó sin poder volver a dormir y hasta tuve que tomar una ducha helada…”, hizo una pausa, tragó saliva y siguió: “Tuve un sueño, donde tú y yo éramos los protagonistas, cual una de esas tramas de Bukovski o de E.L James. Te lo podría narrar como un cuento, pero tenía características muy particulares…”¡Suéltalo ya! Cuéntame…” “Ese sueño contenía dosis de humor y ternura; pero lo que prevalecía, y no te asustes, era la intensidad, la pasión, la sensualidad, el erotismo, que era de tal magnitud que, a cualquiera, haría vibrar la piel... Te juro, Thais, te juro que ese sueño lo viví. Y al despertarme sobresaltado, tenía una taquicardia que, no te miento, hasta podía sentir el corazón en la boca…”, dijo Javier sin saber a dónde iba, alucinándose un novelista de tramas eróticas en donde su musa era la estrella. “Pero ya pues, nárrame…”, dijo ella, firme. “¿En serio? Pero… Te estoy diciendo que tuve un sueño erótico contigo…” “¡Deja las intrigas y nárralo ya!”. Y entre el clamor de esa voz ronquita de Thais, Javier dio un sorbo largo a la copa de champagne. Inevitablemente, sintió una suerte de electricidad agradable, de candor en todo su cuerpo. Se dejaba abrazar por las espumas en las que estaba sumergido y anhelaba que esa sensación, románticamente placentera, se prolongue hasta el infinito. Dejó que la pluma de su imaginación comience a retratar una ansiada estrella y dijo: “Creo que era natural que sueñe contigo, Thais. Desde un principio te dije que me impresionó tu belleza y que tu sonrisa enriqueció mis deseos; pero no pensé que sería tan increíblemente perverso y genial. Quiero que vivas mi sueño, ¿okay?...”, y en ese instante, Javier exhaló una dosis de pudor, cerró los ojos y prosiguió: “Imagínate tú y a yo. Solos. En una playa. Una playa desierta, tan hermosa como un edén entre el caos. Imagínate tal cual yo lo soñé: El sonido del mar en tus oídos; el cántico en el horizonte de los pelícanos que juegan en la orilla; esa parsimonia que choca la arena como choca el vino ante la superficie de una copa de cristal; las brisas tibias que acarician tus mejillas coloradas; tu cabello, rubio y brilloso, moviéndose con liviandad, como si tuviesen vida propia, como si tuviesen corazón y alma. Y estás ahí, a mi lado. Recostada en un pareo. Sonriente. Los planetas de tus ojos brillan. Y llevas un bikini color turquesa, como el que luces en una de tus fotos de Instagram. Y reímos, sin saber de qué o por qué; solo reímos acaricio tu piel, tu espalda, tu cabello. Y en un instante, te levantas y te acercas a la orilla del mar. Y ahí vislumbro cada parte de ti, Thais: La fineza de tus hombros, la ternura de tus pechos, la poesía de tu cintura. Clavo mi mirada en el lienzo de tus piernas, en la provocación de tus perfectos glúteos. Cuando el agua salada mima tus pies, volteas a mí y, con coquetería, me pides que te acompañe. Corro hacia ti con frenesí. Y ahora, estamos en un mar limpio. Tibio. Te sonrío con ojos achinados, de tierno bribón. No paras de reírte con esa risa peculiar. Te percibo como aquella sirena en la que te conviertes cada fin de semana en las playas de Punta Hermosa. Entonces, te abrazo fortísimo y ahí percibo el aroma de tu piel. Y, tras una complicidad que se refleja en nuestra mirada, nos besamos en los labios. Es un beso dulce; puedo percibir el calor de tu aliento, la humedad de tus labios chocando con los míos. Nuestros labios entendiéndose y, cada tanto, emitiendo un suspiro para volver a juntarnos. Mientras te beso, acaricio con suavidad tu espalda. Tú, mi pecho. El agua, en nuestros pies, aumenta su temperatura a causa de nosotros. El beso que nos damos es tan delicioso, tan increíblemente rico, como el postre más dulce. Poco a poco, a causa de la intensidad de mis besos, te percatas que comienzo a perder el control. Y me pego tanto a ti. Y en ese instante, logras sentirme. Sientes mi hombría, mi masculinidad en tu abdomen. Sientes cómo va creciendo, percibes sus pálpitos. Lo sientes duro, erguido. Y te ríes con picardía. “Eres un travieso”, exclamas con tonalidad de niña. Percibes la forma de mi masculinidad, lo sientes en su máxima expresión. Y sentirme tan cerca de ti te excita. Muerdes mis labios. Clavas tus uñas en mi pecho. Introduces tu lengua en mi boca. Riéndote con alma de ángel te volteas, me das la espalda, me coges ambas manos y las pones en tu cintura. Te abrazo por la espalda. Muerdo, con suavidad, el lóbulo de tu oreja; te susurro que me enloqueces, que no existe mujer más bella que tú en el universo. Caminamos al mismo ritmo y nos vamos metiendo al mar, no tan al fondo. Ahí vuelves a sentirme entre tus glúteos. Sabes perfectamente que quiero entrar en ti; que la causa de esa llama placentera eres tú, Thais. Te inclinas ligeramente para sentirme más. Sabes que eres una diosa; sabes que eres mi diosa. Sabes que eres la manzana de mi tentación…” Y, tras ello, Javier dejó que una electricidad tiernamente erótica recorra sus venas. Dio otro sorbo a la copa de Champagne y percibió que una taquicardia agitaba sus entrañas, alborotaba su imaginación. “¿Sigo…?”, preguntó entre un susurro, mientras dejaba a un lado la copa de champagne y esa mano, sumergiéndose bajo el agua espumosa, llegaba hasta su sexo que, alimentándose de candor, iba endureciéndose. “Continúa, a ver…”, dijo ella. “Tras dejar que el agua llegue a la altura de nuestra cintura, salimos de ese hermoso mar. La erección en mí es evidente; mi ropa de baño está a punto de explotar. La miras con gracia y no paras de reírte, de sonreír. Vuelvo a ti, una vez más. Vuelvo a verme reflejado en tus ojos verdes. Vuelvo a besarte en los labios; y, en ese instante, tus manos vuelven a recorrer mi pecho, pero esta vez las bajas y rozas mi masculinidad con la yema de tus dedos. La sientes caliente, tan erguida, imponente. Y sabes que es a causa de ti. Entrelazamos nuestras manos y caminamos por la orilla alucinando que somos un par de locos dispuestos a vivir cada aventura que el destino escriba por nosotros. De pronto, en medio de esas gigantescas rocas que rompen el mar, vemos una suerte de cueva, de caverna. En su entrada, nos percatamos que hay esmeraldas, gemas traslúcidas, piedras preciosas. “¿No habrán cangrejos?”, me preguntas; y yo me río y lo niego. “Sé aventurera. Sé más perversa que bella esta vez”, te contesto, y vuelves a reírte por mis frases ocurrentes. Adentro de esa cueva, nos dejamos seducir por esas piedras hermosas; las comparo con la belleza de tus ojos. Entre la sombra, te beso. Esta vez, mi lengua adentro de tu boca. Mis caricias te envuelven. Tus manos vuelven a mi pecho y yo comienzo a estimularte ahí, abajo, en la entrada del amor. La siento húmeda; la siento tan caliente, tan suave. Y tú gimes con elegancia; percibo tu aliento en mis oídos. Mientras te voy bajando el bikini, introduces tu mano en mi ropa de baño y aprietas con fuerza mi masculinidad. Me masturbas con suavidad. Ambos nos tocamos como dos adolescentes que se asoman al placer. Aumentas la velocidad, de arriba abajo, y en un instante, te detengo. “Me enloqueces…”, te digo, descontrolado. Y, entonces, como si fueses de verdad mi diosa, me arrodillo ante ti. Acaricio tus piernas; recorro tus glúteos y, mi lengua la introduzco en tu sexo. Lo siento tan caliente, como una hermosa flor rosada. Mi lengua es ahora una pluma y, con la puntita, escribo tu nombre: La T, la H, la A, la I, la S. Y mientras te proporciono placer, comienzas a inclinarte de manera involuntaria; miras al cielo y logras ver las aves ahí, siendo testigo de todo. Gimes mordiéndote los labios, suspirando con fuerza. Jalas mi cabello como si, con eso, me indicaras que el candor de tu corazón fuese a explotar. Sabes que lo hago bien; sabes que te hago el mejor sexo oral que, alguna vez, alguien pudo proporcionarte. Lamo tus muslos, beso tus pies y vuelvo ahí, a ese cofre húmedo de alucinación. Y así, mientras mi lengua te transmite su veneno y mis manos vuelven a acariciar tus glúteos, ¡sas!, obtienes un delicioso orgasmo. Y tras eso, me miras extasiada, encantada. “Me encantas como mierda, Thais”, te digo con los ojos desorbitados. Y tú no quitas tu mirada de la mía”, narró Javier, con esa taquicardia que, ahora, subía hasta la altura de su sien. Volvió a dar un sorbo a la copa de champagne. Esta vez, su sexo estaba tieso. Lo acariciaba; se masturbaba con cautela, con suavidad, sin agitar velozmente la mano. “¿Sigo…?”, preguntó Javier, simulando su respiración agitada. Y hubo unos eternos segundos de silencio. “Sí, quiero que sigas…”, afirmó Thais, quien en ese instante, recibía de una de las mucamas, un jugo de naranja recién exprimido. Javier, con el corazón saltando como un niño por un dulce, prosiguió: “Tras haberte dado un orgasmo, ahora, soy yo quien está sometido a ti. Te arrodillas y, con un rostro de diablita, me bajas la ropa de baño. Mi masculinidad, se muestra ante ti erguida, lubricada, con las venas llenas de adrenalina, a punto de reventar. La admiras tan de cerca. Le das besos, en el tronco; en la cabeza. La sientes caliente, húmeda. Sabes que pierdo el control a causa de ti, del algodón de tu cuerpo, de tu alma, de tu voz, de tu manera de pensar, de tu sutileza, de tu arte, de tu lado más perverso, de tu elegancia, del perfume de tu piel. Nos echamos en la arena; y ahí vuelvo a besarte en la boca, mi lengua juntándose con la tuya. Entonces, yo encima tuyo, acomodo mi sexo y, despacio, muy despacio, entro en ti. Admiro tus ojos a medida que voy penetrándote. Tus ojos me indican deseo; logro ver en ellos ese fuego que, esta vez lleva mi nombre. Estás húmeda, siento tu calor. Comienzo, así, a penetrarte. Primero despacio. Admiro tus pechos, los aprieto; acaricio cada parte de ti. Y mi mirada, vuelve a tus ojos, a esa obra de arte que se entrecierra por momentos. Percibo tu aliento, tus gemidos en mis oídos. ¿Sabes, Thais? No eres una mujer a quien follaría y, tras aliviar mi ego y obtener un orgasmo, deshacerme de ti e incinerar todo recuerdo. Eres una mujer a quien le haría el amor, con pasión y ternura. Con sentimiento. Con el corazón en mis manos. Con mi reflejo en tus ojos verdes. De esa manera soñé que te lo hacía. Con delicadeza, como si fueras la mitad de mi alma. Mientras te penetro, me acerco a tu oído y no paro de decirte que te deseo a morir; que me excita escuchar tus susurros de placer; que solo te dejes llevar. En un momento, con dulzura y descontrol, me pides que cambiemos de posición. Ambos nos levantamos. Me das la espalda; apoyas tus manos en el muro de esa pequeña cueva marina, y ahí vuelvo a entrar en ti. Empero, no aislamos nuestra complicidad. Volteas tu rostro y nuestras miradas se fusionan. De pronto, ambos al mismo tiempo, sentimos esa energía desde lo más profundo de nuestras almas que, poco a poco, se va convirtiendo en una suerte de cosquilleo que arrasa nuestros corazones y se libera en nuestros sexos. Ahí, en ese instante, me separo de ti y eyaculo; un chorro de semen cae en la arena. Y, en ese alarido, observo tu rostro llegando al nirvana, con una suerte de flexión de piernas involuntaria y un suspiro. Después de eso, nos miramos con ternura, alucinados por lo que acaba de pasar. Volvemos a echarnos en la arena. Apoyas tu cabeza en mi pecho; escuchas mis latidos. Y yo enredo mis dedos en tu cabello rubio, admirándote, deseando quedarme así para siempre…” Y, en ese instante, Javier, quien se masturbaba en la tina espumosa, llegó al orgasmo entre un muy sutil gemido e, inevitablemente, al cerrar los ojos, el rostro de Thais se entrelazó con la gloria. “¿Te estás tocando, Javier?”, preguntó Thais, entre una risita de complicidad. “¿Qué crees? Obvio. Es imposible no hacerlo después de imaginar todo lo que te acabo de contar…”, dijo Javier, siendo testigo de cómo los sentidos volvían a él. “Tengo… tengo muchas ganas de verte, Thais…”, añadió. Y tras unos segundos de silencio, ella dijo: “Veámonos cuando vuelva a Lima. Creo que me debes un risotto de langostinos y una copa de Rutini”. “Ya quiero que estés en Lima”. “Paciencia, chiquito. Bueno, iré a tomar desayuno; hablamos luego”. Y colgó. Y Javier, tras un suspiro, cerró los ojos y se quedó dormido, aún con un dulzor entre sus labios. 

Tras media hora, Javier se despertó sobresaltado. Salió de la tina de espumas; se dio un baño con agua tibia; se cambió y salió del hotel. Eran casi las nueve de la mañana. Tenía un hambre voraz. Tomó un taxi hasta el Jockey Plaza y ahí se metió en La Bombonniere. Pidió un mixto de jamón con queso derretido y un capuccino con mucha crema de chantillí. Al momento de darle el primer sorbo a la bebida y con la crema manchándole los labios, Thais le envió un video privado al Instagram: Ella, con bikini, blanco en la parte de arriba y de colores en la de abajo, bailando una canción, “Te besaré”. Sus labios sonrosados; sus ojos verdes brillando. Mientras Javier dejaba que el dulzor del chantillí se derrita en su paladar tuvo la certeza de que sólo esos labios podrían compararse con el postre más dulce del mundo.

Jesús Barahona.
Lima. Mayo, 2020.


Cuando Javier cursaba el sexto ciclo de la Universidad, terminó su relación amorosa, tras casi dos años de intensidad, tentación y pecado, con Majo. Ella había descubierto que, tras un almuerzo de ex alumnos del Colegio Trener, Javier, ebrio y con ojos achinados, se fue a Dalí y, ahí entre las luces de colores y la música que el genio de Dj Paul ponía, se besuqueó con una peli-roja de diecisiete años quien, utilizando el DNI de su hermana mayor, había burlado los controles de seguridad de la discoteca. Se enteró de la manera más absurda: La discoteca solía tomar fotos cada sábado y las colgaba en su página web. Había una que enfocaba, en plano amplio, hacia la pista de baile. Había que analizar con minuciosidad para ubicar a Javier en una esquinita, compartiendo unas chelitas en la barra al costado de la cabina, con una mano en la botella y con la otra, cogiendo la cintura de la flaquita. Ambos rostros se comprendían tan de cerca que se podía concluir fácilmente que estaban besándose. Empero, las sospechas de Majo se convirtieron en certeza cuando hizo zoom a la susodicha fotografía y, en la muñeca de Javier, reconoció su reloj, ese Bulova automático que únicamente se lo ponía para irse de juerga.
Majo esperó que Javier saliera de una de sus clases de Gobernabilidad, que era dictada por el Dr. Sardón de Taboada, Decano de la Facultad y, arrinconándolo en la terraza del Starbucks que se encontraba al costado de la Biblioteca, lo recriminó tildándolo de un reverendo pendejo, un hijo de mil putas, un puto malnacido. No contenta con los vituperios lastrados de acrimonia que vertía sobre él, entre el asombro de los estudiantes de Derecho y las princesas de Arquitectura, procedió a darle un par de sopapos, ida y vuelta, sentenciando que la relación había culminado y que nunca, pero nunca-jamás, le iba a perdonar semejante traición.

Ese día, por la tarde y sin almorzar, Javier fue al estudio de abogados en el que realizaba sus prácticas pre-profesionales. Quedaba en el piso veinte de una torre al lado del hotel Marriott. Era un estudio pequeño que sólo se dedicaba a asesorar empresas mineras y que, por esos meses, estaba en el ojo de la prensa, pues el estudio llevaba el caso de un proyecto minero de gran envergadura, “El Congo”. Javier era el único practicante del área minero-ambiental. Su jefe inmediato era un abogado que acababa de llegar de Londres, Roberto Echazú; y el socio principal había sido profesor de Javier del curso de Derecho Corporativo, Guillermo Pascarella.
Javier quedaba hechizado ante las clases de Pascarella, ese cincuentón, quien tenía fama de acostarse con sus alumnas a quienes, tras un café en el Starbucks de la Universidad y, posteriormente, una cena romanticona en el José Antonio, caían seducidas por su sofisticación natural, y aceptaban irse con él a las conferencias que dictaba en Panamá o en París hablando de la legislación minera peruana. Javier admiraba a Pascarella no sólo por ser un abogado reconocido en las listas privilegiadas de Latin American Laywer y de Chambers & Partners. Lo admiraba por la forma magistral cómo explicaba el Derecho; por su pulcritud, las iniciales de su nombre en el puño de la camisa, los gemelos de esmeralda que utilizaba, las corbatas relucientes en seda italiana, y el casimir inglés a su medida. Sus asistentes eran las estudiantes más hermosas que, si bien no descollaban en las notas ni escribían doctrina, sí relucían por esa belleza sobrenatural, casi angelical. De hecho, no pocos alumnos lo detestaban y lo acusaban de ser racista y arrogante. De pronto, posterior a la semana de exámenes finales, venía una estudiante reclamando un examen y pidiéndole entre llantos por favor, se lo suplico Doctor Pascarella, que le suba un puntito más para poder aprobar el curso y que no le quiten la media beca. “Si la jalo es por fea; para que no se meta en mi curso el próximo ciclo y se meta con el huevas de Villanueva, que con ese hijo de la guayaba, aprueba hasta el más burro de la San Juan Bautista. Y, si la jalo con maldad es para que, ni siquiera, me salude esa chiquita si me ve por la Universidad. Me van a disculpar, distinguidos colegas, pero lo que más detesto es la falta de estética, y esa cholita tiene más cara de llama que de mujer”, solía decir en los almuerzos con los demás catedráticos de la Universidad, quienes explotaban en risas. Sin embargo, Javier había aprobado su curso con dieciséis y, tras culminar el ciclo, le pidió prácticas pre-profesionales. Pascarella accedió a regañadientes sólo porque era amigo de Juancito, el tío de Javier, quien era catedrático de Economía de la Universidad del Pacífico. El primer día de prácticas, Pascarella se acercó a Javier y tras regalarle “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo, le susurró: “Mañana no me vengas con ese trapo sucio que usas como corbata; si quieres usar una, que sólo sea de Brooks Brothers”.

“¿Le pasa algo, Doctor?”, preguntó Echazú, con la voz peculiar de litigante, al ver que Javier, ni bien había llegado a la oficina, tiró sus cosas, y se quedó ido, con un nudito en la garganta, mirando a través de la ventana el deprimente mar miraflorino. “No, nada”, contestó Javier frío, ocultando el sangriento corazón. Empero, no paraba de escribirle mensajes de texto a Majo suplicándole hablar, que lo perdone, que le permita explicarle las cosas, que no deje echar tantos momentos románticos y tiernos por un malentendido. “Vete a la mierda, Javier. Maldito el puto segundo que te conocí”, fue el único mensaje que ella contestó y que devastó a Javier, al punto que, al leerlo, sollozó en su escritorio, entre la mirada atónita de Echazú y el ambiente sombrío del estrés.
De pronto, Pascarella llamó a Javier a su oficina. En el ambiente se percibía el aroma a Polo de Ralph Lauren. Pascarella tecleaba con ferocidad en la computadora mientras Javier, cuidadoso, caminaba hasta su escritorio. De pronto, dejó de escribir, apagó el monitor, sonrió a Javier con complicidad y lo invitó a sentarse. “¿Un whisky?”, ofreció. Javier asintió, aún con los ojos colorados. Pascarella se acercó a su bar y de una botella de Bruichladdich, lo sirvió en dos vasos, y uno de ellos se lo entregó a Javier, quien dio un sorbo breve y pasó el licor sin más. Pascarella encendió un cigarrillo y, de la cajetilla de Lucky, le ofreció uno a Javier. Javier aspiró el tabaco con ansias, como si entre ese suspiro de nicotina se aferrase a la vida. “A ver, jovencito, me cuentan que has estado llorando y que no te despegabas de tu celular. Algo me dice que estás así por lo que un hombre jamás debería de llorar: Calzones, costillas, yeguas, perras. ¿Qué ha pasado?, ¿te han cagado?”, cuestionó Pascarella, ojos entrecerrados, sonrisa cínica y vivaz. “Mi enamorada, Doctor. Mi enamorada me terminó hoy”, respondió Javier, haciendo un esfuerzo por no tartamudear. “¡Ajá!, o sea te han cagado…”, y soltó una risotada. “Y, como todo joven primerizo que, seguramente, sólo en esa flaquita has mojado el payaso, sientes que el mundo se te viene encima”, prosiguió. Javier miraba a Pascarella de reojo; se sentía un gusano a su lado: “Me gritó frente a todo el mundo, en la terraza del Starbucks; es más, hasta me dio un par de cachetadones y me llamó hijo de puta”, narró Javier, vulnerable, como si acusase a Majo ante su mami. “¡Qué cojudo eres para que dejes que un pedazo de yegua te llame así!”, enfatizó Pascarella. “A ver, a ver, muéstrame una foto de la pendeja”, agregó. Javier sacó su celular, entró a la página de Facebook y de ahí al perfil de Majo. Al ingresar en él, se percató que Majo lo había eliminado; empero, su perfil seguía siendo público. Pascarella le arrancó el celular y, minuciosamente, se puso a revisar su contenido. Cada tanto, fruncía el ceño. “Es una chola blanca. No es un mujerón para presentarla ante sociedad, sólo sirve para mojar la langosta y listo. Lo único que le salva es que tiene buenas tetas. Estás cagado, pupilo. Yo te enseñaré lo que son verdaderas mujeres”, decretó Pascarella, casi-casi, como si su palabra fuese una resolución en última instancia sin opción a la interposición de un recurso impugnativo. “¿Sabes qué?, justo estoy de salida. Quiero llevarte a un sitio de putamadre que te hará olvidar a la provinciana esa. Lávate la cara y límpiate los mocos, jovencito”, dictaminó, dando el último sorbo al vaso de whisky y, sin más, apagando el pucho en un cenicero de cristal Swarovski.

