Javier decide ir a Lima a pasar las fiestas de fin de año. De Barcelona, tomó el tren Ave hasta Madrid, y ahí aprovechó en hacer compras para su madre y su sobrina, Valentina. A su madre, le compró un dije en oro amarillo de la Virgen de la Almudena, y a su sobrina de tres años, juguetes y vestidos glamorosos de las boutiques de la calle Claudio Coello.
Antes de volver a su tierra, se quedó cinco días en Madrid, donde solía vivir cuando estudiaba su primera maestría, precisamente en Derecho Regulatorio. En un inicio, su plan era culminar sus estudios, publicar su tesis en España, despilfarrar sus ahorros en unas merecidas vacaciones de medio año por Europa, y, finalmente, volver a Lima a ejercer sus funciones de abogado cazurro, defensor del capitalismo y alimentar su adicción al dinero y al poder. No obstante, al salir elegido Pedro Castillo, el Presidente de la extrema izquierda, decidió seguir los consejos del Secretario General de la Universidad en la que estudió en Lima: "¡No vuelvas a Perú ni a cojones! El dólar está por los cielos, los inversores se están largando y las empresas mineras han detenido operaciones. Esta gente quiere hacer de nuestro país una Venezuela. Te aconsejo que estudies otra Maestría y, desde ya, vete pensando en aplicar a un doctorado en Nueva York o Londres.” Siendo así, resultaba impensable instalarse en el Perú, apostar ahí, y, menos aún, aspirar a consolidar los proyectos personales de un joven treinteañero, que acostumbrado está a los lujos que alimentan su ego. Revisó sus estados bancarios; apenas le quedaban cuarenta mil euros. Antes de que Pedro Castillo asumiera la Presidencia y, por consejos de su tío Juan, economista lúcido, sacó sus ahorros de los bancos de Perú y los trasladó a Madrid. "En Perú no dejaré ni un puto centavo. Con los comunistas, progresistas o feministas, esa sarta de zurdos de mierda, no voy ni a la esquina…”, pensaba la madrugada en la que hacía las transferencias por internet y, aliviado, verificaba que sus cuentas peruanas estaban en cero soles con cero centavos. Con el tiempo en contra, revisó el ranking de universidades europeas. Lo sedujo la maestría en Ciencias Jurídicas Avanzadas en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Pidió a sus mentores del Derecho que le redacten cartas de recomendación. La Universidad lo admitió y, como consecuencia, extendieron su residencia europea. Así, se mudó de Madrid a Barcelona. Encontró un depa acogedor en Gracia, a pocas cuadras del hotel Majestic. No obstante, sólo en Madrid descubría esa poesía que, con desesperación, sus entrañas ansiaban hallar. Madrid, en definitiva, había sido creado en aquel preciso instante en el que Dios ansiaba recrear la emblemática inspiración de los poetas.
De vuelta por Madrid, Javier se hospedó en el Praga. Tres noches la pasó en una suite del Praga, el hotel de toreros, aquel donde suele llegar Andrés Roca Rey, leyenda peruana, cuando, tras cortar oreja y rabo, abre la puerta grande en Las Ventas. Pero la última noche, sólo la última, decidió quedarse en el Ritz, en la Plaza de la Lealtad. No había mayor motivo que sólo uno: Sorprender a Julieta, la hermosa abogada veinteañera, adicta al gimnasio y al café, con un cuerpo excesivamente precioso y en cuya mirada imperaba la flama de la ternura. Secretamente, planificaba prolongar la seducción, propia de una cena con champaña, en una emblemática suite del Ritz y, entre la cirrosis y la sobredosis de Sabina, embriagarse del coctel vitamínico que llevaba el nombre de esa mujer de piel pálida.