Al poco rato, ambos estaban en el Rolls-Royce blindado de Pascarella. Aquel, era el único Rolls-Royce en todo Lima. Pascarella lucía el lujoso auto como si fuese una puta fina. Manejaba cauteloso. Entraron a la Javier Prado, tomaron una de las calles de San Isidro y bajaron a Miguel Dasso. Se metieron entre una de esas callejuelas y, ahí una torre luminosa les daba la bienvenida “The Lord”. Los guardianes reconocieron a Pascarella y, simultáneamente, abrieron el portón del estacionamiento. Ya adentro, uno de los guardias, un moreno-gordinflón, con el hocico abierto y la lengua afuera, a quien le denominaban “Pasito”, corrió hacia el auto. Abrió la puerta de Pascarella y, posteriormente, la de Javier. “Buenas noches, distinguido Doctor”, saludó Pasito, aún con la respiración agitada. “¿Le lavo el auto?”, preguntó, trapo en mano, y con cara de querer devorar, si era posible, una mula viva. Pascarella lo miró con gracia. “No te preocupes, negrito; cuídalo nomás”, enfatizó, alcanzándole con evidente sutileza un billete de veinte dólares.
The Lord” era un spá donde los caballeros de la alta sociedad limeña acudían. Quizás por estrés. Quizás para fugar de la rutina. Quizás para encontrar luz en unas pupilas de luna llena. Pascarella era un cliente habitual y todos lo conocían; solía acudir después de la oficina, después de dictar clases por las noches, después de un almuerzo opíparo, o en medio de alguna madrugada insomne. Incluso, “The Lord” era el punto de encuentro donde se celebraban reuniones de negocio o, entre abogados rankeados y empresarios vivarachos, se firmaban los contratos de cesión y, posterior a ello, se festejaba el negocio con una botella de whisky que hiciera juego con los cuerpos de aquellos ángeles que nacían en la cuna del pecado.
En su interior, el olor intenso a eucalipto inducía a pecar. Entraron con prisa al camerino; se despojaron de ropas y, en bóxer, se enrollaron una toalla blanca en cuya esquina aparecía grabado el rostro de un caballero medieval. Tras ello, atravesaron una puerta giratoria y ahí, en el meollo de las llamaradas, el ambiente no podía ser mejor: Una inmensa piscina iluminada con luces de colores se ubicaba al centro. Al fondo, estaba el sauna y, al costado, la cámara de vapor. En un rincón, el bar coleccionaba toda variedad de licores, de todas las marcas; y en una esquina, se ubicaba una cabina de DJ.
Luis Obregón, el administrador, hacía el papel de barman. Lucía zapatillas Dolce & Gabbana y llevaba un polo negro Versace. Luis miraba a Javier como quien mira a un niño ansioso por debutar. “Es mi pupilo”, enfatizó Pascarella, con una orgullosa sonrisa. “Imagínate, pues, que una chola, hija de la guayaba, lo cagó y lo traje para que mire a todas estas conejitas que sólo les falta salsa barbacoa para devorarlas a mordiscones”, añadió. Javier miraba y admiraba cada rincón del spá, de ese rincón infernal en el que habitan las diosas del deseo. Luis Obregón se sentía orgulloso del local; era él quien, minuciosamente y en compañía de sus colegas, una sarta de empresarios, pajeros y coqueros empedernidos, seleccionaban a las doncellas. La mayoría eran peruanas (jovencitas finísimas, universitarias de las más prestigiosas Universidades que, de pronto, en una noche, se podían hacer fácilmente dos mil dólares extras que les servía para irse el fin de semana a Máncora), aunque por ahí, resaltaba alguna que otra colocha o veneca con rostro de muñeca y culito de coneja.
Luis Obregón era buen anfitrión. Sonreía y reía con esa sonrisa de vivaracho. Sin descaro, abría una suerte de caja fuerte y, con delicadeza, armaba líneas de cocaína en una bandejita de plata impecable para luego, acercarse a los clientes y ofrecer un poco de la dosis de la caspa de Atahualpa. “Es de primera calidad, Doc; lo traje exclusivamente para usted, mi cliente Vip”, enfatizaba, cuando se acercaba a Pascarella, cual víbora sedienta. Pascarella sacaba su DNI electrónico y, sin más, se llevaba una cantidad no menor a la nariz. No era la primera vez que Pascarella inhalaba cocaína frente a Javier. Jamás lo incitó a consumirla; a duras penas, le sugería que se tome un vaso de whisky tras una rutina de estrés o, para sobrellevar la Universidad, la chamba y los berrinches de las germas, que combine whisky con café negro: “Verás que las ideas viajarán a la velocidad de la luz y, en un dos por tres, aterrizarán en tus manos o en la puntita de tu lengua”.
No faltaban las chelas ni el ginebra con frutos rojos. Al cabo de un par de copas, las risas estallaban y parecía que todo comenzaba a estar en onda. Los señorones reconocían a Pascarella y se acercaban a él. Contaban chismes, chistes subidos de tono y, cada tanto, se mordían los labios al ver esos culitos (redonditos, suavecitos) que tan solo estaban a quinientos dólares de distancia. Pascarella reía a todo pulmón y se ponía colorado; tosía con fuerza y se volvía a poner otro pucho en la boca. Javier estaba ahí, en medio de esa muchedumbre en el que uno nadaba entre alcohol y tabaco. En eso, reconoció al Dj más popular de todo Lima, el que tocaba en las discotecas más top y que, los viernes de verano, golpe de siete de la mañana, se lucía en Hacienda y, con ojo de águila, seleccionaba a las musas más bellas para que lo acompañe en el yacuzzi del pent que solía alquilar, en un décimo piso, en Caballeros. Bastaba verlo para identificar su nombre tatuado en el pecho: Dj Asto. Era de pelo cortito, ondulado, chato cual tarzán de maceta, tez pálida y con cejas depilabas. Desnudo, llevaba un sombrero cual Zorro, y no dejaba de mover las cinturas y el totó al ritmo de “Tusa”. Cada tanto, daba un sorbo de ron con Coca-Cola y no se privaba de hacerles “salud” o de nalguear a esas diosas que lo arropaban y le acariciaban el pecho. Alrededor de él, se lucía plantón y con aires de príncipe un individuo a quien lo llamaban Teffis; cabello ondulado, patas de pollo, barbón y, entre mofa, no se privaba de apoyar su cabeza entre las glándulas mamarias de aquellos ángeles que lo mimaban como si, en efecto, fuese un niño travieso en búsqueda de un postre. Empero, quien más llamaba la atención entre ese grupo de juvenzuelos que lucían el colgajo en su máxima expresión, era un cantante, Alec Román, quien no pocas veces aparecía en la tele dándoselas de playboy. Brillaba por ese Rólex en la muñeca; por sus cadenas de oro, los anillos de Ilaria en forma de calaveras, y por aquel tatuaje de mariposa que lucía en el pecho. Entre los secretos de la alta sociedad limeña, se decía que había sido denunciado por intento de violación contra una menor de dieciséis años del Villa María llamada Mafer Garcés. La historia decía que Alec, cazurro y cabrón, tras uno de sus conciertos en el boulevard de Asia, conoció a Mafer, y, entre las risas y la adrenalina adolescente, no dudó en ofrecerle llevarla a un after a su jato de playa: “Quiero prepararte el mejor gin de arándanos y cantarte “No se te nota” en el oído”. La adolescente, feliz e ilusa, acudió a la morada de Alec en La Isla. Ahí, en la terraza, entre gins y chelas, y en un momento preciso de la noche, el cantante se acercó al oído de la dulcinea y, sin pudor, le susurró: “Quiero que me toques mi cosita rica”. La niña, envuelta en pudor, exclamó: “¿¡Qué!?”; a lo que Alec, sobándose la sinhueso, insistió: “Quiero que me toques la anaconda, pues”. La adolescente, estupefacta, le tiró el vaso de gin en la cara, se levantó, salió con prisa y se fue corriendo entre las casas del condominio gritando a todo pulmón que la querían violar. En eso, una de las empleadas que paseaba a los perros, fue a su encuentro. La abrazó, miró con odio a Alec y hasta la acompañó a que interponga una denuncia en la comisaría. Empero, cuando los Román se enteraron de lo que había hecho el jijunagranflauta de Alec, acordaron en pagar a la familia contraria casi veinte mil dólares con la condición de que la denuncia sea retirada y aduzcan que Mafer, la pobre rubiecita del Villa, sufría de trastornos de bipolaridad.
El ambiente, poco a poco, se iba alimentando de luces, alcohol y cocaína. En un sofá estaban las damas del pecado: Todititas con piernas cruzadas, luciendo un escote provocativo. Algunas, lucían vestidos cortos, de esos que permiten mostrar a un espectador el calzoncito color turquesa. Todas eran unas diosas que los demonios habían dejado en libertad. Unos metros más allá, se encontraban las damas menos agraciadas, aquellas que sólo se dedicaban a hacer masajes, inocentes y profesionales. Éstas, lucían ropa suelta, como de enfermeras; y sostenían en la mano un pequeño maletín en el que, en su interior, guardaban los implementos para cada sesión.
De pronto, una mujer se acercó a Pascarella: Chatita, rubiecita, de culito provocativo y tetas en su sitio. Ojitos celestes, labios de patito y voz de pituca sanisidrina. Lo cogió de la mano, dibujando una sonrisa cándida en el rostro y, antes de que subieran a las cabinas, Luis Obregón le alcanzó una pastilla de Cialis. Antes de subir, Pascarella le guiñó el ojo a Javier, regalándole una mirada cómplice, casi susurrándole que se olvide de esa hija de puta de Majo y que cache con cualquiera de esos lomos que estaban dispuestas a llevarlo al nirvana.
Dj Asto tampoco perdía el tiempo y, en un dos por tres, ya tenía el brazo enrollado en una flaquita de culo prominente y ojitos celestes, de nombre Yazuri. Asto, coqueto, le daba de beber de su vaso de ron y, cada tanto, le daba vueltitas al ritmo de una salsa de antaño, “Devórame otra vez”. Teffis, lengua afuera, sobándose el miembro, cogía de la mano a otra chica de cabello oscuro, ojos caramelo y de nombre Yamilé. “Quiero ser tu minero e introducirte la draga, mamasita; yo mismo me encargaré de dejarte el tajo abierto”, le susurraba Teffis, entre una pose amanerada, a Yamilé, quien celebraba los chistes y hasta le rosaba, con poca sutileza, el sexo. Y, con los pies en la piscina, Alec se besuqueaba con una mujer de rasgos europeo y cabello castaño. La muchacha era tan blanca como la leche y los ojos los tenía de color pardo. Tenía labios sensuales, sonrosados, senos pequeños. Y así, casi en filita india, los seis subían los escalones y se entregaban al castigo vigoroso del sexo más salvaje.
De pronto, un perfume agradable, como a vainilla, interceptó el ambiente y, cuando Javier volteó, creyó ver a la mujer más fascinante del mundo: Era rubia, ni alta ni baja; ni gorda ni flaca; no llevaba las caderas pronunciadas, pero tenía un culo apetecible. Ojos verdes, intensos. Mirada imponente, piel suave, labios húmedos y una voz ronquita, con ese dejito pituco. Javier juraba haberla visto en la terraza de Dalí o entre las luces de colores de Qiu bailando el rémix de “Criminal” que suele poner Dj Paul. La muchachita pedía una Coca-Cola helada y, antes de que vaya con sus compañeras de oficio, Javier la interceptó. “Hola”, le dijo, casi con los pies temblando. “¡Hola!”, exclamó ella, con ojitos brillosos. “¿Cómo te llamas, guapa?”. “Macarena, ¿y tú?”. Javier Arteaga. Soy practicante de Derecho y me quiero dedicar a defender mineras y volverme millonario”, dijo Javier, rápido, nervioso. “Un pajarillo me contó que viniste con el Doctor Pascarella”, añadió ella, sonriendo. “Así es. Me dijo que acá estarían las chicas más hermosas”, respondió Javier, ojitos achinados, con unas ganas oceánicas de querer besar los labios que tenía al frente. “¿Y me elegiste a mí, entonces…?”, preguntó Macarena, coqueta, llevándose el dedito índice a la boca. “Sí. Me gustas mucho”, respondió Javier, y simuló una sonrisa de bandido. “Quiero advertirte que yo no hago servicio completo, por siaca…” “¿Cómo es eso de servicio completo?” “Ay, Darling, que yo no tengo sexo con ningún cliente. Nada de meterme cositas por ninguno de mis virginales orificios”, acotó. “Yo sólo trabajo con la mano; puedo hacerte explotar sólo utilizando mis suaves manitas y, si por ahí logras gustarme, hasta puedo usar la boquita pero, ojo, ahí sí te pones tu Durex”, añadióJavier se sentía hechizado, fascinado, por esa mujer de piel fina que lo miraba con ternura. Macarena cobraba trescientos dólares la sesión de masajes, paja incluída; y si, de pronto, le caías bien y te ofrecía un masaje bucal, la tarifa aumentaba cien dólares más. Javier recordó que era el invitado de Pascarella y, tras pedir en la barra una botellita más de chela, subió de la mano de Macarena hacia el segundo piso, donde se encontraban las cabinas de masajes.
El pasillo era lúgubre; en las paredes, habían cuadros de arte abstracto. Se escuchaban chillidos, gemidos, choques de vasos, exclamaciones exageradas. Al encontrar una cabina vacía, se metieron. Macarena puso música suave, un ritmo peculiar, como hindú. Prendió una barra de incienso y, entre una mirada cómplice, le pidió a Javier que se quitase toda la ropa. Javier se quitó la toalla de la cintura con lentitud. Empero, al quedarse en bóxer, fue imposible no ocultar una erección; una voluptuosa erección que Macarena miraba con gracia, con cierta coquetería y hasta inocencia. “¿Tan rápido?”, preguntó ella, tapándose la boca. “Es que me gustas mucho”, acotó Javier, dando un sorbo más a la chela. “Quiero que me quites el bóxer”, agregó. Entonces, Macarena se arrodilló frente a él. Alzó la mirada y miró a Javier con intensidad. Sus ojazos verdes, cual esmeralda virginal, brillaban. Tras eso, mordió un extremo del Calvin Klein y con suma lentitud, lo iba bajando hasta la altura del tobillo. Al verse la erecta masculinidad de Javier descubierta, éste rebotó cual resorte. Macarena admiraba el miembro de Javier. Acariciaba el colorado glande; lo sentía húmedo. Y, mientras lo acariciaba con la yema de los dedos, percibía esa piel suave y caliente a causa de un poderoso vigor. Javier comenzaba a respirar con imponencia; daba leves retorcidos involuntarios mientras sus dientes mordían sus labios. En eso, en medio de ese silencio, de pronto, se escuchó una suerte de alarido cual tigrillo bajo la luna llena. “Ahhhhhh, ay, ay, asu mare, ay, ay, madresita, ay mamita, ma-ma-mami, me ven-ven-ven-gooooo”, se escuchaba. Macarena estalló en risas. Era Dj Asto, quien erupcionaba cual volcán hawaiano entre los pechos de su musa. Apenas, había durado cinco minutos desde que la puerta de su cabina se cerró hasta que cayó entre los brazos del clímax. “Mis amiguitas me dicen que es medio precoz; que ni bien le tocan la pirula, ya está con sus jadeos y volteando los ojos como la chica del exorcista”, comentaba Macarena. Posteriormente, ella se quitó la parte de arriba, dejando lucir sus pechos finos, de pezones rosaditos. Javier los admiraba y, con sus dedos, acariciaba esa piel de algodón. “Recuéstate”, ordenó ella, mientras se ponía aceite de uva entre las manos. Al poco tiempo, las manos de Macarena ya acariciaban la nuca de Javier. “Tienes las manos más suaves del mundo”, replicó él, mientras suspiraba y alucinaba que caía en el infinito. Luego, sus manos bajaron a la espalda. “Estás contracturado, ¿mucho estrés?”, preguntó ella. “¡No te imaginas!”, exclamó él. “¿Y a qué se debe que un chico tan joven tenga estrés? No me digas que estás casado y con hijos…”¡Nada que ver!; Es el estrés de la Universidad; del trabajo, que si bien recién soy practicante, hay días en el que me quedo hasta las tres de la madrugada cerrando un Due Dilegance. Y a parte tengo una flaca que soportar… o bueno, tenía… hasta hoy”. “¡¿Cómo que hasta hoy!?” “Así es. Hoy me terminaron y por eso me trajeron acá”, explicó Javier. “Pero déjalo ahí, por fa; no quiero hablar de eso”, añadió. Macarena lo acariciaba con la yema de sus dedos y, cada tanto y en determinadas zonas, daba pequeños apretones que le generaban a Javier una suerte de electricidad. Empero, a medida que Macarena iba bajando las manos hasta la baja espalda, Javier sentía una extraña sensación de ansiedad. En eso, la yema de sus dedos tocaron sus glúteos. Ahí, comenzó a apretarlos con ternura para, luego, sobarlos. Javier sacaba el culito casi por inercia y, travieso, abría ligeramente las piernas, dejando al descubierto la bolsa de sus testículos. En ese instante, con las uñitas largas, Macarena rozó esa zona erógena para, luego, con los dedos, coger con sumo cuidado y suavidad esas bolitas que se iban llenando de vida. Javier no aguantó más; apretó con fuerza sus puños y emitió una suerte de alarido que se escabullía entre las notas musicales. Al notar ello, Macarena volvió a ejecutar el mismo ejercicio, haciendo que Javier se retuerza cual culebra en celo. “Ay, ay, detente”, jadeaba, entre esa maldita taquicardia que lo ponía a un paso de la deseada muerte. “¿Te excita?”, preguntaba Macarena, traviesa y tierna. “Demasiado”, respondía Javier, ojos turbados. Y en ese jueguito estuvieron buen rato: Las manos de Macarena exploraban su espalda, su nuca, sus muslos, sus pantorrillas, las plantas de sus pies, el mapa de la palma de sus manos, pero cada tanto, volvía a esa zona vigorosa en el que su alma se convertía en fuego. En un momento, Macarena le ordenó a Javier que se volteara. Su erección era gigante. El glande estaba húmedo, colorado; las venas de su masculinidad sobresalían y los pálpitos a causa del erotismo, hacían que esa parte ingobernable tuviese vida propia. Macarena solo se limitaba a hacer lo de siempre: Sonreír. Sonreía como un Obispo que se acerca a comulgar, sumado con esa dosis de ironía que retrata los ojos de un preso condenado a muerte. Las manos de esa mujer con soplos de ángel, ahora, estaban en el pecho de él; en sus brazos; en su codo; en su muñeca; en sus pectorales y su antebrazo. Entre el calor y el misterio, sus manos bajaban, sutilmente, hasta su estómago; y, ahí, se detenía la bandida. Jugueteaba con su ombliguito mientras lo miraba con picardía, con ardor, sacándole la lengüita, inyectándole el veneno de su mirada. Javier no se resistía a esa ola maldita: Apretaba los puños, cerraba con fuerza los ojos y dejaba que los pensamientos del pecado invadan el torbellino de su imaginación, y eso causaba que su masculinidad se incline cada tanto, como queriendo crecer más, como queriendo conquistar fronteras. De pronto, Macarena juntó una cantidad no menor de aceite de uva en la palma de sus manos y, sin rodeos, lo aplicó en el miembro de Javier y comenzó a masajearlo. Javier se retorcía y encontraba en las manos de esa mujer de rostro de muñeca, las llaves del Paraíso. Mirándolo con intensidad, ella lucía sus destrezas: Con el pulgar, acariciaba el glande para, posteriormente, masajear el tronco y culminar, con la yema de sus dedos, en una suerte de plumillas ahí, en las bolas. “Me harás perder el control, te lo juro; quiero explotar”, susurraba Javier, jadeando, percibiendo cómo el una gotita de sudor bajaba de su frente. “Eres el cliente más tierno que he tenido”, concluía Macarena, explorando la anatomía del joven. “Eres tan educadito, tan así, tan dulce y lindo; no me dices las groserías que me dice cada viejo mañucón”, añadía. “Es la primera vez que vengo a este lugar”, respondía Javier, mirándola a los ojos, sonriendo con sutileza. Empero, cuando Macarena miró su reloj y se percató que iba a culminar la hora de servicio, se acercó a Javier, simuló una voz de puta y le susurró en el oído “Quiero verte eyacular; quiero ver cómo sale tu leche, mi niño”. Y entonces, su mano comenzó a agitar con prisa y ansiedad el miembro de él. Con una mano, lo masturbaba; y, con la otra, acariciaba su pecho y hasta le pellizcaba las tetillas. En eso, vino, por fin, un cosquilleo que nacía desde su corazón, que bajaba por sus entrañas y culminaba en su masculinidad. Javier se apretó los puños con fuerza, cerró los ojos y un alarido involuntario acompañaba ese disparo de líquido seminal que evacuaba con potencia y que no sólo manchaba las manos de Macarena, sino, un chorro no menor le caía en el pecho. Al haber terminado, Javier quedó agotado, suspirando entre ese hilo de vida y muerte. “No te muevas, mi niño”, indicó ella. Cogió un poco de papel higuénico con alcohol en gel y comenzó a limpiarlo. “¿Te gustó?”, preguntó. “Me encantó”, contestó; y, luego, acotó una frase memorable: “En tus manos está el Paraíso”.

Javier volvió a acudir a “The Lord”. Cada mes, su sueldo de practicante le alcanzaba para comprarse un par de corbatas de seda en Brooks Brothers o en Salvatore Ferragamo y para una sesión amatoria con Macarena. Poco a poco, ya se hacía conocido por Luis Obregón y hasta se ponían a conversar de mujeres y excesos. Macarena, la rubia muñeca con cara de diablita, siempre lo esperaba sentadita en la sala de estar: Con las piernas cruzadas, luciendo un vestido provocativo, jugando con el chicle o saboreando un chupetín Ambrosoli. Y, cuando veía a Javier acercándose a ella, lo saludaba como si se conocieran de años y, cogiditos de la mano, subían las escaleras y se metían a una de esas cabinas del pecado.
Sólo una vez Macarena dejó que Javier entre en ella. Fue una noche, antes de una juerga en Qiu. Javier se había pasado de copas y, entonces, la sesión de masajes se convirtió en un festín de besos. En un momento, Javier atacó el cuello de Macarena; lo lamía como si fuese un postre prohibido; dejaba ahí su aliento a tal punto que logró excitar a la muñeca. Entonces, de su cartera sacó un condón y, sin decir una palabra, se lo colocó a Javier. Le hizo un sexo oral tan perfectamente delicioso que ambos lo disfrutaron y ella olvidó cobrárselo. Posteriormente, lo puso boca arriba y se sentó sobre él. Uno, dos, tres movimientos, y luego se levantó: “Ya suficiente, chiquito”, sentenció. Sin embargo, Javier grabó eternamente en la fotografía de su memoria ese calorcito, esa humedad tan deliciosamente encantadora, ese túnel de luz que lo hizo sentir más vivo que nunca.

Una noche de octubre, cerca de Halloween, Luis Obregón le dijo a Javier que la rubia Macarena había renuciado; que no sabía a dónde se había ido la muy bandida; que había dejado más de un corazón roto, pero que, todas las cartas le daban a entender que se había ido del país. Desde entonces, ya no había motivos para que Javier regrese a “The Lord”.

Ahora, Javier recuerda todo esto ahora, casi diez años después, mientras toma sol en este pent increíblemente perverso de Punta Hermosa, ocho de la mañana, entre un after después de IN, mientras Yazuri engríe a Asto; Yamilé a Teffis; Alec se encierra en el cuarto de limpieza con una peli-roja; y Javier, boca abajo, se deja masajear por una jovencita de dieciocho, de culo apetecible y cabello castaño. “¿Te gusta cómo lo hago?”, pregunta, de pronto, esa muchachita. “Obvio. En tus manos está el Paraíso”, contesta Javier sabiendo que es mentira. Y, entonces, se levanta sin mirar a esa chica, a quien le prometió un amor efímero; y sin más, camina con prisa a la piscina, cerveza en mano, por un chapuzón.

Jesús Barahona.
Lima. Marzo, 2020. 

Bastó aquel mensaje de texto para que un chispazo se convirtiera en el tsunami del deseo. Era una tarde cualquiera, a punto de anochecer. En plena Javier Prado sólo se respiraba estrés. Con el auto detenido, hermético, lunas blindadas y con el aire acondicionado al máximo, Javier, abogado minero, dispuso que la voz de Calamaro sea expulsada a través de los modernos parlantes de su auto. Entre el torbellino de su angustia, organizaba lo que haría al llegar a casa: Enviar un correo a uno de los directores de una minera, tomar una ducha con agua tibia y, tras una dosis de cafeína en la terraza de Laritza, hacer una hora de cardio en el gimnasio del Polo, aquel en el que sólo va gente nice o de la tele. Posterior a ello, remitiría otro correo electrónico a su secretaria disponiendo que, el día siguiente, suspenda las reuniones hasta el mediodía, pues tenía cita en la Clínica Delgado con el Dr. Lama, su cardiólogo, aquel quien aliviaba su arritmia y taquicardia producto a las innumerables tazas de cafeína, estimulantes, anfetaminas y cocaína que ingería para mantenerse despierto, para no perder la concentración, para complacer a sus clientes quienes depositan sumas no menores en sus cuentas bancarias, para alucinarse un semi-dios ante cada audiencia arbitral en la que se discute los alcances de un contrato de transferencia de concesión.
En eso, en ese preciso instante en el que el abogado se sumergía entre el laberinto de su atormentada locura, su celular le notificó que le había llegado un mensaje a través del Facebook Chat. Entre el tráfico, cogió el dispositivo y se asombró al percatarse que la remitente era una ex enamorada de sus épocas universitarias, María José Mannarelli. “Estoy en tu restaurante favorito tomando unos tragos con unas amigas”, y adjuntaba una foto, efectivamente, en la terraza del Perroquet del Country Club, enfocando un vaso de pisco sour. Hacía años que no se hablaban. Maliciosamente, Javier pensó que, de repente, tras un gancho, Majo inventaría un flow bien de putamadre y le terminará pidiendo dinero prestado. “Si es así, le prestaré, cache previo”, se dijo, sonriendo, pervertido, percibiendo esa sensación tan deliciosamente excitante en el que uno tiene poder sobre alguien.
Entre el tráfico, revisaba las redes sociales de Majo: Seguía igual de gordita, aunque ahora se las daba de fitness yendo a un gimnasio de la Avenida Encalada, no tan glamoroso ni con las flaquitas deliciosamente perturbadoras como el que acudía Javier. Su madre mantenía el rostro de bulldog, como de no haber defectado en un año, aunque ahora lucía unos treinta kilos menos. Su hermano viajaba por el mundo, siempre así, virolo y dientón, y hacía videos cantando con voz amariconada. Y su padre, igual que hacía diez años, médico en decadencia, uno del montón egresado de la Villa Real, de los muchos tantos que trabajaba en el seguro social de una provincia de la sierra, pero que en las clínicas prestigiosas de Lima su nombre no aparecía ni como el asis-tonto del estudiante más cojudo de Medicina. Javier se percató que Majo, aunque era unos años mayor que él, trabajaba apenas siendo una asistente comercial en un hotel sanisidrino. A Javier eso le hacía sentir poderoso, lo excitaba: saber que él había ganado la guerra; que, si bien la cabrona de Majo había ganado la batalla hacía diez años cuando, entre cachetadas, sollozos y griteríos le notificaba, sin importarle la mirada atónita de los alumnos que estudiaban en la terraza del Starbucks de la UPC, que la relación había culminado, él terminó siendo superior a ella desenvolviéndose como un abogado respetable que, si bien tenía fama de seducir a sus alumnas, ganaba un sueldo que le permitía hacer con su vida (y con la de otros) lo que le plazca.
La conversación se prolongó y terminaron contándose qué había sido de cada uno: Javier, ni bien terminó la Universidad, trabajó en la empresa de su padre, un médico connotado, accionista de varias clínicas en Lima. Luego, estudió un par de post grados y se dedicó al Derecho Minero liberalizando a las empresas de tanta legislación absurda y proteccionista que no constituyen incentivos. En todo ese tiempo, estuvo saliendo, informalmente y sin ataduras de por medio, con más de una mujer a la que, a más de una, tras un par de tragos, las poseía en las habitaciones de los hoteles más refinados de Lima. Majo, por otro lado, trabajó como becaria en la unidad de una minera que Javier asesoraba. Tras un año, entre el frío y los truenos de Toquepala, regresó a Lima y postuló a un hotel que requería una asistente comercial, con un sueldo que no superaba ni la quinta parte de lo que ganaba Javier en un  mes. Majo no detallaba si salía con chicos dándoselas de liberal y saboreando, como corresponde a una dama que anhela tocar el nirvana, más de un cuerpo. Dejaba en claro, empero, que ahora estaba con un novio de nombre Danilo y afirmaba estar enamorada, o, mejor dicho, enamoradísima.

Pese a una relación intensa de un año, Javier trataba de mantener oculta a Majo. Secretamente, le avergonzaba. Jamás la presentó a ninguno de sus amigos del cole, ni la llevaba a las juerguitas en Aura o Gótica, ni muchísimo menos, a las parrilladas que su padre solía organizar en el nuevo pent que se había comprado, a pocas cuadras del Cerro de Las Casuarinas. Le aterraba la idea de presentar a esa gordita que venía de provincia, que había estudiado en un cole cuya mensualidad constituía la cuota de APAFA que los padres de Javier pagaban en el Trener, ese cole de niños nice. Peor aún, le aterraba que alguien la viera caminando de la mano de esa chiquita que no era la hijita de los amigotes de su padre quien, para más yapa, se jactaba de ser irónico y no se hubiese inhibido de humillarlo frente a medio Lima. Empero, Javier veía en Majo a una confidente, una consejera, una almohada de secretos y sueños, una cándida puritana que, aunque era tres años mayor que Javier, seguía siendo virgen y, mal que bien, la flaca se manejaba un buen par de tetas. Quizás, a causa de esa oculta desconfianza, Majo y Javier nunca llegaron a tener sexo cuando eran enamorados universitarios. Majo alegaba que su primera vez quería hacerlo con él, sí, pero en un momento especial. Lastimosamente, los momentos en los que ambos estaban en paz eran escasos: Majo era extremadamente celosa. Y Javier, quien entonces, era estudiante de Derecho, lidiaba con sus prácticas preprofesionales y con el estrés de la carrera. Todo ello, sumado a la actitud de Majo, terminó volviéndolo bipolar e impulsivo.
Fueron muchas las oportunidades, sin embargo, en las que Javier y Majo estuvieron ya, a punto de intimar. Incluso, Javier llegaba a estar con el Durex puesto en su erecta, colorada masculinidad, con las palpitaciones en punto de ebullición y la sangre inflamando las venas de su deseoso colgajo, y con Majo ya de piernas abiertas, próxima a recibirlo, cerrando los ojos y apretándose los puños; pero de pronto, ella encontraba una excusa para echarse atrás. Eso frustraba tanto a Javier al punto que no pocas veces se iba de la habitación dando un portazo y dejando a Majo estupefacta, llorando, desnuda en la cama.
Empero, para aliviar los deseos del placer, ambos lograban despojarse de la ropa. Ahí, Majo solía masturbarlo hasta que Javier llegase al clímax y erupcione en la alfombra de la sala o en el cuero del sofá. Otras veces, se encerraban en la cocina mientras Paula, la hermanita menor de Majo, hacía tareas. Y ahí, cuando la pasión seducía los corazones y la sangre estaba en punto de ebullición, Majo ponía una de las manos de Javier en su boca y la mordía para que sus gemidos no sean escuchados, mientras él le introducía los dedos abajo. “Cuando te arrechas, me haces daño, huevona”, solía reclamar él, con la mirada turbada, casi sin aliento. Otras veces, cuando Majo usaba vestidos floridos, Javier la llevaba de la mano a la cocina; apagaba las luces, y entre la penumbra, se arrodillaba ante ella, casi-casi como quien se arrodilla ante una santa por canonizar. Tras ello, se sumergía debajo del vestido dejando la huella de su lengua, desde el tobillo hasta el ombligo. Y luego, bajaba ligeramente hasta llegar ahí, a la entrada del amor. Y entre ese calorcito húmedo, esa suavidad perfectamente dulce, con sus toques cítricos, hacía el papel de una serpiente (de cascabel, venenosísima) y movía la lengua como una licuadora o, con el movimiento de ésta, escribía mensajes pícaros. Y entonces Majo, con una respiración agitada, entre suspiros fuertes acompañados con la flexión involuntaria de piernas, disfrutaba el postre mordiéndose los labios, jalándole con fuerza los pelos a Javier.

Javier y Majo continuaron escribiéndose los días posteriores. No tocaban las peleas que sostenían de enamorados, ni mucho menos el motivo de la ruptura. Tampoco las sospechas de infidelidad de ambos. Empero, cuando Javier veía en su celular una notificación de Majo, inevitablemente, recordaba cada discusión que se mandaban, cada lágrima que él derramaba, cada insulto, cada cachetada, cada empujón, cada colgada de teléfono. Recordaba, entre el crujir de su hígado, cada mini-ruptura sin la opción a la interposición de un recurso de apelación o reconsideración, pues las redes sociales jugaban el papel de decretos cuando, de pronto, Facebook le anunciaba que Majo Mannarelli, la muy hija de puta con voz de niña, había cambiado de situación sentimental, de “en una relación con Javier Arteaga” a “Soltera”.

Javier, pese al tiempo y a los años, había cultivado un rencor que, ahora, florecía en sus entrañas. Revisaba las fotos de Facebook antiquísimas en las que aparecía con ella, entre risas y fantasías, embriagados de una ilusión casi adolescente. Y esas fotos, las comparaba con las que ella salía con Danilo, su actual novio: Su misma sonrisa, el mismo gesto, los ojos achinados, los cachetes colorados. Javier, inevitablemente, se preguntaba si Majo era feliz con Danilo; si le hacía las mismas escenitas de celos en la puerta de su trabajo; si lo cacheteaba sin importarle estar frente a extraños; si le espiaba sus cuentas de correos electrónicos o su whatsapp. Se preguntaba si, efectivamente, Majo estaba enamorada de su novio; si lo deseaba; si se hacían el amor con descontrol y violencia (que es la forma más deliciosa de hacerlo); si compartían las mismas fantasías; si hacían sonar la cama y si ella gemía cual vaca en celo, haciendo honor a su anatomía. Todo eso se preguntaba mientras Majo le escribía contándole su día y, con intensión de coquetería, le mandaba un selfie, sonriente y vivaz.

“¿Sabe qué extraño de ti?”, le escribió Javier una noche, después de la oficina, estimulado por el whisky que bebía mientras miraba una serie en Netflix. “Lo delicioso que era lamerte ahí, abajo; y que te retorcieras aguantando los gemidos jalándome el cabello”. Y luego, ella respondía: “¡JAJAJA! ¡Eres un loquito, Javier! ¡No cambias, eres un completo enfermito!”. Y él insistía: “Recuerdo que en una oportunidad me la corriste, ambos echados, en la cama de tus papás viendo Billi Elliot, y me vine tan deliciosamente que manché las frazadas. Y, como tus papás estaban por llegar, corriste al baño y sólo pasaste un poco de papel higiénico por ahí… ¿te acuerdas?”. “¿Eso hicimos? JAJAJA… te juro que es tan divertido lo que me cuentas”. “También me acuerdo que, cuando te besaba, te mordía el labio inferior. Y tú suspirabas con los ojos cerraditos, apretándome las manos. Y luego, lamía tu cuello y, al llegar a tus oídos te susurraba que siempre iba a estar enamorado de ti; que jamás iba a lograr amar a nadie como tú; que me arrechabas como nadie en el mundo”, escribía Javier en el celular, vaso de whisky en la mano, imaginando que Majo estaría en su cama, leyéndolo a risotadas, jugando con su cabello castaño, deseando que el tiempo viaje hacia atrás; y, luego, insistía: “Alucina que ahora ya no podríamos hacer las travesuras que hacíamos en la Universidad. Ahora, la rotonda de la UPC está iluminada; y afuera del bañito que quedaba en una suerte de sótano han puesto cámaras. ¿Te acuerdas cuando, después de clases, tarde por la noche, bajábamos a ese bañito discreto y nos comíamos a besos? ¡Literal, nos comíamos las amígdalas!, y era imposible no sentirme tan así, jodidamente arrecho, al sentir tus labios en los míos. Y, a veces, recuerdo, te arrodillabas frente a mí; y con esa sonrisa de niña malcriada me bajabas el cierre del pantalón y me la chupabas como si el mundo se estuviera extinguiendo. Nos gustaba pensar que alguien podía bajar y vernos... ¿Sabes algo?, me da tantísima intriga saber si ahora, ya con el paso de los años, has aprendido a chuparla. Nunca te lo dije, pero no pocas veces me dejabas la pinga doliendo como mierda de tanto diente que le metías...” Y tras una infinidad de segundos, ella respondía: “Tienes una memoria tan nítida. Me dices cosas que no recuerdo. Sorry si te hacía doler, de verdad no era mi intensión. Y, con respecto a saber lo que me dices, uhmmm, lo dejaré a tu imaginación”. “Tengo tantísimas ganas de que estés a mi lado. Y estar chorreados en mi sofá, tomando un vinito heladito, dulce, como te gustaba, y de postre Häagen-Daz. Y escribir con la pluma de mi lengua una tierna poesía en el lienzo de tus senos. Quisiera introducir mi lengua en tu boca; decirte las cosas más sucias en el oído; lamerte, desde el cuello, hasta el ombligo, y luego, seguir bajando hasta tu tesorito, y no parar hasta hacerte llegar. Quiero entrar en ti, tener un sexo tan salvaje y que lo grabes por siempre en la fotografía de tu memoria”, escribía el abogado cazurro. “¡Oye, tontín! Me fascina cómo me cuentas las cosas. Es como que poético... ¡Imagínate que tengo cada una de las cartitas que me escribías bien guardaditas! Cuando seas un escritor famoso valdrán muchísimo dinero y seré millonaria. ¿Pero sabes algo? Lo que más me gustaba era cuando durante la semana de exámenes parciales, que nos amanecíamos estudiando, venías a mi casa trayéndome trufas y un cafecito que, te juro, era el café más rico que había probado en toda mi vida…”, recordaba Majo. Y, entonces, Javier agregaba: “Lo recuerdo muy bien. Llegaba a la medianoche con ese cafecito en un termo de Starbucks y una caja de chocolates Lindt, y me camuflaba en tu casa, aprovechando que el cara-de-pajero de tu hermano, que estudiaba Medicina, se quedaba a jatear con sus amigos (por cierto, ¿sus amigotes se lo cachaban?). Y, me recostaba en tu sofá estudiando el Derecho Administrativo o el Procedimiento Administrativo Sancionador hasta que amaneciera… ¿Te acuerdas esa noche, quizás estimulados por la cafeína, cuando decidí que tú serías mi postre? Recuerdo que todo comenzó con unos inocentes masajes que te estaba proporcionando para el estrés en plena madrugada, en un pequeño break de estudios; pero luego, con la excusa de expandirte el aceite de uva, sugerí que te quitaras la ropa. Estabas echada boca abajo en tu sofá. Verte en prendas menores me hacía desearte. Y ahí vinieron los besos, los susurros, las frases que te hicieran soñar. Y, en un instante, no sé cómo se me ocurrió, corrí a tu cocina a sacar fudge. Y lo rocié en cada parte de ti. Nunca olvidaré cómo te retorcías; cómo mi lengua te conllevaba, pasito a pasito, al orgasmo”. “¡Eres tan travieso, Javier!”. Y después de recibir ese texto, Javier envió una foto a Majo: Él, sin polo, sonriendo, con un gorro hacia atrás, y una leyenda: “Quisiera que tus manos acaricien mi pecho, y que ese sea la primera línea de la novela más perversa que podamos escribir”. Y tras unos pocos minutos, Majo respondió: “¡Wow, estás flaquísimo!, parece que el gym te ha hecho bien. ¡Y tu sonrisita de picarón!, todavía tienes esa sonrisita que me dice que me tienes aún un hambre voraz, JAJAJA”. Y Javier aprovechó aquella luz tenue, y escribió: “Te confesaré: no fueron pocas las noches en las que me toqué pensando en ti, imaginando que te hacía el amor. Te juro que tus recuerdos están perturbando mis fantasías y mi sangre está hirviendo. No exagero si te digo que, dibujando tu rostro en mi imaginación, lograste que ahora el bóxer que llevo puesto esté a punto de reventar. Y… Quiero que lo compruebes tú misma”. JAJAJA, ¿estás calentón, Javier?”. “Demasiado”. Y tras ello, Javier envió una foto de su masculinidad, erecta, envuelta en un bóxer rojo Calvin Klein. “¡No puedo creer que hicieras eso!, me estoy sonrojando, te juro. ¡Estás excitadísimo!”. Javier sabía que Majo había abierto un pequeño portal que la induciría a una sutil infidelidad (y, por lo tanto, libertad). En eso, Majo envió una nota de voz: “Tu bóxer está no sólo está a punto de reventar, sino, está húmedo. Eres un loquito, Javier. No cambias…” Y, tras escuchar su voz, levemente agitada, Javier fue aún más allá. Se quitó el bóxer y envió una foto mostrando su masculinidad, durísima, colorada, con las venas inflamadas: “Me… vas… a matar, Javier…”, contestó ella. Y entonces, Javier incitado por la tentación, envió un breve video, apenas diez segundos, tocándose. “Quisiera hacerte mía. Deseo llegar al clímax contigo; que lleguemos juntos, mirándonos a los ojos, cogiéndonos las manos. Nos debemos ese placer”. Majo respondió: “Te pasas, Javier. ¡Ay!, te pasas…”. “Veámonos hoy. Paso por ti. Reservo una suite en ese hotel miraflorino en el que alguna vez fuimos a almorzar, frente al mar. Y hagamos de esta noche única. Quiero que hoy te sientas la mujer más complacida de todo este universo”, propuso Javier. Esperó unos segundos que se volvieron eternos; y tras casi un cuarto de hora, le llegó un mensaje: “No sé, Javier. Me gustaría, de veras que me gustaría. Me da curiosidad saber de ti, verte. Me has hecho imaginarte y sentir ganas de ti, pero tengo novio y lo respeto, y espero que me entiendas. Pero, escúchame, podríamos vernos para tomar un café en la semana y hablar de nuestras vidas. Sólo eso te puedo ofrecer.” Y, Javier insistió: “Que tú y yo hagamos el amor (y no hablo de cachar, fornicar, tirar; no, hablo de hacer el amor) es algo que nos merecemos; sería como una pequeña travesura de niños, como saborear con la yema de los dedos nuestro postre favorito. Vamos…”. Y tras un suspiro del reloj, ella sentenció: “Javier, sorry, pero no puedo y no voy a repetírtelo. Discúlpame si te jode, pero es la verdad. Es más, creo que hasta estuvo mal que tengamos este tipo de conversaciones; me siento mal conmigo misma porque siento que estoy traicionando a Danilo.” Y, entonces, Javier volvió a percibir esa sensación tan jodidamente angustiante: Saber que su hígado, su corazón, sus entrañas, se hacían trizas a causa de ella, de esa hija de puta, quien no contenta con haberlo humillado diez años atrás, ahora regresaba para provocarlo, seducirlo entre la candidez de una quinceañera y, una vez más, bailarse un huayno sobre él. Esta vez, Javier recibió el golpe, pero, entre la tembladera de sus manos y el susurro de la bestia que ahora lo dominaba, escribió: “Entonces, ¿para qué chucha me hablas? Ya somos grandes y, si quieres que te sea honesto, me importa poco tu vida, si te come un burro o, cual Ciro Castillo, te caes del Colca. Si algo podrías darme tú a mí sólo sería sexo. No me sirves para nada más. Socialmente, no me sumas. No llevaría a alguien como tú a una reunión social, a ningún cocktail en alguna embajada, o muchísimo menos, la invitaría a mi box en alguna juerga en Qiu. Más bien, piensa en la cojudez que haces: Desbloqueas a tu ex (así sea de la Universidad o del nido, da igual), dejas que el brother te diga que quiere cacharte y hasta te arrechas cuando te llega la foto de su pinga. No me vengas, pues. ¿Sabes qué?, si yo fuera tu flaco te terminaría por pendeja y calienta-huevos. Así que, si no te apetece mi oferta, pues ponle primera y arranca, nomás”. Y, tras unos segundos, Majo respondió: “Qué ridículo eres. En ningún momento te dije que me interesaba algo más que hablar en buena onda. Tú sólo buscas sexo y ya. Creo que no sabes lo que significa madurar con personas que fueron parte de tu vida. Pero veo que contigo es imposible, así que olvídalo. Adiós.” Y, cuando Javier escribió el “Adiós”, el mensaje le rebotó, pues Majo fue más rápida que él y terminó bloqueándolo.