Desde la primera vez que la vio, ella logró capturar su atención de escritor melancólico: Era una tarde del invierno madrileño. Por las ventanas del aula de la Universidad aún se divisaba la nieve, propia de la Filomena, que renacía tras cincuenta años. Y, en eso, Julieta, pálida y sutil, entró al aula sin querer llamar la atención. Lucía un gabán color camello, que le llegaba hasta la altura del tobillo, que combinaba tan bien con una cafarena negra y con la cartera Chanel que la dejaba caer en sus hombros. Se sentó en uno de los pupitres, detrás de Javier, y ahí, abrió su ordenador y aparentaba leer un documento de importancia, mientras, cada tanto, acariciaba con sutileza su cabello rubio. Aquella tarde, el Profesor Sánchez-Moro dictaba una sesión de Derecho Administrativo. Sánchez-Moro era una suerte de semi-dios de las Ciencias Jurídicas: Había sido asesor del Presidente de España, contaba con más de diez libros publicados y solía ser temido, pues tenía fama de ser el único profesor que se atrevía a poner cero en los promedios finales de las asignaturas. De pronto, en plena clase, mientras el jurista, erguido y casi levitando desde el paraíso jurisprudencial, lanzaba teorías doctrinarias, Julieta alzó la mano. Contradijo al catedrático citando una reciente sentencia del Tribunal de Justicia Europeo. Se armó un pequeño debate. Javier volteó y pudo ver a la señorita buscando la elegancia en su discurso. Simulando discreción, sonreía al ver la escena, mientras ella mantenía la calma y, con la Ley en sus manos, citaba autores que defendían su postura. Y, en eso, cuando el Profesor Sánchez-Moro, finalmente, se rindió dándole la razón, y ella atinaba a tomar asiento entre una reverencia, los ojos de ella y de él chocaron. Javier no desvió la mirada, con el tiempo, aprendió a no intimidarse frente a una mujer. Ella, segura de sí misma, tampoco la quitó. Y ahí, ambos se sonrieron e, inevitablemente, Javier supo que aquella imagen quedaría consagrada en la retina de su memoria.
Julieta había estudiado Derecho en la Universidad de Navarra. Trabajaba en el estudio Uría Menéndez, un ícono de la Unión Europea, y su especialidad era el Derecho Bancario. Era adicta al gimnasio y al tenis, y admiraba el arte contemporáneo. En sus redes sociales, se lucía entre jolgorios de las mansiones de Puerta de Hierro, entre las sonrisas y el sunset en la cumbre del Riu, en el paraíso de Sepúlveda bajo la siesta de un sol rojizo. Pero, sobretodo, capturaba la atención aquella foto en la que una estrella aterrizaba en su sonrisa y se lucía en los tendidos de la Plaza de toros de la Maestranza, en Sevilla. Aquella foto, precisamente, pretendía que la fugacidad de los ángeles tiren aquellos dardos de un juego efímero, tan propio de la pasión, y, como si la tinta del pergamino de Sabina cobrase vida, aferrarse al deseado “sin embargo” de pedir la llave de un hotel y, a medianoche, encargar un buen Champagne francés.
Julieta acompañaba a los colegas durante las tardes de copas, después de clases, casi a la puesta del sol, en las terrazas a la espalda de Puerta de Toledo. A ella, le encantaba el albariño; y, a Javier, por el contrario, la ginebra con fresas.