Empero, no muchos días pasaron cuando, en medio de un almuerzo, Javier volvió a recibir un mensaje sorpresivo en su cuenta de Facebook: “Creo que aceptaré tu propuesta”. Era Majo. Se había tomado el trabajo de desbloquearlo, escribirle y enviar el susodicho texto. Javier, calculador, contestó: “Bestial. Paso a recogerte a las siete”.
Y, en efecto, a las siete, Javier ya estaba en una esquina de ese hotel sanisidrino donde trabajaba Majo. Antes de que ella subiera al auto, Javier se echó una fragancia sutil de Christian Dior y, al cabo de pocos minutos, ella estaba ahí, silenciosa, con un vestido oscuro que dejaba ver la suavidad de sus hombros. Llevaba un lipstick color café y poco maquillaje. Se saludaron con un beso en el cachete. “Hueles rico”, enfatizó Majo, pero Javier ignoró el comentario. Poco antes de llegar a la Benavides, Javier estacionó en una farmacia. “Quédate acá”, le dijo a Majo, quien silenciosa, temía si debía dar el siguiente paso o no con ese abogado, bipolar y egocéntrico, alguien muy diferente al estudiante de Derecho que ella conoció hacía diez años y que no pocas veces la esperaba después de sus clases con una caja de Rosatel. Javier bajó del auto y, firme, caminó hasta una farmacia. Compró una caja de Durex, de la cajita roja con ploma, una lata de Red Bull y una dosis de 20 mg de Cialis. Antes de salir de la farmacia, abrió la cajita de Cialis y, con el diente, la partió por la mitad y la ingirió con el energizante. Al regresar del auto, encontró a Majo escribiendo en su celular. En un instante, intercambiaron miradas y, para romper el hielo, Javier le regaló una sonrisa. Manejó con prisa y, cerca al malecón, ingresó al estacionamiento de un hotel. Ambos bajaron casi al mismo tiempo. No se miraron, no se cogieron las manos. No existía la tierna complicidad de hacía diez años. Javier registró la habitación con su nombre y le entregaron la tarjeta que les conduciría a una habitación en el piso diez. Tomaron el ascensor. Javier miró a Majo con intensidad. Ella inclinó la cabeza y los labios trataron de entenderse entre un silencioso beso. Adentro de la habitación, Javier se quitó el saco y la corbata roja de Brooks Brothers. Majo colocó su cartera encima de la mesa. Javier se acercó a ella y, sin decir nada, la volvió a besar inducido de cierta (forzosa) vehemencia. Introdujo su lengua en la boca de ella, percibiendo su aliento, mientras sus manos acariciaban su espalda y bajaban hasta los glúteos. Ella suspiraba, ojos cerrados, dejando que las manos de Javier acaricien sus caderas y, ahora, sus pechos. Hacía tiempo no sentía las manos de Javier en ella; hacía tiempo no percibía su calor en sus oídos. Los besos comenzaron a entenderse. De pronto, Javier atacó en el cuello, cual vampiro en búsqueda de un puñado de vida. Majo se dejaba seducir; dejaba que cierta crispación la vaya envolviendo de a pocos. Su respiración comenzaba a tornarse agitada, fuerte, presencial. Sus manos desabotonaban la camisa impecable de Javier. Un botón tras otro. Y cuando lo tuvo con el torso desnudo, sus manos acariciaban su pecho, sus brazos. Lo admiraba y, tras una risa cándida, volvía a besarlo en la boca. Javier, mientras tanto, desprendía a Majo de su blusa y, al tenerla en brasier, procedió a abrazarla con la finalidad de quitárselo, para luego, lamer sus pechos, besarlos, succionarlos como si fuese un ángel aferrándose a la gloria. De pronto, quizás por la inercia del pecado, ambos fueron a la cama. Las suaves manos de Majo encontraron la manzana de la tentación ahí, a menos de una cuarta del ombligo de Javier, en su agrandado sexo. Y lo manoseaba. Lo apretaba; lo estrujaba. Envuelta por una sutil violencia, le desabrochaba la correa; le bajaba el cierre. Y cuando Javier lucía su erección entre el Calvin Klein, Majo, sin inhibirse, le bajó el bóxer con los dientes. Tras hacerlo, admiró unos segundos la virilidad de Javier: Colorada; venosa, con vida propia, con pulsaciones, y en la puntita, una gotita de líquido. Inmediatamente después, la puso entre sus labios para introducirla en su boca y efectuar un movimiento rítmico. Javier dejaba que Majo le otorgue placer, hasta que, de pronto, la detuvo y se escabulló entre las faldas de ella. Con suavidad y romanticismo, le quitó el Victoria Secret turquesa y, entonces, su lengua de víbora venenosa la introdujo ahí, en la entrada del amor. La sacaba y la volvía a meter; y cuando la tenía adentro, la movía como si estuviese poseído por la serpiente del amor. Majo se retorcía y, cada tanto, emitía alaridos, breves gemidos, se dejaba seducir, olvidaba al cabrón de Danilo y, entre suspiros,  percibía cómo sus pulsos iban acelerándose. Tras ello, sin decir una palabra, Javier se levantó de la alcoba y acomodó a Majo. Ella, boca arriba. Del velador, cogió la caja de Durex y se colocó el preservativo con prisa. Luego, regresó donde ella, la abrió de piernas, colocándolas en su hombro, y se acomodó entre ellas. Tras un respiro varonil, la penetró con suavidad hasta que, finalmente, sentía que tocaba fondo. Majo, ojos cerrados, apretaba los dientes y con ambas manos, cogía las sábanas con fuerza. Javier ejercía su poder de hombre; le daba, primero suave, sutil; luego a un ritmo lento, pero con fuerza, con intensidad, haciendo sonar el choque de cuerpos. “Ay, au, ay, ay, au, au”, exclamaba Majo, indicándole con los ojos que quería más, mucho más. Y así siguió, elevando la intensidad y la velocidad. “Levántate ahora. Ponte en cuatro”, ordenó él, de pronto. Agitada, embriagada en vehemencia, Majo le hizo caso. Y en cuatro, Javier acomodó su erecta masculinidad en ella. Volvió a entrar. Era la primera vez que estaba sintiendo a Majo; que sentía su calor, la suavidad de su sexo, esa humedad a causa de él, de Javier, del abogado cazurro que nunca le perdonó que ella, Majo, la simpaticona provinciana de cabello castaño, le termine humillándolo frente a todo el mundo, en los patios de la Universidad en la que, ahora, dictaba un curso de Derecho Minero y que, cada mañana, cuando iba al Starbucks de la UPC por el café matutino antes de dictar, recordaba esa tarde maldita en la que Majo lloraba cual quinceañera, golpeándolo, gritándole, anunciando el término de la relación, sin importarle que en la terraza de aquel Starbucks habían estudiantes riéndose de ellos. Mientras recordaba con mayor viveza ese día, Javier le daba a Majo con mayor dureza; la poseía con furia, como si ella fuese un trapo sucio o las sábanas con las que limpiaba su semen cuando tenía doce o trece años y había aprendido a masturbarse. Javier ponía los cabellos de Majo para atrás y, mientras le daba, se los jalaba con cierta violencia, recibiendo en la cara el aroma del shampoo que aquella mañana se había aplicado. No hablaban; no jugaban a la poesía del amor. Majo gemía, por momentos, el gemido se tornaba en un grito o una suerte de aullido que, seguramente, alarmaba a los huéspedes vecinos. Y así, cuando Javier supuso que iba a venirse, se detuvo de inmediato. En ese instante, Majo volteó a mirarlo, lanzándole un fuego de mujer. Javier, ahora, se echaba boca arriba; y Majo, dejando que una gota de sudor baje por sus pómulos, acomodó su verga introduciéndola en ella. Y ahí, comenzó a cabalgar, a saltar como una ranita, entre miradas desorbitadas. Javier trataba de no mirarla a los ojos; por el contrario, le apretaba los pechos, se los sobaba en forma circular; clavaba la mirada en las pequitas que adornaban sus senos. Majo tenía buenos pechos: Erguidos, imponentes, níveos, piel suave, con pezones de poesía, eran un veneno letal. Entre esa fricción, Mapí alcanzó las manos de Javier y, al tenerlas consigo, las cogió, apretándolas con fuerza, ojos cerrados, gimiendo, incrementando el placer y el alarido. Poco a poco, perdía el control. Una gota de sudor bajaba por su frente y, despeinada, iba llegando al orgasmo. De pronto, casi aullando, entre una sonrisita involuntaria y con la mirada perdida, Javier percibió en su miembro una suerte de contracción que, luego, terminaba expandiéndose en una liberación de energía. Así, habiendo Majo llegado al clímax y Javier aún no, ella no se detuvo; quería complacer a su (ahora) hombre, y, aunque en un inicio había bajado la intensidad de sus movimientos, de pronto, volvió a incrementarlos. Quería ir por uno más. Y así, entre la vehemencia y el sudor, Javier percibió ese cosquilleo que nacía en sus entrañas y que poco a poco, comenzaba a subir hasta llegar a la cabeza de su sexo, al grado que le fue imposible detener aquella energía que explotaba adentro de Majo, pero que el condón la protegía. Fueron tres chispazos que acompañaron a Javier en medio de un leve gemido y que, al acabar y volver a la Tierra, tan sólo se limitaba a cerrar los ojos entre un suspiro eterno.
Se habrá quedado así, con los ojos cerrados, al menos cinco minutos. Y, al abrirlos, tenía a Majo echada en su pecho, entre el sueño y la realidad. Verla ahí, entre el amor después del amor, lo aterró. Dio un brinco y anunció que iría al baño. Con delicadeza, se quitó el condón. En efecto, había botado un volumen cuantioso de semen. Desnudo, se metió a la ducha y tomó un baño con agua tibia. Tenía la mirada fija. Se sentía sucio; sentía estupor de solo pensar que unas gotas de sudor se habían fusionado en su cuerpo. Pero, por otro lado, sintió una suerte de alivio, un peso más en su ego y uno menos en su corazón.
Al salir del baño, desnuda aún, Majo quiso darle un beso en los labios, pero él la esquivó. “Báñate”, le ordenó. Y ella, silenciosa, entró al baño mientras, presuroso, él se cambiaba. Al ponerse el saco y estar dispuesto a salir de la habitación, Majo lo interceptó: “¿Ya te vas?”, le preguntó, acongojada. “Tengo reunión, tengo que irme. Ah, por si acaso, todo está pagado y si quieres tómate un café con un croissant en la cafetería del hotel. Te cuidas”. “¿Así como así te vas?”, insistía ella.No me pongas de mal humor; tengo cosas qué hacer”, enfatizó él; y se acercó a Majo y le dio un beso tibio en la frente.
Al salir y cerrar la puerta de la habitación, Javier se quedó estático en medio del largo pasillo. Por un segundo, una ráfaga de susurros, le indicaban que no se fuera, que se quede con Majo, que no sea tan así, tan hijo de puta como suele ser en las audiencias en las que defiende mineras poderosas, esas que se encargan de llenar sus cuentas bancarias, y que, a causa de los argumentos retorcidos que utiliza, ha logrado que varias comunidades campesinas (o sarta de cholos malnacidos), como él suele llamarlos, sean echadas a patadas. Todo eso pensaba, entre una tembladera de honor y la penumbra de las cenizas de un amor. De pronto, escuchó un sollozo acompañado de lo que sería un puñetazo en la pared. Era Majo, liberando el fantasma de Javier de su ser. En ese instante, tuvo todas las respuestas: Tenía que irse, fugar, largarse, sin mirar atrás.

Jesús Barahona.
Lima. Enero, 2020.

(Buenos Aires. Aeropuerto de Ezeiza. Mayo, 2019)

Por mis treinta años, decidí viajar a Buenos Aires, la Europa de América. Me fascinaba esa ciudad en la que Borges había escrito el océano de su poesía y Cortázar deambulaba entre Cronopios y Famas. Me seducía tanto la idea de caminar por las mismas calles en las que, años atrás, mi abuelo (mejor dicho, y a partir de adelante, mi padre) caminaba después de alguna de sus clases de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires y, en el bar del Hotel Alvear, seducía a alguna veinteañera universitaria, quizás entre el vino y las trufas suizas, como de pronto, trato de recrearlo algún fin de semana, cuando realmente una mujer logra hechizarme, y escribo una novela en sus ojos y hago que el primer capítulo de una escena surreal sea escrita en el bar inglés del Country Club. 

Así, una madrugada insomne, entré a una página web de turismo. Elegí un boleto que salía de madrugada de Lima, con escala en Santiago de Chile. Decidí quedarme en el hotel más refinado de Buenos Aires, aquel del que tanto mi padre me hablaba, el Alvear, en la Avenida Alvear, en Recoleta, el barrio más fantásticamente bello de todo Buenos Aires. Tres noches y cuatro días en una suite me costaba poco más de dos mil dólares. No lo dudé: Cerré los ojos, digité la clave de mi tarjeta de débito, y dormí sintiendo una sensación de alivio, como cuando uno obtiene el clímax tras los segundos últimos de locura.
Comenté a algunos pocos amigos que, por mis treinta, no estaría en Lima, ni tampoco me luciría en algún box de alguna discoteca, sino que viajaría a Buenos Aires. Los días pasaban, hasta que la noche de un viernes, al revisar mis saldos de mis cuentas bancarias, me percaté que, de aquella de la que había sido emitido el monto del paquete de viaje, recibía un depósito. Vi los detalles y quedé sorprendido al ver que el emisor era, justamente, la empresa con la que tramitaba el viaje a Buenos Aires. Quiero decir, se me había reembolsado el dinero sin, aparentemente, ningún motivo. De la nada, se me devolvía los casi dos mil quinientos dólares que me había costado el boleto de vuelo y las reservaciones de hospedaje. Por inercial, revisé las confirmaciones del vuelo y del hotel y, para mi sorpresa, seguían vigentes y no recaía en causales de revocación: Yo no había solicitado la cancelación, y la empresa, menos aún, me había enviado un correo comunicándome la cancelación unilateral del itinerario.
A los pocos días, aún estupefacto, me acerqué a las oficinas de la empresa de viajes y, tratando de ocultar una sorpresa, no tardaron en volver a confirmarme la reserva del hotel y del vuelo, señalándome, además, la fecha en la que podría hacer mi check in. Creyendo de que, tarde o temprano, descubrirían la contingencia, y, simultáneamente, para tener mayor certeza, me comuniqué con Latam y hasta llamé al hotel Alvear para que, una vez más, vuelvan a certificarme lo que no podía creer estaría a punto de ocurrirme: Me iría a Buenos Aires completamente gratis.
De todas formas, sin cantar victoria, imaginaba que al hacer mi check in la empresa de vuelos me notificaría que había existido algún error en la contabilidad y que, sin remedio, tendría que pagar los boletos de mi vuelo y los extras por elegir mi asiento al lado de la ventana. Pero nada de eso. Desde la computadora de mi oficina, a dos días del vuelo, logré concretarlo sin el mayor problema y hasta sonreí maquiavélicamente cuando cerré las pestañas de mi ordenador, entre cierta mirada perpleja y curiosa de mis directores. 

Un día antes del viaje, me quedé hasta tarde en la oficina cerrando un proyecto normativo y, al salir, quedé con la chica de las pestañas perfectas, Antonella, con quien además por esos meses estaba saliendo, para despedirnos y, aunque ella tenía que irse a un concierto en el Jockey Club, le prometí que la llamaría en la madrugada para ver si era posible que me acompañe al aeropuerto y luego, encargarme de su retorno (y con todas las medidas de seguridad) hasta la U de Lima, para sus clases de las siete. Tras ver a Antonella, tomarnos un café con prisa y llevarme conmigo un poco de sus labios, cité a mi mejor amigo, Luchito Lynch, en un restaurante de parrilla en un centro comercial. Nos convocó una picahna con vino y risas. Y, tras las risas, fuimos al bar de al lado por unas chelitas artesanales. Debía de estar en el aeropuerto a las cinco de la madrugada, pero mi adicción al mañanero y a la chicha tu madre, hizo que viviera aquellas horas de la manera en la que sólo yo puedo vivirlo: Con prisa, suplicándole al destino que cada segundo lo convierta en un minuto. Salimos del bar golpe de las tres de la madrugada y, apenas llegué a casa, metí en la pequeña maleta todo lo que encontraba en mi camino. Me puse una casaca de cuero, una chalina, lentes oscuros, y haciendo sobresfuerzos, le suplicaba al sueño que no me deje caer en él.
A las finales, olvidé llamar a Antonella y, más bien, apenas llegué al aeropuerto, nuevamente, pensé que los agentes de la aerolínea, se darían cuenta que su contabilidad no encajaba y, casi enmarrocado, me obligarían a pagar los boletos de avión. Ante estos casos, siempre existe una pequeña posibilidad que te lleven a las salas de la Dirandro, y no falta que las cámaras de “Alerta Aeropuerto” estén prendidas y, con terror, salga ante la tele nacional e internacional con cara de drogo, ojos achinados y colorados y aún sin poder pronunciar los buenos días. Y es que un duquesito limeño tiene que estar bien peinadito y luciendo sus mejores galas (incluso, hasta cuando te sentencian a pena de muerte). Por fortuna, nada de eso ocurrió, pasé los controles de seguridad y hasta me dio tiempo de tomar un café bien cargado, una Coca-Cola con hielo y comer un rico club sandwish en el salón Vip.
Cuando el avión despegó percibí el nirvana. Me sentí como un niño que comete una travesura sin ser descubierto. Me sentí un ladrón de ilusiones, un pillo, un bandido que se ríe del destino. Ya entre las nubes, me recliné, apagaron las luces, polarizaron las ventanas y me quedé seco. Lo curioso fue, sin embargo, cuando, tras hacer escala en Santiago y querer seguir prolongando mis horas de sueño hasta Buenos Aires, en medio del vuelo, escuché la voz de mi padre, sabía que era mi padre el que me hablaba, era él, el que me decía, o, mejor dicho, me susurraba con amor “Disfruta tu regalo, mi hijo”. En ese instante, abrí los ojos por inercia, embriagado por una taquicardia de emoción. Pero no había nadie: Era el silencio, el ronquido de los pasajeros o los susurros en medio de alguna película volando a diez mil pies de altura. Fue una sensación tan agradable; por un segundo, sentí la presencia de mi padre y era algo que extrañaba con todas las fuerzas de mi corazón.
Ni bien aterricé en Ezeiza y cambiar mil dólares por pesos, me metí a un Mac Donalds y devoré un cuarto de libra doble con papas y Coca-Cola. Tras eso, tomé un café y probé uno de los más increíbles manjares: El alfajor de dulce de leche. Aproveché en comprar cigarrillos (baratísimos, el equivalente a siete soles la cajetilla grande de Marlboro). Contraté un taxi con lunas blindadas y me llevaron a Recoleta. Cuando llegué al Alvear, me trataron como un principito, me sentí un niño mimado y engreído. El ambiente, sofisticado y antiguo, me permitía recrear una novela en la que yo era el protagonista. Subí a mi suite y, junto con mi pequeña maleta, me dejé caer en la alcoba. Al poco rato, me obsequiaron una botella de champagne con una bandeja de fresas y fudge como bienvenida y, acercándome al balcón, copa y cigarrillo en una mano, vislumbraba Recoleta como si fuera mi barrio, el barrio al que pertenecía, aquel barrio cuyos ventarrones son sentimientos artísticos retratados en el lienzo de su cielo.
Por la noche, decidí no cenar en el hotel y me fui a caminar por el Centro. Admiré el Obelisco y desemboqué por la calle Corrientes, audífonos en los oídos y escuchando al buen Fito Paéz y su Once y Seis. Teatros, uno frente a otro, pizzerías, adolescentes caminando de la mano, modelos de pasarela que pasaban por mi lado, entre una mirada intensa y un abrigo de pieles. La ciudad vivía de noche, pese a ser casi la medianoche. La avenida estaba repleta, entre niños y ancianos que se disponían a entrar a los teatros. Se respiraba la bohemia entre las papas fritas. Me senté en la terraza de una pizzería; pedí Coca-Cola en lata, una botella de Quilmes y una pizza. Buenos Aires comenzaba a llover y, pese a ello, existía esa sensación de querer estar a la intemperie, entre su fragancia.
Cuando la madrugada daba sus primeros chispazos, decidí ir por un trago en alguno de los bares de Palermo. En la barra, pedí una botella de vino. Lo alucinante era ver a las minas bailando, copa en mano, en plena pista de baile. Me hice amigo del barman y terminamos conversando toda la noche. Por momentos, sentía una mirada penetrante, y al voltear, alguna mina me observaba con minuciosidad, como preguntándose porqué, pese a ser un foráneo y ella una diosa, no me atrevía a sacarla a bailar. Pero es que, entonces, salía con Antonella quien, ese fin de semana (y con tres horas de retraso en Lima), se maquillaba para ir a Dalí o a Dizco y, aunque las tentaciones no las buscaba, siempre estaban ahí, entre las faldas de alguna rubia con porte de princesa que llevaba en sus labios la manzana del pecado. 

Al día siguiente, me desperté golpe de las once del día. Me trajeron el desayuno a la habitación, y golpe de la una, estaba almorzando una lasahna en uno de los cafés de Recoleta. Esa tarde, fui a La Plaza de Mayo, donde había una manifestación pro-consumo de la marihuana, y, aunque caminaba entre los cánticos y el humo, no conseguí el estado que, en el fondo, quería conseguir. Caminé por Caminito y me senté en uno de sus cafés bohemios. Me tomé fotos en el Estadio de la Boca y compré hartas botellas de vino. No dudé en comprar cajas de alfajores de diferentes sabores y, hasta a punto estuve de tomar clases improvisadas de tango. Realmente, me sentía feliz en la Europa sudamericana. Al finalizar la tarde, fui al Ateneo, quizás, la librería más hermosa de todo el mundo. Como alguien quien hace libros (nunca diré que soy escritor ni que escribo en pluma sobre el pergamino), nació entre sus pasillos mi sueño de que alguna de mis novelas esté en sus vitrinas majestuosas y que, de pronto, mi pequeño puñado de lectores no se digne a comprar mi novela (sería mucho pedir), tan solo que la hojeen entre un cortadito en el escenario de esa librería que fue teatro.
Esa noche fue la más hermosa de todo el viaje. Quizás, y ahora por lo que narraré, haya sido la noche más feliz de toda mi existencia: Al llegar al hotel y dejar las cosas en la suite, se me dio por salir a caminar, simplemente, sin saber a dónde carajo ir y escuchando música. Al salir a la Avenida Alvear, me percaté que estaba lloviendo. Tomé un taxi hasta el Centro de Buenos Aires y, desde ahí, me perdí. Caminaba por la Avenida Santa Fe, por la Calle Florida, por Rivadavia. En un instante, viendo el teatro Colón y con la lluvia en el rostro, me puse a pensar que, hacía cincuenta años, mi padre recorría esas mismas calles por las que, ahora, mis pies dejaban rastro. Cerraba mis ojos, y entre una respiración pausada, dibujaba a mi padre en mi mente como aparece en las fotografías de joven, en sus veintes, antes de que decida regresar a Lima para ser aviador junto con el hijo del entonces presidente, envuelto en ese gabán negro y elegante. Lo imaginaba de la mano de alguna chica a quien, entre la poesía, le sacaba una sonrisa. Lo imaginaba caminando, dejando el tiempo pasar, cigarrillo en la boca, como me encontraba en ese instante. Extrañé a mi padre más que nunca y un nudo en la garganta me indicaba que mi alma se hacía trizas a medida que caminaba. Sentí esa punzada en el corazón; esa impotencia que carcomió de mí el día en el que se fue. Las lágrimas, entremezcladas con la lluvia, limpiaban mi rostro. Dejaba que mis lágrimas cayeran; que dejen rastros en las calles del Centro. Lloraba como un niño, apretándome los puños, haciendo esfuerzos para no sollozar. Y, entonces, como quien le regala un pensamiento al destino, me decía: Quisiera que estés conmigo, papá. Hubiese deseado que este viaje lo tengamos tú y yo, solos, tú y yo. Y odiaba al destino por haber sido tan cruel; por haber determinado que camine solo por las calles llenas de arte. E invocaba a mi papá más que nunca, lo necesitaba a mi lado, lo extrañaba con todas mis fuerzas. Y, en cada párpado, veía a un Buenos Aires diferente y a mi padre con ese gabán elegante, luciendo una preciosa corbata de seda azul y con el reloj Seiko mecánico, el que funciona con los pulsos de vida, su reloj favorito, ese mismo que lo llevaba conmigo, en su muñeca. En ese instante, en mis audífonos sonaba Nowhere man. Y, resultaba extraña la sensación, pero las imágenes de mi padre estallaban en mi mente cual ráfaga de estrellas. Y, entonces, sentí, puedo jurar, que algo descendía a mi costado. Fue una sensación atípica, pero agradable; fue algo que jamás había sentido en toda mi vida. Sentí una presencia que inspiraba paz, que caminaba a mi ritmo, que se entremezclaba entre el humo de mi cigarrillo. Y, como si fuese un primer pensamiento que invade tu alma, lograba escuchar: Pero, este viaje lo estás teniendo conmigo; estoy contigo; estamos caminando juntos ahora mismo. Y tras tener ese susurro entre el torbellino de mis pensamientos, sentí paz. No tienes que estar llorando, hijo mío; estoy acá, volví a sentir. Y cerré mis ojos. Y al hacerlo vi a mi padre sonriéndome con complicidad y comprensión, como cuando era niño y me daba a entender que, a parte de ser mi padre, era mi amigo. Sentí su presencia por algunos minutos, lo sentí tan vivo. Sabía que estaba bien, y, como el arcoíris, tras la tormenta, las luces de colores se transformaban en inspiración. De repente, me vi sonriendo entre la lluvia. Sentí que mi padre quería verme así, para volver donde estaba, pues cuando sonreí, esa sensación de presencia, se diluía. En medio de esa noche argentina, papá logró sacarme una sonrisa, como cuando íbamos al bar del Country y, mientras él tomaba whisky, me compraba milkshakes de fresa; o como cuando se dejaba ganar jugando ajedrez y me hacía pensar que yo era un campeón. Si bien tantas cosas me habían sucedido cuando mi padre se convirtió en un ángel (y que, algún día narraré en alguna crónica), aquella era la primera vez que tuve esa sensación de alivio; como dándome a entender que, donde quiera que él esté, estaba bien y que, cuando lo necesite, él bajaría a sacarme una sonrisa. Esa noche terminé en Puerto Madero tomando cervezas artesanales hasta bien entrada la madrugada, llevando puesto el reloj de mi padre en mi muñeca. No paraba de sonreír. 

Al día siguiente, cené el mejor ojo de bife en el restaurante del hotel Alvear y pedí una botella de vino francés cuyo sabor no era compatible con su precio. Me hicieron probar el pisco sour basado en pisco chileno y, aunque no soy fanático del pisco (ni del pisco sour; prefiero el buen vino (eso implica, excluir a todo jugo de uva peruano) o el whisky), ese pisco sour parecía estar hecho de aguardiente o alcohol de enfermería. Esa noche, con un vaso de Jack Daniel´s a las rocas, no me limitaba de intercambiar miradas cómplices con una dama, refinada y casi bordeando los cuarenta (pero fina, hermosa, bella y esbelta), quien estaba envuelta en un vestido rojo de seda y cuya mirada imponente me enloquecía. 

Retorné a Lima un lunes por la noche. Mi cumpleaños sería el martes. En pleno vuelo, quedé dormido; y a las doce, cuando (bajo horario chileno) sería mi cumpleaños, entre sueños escuché esa melodía convertida en susurro: “Feliz cumpleaños, hijo”. Pedí una chelita helada y la bebí sonriendo una vez más, sobrevolando el Pacífico.
En efecto, ese viaje me había salido gratis y el monto devuelto los hice polvo comprando la elegancia argentina, varias cajas de alfajores y un sinnúmero de botellas de vino que los tomaba entre un baño de burbujas en la suite del Alvear. Hasta ahora me pregunto qué habrá pasado con la contabilidad o los sistemas bancarios de esa agencia de turismo. Pero estoy seguro, ese viaje me lo quiso regalar mi padre para mostrarme las bellas calles por donde él recorría cuando era un joven universitario tratando de conquistar el mundo y el corazón de las princesas con la boca de fresa. Después de todo, mi más grande anhelo, desde que mi padre no está, se cumplió. Y es que mis treinta los pasé con él. Y me hizo sonreír, como en cada uno de mis cumpleaños. Yo lo sé, no será el último de sus regalos.

Jesús Barahona.
Lima. Julio, 2019.

                                  (Checo Aurelio Miró-Quesada, Fernanda Rodrigo y el abogado Javier Arteaga. Una noche cualquiera. Country Club)

Checo Aurelio Miró-Quesada solía organizar orgías en su casa de playa en Totoritas. Resulta que en una de esas reuniones, plagadas de colegialas de los colegios más nice de Lima y de universitarias de primeros ciclos, conoció a Fernanda Rodrigo, una señorita de dieciocho quien hacía un año acababa de salir del Villa María y había entrado a estudiar Economía en la Universidad del Pacífico. Era la prima de una de las amigas de Checo; y por supuesto, él no dudó en seducirla y, la misma noche de haberla conocido, en llevarla a la cama. Así, comenzaron a salir. Pero Checo, desde un inició, aclaró tácitamente una sola cláusula: Que detesta los contratos de exclusividad y fidelidad; que si bien pueden salir, tirar y pasar un momento de putamadre, la atadura del amor estaba excluida. Fernanda aceptó las condiciones y firmó el pacto. Sin embargo, colgaba fotos en el Facebook juntos y hasta le decía a sus amigas del Villa María que, ¡por fin!, había logrado conquistar a aquel músico con poses de rebelde. Cuando Checo y Fernanda tenían sexo, ella aducía que estaba en sus días no fértiles (y, te juro, amor, soy puntualísima); que el condón le producía alergia; que no había nada más rico que sentir a Checo sin una envoltura. Todo iba bien, hasta que un fin de semana, después de una reunión de excesos, Fernanda le dijo que estaba embarazada; que tenía un par de semanas de gestación.
- No podía creerlo. ¡Esa pendeja me había metido la rata! – exclama Checo, entre un trago, en el bar del spá, "The Lord", al que suele acudir, rodeado de prostitutas de lujo que no bajan los quinientos dólares la sesión, y donde suele encontrarse con Javier, el abogado treintón que defiende mineras y que tira pose de duquesito en los restaurantes de los hoteles de lujo de Lima.
- ¿Y qué hiciste? – pregunta Javier, sorprendido.
- Le dije que aborte, pero la perra no quiso. Me dijo que las monjas del Villa María le habían inculcado que la vida es una bendición y bla bla blá. ¡Me llegó tanto al pincho que quería matarla! – y hace una pausa. – De hecho, en esos momentos de crisis lo busqué por todos lados; sabía que usted podía ayudarme a… no sé… you know what I mean.
- ¿Y qué querías que hiciera? – pregunta Javier arqueando las cejas.
- Mandarla a matar, pues. – y lo dice con total naturalidad; como si Javier esperase esa respuesta. – ¿O qué cree?, todos sabemos cómo trabajan los abogados como usted. Pero luego me entró miedo, ¿acaso iba a ser capaz de matar a alguien con un bebé en la panza?
- ¿Y tus padres? – pregunta, ignorando el comentario.
Checo tuvo que contarle todo a sus progenitores. Cuando lo escuchó, Don Jaime Miró-Quesada, tras un suspiro de control, arrojó al suelo el vaso de whisky que bebía y, entre el llanto de Doña Flavia Lynch, cogió a Checo del pescuezo y, lanzándole una mirada de fuego, le dijo: Ahora, te harás responsable de la cagada que hiciste. No sólo te vas a casar con esa mocosa, sino que te largarás de mi casa. Checo no quería casarse; aducía, entre el llanto, que aún era muy joven para hacerlo. Con el corazón hecho trizas, Doña Flavia tuvo que interceder: ¿Acaso no te das cuenta, hijo? ¡Bajo ningún motivo dejaré que mi nieto sea un bastardo!, le dijo, ya cuando Don Jaime se había retirado a su habitación. No te preocupes por nada; yo te pasaré una mensualidad para que termines tu carrera de música en la UPC y puedas mantener a tu baby. Será un secreto entre tú y yo. La familia de Fernanda, por otro lado, exigía también que el matrimonio se contraiga: Este niño o niña tendrá que estudiar en el Villa María o en el Santa María y, así es, pues hijito, en esos colegios no aceptan niños de padres separados; así que vayan haciendo los papeleos para casarse lo antes posible por civil y el próximo año ante los ojos de Dios, advirtió la madre de Fernanda. Y así, poco antes de casarse en la Municipalidad de San Isidro y a efectos de que el bien no ingrese en un consorcio nupcial, Doña Flavia efectuó un adelanto de herencia y le donó a su hijo una casa pequeña, apenas de doscientos metros cuadrados, en las faldas del cerro de Las Casuarinas, a pocas cuadras del colegio donde había estudiado Javier, el Trener, uno de los coles más caros del país y de niños bien.
- ¿Bienes separados?
- No. Sociedad de gananciales. Me cagaron por todos lados, putamadre. – y tras una bocanada de aire, prosigue. – Ahora, ella se retiró del ciclo en la Universidad, y ¡ni se imagina el infierno que es convivir! Me estresa su emoción; todo el puto día preguntándose: ¿Y este ángel será hombre o mujercita?; si es hombre, lo llamaré Francisco, como el Papa Panchito, y si es mujercita, la llamaré Micaela. ¡Aj!, me revienta los huevos que todos los putos sábados me pida ir de shopping: Ay, que la ropita, que el cochecito, que los juguetitos cuando ¡ni siquiera tiene tres meses de embarazo! Y, ¿sabe?, ¡ni se imagina lo que hizo hace unas semanas!, se atrevió a contratar por tres mil dólares, plata que yo (o bueno, mi mami) tuve que pagar, a su amiguita Gisella Flint, su best friend recién llegadita de Milán, para que diseñe el cuarto del bebé.
Checo da breves sorbos al trago; voltea la mirada, cual neurótico, percatándose que nadie lo esté oyendo, y prosigue:
- La flaca se pasa la mañana en la peluquería, en Bocatta o en el club. Y luego, por las noches, cuando tengo que verle la cara de mosquita muerta, me viene con sus aires de madre sufrida y no me queda otra que aliviar sus antojos: Que le provoca un panqueque de Palachinke, un helado del 4D, ir a cenar a Osaka, ¡conchasumadre!. – y mira a Javier con intensidad. – ¿Y todo para qué? Para que, después de tragar, la malparida termine vomitando en la cama.
- ¿Y lo soportas?
- Pues, ¿qué me queda?, tratar de no estar mucho tiempo en mi casa, ¿puede creerlo?, ¡en la casa que mi mami me regaló!
- ¿Y los gastos? ¿Ambos los asumen? – interroga Javier, cual fiscal.
- ¿Acaso está loco, Doc?, ¡Soy yo quien asume absolutamente todo! Y, ¡no sabe el colmo de la conchudez!, esta cabrona me obligó a que saque un adicional de mis tarjetas de crédito. El mes pasado tuve que rogarle a mi madre (porque si mi papi se entera, me castra) para que pague las cuentas. Lo peor de todo es que cuando le recrimino se pone a llorar y me hace un melodrama del carajo, y grita que perderá al bebé, a ese “fruto angelical”; y que, si lo pierde, no dudará en denunciarme. Y, putamadre, no me queda otra que callarme la boca y sosegarla con dinero y más dinero. – y Checo golpea la mesa, frustrado, emitiendo un grito que no puede contener.
- ¿Quieres cagarla? – pregunta Javier, dándole una leve palmada en la espalda desnuda.
- Sí.- responde, firme. – Cáguela. Quiero que absolutamente todo el mundo se entere de la puta que es, porque ¡no sabe el historial que tiene! Quiero cagarle la vida de la misma forma como ella me la cagó.
- Okay. – responde Javier, y tras entrecerrar los ojos, sonríe.
- ¿Qué hará?
- No hay mucho qué hacer: Si la casa que te dejó tu madre fue antes de casarte está fuera de la sociedad de gananciales; por lo tanto, de existir divorcio, no habría mayor disputa entre una división o partición. Ahora bien, ¿han adquirido algo estando casados? ¿Auto? ¿Acciones? ¿Algo?
- Pfff, ¿qué carajo voy a estar comprando acciones? A duras penas hemos comprado una cuna, ropa, ¡huevadas! – y alza la voz.
- Cojonudo. – contesta Javier, sonrisa risueña. – Mira ve, muchas de las causales de divorcio que la Ley establece son sumamente difíciles de probar ante un Juez.
- ¿Y si le saco la vuelta? Puedo hacer que alguien me filme tirándome a una flaca cualquiera y que tal video le llegue como un anónimo.
- ¡Imposible!, viendo las cosas como me cuentas, y no haciendo mucho análisis, asumo que esta chiquita consentirá o permitirá la comisión de un adulterio. – y toma un trago de whisky.
- ¿Y si me largo de la casa sin decir nada?
- La Ley lo denomina como abandono injustificado. – y luego pone una mirada cínica. – Pero, ojo, tendrás que hacer que la tierra te coma por lo menos dos años para que recién se pueda tramitar el proceso de divorcio.
- ¡La concha de la lora!
- Se me ocurre algo, escúchame. Si realmente quieres cagarla y dejarla como una puta cochina, te recomendaría que esperes a que nazca la criatura. Apenas eso ocurra, solicitamos el divorcio amparándonos en una de las causales más horrendas que la Ley nos permite: Que, tras el matrimonio, tu cónyuge contrajo una enfermedad “gravísima” de transmisión sexual.
- ¿Y cómo hacemos eso? – pregunta Checo, jalándose sin fuerza el cabello.
- ¡Fácil! – exclama Javier con un tono peculiar, como si estuviese acostumbrado a controlar las ansias de sus clientes. – Hay un montón de laboratorio de medio pelo, sobretodo en el Centro de Lima que, por una pequeña retribución, certifican lo que te da la puta gana. Además… –  y se carcajea. – Al juez le importa un rábano dónde, cuándo y quién da fe de un test de sangre. ¡da igual! – exclama. – Es más, si tu amada esposa solicita peritajes, ¡ahí ganamos!, los médicos legistas son unos monos que por cinco lucas se bailan un rico mambo.
- ¿Y el cachorro? ¡No quiero tener ningún hijo!
- Argumentaríamos ante el Juez que, al ser sólo la madre quien puede dar de lactar y que nada compensa el calor materno, el bebé tendría que quedarse con ella. Aduciríamos también que, como eres un músico y, dado que tu sustento económico se basa de los conciertos y que no son pocas las fechas en las que estás de gira, te encontrarías en la imposibilidad de cuidar un recién nacido. – y, al acercarse a Checo, susurra. – En los juzgados de familia hay tantas juezas feministas, roji-caviares y lesbianas que no permitirán que un pastrulo como tú tenga la tenencia de un bebé.
- No sé si pueda esperar hasta cuando nazca el cachorro de la concha de la puta lora.
- Ten paciencia. – y entrecierra los ojos. – Te recomendaría que pongas cámaras en tu casa, ¡es más!, cuando esta chiquita te pida dinero o te venga con gollerías, grábala con tu celular; eso nos servirá después.
Checo asiente. En eso, recibe una llamada.
- ¡Chucha! – exclama. – Olvidé que tengo una cena en la casa de los papás de Fernanda.
- Vaya usted con Dios, maestro. – dice Javier, risueño, dando un sorbo más al whisky.
- Prefiero irme con el diablo; Dios no me permitirá matarlos a esos jijunas. – y al levantarse, asegura la toalla en la cintura. – Lo mantendré al tanto de todo, Doc.
Luego de un par de vasos más de whisky, Javier se acerca a una de las masajistas. Suben a las habitaciones: Incienso; estufa prendida. Con aceite de uva, le frotan la espalda, los muslos, el pecho.
- Te doy cien dólares si me la corres. – propone Javier, casi al culminar la sesión, alegre por el whiskjy, relajadísimo, mirada de villano.
- Yo no hago esos servicios, Doctor. – responde la masajista, voz suave. – Las otras señoritas, las que están en vestidos, lo hacen. Yo no doy sexo.
- No te estoy pidiendo sexo. – y vuelve su sonrisa pícara. – Pero tus manos son tan suaves; las quiero sentir abajo. Te pago ciento cincuenta, última oferta.
Y la dama comienza a masturbarlo. Primero suave, con harto aceite de uva ahí, en el erecto y depilado miembro de Javier, el joven abogado cazurro, quien ahora cierra los ojos e invoca a Adriana, una muchachita de veinte años, la hija de un diplomático chileno, la última mujer con la que se acostó una noche, en casa de ella, después de asesorar a su padre con una consulta referente a unos tratados. Poco a poco, la señorita va moviendo más rápido la mano, entre suspiros silenciosos. Cuando Javier eyacula, emite un pequeño gemido varonil, retorciéndose involuntariamente, disparando un chorro de líquido seminal que no sólo mancha las manos de la masajista, sino que le cae en la blusa azul.
- Es tremendo. – dice, limpiándose. – Disculpe, ¿cómo se llamaba? No recuerdo su nombre, siempre lo traté de “Doctor”.
- Ah, sí. – contesta Javier, volviendo a la realidad. – Me llamo Checo Miró-Quesada.
Javier se levanta de la camilla. Se vuelve a enrollar la toalla en la cintura y se dirige a la puerta.
- Vuelva pronto, Doctor Checo. – dice ella.
Y Javier estalla en carcajadas.



Días después de aquel encuentro, Javier revisa su correo electrónico una mañana ni bien llega a la oficina. Entre ellos, encuentra dos correos electrónicos de Checo: Uno, con el asunto “Seguro de vida”, y otro, enviado tres horas después, con el título “URGENTE”. Decide sólo abrir el último:

“Doc!
Tal y como me recomendó el otro día puse cámaras camufladas en toda la casa, incluyendo las habitaciones. No se imagina lo que descubrí: ¡FERNANDA ES LECA! Así como lo lee: No sólo es una arrecha convenida, sino, ¡¡¡terminó siendo del otro bando!!! Acabo de revisar los videos y descubrí que, embarazada como está, se tira a su amiguita, esta diseñadora con cara de machona recién llegada de Milán, Gisella Flint. Le adjunto el video. 
¿Podría adelantarse el tema del divorcio y esas huevadas? Si por mí fuera, mataría a esa perra.”