Una de esas tardes, cuando el alcohol comenzaba a hacer efecto y sólo los grandes se quedaban en la mesa, Javier tomó el personaje que más le seducía: El del parlanchín con aires de divo. Y comenzó a hablar de aquello que, en el fondo, más le apasionaba, incluso más que el Derecho o el dinero: La política. Pero improvisaba un discurso con dosis de gracia, elocuencia, ironía fina, al punto que las frases más impopulares podían estar lastradas por la melodía de una risa tenue. Sin pudor ni vergüenza, decía ser de derechas y, si lo apuraban, de ultraderechas; que, asomándose las elecciones en Perú, ni a cojones votaría por la izquierda ni el progresismo; que, por el contrario, viajaría a Lima para votar por un candidato conservador del Opus Dei; que encontraba irracional y nefasto los Convenios de Derechos Humanos, sobretodo, el de Ginebra, que tanto fue invocado para justificar la inmigración ilegal, de africanos e islámicos en España, y de venezolanos en Perú; que detesta el idioma inclusivo y, peor aún, la ideología de género. “Si comulgo con un Partido en España, en definitiva, es el Vox”, enfatizó, entre la sorpresa y risa de sus compañeros, sin ellos saber si Javier estaba hablando en serio, si bromeaba o si, de pronto, había fumado uno de esos tronchos adulterados que los nigerianos solían ofrecer en la Plaza Tirso de Molina. Pero, justamente ahí, en ese preciso instante, Julieta, entre la sorpresa y con los ojitos bien abiertos, exclamó: “¡Yo pienso igual que tú! Es más, ¡Santi Abascal es mi amor platónico!”. Y, entonces, todos los colegas, entre la pereza de la irracionalidad, soltaron una risotada dibujando un gesto de ¿qué coño estás hablando?. Pero Javier, lastrado por ese personaje que encarnaba, atinó a exclamar: “¡Pues, cojonudo! Yo quiero ser Presidente del Perú. Tengo fe de que estas elecciones o gana Keiko Fujimori o López Aliaga. Y, ¿sabes?, ¡tengo la plena certeza de que en el 2026, cualquiera de ellos, me dará la banda presidencial a mí, jolines!. Y… quiero que seas tú mi Primera dama”, y se lo dijo mirándola a los ojos, entre el júbilo y un deseo oculto de que la utopía se convierta en realidad. “Viviríamos en Palacio de Gobierno, ¿no sería guay? ¡Eso sí!, como Primera Dama, ni a cojones, dejaría que estés inaugurando comedores populares en medio de la nada. Más bien, viajaríamos todos los meses a Nueva York de shopping y…“. "¡Pues, no, Javier!, soy española; no quiero vivir en otro país!”, lo interrumpió Julieta entonando seriedad, y tras el dictamen, dibujó esa sonrisita que se fusionaba con las pupilas de un rostro que comete un crimen perfecto. "¡Pues, joder, tienes razón! Compraré una mansión en Puerta de Hierro y gobernaré desde ahí. ¡Eso sí!, tenemos que ser vecinitos de los Vargas Llosa-Preysler. ¿No te flipa?”, concluyó el disparate, entre la risotada de Julieta, y, por ahí, alguno de sus compañeros quienes, entre extrañeza, seguramente pensaban que Javier, ese peruano que pretendía romper esquemas, en sus noches insomnes se las pasaba rezando a un póster de Franco, algo que tan ajeno de la realidad no era. “¡Joder, me parto de risa contigo!”, exclamó ella, y tras darle un sorbo a su copa de albariño, puso una mano encima del muslo de él, sin retirarla. Él, entrometiéndose en los secretos de una charla, dio atención a la inercia y, entonces, colocó su mano encima de la de ella. Y así se quedaron, sin que nadie se diera cuenta de la escena, absolutamente nadie, más que la curiosidad de un cielo rojizo de las nueve de la tarde. Sutilmente, mientras Javier simulaba interés en la conversación de otro chaval, acariciaba, con el dedo pulgar y bajo la embriaguez de la ternura, la piel de ella. Entre la mirada extraviada, ambos entrelazaron los dedos; y en eso, aún con el misterio bajo la mesa, se miraron a los ojos. La sonrisa imperó. Y, luego, la mirada en los labios del otro, reafirmando que ambos descubrían el anhelado deseo de querer morder el bocado de Adán. En ese momento, al fondo, se escuchaba Lady Madrid de Pereza.
Costumbre se volvió hablar por teléfono en las noches, después de clases, aún cuando Madrid, tentativamente, iba asomándose a la liberalización por el Covid. A veces, Julieta ponía la camarita del ordenador, ella luciendo un polar rosa y, entre las manos, llevaba una taza de Colacao. Entre esas charlas, ella le contó que tenía un enamorado mayor; que llevaban dos años juntos; que, de repente por la rutina, la relación se había convertido en un cúmulo de peleas, escenas de celos sinsentido, un callejón oscuro de invierno que intoxicaba la relación.