Javier abre el archivo adjunto: Es un video enfocado desde una esquina. En un primer plano, se observa una sala desordenada: Bolsas tiradas por doquier, platos sucios en la mesa central, revistas en el piso. De pronto, aparece Fernanda: Con pijama, el cabello encogido. Lee un libro. Al cabo de unos minutos, se logra escuchar el timbre. De un salto va a abrir la puerta. Entra otra persona, una mujer. Javier asume que se trata de Gisella Flint: De cabello negro, nívea, delgada. Hablan algunas cosas que no se logra descifrar y, tras ese breve diálogo, ambas estallan en risas y caen en el sofá de cuero. La cámara enfoca a la perfección la escena que está a punto de consumirse: Comienzan a besarse en la boca. Es un beso lento, como si es que, entre ellas, la primavera de un corazón se asomase a un otoño. Luego, una respiración agitada, indica que la pasión comienza a nacer, a lanzar sus primeras llamaradas en esa fogata lésbica. Se quitan la blusa, luego el sujetador. Se besan los pechos; con la impureza de la lengua van abriendo el sendero prohibido de la infidelidad y de la traición:
- Reina, ¿y si nos descubre tu esposo? – pregunta Gisella, tras un suspiro infinito.
- ¡Imposible! Además, por último, si vienes, ¿qué?, esta es mi casa también. – y lanza un impulso de placer. – Qué rico sería si se nos une, ¿o no?
Se quedan desnudas. Las caricias, el calor, esa brasa que nace indican que la sangre está en su punto de ebullición. De pronto, de la cartera, Gisella saca dos vibradores. Con sonrisas, con caricias, con esa risa incontenible, comienzan a estimularse. Javier no pestañea; siente placer al ver las imágenes prohibidas. Encuentra deliciosa la escena. Existe cierta elegancia, delicadeza, entre ambas damas, altamente bellas y refinadas, que se asoman a ese océano oscuro entre el pudor y la perversión. Existe arte cuando se besan ahí, en la zona prohibida, y son inducidas a retorcerse y a mojarse entre la lluvia del pecado. Nadie las imaginaría así; cualquiera, pensaría que son tan diosas que serían incapaz de pecar y, con mayor razón, si se tratase contra la naturaleza humana.
De pronto, sin tocar la puerta del despacho, hace su ingreso Stephanie, la nueva practicante, veinteañera y oji-verde. Inmediatamente, Javier pone pausa en el video y no le da tiempo de cerrar la ventana del ordenador. La imagen se queda congelada: Con Gisella echada en el sofá, piernas abiertas, dejando que Fernanda bese la entrada del amor.
- Disculpe, Doctor Arteaga. – dice Stephanie, ya adentro de la oficina. Le es imposible no abrir los ojos al punto máximo de exageración al darse cuenta de la imagen congelada en el MacBook de Javier. – Creo que lo estoy interrumpiendo.
- Stephanie, no es lo que crees, ¡en lo absoluto! – exclama Javier, simulando una sonrisa cínica. – Lo que estás viendo es un medio probatorio que analizo.
- ¿Medio probatorio? – pregunta Stephanie con un tono peculiar, incrédula.
- Un cliente me ha mandado este video para demostrar la infidelidad de su esposa. – dice, fingiendo poco interés. – Más bien, te pediré que para mañana escribas un informe referido a la teoría de la prueba y, específicamente, a la admisibilidad de videos domésticos. – enfatiza, como para apagar el bochorno.
- Mañana mismo lo tendrá en su escritorio. – hace una pausa. – Más bien, vine a recoger el expediente de la Minera Río Colorado.
- ¡Oh, claro! – exclama. – Déjame ayudarte.
Y, al levantarse, Javier nota que tiene una erección, la misma que disimula con la indiferencia. Stephanie, al notarla, emite una sonrisa que trata de camuflarla escondiendo el rostro entre su cabello rubio.
- Acá lo tienes. – dice él entregándole el fajo de documentos. – Y la próxima vez, toca la puerta antes de entrar; evitarás llevarte sorpresas.
- Cómo no, Doctor. Lo siento.
- ¿Qué tal tus notas de la Universidad?
- ¡Buenísimas! Estoy en el tercio superior de la de Lima. – y entrecierra los ojos. – ¡Hablando de la Universidad!, necesito que más tarde firme mi informe de prácticas.
Con esa dosis de júbilo, Stephanie sale del despacho. Sólo falta que también sea lesbiana, piensa Javier, en medio del cinismo, clavando los ojos en el culo apetecible de su practicante, quien al caminar exagera el movimiento de cintura.



Esa misma noche, Javier cena con Checo en La Romántica. Ambos piden lo mismo: Filet mignon y una botella de vino.
- ¿Qué tal le pareció el video? – pregunta Checo, dejando que el camarero le sirva vino.
- Impactante. – responde Javier. – ¿Sabías que era lesbiana?
- ¡No tenía la más puta idea! – exclama Checo. – Pero, ¿sabe?, no me importa si es lesbiana, transexual, hermafrodita o travesti, ¡me da igual!
- ¿Has vuelto a tener sexo con ella?
- ¿Acaso está demente, Doc? ¡No hay forma! – vocifera. – Desde que quedó embarazada no tiramos. Me da, no sé, nervios. Pero no deja de sorprenderme que haya hecho eso; ¡qué puta, ¿no?!, hasta, imagínese, ya se le nota un poco la panza.
Javier escucha a Checo como si fuese un padre escuchando las pataletas de un niño: Mudo, casi sin pestañear, limitando sus palabras a lo estrictamente necesario.
- Sólo te diré que esa amiguita, Gisella Flint, está rica. – dice Javier, y ríe.
- Aunque parezca un fantasma, tiene un culito perfecto. – y luego suspira. – Hasta me sentí feliz cuando vi ese video. Sólo falta que en este país se apruebe el matrimonio de rosquetes y sea ella quien me pida el divorcio, ¿se imagina? ¡Carajo, sería tan feliz! – y toma un sorbo de vino. – Pero Doctor, usted ¡tiene que ayudarme! No creo que soporte tanto tiempo, ¡son seis meses los que quedan para que la bastarda dé a luz!
- Tranquilo.
- ¿Cómo que tranquilo? ¡Estoy en una prisión con olor a vómito!
- Estuve pensando y se me ocurrió algo cojonudo. – y, emite una sonrisa maliciosa.
- Soy todo oídos. ¿Qué hará? ¿Mandará a uno de sus gorilas para que la maten? ¿La drogaremos y la mandaremos en el avión presidencial a La Habana? ¿Falsificará un informe psiquiátrico y la meteremos al Larco Herrera?
- ¡No hables sandeces, carajo!
- Sorry, cuando estoy ansioso se me da por hablar cada cosa.
- Mira: Firma un convenio de conciliación a efectos del divorcio. Acuerden que ella se quedará con el bebé; que le pasarás una mensualidad de, digamos… mil dólares; que tus visitas se limitarán a los fines de semana. ¡Ah!, y pactas una suerte de compensación, págale dos mil dólares y que con eso se conforme. – dice Javier, mirada entrecerrada, casi susurrando, percatándose que nadie lo escuche.
- ¿Y cree que es tan fácil? ¡La perra me hará la vida imposible! – y se jala el cabello.
- También pensé en eso, descuida. – dice Javier, abriendo su portafolios. – Mira esto.
Eran los resultados de un test de Elisa que daban positivo. En el documento, figuraba no sólo el nombre completo y los datos personales, incluyendo DNI y dirección, de Fernanda; sino, en la parte inferior aparecía una rúbrica falsificada de un Doctor, Gianfranco Manrique López, quien daba fe del mismo; y, para enfatizar la supuesta veracidad del documento, en la parte superior, aparecía el logo de la clínica Anglo Americana.
- ¿¡Cómo lo consiguió!? – interroga Checo, exaltado.
- Tranquilo. Es un documento falso.
- ¿Y cómo hizo para obtenerlo?
- Son secretos del oficio. – y vuelve a sonreír. – Escúchame: Si en caso esa pendeja malnacida no quiere tomar por las buenas la firma de un convenio de conciliación, amenázala con publicar en todas las redes sociales este documento y aquel videito extremadamente delicioso en el que sale cachando con su fantasmita culona, ¿qué te parece?
- ¿Usted cree, Doctor?
- ¡Claro! Todas las lecas y los maricones tienen fama de sidosos. A nadie le extrañaría que tenga el bicho en la sangre; te aseguro que le será difícil desmentir la falsedad de estos resultados truchos. Quedaría como una puta lésbica. Además, lo que quieres es separarte, ¿no? Con la firma del convenio y amenazándola, lo lograrás. Si se rehúsa, no sólo su imagen de beata se irá a la basura, sino que bastará presentar el video acusador ante un Juzgado de Familia y punto, ahí vemos cómo nos movemos y hacemos que tu resolución de divorcio salga en un dos por tres.
- ¿Y si me denuncia? Si logra desmentir esos resultados de VIH son falsos, ¿qué hacemos?
- ¿Denunciarte? – y se ríe. – ¡Imposible! ¿Crees que tendría el descaro de denunciarte por “haber manchado su honra”? ¡Ni cagando! Y, por último, si lo hace, solicitamos a un médico legista que vuelva a tomar el test, y, ¡la hundimos!, ahí seríamos víboras despiadadas; esos médicos legistas son tan, pero tan, misios y reprimidos que no será difícil romperles la mano. – y da un bocado de carne. – ¡Amenázala!
- Ya, ya, pero, ¿esta seguro que el cachorro lo criará ella?
- ¡Carajo!, ya te dije que las juezas de Familia son unas feministas aguantadas; eso dalo por hecho.
En eso, suena el celular de Checo.
- Me tengo que ir. – dice.
- Quedamos así, entonces.
- ¿Le deberé algo, Doc? – pregunta.
- ¡Bah!, no te preocupes que esto es como jugar monopolio.
Checo sale del restaurante. Javier sonríe con cierta maldad: Ojalá no te corten los cojones; la mujer despechada es más despiadada que un sicario, piensa dando el último sorbo a la copa de vino.



Sin embargo, la desgracia se inmutó; la tristeza del azar volvió a derramar lágrimas: Javier no imaginó que aquella cena sería la última vez que vería a Checo. A los pocos días, Checo cumplía veinte cinco años: Aquella mañana nublada, Fernanda le dio un beso tibio y le preguntó si pasarían el día juntos:
- Te veré en la noche. Estaré toda la mañana en la Universidad y por la tarde almorzaré con mis viejos. – contestó él, bostezando e indiferente, entrando a la ducha.
Entonces, Fernanda aprovechó: Más que la obsesión de comprobar, tal y como su marido afirmaba desde que ella había quedado embarazada, que le era fiel, era una intuición maldita, cual lluvia infinita, lo que la conllevó a coger el celular de Checo y revisar su contenido. Ingresó a sus redes sociales y revisó cada una de las conversaciones privadas. No había ninguna que le diese a pie a sospechar algo. Al fin y al cabo, él tenía la costumbre de borrar cada una de sus conversaciones de chat. Luego, revisó la única cuenta de correo electrónico que estaba sincronizada con el dispositivo. Y ahí, en ese instante, en aquel maldito momento, Javier envía un correo que el dispositivo lo notifica de inmediato:

“Estimado Checo;
Recibe un feliz cumpleaños!!!!! 
Adjunto el documento que te mostré la última vez que nos reuinimos. Ya sabes: Intimídala y cágala sin remordimientos. Tenemos el asunto controlado.
Un abrazo,
Javier Arteaga”

Y, entonces, Fernanda abrió el documento y se percató de los resultados falsificados del test de VIH. Vio su nombre; percibió ese calor endemoniado al darse cuenta lo que ahí estaba escrito: Portadora positiva. ¿Qué mierda es esto?, murmuraba, con las manos temblándole de rabia, mientras entraba a la página web de la Clínica Anglo Americana y, entonces, las cosas se complicaban aún más cuando descubría que el médico que firmaba tal documento no aparecía dentro de la lista del equipo de trabajadores. Para estar completamente segura llamó a la clínica:
- Buenos días, quisiera tener una cita con el Doctor Gianfranco Manrique López.
- ¿Manrique? Ese apellido no aparece entre los especialistas.
- ¿Está segura?
- Así es. Están los médicos Ughetti, Sanez de Santamaría, Rizo-Patrón, Baccellieri, Brescia, Barahona, Vagnoni, Rieckhof; pero, ¿Manrique? Ese apellido no figura en esta prestigiosa clínica, señorita. – enfatizó la recepcionista, como dando a entender que ese apellido era tan de mierda para una clínica sanisidrina.
Empero, las respuestas las encontró cuando entró a la bandeja de salida de la cuenta y visualizó los e-mails que Checo había mandado a Javier. Mordiéndose los labios y mirando, cual psicópata desquiciada, la puerta del baño por si su esposo salía, leía cada uno de ellos. Al notar que el agua de la ducha había dejado de correr, reenvió los archivos a su dirección electrónica. Cuando Checo dio a su encuentro, Fernanda fingió serenidad y, es más, hasta (casi vomitando bilis) se ofreció a prepararle un café y llevárselo a la habitación.
Cuando se quedó sola en casa, minuciosamente, como si lamiese el veneno de las letras, volvió a releer cada uno de los documentos dejando de lado la incredulidad y la bondad. Se horrorizó cuando abrió el video adjunto y se veía a sí misma, entre gemidos y promesas incumplidas, manteniendo intimidad con su mejor amiga, Gisella Flint. Su propia sangre contaminada la hacía enloquecer.
Por fin, entre esa enajenación incomprendida, se daba cuenta de que Checo no sólo aborrecía al bebé que ella esperaba, sino, que odiaba cada uno de los días que pasaba a su lado. Entre ese maremoto de náuseas y vómitos, terminó de comprender que ella estaba siendo un estorbo, una suerte de vorágine perverso que había terminado por enloquecer a su esposo y que, por lo visto, quería destruirla frente a todo el mundo. Por algo es que se ha comunicado con ¡Javier Arteaga!, ¿qué hace mi esposo mandando correos y videos a un abogado, que para concha, tiene la fama de chibolero y racista? ¡Ya lo entiendo!, me quiere cagar; por algo también ha puesto cámaras en ¡mi propia casa!, vociferaba, mientras se subía a una silla y, en efecto, descubría que en una esquina de la sala había una cámara de seguridad. Su impotencia y cólera era tal que no sólo pateó los muebles y maldijo su suerte, sino que, en un instante, sus manos formaron un puño y a punto estuvo de destruirse, de golpear ese vientre indigno. Pero no, algo la detuvo y, al darse cuenta de no ser capaz de hacerse daño, cayó rendida, frustrada, de rodillas en medio de un sollozo.

No tendría que hacerme daño; yo no busqué esto. Ahora todo se jodió todo, pues, ¡todo! Pues ¡se cagarán ustedes primero, hijos de puta!, pensaba Fernanda, sentada en el sofá, tratando de mantener la serenidad, bebiendo una taza de té de frutas. A mí nadie me destruiría; y bueno, ¡mala suerte, carajo!, si el niño engreído de Lima cree que cagué su vida de pendejito al quedar embarazada, pues que se joda. ¿Acaso, realmente, creía que lo amaba? ¿Acaso cree que me hace ilusión tener un hijo con un bicho como él? No lloraré como una despechada ni le recriminaré nada. Actuaré como si nada hubiese ocurrido y me tragaré su discurso de estrella. 
Por la tarde, fue a la peluquería a hacerse un peinado de gala. Se compró un vestido nuevo, algunas joyas en La Casa Banchero y harto maquillaje. Almorzó fuera de casa, sola, apenas algo ligero para preparar su estómago a lo que vendría después. Bajo la puesta del sol, revisó cada parte de la casa y encontró dos cámaras más: una, en su habitación, en una esquina, al lado de la imagen de la Sagrada Familia; y otra en la cocina, a un lado de la alacena. Checo es un buen hijo de perra, se decía, volviendo a la pesadilla, echada en el sofá, mientras volvía a ver una y otra vez aquel video erótico con su amiga Gisella Flint y, es más, hasta por un instante, los soplos del deseo rozaron sus mejillas y, entre ese odio enfermizo, quiso alejarse de la realidad y convertirse es una suerte de ángel inmaculada. Quizás, ese rencor, esa inquina elevada a la millonésima potencia, la erotizó de tal forma que, con los ojos bien abiertos en la pantalla del monitor de la computadora, comenzó a masturbarse hasta tocar el nirvana.

Checo llegó alrededor de las diez de la noche. Fernanda lo esperó con el vestido nuevo: negro y elegante. Maquillada a la perfección. Envuelta en un perfume intenso de Givenchy.
- ¿Iremos a cenar? – le preguntó, sonriendo, más cariñosa que nunca.
- ¡Estoy lleno! – enfatizó él. – Creo que mejor iré a dormir.
- ¡Amor!, ¿acaso estás loco? ¿Crees que me he puesto linda para ti para que me digas que irás a dormir? – y se sobaba la panza. – Vamos por una copa de vino.
- ¿Y no estás prohibida de tomar alcohol?
- Una copa de vino no le hace mal a nadie, mi amor. Vamos, ¡hagamos un brindis por tu cumple! Te he esperado toda la tarde, ¡no te pases, pues!; quiero engreírte toda la noche.
Y se fueron a Cala: Checo con esa molestia natural, sin ocultar el pesar en el rostro. Y Fernanda, con una mirada de superioridad; como si es que diese a entender que, sólo esa noche, ella iba a tener el control de absolutamente todo.
- ¡Feliz cumpleaños, mi amor! – exclamó ella, alzando una copa de vino blanco. – Nuestro baby y yo te deseamos todo lo mejor. Sabemos que este es apenas el primer cumpleaños que celebraremos juntitos de muchos, muchísimos, que están por venir. Porque, sí, mi amor, yo estaré contigo toda mi vida.
- Gracias, guapa. – respondió Checo, envuelto en hipocresía, deseando que las palabras de Fernanda no se cumplan.
Al llegar a casa, terminaron haciendo el amor. Cuando Checo se quedó dormido, los demonios volvieron a apoderarse de Fernanda: Veía a su esposo ahí, roncando, de costado, envuelto en ese descaro al fingir que nada ocurría, que todo estaba bien, que si por él fuera, sería capaz de dar su todo por esa familia que, precoz aún, estaban a punto de formar. Entonces, casi por inercia, no pudo con ella misma, con esa bilis que envolvía sus entrañas. Se levantó de la cama de un salto. Presurosa, se dirigió a la cocina y, de la alacena, sacó un cuchillo de picar y una servilleta de tela. Luego, fuera de sí, buscó algunos cables: Uno, lo cogió del televisor, otro, de su laptop; otro más del cargador del celular y uno último, de uno de los parlantes del equipo de música. ¿Seré capaz de hacer todo esto?, se preguntaba, mordiéndose los dientes, con la respiración agitada, mientras volvía a entrar a la habitación donde estaba Checo, tendido, murmurando entre sueños. Sin despertarlo, minuciosamente, amarró cada una de sus extremidades con las patas de la cama. Lo miró una vez más. Es lo que te mereces, hijo de puta. ¿Me quisiste cagar, perro?, se decía, con el puño de la mano izquierda entrecerrada, y con el otro cogiendo con fuerza el cuchillo que alimentaba el morbo. Se acercó a él y, con un movimiento violento, le introdujo la servilleta de tela en la boca. En ese preciso instante, Checo abrió sus ojos y, en vano, trató de levantarse de un salto. Ahora, mi amor, tendrás que aprender tu lección, ¿ya?: No se hacen travesuras con tu esposita, ¿entendiste?, le decía, mientras le mostraba el inicio de su fin. Con Checo retorciéndose, gritando a la nada, Fernanda clavó el puñal en el pecho de su cónyuge. Para ser más precisos, en el lado izquierdo, exactamente en el centro del corazón. No contenta con ello, como si fuese un pollo a ser degollado, lo cogió del pescuezo aplicándole la dosis vengativa y, casi escuchando el filo del cuchillo, pasó el filo del arma en la yugular. Finalmente, cual espectadora sentada en la platea, retrocedió unos metros viendo cómo él trataba de desenredarse, de fugar, de emitir una súplica, de gemir. Terminé contigo, hijo de puta, sentenció; largándose de la habitación que se inundaba en sangre.

Al día siguiente, sin rastros de lágrimas, tomó desayuno en casa. Subió al segundo piso y ni se inmutó cuando vio el riachuelo de sangre que salía de aquella aborrecible habitación. No se cambió de vestido; no se dignó a entrar a la alcoba. Más bien, manejó hasta el Jockey Plaza. ¿Qué haría ahora? Pues fácil: Reventar la tarjeta de crédito. Saliendo del cine, entró a un supermercado y ahí compró una congeladora que, ofreciendo a los trabajadores una buena propina, se la dejaron esa misma tarde en casa. Al llegar, por fin se resignó a entrar a la habitación maldita. Dejando un camino ensangrentado, arrastró el cuerpo níveo hasta el garaje. Luego, con agua, lejía y ácido muriático limpió la sangre de la habitación y fue minuciosa al eliminar toda huella colorada. Posteriormente, vendría lo que, en un inicio, parecía ser lo más difícil: Sin embargo, Checo había perdido peso y no fue tarea complicada levantar el cadáver y meterlo en la congeladora, ya instalada, que acababa de comprar.
Tuvo que esperar unos días para recién tomar acciones: Había pensando en incinerar el cuerpo y luego botar los restos en algún lugar descampado para, finalmente, informar a la Policía que su esposo había desaparecido. Sin embargo, descartó la idea cuando leyó las cláusulas del contrato del seguro de vida que, hacía apenas unas semanas, Checo había firmado: Ahí, se establecía que, en caso de desaparición, los beneficiaros tendrían que esperar seis años para recién poder cobrar lo pactado. ¡Una eternidad! Por eso, el instinto más asesino y desdeñable de Fernanda la obligó a volver al mismo supermercado y, en esta oportunidad, compró una sierra eléctrica y cuatro coolers. Sin piedad y envuelta por una posesión diabólica, prendió la sierra y cortó cada una de las partes del cadáver de su marido. Como el cuerpo tenía días de congelado, todo se hizo más fácil. Es como cortar madera; podría ser una gran carpintera, ¿qué dices tú, hijito mío?, se preguntaba, mientras se daba un respiro y hablaba con su vientre, tocándolo sin cariño. En un cooler, puso el tórax; en otro, el cráneo; en otro, los brazos; y en el último, las piernas. Luego, sólo quedaba dejar las evidencias en algún lugar visible, hacerse a la víctima, llorar, mostrar una imagen de beata sufrida y evitar demoras en el cobro del seguro de vida.
Ambos fuimos unos hijos de puta, pensó, mientras se disponía a dejar los pedazos del cuerpo en la carretera.

Jesús Barahona.
"La tristeza del azar". Página 123 ©

(Javier Arteaga, tras sustraer medios probatorios incriminatorios. Lima, 2019)

Javier Arteaga viene a este spá de vez en cuando, saliendo de la oficina. Comenzó a venir cuando terminó con María Pía, una enamorada de las épocas intensas de la Universidad que, buena ella, toleró su bipolaridad y rabietas durante más de dos años y decidió ponerle fin a la relación cuando, una tarde, después de una tarde de sexo desenfrenado, Javier olvidó ponerle seguro a la puerta del baño de su habitación y, al entrar ella, lo encontró con la tarjeta de crédito en la mano, próxima a llevársela a la nariz, y en ésta, una cantidad no menor de cocaína. Cuando lo increpó, Javier, fuera de sí, la cogió de los hombros y la empujó contra la pared. “No te metas en mi vida, perra”, enfatizó, con ojos desorbitados, señalándola con odio, luchando contra él mismo, y dando un puñete contra la pared que María Pía supo esquivar y quien lo miraba asustada, inhibida, con las lágrimas cayendo de sus ojos, pero tan temerosa que ni se atrevía a sollozar. Tras ese episodio, María Pía supo que Javier estaba enfermo y que, para más yapa, era un coquero de cojones. Ella sabía que, por más que él prometía que sería un gran abogado y que a los treinta años su sueldo le iba a permitir vivir como un duquesito y engreírla en sus demandas de viajes y joyas de Cartier, la locura (y la droga) terminaría por consumirlos. “Lo que hiciste fue demasiado. No me busques nunca más”, le escribió en un mensaje de texto ni bien ella logró safarse. Y, por más que Javier, días posteriores y a veces entre lágrimas, trataba de buscarla en su casa o después de clases, ella siempre encontraba la manera de esquivarlo y contestarle con el silencio hasta que, en las vacaciones de medio año, consiguió hacer un intercambio académico y estudiar un par de ciclos en una Universidad de Nueva York.
Cuando Javier le contó a Pascarella sobre su ruptura con María Pía, éste, con una sonrisa de viejo cazurro, le recomendó que acuda a unas sesiones de masajes en The Lord: “Verás que encontrarás unas conejitas tan apetecibles que te las querrás comer en fudge”. Se ubica en el corazón de San Isidro, a pocas cuadras del Centro Empresarial. Es un spá donde todos se conocen; donde cada uno sabe los secretos del otro. Vienen empresarios mayores, banqueros, abogados de estudios prestigiosos, caballeros de alta sociedad que, al querer escapar de la rutina de la esposa, se refugian en esta cuna, “The Lord”, donde uno no sólo encuentra placer en las piscinas temperadas o en las cámaras de vapor, sino, en las anfitrionas quienes, con el afán de codearse con la Lima privilegiada, son capaces de satisfacer cualquier instinto. Por lo general, son universitarias que se toman un respiro después de las clases y que fácilmente, en una noche, pueden ganar hasta dos mil dólares y, por ahí, algún puesto de secretaria o practicante. Se pueden reconocen qué señoritas hacen servicios de únicamente masajes y quiénes ejecutan con ahínco los oficios del placer: Las que sólo realizan masajes están uniformadas con ropa suelta, como de enfermeras. Las otras, con vestidos pegados y cortos. Evidentemente, las primeras no son muy agraciadas, pero tienen unas manos de algodón. A Javier lo conocen todas: Las chicas de la buena y de la mala vida y nunca dudan en saludarlo o en pedirle que les invite una chela helada.

Pero esta noche Javier anda relajado. Es sábado. La noche no está en su punto, apenas son las nueve y Javier ha decidido acudir al spá por masajes y depilación de bellos en la zona más sensible de un caballero, sureña al ombligo, antes de irse a Dalí y embriagarse (con suerte) en los brazos de alguna veinteañera (y, con muchísima más suerte, si es alumna de él). Mientras Javier se acomoda en la barra del bar y pide un Gin de arándanos, se escucha entre las conversaciones adyacentes la muerte de Rafael Simonetti, un empresario de éxito, y que era odiado por su entorno al haber estafado a más de uno disponiendo cheques sin fondos.
De pronto, Javier advierte que su jefe acaba de llegar: Guillermo Pascarella hace notar su presencia en medio de una marcha triunfal, escoltado por uno de sus socios, Roberto Echazú, y su asistente, Diego Cendra. Nunca deja de tener un piropo para cada una de las damas que, casi en fila india, lo saludan con un beso. Con una mirada pícara, Pascarella saluda a Javier y se va con sus colegas, unos señorones quienes, entre el coñac y el humo del tabaco, celebran la muerte de ese tal Rafael Simonetti, aquel empresario textil, cuya esposa, una bella modelo de antaño, había sido el postre de más de un hombre que, entre el glamur y las luces, la cortejaba. Porque así es este mundo: a veces la muerte de alguien puede ser motivo de alegría y mal uno hace en ser hipócrita y hablar bien de los muertos cuando en vida fueron unos reverendos hijos de perra. Los vasos chocan por la muerte de ese empresario con cara de chancho y bigotes rojizos y, enalteciendo su memoria, cada uno de los señorones, entre ellos Pascarella, cuentan las más escabrosas fantasías que tenían con la mujer del difunto, quien, entre su lista de amantes llevaba a un ex presidente. Pascarella, con voz ronca, cuenta chistes y sus carcajadas se tornan exageradas. Es él el quien arma el tono, el que induce a los demás a pecar. De eso se caracteriza Guillermo Pascarella, de ser el que induce a los demás a reír y, a veces, entre un trago y dependiendo de la compañía, puede hasta armar negocios o destruir futuros. Su buen humor seduce a quienes lo ven; recio, elegante hasta en su forma de mover las manos; atractivo pese a la panza, pero con ese toque de sofisticación y melodrama, como dando a entender a quienes lo rodean que él es superior. Cuando dicta las cátedras, en cambio, es diferente: formal, pulcro hasta en su forma de abrir la puerta del salón; galán y envuelto en ese perfume de fineza que, basta una sonrisa, para que una alumna acepte tomar un café, primero en el Starbucks de la Universidad, y luego, para aclimatar una noche que la disfraza en doctrina jurídica, a pasar a un restaurante como el Maras del Westin o el Perroquet del Country Club, y sellar ahí a una nueva víctima juvenil quien, hechizada por el glamur y la inteligencia suprema de ese maestro del Derecho, sea susceptible en ser manipulada.

Tras un buen rato, Javier se mete en la piscina temperada. Sin embargo, es en ese momento preciso en el que la música de fondo se detiene y se escucha un grito histérico, proveniente de una de las cámaras de masajes que, como una ola maldita, comienza a acercarse al salón principal. Se trata de una de las masajistas que dan placer. Su nombre, Ximena. Entonces, todos la rodean y ella no para de llorar; las manos en la cara, desconsolada. En un momento, parece balbucear algo, pero resulta siendo indescifrable y, tras ello, cae al piso, desmayada. Al advertir la escena, Javier sale de la piscina de inmediato. Encuentra a Ximena helada; toca su cuello y nota su pulso lento.
   – Le estaba haciendo masajes a Guille. – comenta Alejandra, una de sus colegas.
   – ¿A Guillermo Pascarella? – pregunta Javier, ojos bien abiertos.
   – Ajá. Acababa de llegar el señor y esta vez le tocaba a Ximena atenderlo.
Diego Cendra, asistente de Pascarella, el más cercano a él, le confirma que sí; que en efecto, de existir escándalo, Guillermo Pascarella estaría involucrado. Pascarella no sale a escena; por momentos, piensan que, de repente, el viejo ha querido propasarse; que, de repente, ha intentado hacer algo prohibido que ha ofendido a la dama, pero, ¿algo podría ofender a una puta, por más cara que sea la pendeja?
   – Ni modo. – anuncia Javier. – tendremos que buscarlo.
Las señoritas, todas en círculo, alrededor de Ximena, lo miran con extrañeza, como diciéndole que, si acaso necesita ayuda, no cuente con ellas.
   – ¿Lo acompaño Doctor? – pregunta Diego, firme.
Y suben hasta el segundo piso tratando de detener el andar. El pasillo es lúgubre, con cuadros de mujeres en las paredes. Los cuartos están cerrados; una alfombra roja determina el camino hacia la llama del placer. Entre ese paso lento se miran de reojo y ambos saben que las cosas no están bien. Es una suerte de intuición que se va reflejando en cada uno de los pasos. Entonces, se topan con la habitación, es la única que está abierta. Adentro, se percibe un olor asquiento, entre alcohol y un aroma peculiar, como moho. En la mesita del costado advierten dos vasos de whisky, una caja de Sildenafilo, latas de Red Bull y pacos de cocaína. La tina, en una esquina de la habitación, está a medio llenar. Lo que vieron en la camilla de masajes, sin embargo, fue tan traumático que hasta el rabo del demonio resultaría siendo una obra de arte: Pascarella echado, totalmente desnudo, tieso. Con los ojos abiertos cogiéndose el pecho, sin respirar. Al parecer, fue testigo del rostro de la muerte. En sus fosas nasales y en la boca hay una especie de vómito verdoso y espumoso. Está boquiabierto, una gota de sudor le baja por uno de sus pómulos. Diego y Javier son testigos de cómo esa piel comienza a tornarse pálida, amarillenta.
   – Mierda… – susurra Javier.
Diego sale disparado y una arcada lo asalta en el pasillo. Javier, estupefacto, no es capaz de moverse de ahí. ¿Estará muerto?, se interroga. Con la mano temblorosa, coge la muñeca de su jefe y la siente tibia aún. Pero no hay pulso, no hay vida.
   – ¿Qué hacemos? – pregunta Javier. – ¡Está muerto!
   – ¿¡Qué cosa!? – exclama Diego. – ¿¡Es.. es… está Muerto!?
   – Sí. Está muerto. – reafirma.
Y esas dos palabras, está muerto, son escuchadas por las paredes del pasillo. De reaccionar, tienen que hacerlo de inmediato. No sería extraño que algún inoportuno entre en pánico, llame a la policía, a los periodistas y que, entonces, las circunstancias y el escenario de la muerte de Guillermo Pascarella, el ex ministro e intachable abogado, se sepa en todo Lima. Pese a que no llora, las manos de Diego tiemblan. Si, acaso, algo enseña Pascarella a sus pupilos es que uno no debe de llorar frente a una crisis; que más vale accionar con la Ley o sin ella; que hay que fugar de ser necesario; que hay que moverse, entre el piso de cemento o estiércol; que hay que subir al Paraíso o bajar al mismo infierno, pero hay que actuar.
   – ¿Y si nos llevamos el cuerpo? – interviene Diego, ahora con los ojos bien abiertos, tratando de controlar el pasmo. – ¿Usted se imagina el escándalo que suscitaría si esto se filtra en los medios? ¡La reputación de su estudio se desprestigiaría, se iría a la mierda! ¿Qué pensarían de nosotros? ¿Los casos? ¿Los clientes?
Javier no se conmociona; no puede ponerse nervioso, se muerde los dientes para controlar sus emociones. Alguna gente, desde el pasillo, escucha los susurros.
   – ¿Dónde lo llevamos? ¿A su casa? ¡Su mujer nos mata! ¿Al estudio? ¡Las cámaras de seguridad de la torre nos registrarán! – piensa Javier, en voz alta.
   – A su departamento, Doctor. – dice Diego, contestando rápido, por instinto, guardando el miedo en sus entrañas, mirando el cadáver con asco, pero aparentando que la calma regresa a él tras un suspiro. – A su “cuevita de soltero”, como él lo llamaba. Lo cambiamos, lo llevamos hasta allá, y luego llamamos a la policía aduciendo que sufrió un infarto.
   – Mover el cadáver del lugar de deceso constituye un delito. Pero, ¿y la autopsia? – pregunta Javier, entrecerrando los ojos; odiando a Pascarella con todas sus fuerzas por haber sido tan cabrón de morirse justo así, en esas circunstancias putañeras. – Se determinará que falleció por una sobredosis y eso es lo que queremos evitar. ¡Si esto se filtra, nos iremos al carajo!
   – ¡Por favor, Doctor Arteaga!, tenga en cuenta que se trata de Guillermo Pascarella. – y mira a Javier con intensidad. – Déjeme hacer un par de llamadas y haremos que esto salga como el Doctor hubiese querido.
   – Confiaré en ti. – sentencia Javier.
Y sale de esa cámara de masajes no sin antes volver a ver a Pascarella: El cadáver comienza a secarse. Ve el sexo del muerto, semi-erecto. Piensa que, de repente, Pascarella ha planeado su muerte; piensa que esa muerte ha sido tan perfecta y compatible con la personalidad de su jefe. Echando un último vistazo a ese vómito verdoso, sin piedad, sabe que, ahora, es él quien tendrá que correr esa ola maldita en la que se entremezcla el bien y el mal.
Sale al salón principal, calma a la gente, explica todo; reúne a los amigos más cercanos de su, ya, ex jefe.

No tomó mucho tiempo cambiar al cadáver. Fue Diego Cendra quien lo hizo. Le acomodó el traje, hizo el nudo perfecto en la corbata dorada de seda; el reloj, los gemelos de oro rosa, el anillo de pelo de elefante y unas gotas de Polo de Ralph Lauren.
Las chicas, todo el personal de The Lord, salen del local. El administrador se convierte en cómplice.
   – Sacaremos el cadáver y lo llevaremos a otro lado. Nadie puede enterarse que Guillermo Pascarella frecuentaba este lugar, ¿te queda claro? ¡Nadie! – explica Javier al administrador, un alemán que, ahora sí, comprende a la perfección el castellano. – Si esto se filtra puedo hacer que de una patada en el culo migraciones te bote del país, ¿está claro?
   – Queda claro, Doctor.
   – Ahora, apaga todas tus cámaras de seguridad. Elimina todo registro de hoy.
Antes de evacuar, Javier reúne al entorno de Pascarella. Las personas de poco confiar, algunos confundidos y otros clientes que ni se percatan del escándalo, son invitados a salir del local.
   – Plantear otro escenario mortuorio es la idea más idónea, mi estimado Doctor Arteaga. Cuente conmigo. – dice Roberto Echazú, elocuente y calmado, amigo íntimo y socio de Pascarella.
   – ¿Seguro que estaba muerto? – interviene el administrador.
   – Con sesenta años, un kilo de coca y sexo, ¿qué corazón podría resistir, a ver explícate? – contesta, altanero, Javier. – Si quieres, puedes ir a darle respiración boca a boca a ver si resucita.
Y tras esas palabras, Javier se santigua. Se siente poseído por esa mezcla de adrenalina y vehemencia. Pero poco tiempo tiene para reflexionar; tiene que mover las fichas como su jefe hubiese querido.
   – Si alguien se entera lo que pasó acá, no solo me jodo yo, nos jodemos todos, ¿entendido? – vuelve a advertir Javier.
   – En lo absoluto, Doctor. – dice Echazú, y todos los presentes asienten. – Estamos con usted, cooperaremos en los necesario. Si gusta, puedo hablar con el Ministro del Interior para que…
   – ¡No! – exclama Javier. – Mientras menos gente se involucre, mejor.
A veces hay que ocultar la ética, la fraternidad o el sentimiento. A veces, simplemente, con tal de salir airoso; con tal de cometer un crimen o limpiar la sangre en una escena de terror, uno es capaz de olvidarse del recuerdo, del sentimiento. Ser un desgraciado, un hijo de puta, sólo se logra con entrenamiento, con golpes, con vanidad extrema y con una inevitable posesión de esa bestia que te impide mirar a los lados si es que, finalmente, el propósito será atesorado.
Cuando Diego Cendra anuncia que el difunto ya está cambiado y limpio, Javier acomoda el Roll Royce en el estacionamiento interior del spá. Con las luces apagadas, Cendra y Echazú cargan el cadáver hasta el auto. Lo meten y de inmediato suben: Todos en la parte de atrás, cada uno al lado del muerto. Javier sale del estacionamiento. Suspira. Controla la tembladera en la mano. Y maneja a toda velocidad.
   – Sólo falta que tengamos tan mala suerte que nos pare la policía, la puta que me parió. – comenta.
Pero nada sucede. Cendra guía a Javier. Cogen la Javier Prado, bajan por la Avenida Olguín, entran a Encalada y desembocan en Alonso de Molina, a pocas cuadras de la UPC. Cuando el vigilante ve el Roll Royce, abre, casi por inercia, el portón del estacionamiento. Antes de que lo saquen, Javier verifica si es que existen cámaras de seguridad: No hay ni una. Emite una señal y sacan al muerto. Echazú y Cendra lo llevan como si se tratase de un borracho que no puede caminar. Presionan el botón del quinto piso y suben, arriesgándose de que alguien detenga el ascensor. Llegan al quinto piso y, de los bolsillos del pantalón del cadáver, sacan el único manojo de llaves. Entran. Las luces apagadas; al parecer, no hay nadie. Es la primera vez que Javier ingresa a ese departamento: Un decorado vivo; cuadros de mujeres desnudas por todos lados. Prefieren no dejarlo en la sala, así que ingresan a su habitación: Dejan al cuerpo tendido en la cama. Por los moretones que le aparecen, notan que la sangre comienza a coagularse; tienen que actuar rápido. Pese a que Cendra lo limpió, aún en la boca y en las fosas nasales, hay rastros de aquel vómito verdoso.
   – ¿Eso es todo, Doctor? – pregunta Echazú.
   – Todo. – Javier suspira.
Y salen del departamento.
   – Sólo tenemos que estar atentos; te encargarás si el cuerpo pasa por la morgue, ¿okay? – Javier se dirige a Diego.
   – De eso, ni se preocupe. – contesta él, ya seguro, emitiendo un gesto peculiar, como arrepintiéndose de haber sido tan maricón en un inicio.
Bajan por las escaleras y se dirigen al estacionamiento. No pueden evacuar por la puerta principal, pues las cámaras de seguridad de recepción podrían registrarlos. Antes de salir, Javier se percata que Stephanie, la estudiante que, no hace muchos días ha estado en la oficina de Pascarella, hace su ingreso al edificio y saluda al portero.
   – Deténganse un segundo. – ordena.
Cuando ve que ella ha tomado el ascensor, da la orden de salir por el portón. Rápidamente, toman un taxi y se dirigen a la torre del estudio de abogados, en Miraflores. Los celulares prendidos, la agenda de contactos dispuesta a todo y con un cintillo de alerta. La autopsia, las diligencias, las declaraciones policiales y demás formalidad barata tendrá que estar controlada. Después de todo, hay caja chica; si eso no procede, el miedo o la fuerza tendrá que ser utilizada. A veces la burocracia o los cadetes no saben con quién están hablando y hasta se ponen faltosos. Pero esto es el Perú: Un fajo de billetes calla la boca a cualquiera; o de lo contrario, una mirada penetrante o una pistola en la sien.
Los tres, se escabullen entre la noche. Nadie dice nada en el camino. Echazú y Cendra son fríos, con la personalidad perfectamente maquiavélica que te conduce al éxito. De pronto, a Javier le envuelve una ola de recuerdos. No hay tiempo para llantos; ahora, sólo tienen que esconderse entre la noche.
   – Buen trabajo, muchachos. – dice Javier, de pronto, encendiendo un cigarrillo en el taxi y exhalando el humo que se entremezcla con la neblina.

En la torre sólo están los tres; las demás oficinas están vacías. Cendra y Echazú están con el celular pegado a la oreja y susurrando el nombre de Guillermo Pascarella. Javier, en el ordenador, improvisa la redacción de un comunicado de prensa.
La policía ya actuó: Cuando Stephanie ingresó al departamento, entró en un cuadro de pánico y trató de darle respiración boca a boca a su amante. Al ver que no reaccionaba, llamó a Alerta Médica y los paramédicos confirmaron el deceso: “Ya tiene horas de fallecido señorita”. Entonces, entre sollozos y gritos, llamó a la comisaría de Santiago de Surco. A las pocas horas, llegó el Fiscal. Levantaron el cadáver en horas de la madrugada y lo trasladaron al tanatorio. Para esto, Cendra ya había resuelto todo. Bastó una llamada al director de la morgue, cuyo número Pascarella lo guardaba en una agenda negra a la que, ni siquiera Javier, tenía acceso.
   – Personalmente me encargaré de efectuar el depósito de lo pactado; pero el documento tiene que emitirse y bajo los parámetros que ordeno ¡ahora! – enfatizó Cendra.
Y así, cuando el cadáver llegó a la morgue, el informe forense y el certificado de defunción ya estaban firmados: Muerte natural; infarto fulminante. Sin embargo, la policía interrogó a Stephanie por más de dos horas hasta que, de pronto, el Comandante Valderrama indicó a sus subordinados que detengan todo; que registren la declaración de la señorita, pero que no continúen ni comuniquen nada a la Fiscalía; que ya había sido informado por el médico de cabecera que Guillermo Pascarella sufría del corazón y que, esta vez, probablemente entre la combinación maldita de la edad y el estrés, le vino un cuadro de hipertensión que desembocó en un infarto.