Una noche, entre las risas de la resignación, ella le dijo: "¿Sabes?, he peleado con Guillermo. Pero, vale, ya está… ¡Imagínate!, la otra noche me preguntó por ti”, dijo. “¿Por mí?” “¡Ajá!, me preguntó por qué me mandabas fotos…” “¿A cuál se refería?” “Aquella en la que eras un chaval y cenabas con Vargas Llosa…”, contestó. “Supongo que no cerré mi WhatsApp en su ordenador y, cuando llegó al piso, comenzó a gritar y decirme que era una guarra y… ¡No lo soporté!, lo tuve que botar. Le dije que era un capullo y que tú eras la hostia”, añadió, y le fue inevitable no emitir una risotada, como si confesara una travesura. “Vaya, ¡está loco ese tío!”, exclamó Javier, riéndose para sus adentros, con el ego desmedido de ser la manzana de la discordia entre una musa y un aspirante a canalla.
No pocas veces, las conversaciones se prolongaban hasta bien entrada la madrugada, hasta cuando el cielo anunciaba el despertar de una fugacidad estrellada. Y, cuando eso ocurría, cuando ambos se percataban de la maldición de las cinco y media, Julieta anunciaba que se tenía que ir, que no podía omitir sus dos horas de cardio alrededor del parque del Buen Retiro, que en alguna tasca de Chamberí pediría un café bien cargado y, sin más, tomaría el metro hasta la oficina. Entre esas tertulias que se fusionaban con las voces de la madrugada, ella le contaba que su sueño era ser la mejor bailarina de flamenco; que, desde el colegio, le sedujo la política y que, por eso, se puso a estudiar Derecho; que los domingos solía ir a misa y, cuando cerraba una pésima semana, hasta se atrevía a confesarse y comulgar; que, desde los veinte años vive sola; que ahora, ya graduada y en búsqueda del silencio, podía pagarse un piso pequeño en Menéndez Pelayo; que detesta, odia, aborrece el socialismo y sus poses; que siempre fue de derechas y que, como digna abogada banquera, defiende al capitalismo con alma y vida. “¿Y tú, Javier? Si no hubieras sido abogado, ¿qué te hubiese gustado ser?”, le preguntó una noche, con la camarita del ordenador activa, dándole pequeños sorbos a la taza de Colacao. “¡Escritor o torero!”, exclamó él, enfático, poniendo ojitos achinados: “¿Te imaginas? Tú, en el tendido, y yo lanzándote la montera, dedicándote la gloria. Y tras una espectacular faena, cortar las dos orejas y salir, entre hombros, por la Puerta Grande de Las Ventas!”. “¡Joder, Eres la hostia, chaval! Te confesaré que mi primer y único amor platónico es torero…” “¿Acaso mi compatriota Roca Rey?”. “Es un guapo, pero no… fue el Juli… es más, te mostraré la foto del día que me enamoré de él…”. Y, entre el júbilo y la magia, cogió su celular y le envió una foto al WhatsApp: Aparecía ella, de niña, a lo mucho de nueve o diez años, sonriente y tierna, en la Plaza de Santander. Lucía un vestido blanco, como de primera comunión, y el cabello rubio, como un halo de luz alrededor de ella, le llegaba hasta la baja espalda. Imponía su belleza en medio del tendido y, detrás, en el ruedo, entre el jolgorio y el triunfo, el torero saludaba al público. “¿Sabes?, ese día lo recuerdo tanto… El Juli había cortado dos orejas, y cuando daba la vuelta al ruedo, de pronto, me miró fijamente, con una intensidad plena, casi con un brillo en sus ojazos verdes. De estar aplaudiéndolo, quedé petrificada, boquiabierta. Y él me sonrió con una dulzura que me hizo sentir cosquillitas en el estómago. ¡Era dirigida a mí!, yo era la única niña en el tendido…”. “Pero, jolines, qué me cuentas, Julieta…” “Ya sé, pensarás que estoy chalada. Pero toda mi infancia, hasta bien entrada la adolescencia, soñaba con El Juli y no me perdía ninguna de sus faenas”, agregaba, aguantándose el goce, para darle otro sorbo más a la taza de Colacao. “¿Te digo algo?”, preguntó él, poniendo, una vez más, ojitos achinados. “Dime…”. “Tengo muchas ganas de saber más cosas de ti; salgamos una noche a beber una copa. Pero no quisiera que nuestra primera cita sea en el bar de Chicote, como Manolete y Lupe, sino, en el bar del Palace, el rincón donde suelo escribir y las musas se recuestan en un sacro pergamino…” “¡Pero qué me dices, Javier!…”, exclamó, estallando en risas, y, luego añadió: “Está bien, lo aceptaré…“Pero yo decidiré cuándo…”
No sólo fueron por una copa de albariño al bar inglés del Palace, sino que comenzó a volverse costumbre almorzar juntos, antes de las clases de maestría. Javier la recogía de la oficina y, a trote lento, caminaban hasta el restaurante Abascal, en plena Calle Fernández de la Hoz. Luego, tomaban el metro hasta Puerta de Toledo y, no pocas veces, llegaban quince, veinte minutos tarde a clases, y, entre la complicidad de una risa aguantada y la mirada penetrante de los profesores, entraban al aula en puntitas y se sentaban en la última fila.