   – En estos momentos la esposa ya debe haberse enterado. – comunica Cendra, ya entrada la madrugada.
   – Usted nos indica el momento en el que llamemos a la prensa, Doctor Arteaga. – interviene Echazú.
Ambos son herramientas útiles para los propósitos de Javier: Roberto Echazú es obediente y draconiano cuando tiene que actuar. Mirada seria, como todo abogado penalista. Es hábil para planear absolutamente todo. Conoce a los magistrados del Poder Judicial y procede como le ordenan. Es inteligente; encuentra los cinco pies al gato y es capaz de destruir cualquier argumento que, frente a ojos de los demás, podría ser evidente. El caso más emblemático que ganó fue hace quince años, cuando aún el Código Penal no había sido modificado. Entonces, tuvo que defender a un empresario minero homosexual quien, absuelto del delito de evasión tributaria, posteriormente, se le procesó por violación a menores de edad; canillitas que se prostituían en las callejuelas del Callao. El delito, en efecto, había sido consumado; el acusado había confesado cada una de sus fechorías, pero Echazú, abogado inescrupuloso, limpió las bolas de excremento que estaban en escena. Convenció al Fiscal de archivar el caso utilizando dos argumentos brillantes: El primero, que las víctimas no tenían representación legal; el segundo, que, remitiéndose a las declaraciones otorgadas a la Policía, el acusado afirmaba ser homosexual pasivo y que, al ser así, “jurídicamente”, estaba imposibilitado de penetrar, de violar; en otras palabras, de cometer el delito imputado. Los argumentos procedieron quedando archivado el proceso en medio de una paupérrima investigación preliminar.
Diego Cendra, por otro lado, bordea los treinta. Guillermo Pascarella lo conoció cuando fue Ministro de Economía. Cendra era bachiller en Ciencias Políticas en la Católica y era el practicante del Secretario General. Era flaquito, alto, tocaba guitarra y no se privaba de unos porros los fines de semana. “Cambia esa cara de cojudo, carajo”, solía decirle Pascarella, cuando entraba a la oficina, y Cendra apenas sonreía con timidez redactando oficios o proyectos de Decretos Supremos. Pero hubo una época, por órdenes superiores, en la que Pascarella tenía que fumigar a cuanto político contra el régimen fuese necesario. Ahí, contrató a Diego Cendra como su asistente. Diego lo seguía de arriba abajo; cargaba el maletín de cuero y, a veces, hasta hacía de chofer. Incluso, sólo Cendra tenía acceso a lo que se denominaba “la agenda negra”, en la que se guardaba los números de prostitutas de lujo, de embajadores, de los más altos jefes del Ejército, de sicarios colombianos, de ex presidentes, o, es más, hasta de algunos brujos que trabajaban para los políticos. Cendra estuvo presente la oportunidad en la que a Pascarella le llegó el video de un político de extrema izquierda con apellido quechua, recibiendo dinero de Venezuela para su próxima campaña presidencial. Antes de presentar las imágenes a los medios de comunicación, se reunieron en el café Haití con un vidente, como lo llamaban, el profeta de América, Reinaldo Dos Santos, quien por esos meses había llegado a Lima alertando un próximo terremoto. Le pagaron en efectivo mil dólares por una consulta y preguntaron la conveniencia de presentar el video altamente susceptible de críticas. “Si esto sale a la luz, se armará tal escándalo que no hay duda de que usted será el próximo Premier, Doctor Pascarella; y es más, en las próximas elecciones, y si se hacen las cosas que yo indicaré, Keiko, la candidata de la derecha ganará y hasta le ofrecería la Embajada de Londres”, dijo Reinaldo, con ese dejo de entre brasilero y mexicano. “Cojonudo, cojonudo. Diego, entonces tú te pasearás por todos los medios, radiales, escritos, televisivos o los que chucha fuera y yo me encargaré de dar el rebote, ¿te queda claro?”. Y así fue. Pascarella, entonces, le compró a Cendra trajes finos en las más refinadas galerías de la Avenida Conquistadores y camisas hechas a su medida en La Casa España. Cendra se encargó de ir a cuanto canal fuese necesario jugando el papel de ciudadano leal, dando entrevistas a medio mundo y declarando a la prensa sobre la bochornosa situación en la que aquel político, cholo pero con aires de grandeza y deseos de querer ser presidente, estaba siendo financiado nada más y nada menos que por el gobierno de Venezuela para que, de esa forma y si salía elegido en las próximas elecciones, como decía Cendra en sus entrevistas, este país retroceda cien años luz instaurándose una dictadura, como sucede en Cuba, a causa de la imposición de políticas económicas tan insultantes como son las restricciones al libre mercado. A la semana siguiente, Pascarella daba los rebotes luciendo un aire afrancesado. A los pocos meses, a raíz de aquel escándalo, el gobierno atravesó una crisis; hubo cambio de Ministros, y Pascarella fue elegido Premier. Como fueran las cosas, Diego Cendra consideraba un maestro a Pascarella. Su mentor le enseñaba de la vida y le impuso a no temblar ante la toma de decisiones. Jamás paraba de repetirle que sólo sin sentimientos de culpa uno es capaz de ganar cualquier batalla. Diego aprendió todo eso y, con el paso del tiempo, hasta comenzaba a negociar con el destino. Si bien Javier era el cerebro de Pascarella, el abogado treintañero que armaba una estrategia, Diego era quien tenía la llave de herramientas: Le reservaba a su jefe los hoteles, los vuelos, las citas con el urólogo en la Anglo Americana. Él era el encargado de investigar profundamente a cada una de las amantes o de las prostitutas del Emmanuelle de San Isidro, el exclusivo paraíso para empresarios acaudalados, con las que Pascarella se acostaba. Con el tiempo, Cendra comenzó a ser bueno con los negocios y astuto mover sus fichas. Por eso, no pocas veces, se reunía con los sicarios con los que, tras la entrega de un maletín negro y un fuerte apretón de manos, cerraban un negocio para que ellos descuarticen o, por lo menos, metan un buen susto a algún cliente descarado o algún testigo cuya presencia no convenía dentro de un proceso.
   – Acabo de mandar el comunicado de prensa. – anuncia Javier; casi cuando el cielo de Miraflores comienza a encenderse.
   – Déjeme hablar con uno de los directores del canal del Estado. – interviene Echazú, taza de café en la mano. – Para que le rindan un pequeño homenaje al Doctor, ¿no cree conveniente?
   – Puede ser, puede ser. – dice Javier. – Esperemos mejor hasta el lunes. Domingo no conviene.
   – Me informan que la esposa acaba de recoger el cadáver. El velorio será hoy a partir del mediodía en la Iglesia Virgen de Fátima. – dice Cendra, con el iphone en la mano. – Es más, El Comercio acaba de colgar en su portal web la noticia; invita a familiares y amigos al velorio.
   – ¿Iremos, Doctor? – pregunta Echazú, sentándose en uno de los sofás de cuero, cogiéndose la frente.
   – ¡Por supuesto! – contesta Javier; mirada entrecerrada, con un cigarrillo en la boca. – Si la Policía no emitió informe al Ministerio Público y si el Acta de Defunción esclarece muerte natural, ¿qué nos imposibilita ir al Velorio?
Imaginar que un abogado reconocido, ex Ministro de Economía, hombre pulcro y con sonrisa eterna en las revistas sociales, falleció en un spá donde se ejerce la prostitución clandestina, y peor aún, en medio de un ejercicio sexual, implicaría un bochorno y el cuchicheo en los cafés por décadas. Amanda, su esposa, no volvería a pisar la calle, ni mucho menos los gimnasios del club o los cocteles en las embajadas, con las amigas de toda la vida. El chisme se esparciría por todos lados. Pero no sólo Amanda sería señalada en Lima: También los hermanos de Pascarella, los hermanos de Amanda, los tíos, los sobrinos, los cuñados, los primos, los primos de los primos. La reputación del estudio de abogados declinaría y la cartera de clientes se iría al hoyo. Porque después de todo, nos enteramos del día a día de la alta sociedad en las tertulias en los cafés de Chacarilla, en la que una amiga le cuenta a otra sobre la esposa de una tercera, sí, esa misma, la hermana de Soledad Briceño, que, ¡ni te imaginas, reina!, le descubrió a su marido que tenía otra. Una noche, el muy vivaracho de Robertito Villegas llegó a casa con la camisa manchada de colorete y oliendo a perfume barato, sí, pero shhh, era perfume de puta, reina. Y, ahora, ¡pobre Soledad!, está en pleno proceso de divorcio. Al pobre Joaquincito le hacen bullying en el colegio; tú sabes cómo son los niños, y me da tantísima penita que todos los papis del Markham ya lo saben, ¿puedes creerlo?

Casi a las ocho de la mañana, Echazú y Cendra salen de las instalaciones de la torre. Javier se queda un rato más. Entra a la oficina de Pascarella y siente que el tiempo se detiene: El escritorio tallado en Europa; la caja fuerte; el mini bar con botellas de whisky; la laptop liviana; en uno de los ceniceros, un pucho; los expedientes, los testamentos (en los que se encuentra el de Javier); el sofá de cuero; la mesa central de caoba. Siente un leve escalofrío al ver las fotos de su jefe: Cuando juramentó como Ministro, cuando juramentaba ante el Colegio de Abogados de Lima. Esas fotos de los años luz, cuando vino George W. Bush y se tomó una foto con él en la embajada, y otra, la vez que Bill Clinton dio una conferencia en la Universidad y fueron a cenar a La Romántica. Su sonrisa, sus ojos de éxito, la mirada penetrante que hechizaba.
Por fin, una lágrima recorre las mejillas de Javier. Se sienta en el escritorio y solloza. Recuerda, entonces, ese primer día en el que trabajó con Pascarella, aún de practicante, y él le regaló un libro, “El Príncipe”, de Maquiavelo. “Será tu biblia”, le dijo, y escribió una dedicatoria arrogante: “Para Javier, iluso joven, de su, por siempre, profesor”.


Jesús Barahona.
"La tristeza del azar". Página 23  © 


Todos somos adictos a algo. A un estímulo que nos alimenta de dopamina. O que engrandece nuestro ego. O que, simplemente, nos permite ver el mundo más feliz, entre un cielo de colores y bajo un eclipse. Me considero un adicto empedernido al café. Pero no a cualquier café. No, señores; en eso sí soy muy exquisito. Nada de cafesuelos de medio pelo o instantáneos. Nada de Cafetal, o Kirma, o Nescafé, o esos cafés de diez lucas la bolsa que, al ponerlos en la cafetera, pareciera que uno echase tierra de cementerio. Para eso, mejor agua con lodo. Cuando hablo de café me limito a hablar de un Britt en Dark Roast, o de uno orgánico colombiano, o uno que expulse un aroma invasor cuando es preparado en cafetera italiana. En lo particular, no me gustan los cafés con esencia, de esos que pasaron por un proceso de tostado entre la vainilla o el chocolate o la canela, como algunos de Villa Rica. Para mí, el café tiene que estar en su máximo esplendor: Amargo, intenso, ligeramente cítrico y con un aroma que, al ingresar a las fosas nasales, sea capaz de producirte esa taquicardia adrenalínica, tanto o más, como cuando uno entrelaza la mirada con un ángel disfrazado de mujer.

Diría que mi dosis de cafeína se encuentra directamente relacionada con mi humor y contrarresta mi bipolaridad natural. Sin café por las mañanas, soy un ser ermitaño, con mala cara, sufriendo la resaca de todo lo vivido, soportando un dolor intenso que apuñala mi sien. Me convierto en el ser más despreciable de la tierra. Suelo estar con la mirada perdida o inyectándola en un solo punto, sin responder saludos y queriendo, simplemente, que alguna (divina) bala perdida acabe conmigo. Los peores días son los sábados en los que no hay café y, sumado a la resaca de un viernes, la jaqueca hace que los pensamientos suicidas se apoderen de mí. En esos momentos, no quiero ver a nadie, no sentir la presencia de nadie, no escuchar nada, no ver la luz. Sólo me provoca sentarme en el sofá, cortinas cerradas, silencio absoluto y mirar la nada. Mis mucamas saben de todo eso y pueden interpretar mi humor. Y, por lo general, cuando existe el quasi delito de no tener reservas de café, las reúno a todas. A toditas, en filita india, con el uniforme impecable. E improviso un discurso retorcido, jalado de los pelos, exagerado, a lo que ellas, mudas, me escuchan perplejas, pensando seguramente (y sin equivocarse) que soy un loco del carajo.
Y lo que hablo no tiene ni una pizca de exageración. La otra vez, había quedado con Micaela, una chica con un cuerpo espectacular, a entrenar juntos un sábado por la mañana en mi gimnasio, previos a unos helados en Laritza y un posterior almuerzo opíparo en Tanta. Ese sábado, al no tener mi dosis de cafeína y tras mandar a dos de mis empleadas a que, si era posible, se teletransporten (no me interesa lo que hagan; las quiero acá en diez minutos con tres bolsas de café) a Pharmax por mi droga de vitalidad, andaba de tan mal humor que prefería disuadir mi rabia con silencio. Mi celular no dejaba de vibrar con los mensajitos al whatsapp que Micaela me escribía. Al no contestarlos, la bella Micaela, rubia y diáfana, procedió a llamarme al celular. Le contesté. Sin anestesia y apretándome la frente le dije: “No me provoca salir; no me provoca verte hoy; me da lata ir al gimnasio, sudar como un perro y embutirme de carbohidratos. Quiero dormir. Y no me llames; te hablaré cuando yo lo decida. Adiós”. Y colgué sin escuchar lo que ella hablaba al otro lado de la línea. Al poco rato, me llegó un mensaje: “Qué feo lo que me dijiste. Me has hecho sentir mal”, a lo que lo ignoré y seguí sumergiéndome en la jaqueca. Al poco rato, llegaron mis empleadas corriendo. En la cocina, una de ellas abría la bolsa de café, mientras que la otra extendía el brazo, esperando que el líquido de los dioses chorree en mi taza favorita. Y ni bien el coctel reconoció mi paladar, mi cosmología cambió a colores. Entonces, una sonrisa se trazó en mi rostro y sólo me daban ganas de reír, saltar, vivir, improvisar coreografías de Ozuna. Ahí, entre ese éxtasis que explotaba en mi alma, me acordé de Micaela y lo cruel que había sido con ella. De inmediato, cogí mi celular y traté de llamarla. Como era lógico, no me respondió. Llamé una, dos, tres veces. Naturalmente, estaba molesta. Entonces, le dije que quería compensar el daño ocasionado en su sonrisa de diosa. Y es que cuando estoy bajo los efectos de la cafeína, suelo ser engreidor, más de lo que mi personalidad marca, y mi humor se configura para que complazca, de ser posible, a cada ser humano de la tierra. Le dije que estaba dispuesto a cumplir con ella una suerte de reparación civil. Le di luz verde para que la indemnización abarque cada uno de sus caprichos. “Quiero ir a bailar en la noche”, me dijo, tras mi insistencia. “Pero con mis amigas”, agregó. No había más que añadir; le propuse ir a Resident esa misma noche con las amigas que ella escoja y yo subvencionaría la juerga, como correspondía. “¿A qué hora paso por ti, guapa? Esta noche tú mandas”, enfaticé.

Mi adicción a la cafeína es tanto como la inspiración del Daikirí para Heminwgay. Soy un empedernido catador de café y los sábados por las tardes, después de un opíparo almuerzo, encuentro cierta inspiración poética en caminar por los barrios lindos de Lima y caer en algún café. Mis preferidos son los cafés que tengan una terraza acogedora. Un buen libro, una cajetilla de cigarrillos y la garantía de flaquitas lindas que cautiven mis sentidos dan la inspiración complementaria a mi paladar. Cada café tiene una historia y un rincón de poesía: Así, el Haití me hizo revivir las noches afiebradas de Joaquín Camino en “No se lo digas a nadie”. En la Tiendecita Blanca, allá, en el invierno del 2007, cuando apenas tenía dieciocho, solía llevar a una rubia quinceañera a la terraza de ese café. Pedíamos capuccinos con mixtos de jamón y queso y nos quedábamos horas hablando del ser y de la nada; y luego, caminábamos hasta el Olivar de San Isidro y en una de las banquitas, frente a la laguna, fumábamos cigarrillos cogiéndonos las manos y apenas rosando nuestros labios con ternura. En Los Vitrales del hotel Country, entre el café, el vino y los volcanes de chocolate, mi padre me contaba sus anécdotas de aviador, sus aventuras en Buenos Aires cuando era universitario y las caminatas recorriendo Corrientes de la mano de alguna jovencita universitaria estudiante de Filosofía. Esas eran las conversaciones más intensas, risibles e imaginativas que podía tener con alguien, tanto así que me persiguen en mis sueños. Bocatta era un nido tras las salidas al cine con Fiorella. Ahí, alucinábamos viajes a París, Madrid, Barcelona, y ambos soñábamos con escribir una novela que amerite el Nobel. En la terraza de Sarcletti vi llorar a Daniella, cuando pasmada con el celular en la mano, vio un correo electrónico en el que la directora de la Facultad de Derecho le notificaba la improcedencia de recalificación de un examen final de Derecho Minero y, por lo tanto, al haber estado el ciclo anterior en riesgo académico, se le dio de baja. Vi cómo sus lágrimas caían a la taza de café, contaminándolo de sal. Vi sus ojos verdes tornándose colorados; las muecas en el rostro, su cabello rubio ocultándole el dolor. Fue la primera vez que vi a un ángel llorar. En la Folié de Chacarilla, entre un café carente de amargor y un postre tan dulce, no me resistía a la sonrisa sobrenatural de Estrella Roncagliolo; y entre una mirada sutil que le lanzaba cogiéndole las manos, la complacía con chocolates y con esas frases que sólo yo podía improvisar para hacerla sonreír (para que mi memoria capture esa fotografía), sin inhibir mis ganas sobrenaturales de volver a besarla, como una noche improvisada en la barra de Noise, con dosis oceánicas de ternura, como si fuese el beso eterno que describe el torbellino de mi imaginación cuando miro sus fotos o sus stories en Instagram.

Siempre con humildad, puedo decir que preparo un café de los dioses. Yo no me luzco preparando postres o tortas de chocolates o pastas. No señores. Lo mío es el café. Me sale un café de cojones, realmente. Lo puedo preparar en cafetera eléctrica, prensa francesa o cafetera italiana. Yo mismo hago la molienda en el punto ideal; y, tras sentir la esencia, dependiendo del día y del humor, puedo añadirle crema de chantillí encima. Mi padre era empedernido adicto a mis cafés. Para él, escogía uno de Arabia Saudita, aromático y con cuerpo. Después del almuerzo los fines de semana, lo preparaba y la casa se envolvía en ese aroma de vida, y la sobremesa se extendía horas.
En la Universidad, me había enredado sentimentalmente con María Paula Quesada. No eran pocas las madrugadas en las que ella se quedaba de amanecida tratando de entender fórmulas matemáticas dignas de una estudiante de administración. Algunas veces tratábamos de estudiar juntos, en la terraza de su casa, pero no se podía: Nos distraíamos con todo y terminábamos viendo películas y mandando al carajo el examen que teníamos al día siguiente. Por eso, cada uno estudiaba en su casa y las líneas del Derecho Administrativo Sancionador prefería captarlas en el silencio de mi estudio. Sin embargo, algunas noches, en la semana de exámenes parciales, cuando mis horas de sueño estaban garantizadas y las de ella no, sacaba la cafetera italiana y me ponía a hacer el café borde de la medianoche, hora en la que ella tenía la costumbre de despertarse para estudiar toda la madrugada. Tras prepararlo, lo vertía en un termo de metal de Starbucks y me perdía entre las sombras caminando hasta Pharmax del Polo. Ahí, compraba una caja de chocolates Guylian y caminaba hasta su casa, cerca a las faldas del cerro de Las Casuarinas. Ella me abría la puerta, emocionadísima, recibiendo el termo de café y la caja de chocolates, y se despedía de mí con un beso tierno en los labios; y horas después, en la madrugada, solía escribirme algo como “¡Estoy con los ojos abiertos como un búho!, pero me he vuelto adicta a tu café (y a ti)”. De hecho, a inicios del año pasado la encontré en una de las discotecas del sur chico. Ella ya andaba con otro novio y al verme no dudó en invitarme al box en el que estaba. Cuando su novio se fue al baño, le propuse ir a una de las barras. Pedimos chelas heladas y en un momento de la conversa me dijo “No he vuelto a probar un café tan increíble como el que tú me preparabas, ¿te acuerdas?”, y me miró con un rostro coqueto, como diciéndome que aún tenía los rescoldos de la memoria de hacía casi seis años. Y luego, añadió “¡Tenía un aroma único!”, sonriéndome, agregando con coquetería “me gustaba tanto como el perfume que llevas”, y eso lo noté como un signo de coquetería. “Tienes tres segundos para irte, o sino me veré obligado a besarte”, le dije, con una mirada de bandido, como queriéndome dar una licencia de hacer una travesura por el mero hecho de jugar, sabiendo que no volvería a renacer algo entre esa, ahora, administradora exitosa y yo. Y cuando le dije eso ella no se movió. Puso su mentón en una de sus manos, apoyándose en la barra, retándome, sonriendo, acomodándose el cabello castaño, medio ondulado. Y, acercándome, contaba, uno, dos, tres, y la besé. Tras eso, me miró con ojos risueños y yo , indiferente, como quien pone firmeza tras cumplir un objetivo, alegué que tenía que irme. Al caminar sentido contrario, me dijo “en la semana te escribo para ir por un café”. Por supuesto, ninguno de los dos nos escribimos.

Hoy, por la tarde, me dio tanta risa cuando llegué a la oficina y me sorprendió ver a Mary, una de las asistentas del área imitándome bajo los efectos narcóticos de la cafeína: Tecleando fuerte en la computadora, ojos bien abiertos, mirando de cerca la pantalla, notas manuscritas alrededor de mi escritorio, escribiendo con hiperactividad con una caligrafía de marciano, y dos, tres tazas de café negro (que ella lo prepara con ahínco y oficio, en su punto) alrededor mío, algunas sólo llenas hasta la mitad.
Y ahora, mientras escribo estas líneas y remojo unas galletitas de chocolate en el café, tengo la ligera certeza de que, si en caso soy condenado a una pena de muerte, no lo dudaría: Como último deseo pediría una taza de café. Mientras redacto estas líneas, sentado en este café al que caí como cae un poeta en un aeropuerto, frente a la Universidad en el que un tío era uno de los directores, a pocas cuadras de mi oficina, comienzo a percibir los latidos producto del brío. Y, pienso, no existiría nada más inspirador que, de pronto, ver a Estrella Roncagliolo, quien suele cruzar a este café, por una taza de café, antes de entrar a sus clases de Economía (porque ella, fina y bella, no toma café de máquina). Pienso, entonces, que, si la viese entrar por acá, tan sólo le cogería de las manos, le diría que olvide sus clases en la Universidad y regalándole una sonrisa junto con una mirada de complicidad, le propondría hacer de una tarde surreal. Y es que mi adicción a la cafeína sólo podría compararse con la droga narcótica de su rostro: Con la intensidad envolvente de su mirada y con el azúcar, producto a su adicción a los postres, de sus labios. 

Jesús Barahona.
Lima. Enero, 2019. 

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