El día que Javier cumplió años, sus treinta y dos, caía viernes y coincidió no sólo con el inicio de la primavera madrileña, sino con la inauguración de la feria taurina de San Isidro. Aquella tarde se refugiaron en el Kabuki del hotel Wellington. Julieta le regaló unos gemelos de plata y el best seller de Fernando Sánchez Dragó, “Santiago Abascal. España vertebrada”. Aquel almuerzo se prolongó con un par de botellas de Mar de Frades en albariño. “¡Oye, guapa!”, exclamó él, en medio del almuerzo, cogiéndole la mano, entre la perfecta utopía producto del alcohol. “Hoy torea El Juli, ¿faltamos a clases y vamos a Las Ventas?”, añadió, mirándola con picardía. “¿Qué curso nos toca hoy?” “Derecho ambiental… ¡Y el profesor tiene todo el perfil de comunista…”. “Ja ja ja, ¡tienes razón!, ya me tiene hasta la coronilla con que él redactó la Ley de Cambio Climático… ¡Hostias!, esa Ley tiene que derogarse”. “¡Faltemos a clases! Es mi cumpleaños, y, jolines, lo último que quiero es escuchar a un socialista chupa-pollas de Pablo Iglesias”. “Ja ja ja, pues, vale, ¿qué más da?, ¡Faltemos!”, exclamó entre una carcajada y ya con los cachetitos colorados. Salieron del Wellington entre el éxtasis, alucinados de estar ebrios siendo apenas las cinco de la tarde. El sol madrileño iluminaba la ciudad de tal manera que permitía amarla. Tomaron un taxi por aplicativo hasta Las Ventas. En la Calle de Alcalá la muchedumbre se aglomeraba. En una esquina, un toldo del Vox imperaba, y, a los costados, quioscos de souvenirs taurinos. En la taquilla, un cartel: Entradas agotadas. “¡Me cago en la leche!”, exclamó Julieta, entre un suspiro de realidad. Pero no todo estaba perdido. Bastaba detectar, metros más allá, a los re-vendedores. Uno los podía identificar, pues llevaban entradas sueltas en las manos y las ofrecían a los transeúntes al doble, al triple del precio original. “Espérate acá”, le dijo Javier. Y se acercó a uno de ellos. “Dos entradas en sombra”. “Tengo dos juntas, delantera alta”. “¿Cuánto?” “Las dos, a doscientos cincuenta euros”. “¡¿Doscientos cincuenta?!”. “Vale, vale, chaval, doscientos por las dos, no menos”. Javier, resignado, sin convertir el monto a la moneda peruana, pagó en efectivo. Aún temprano, y evitando el tumulto que, a las afueras de la plaza, esperaban a los toreros, caminaron alrededor de Las Ventas. Compartieron, entre los dos, un cigarrillo Chesterfield y, sin soltarse las manos, se entrometían entre el laberinto de la primavera. “¿Sabes?, cuando era chavala, me encantaba mi cumpleaños. Tenía tantísima ilusión que llegara mi día. Mis padres, al pie de mi cama, me dejaban regalos y me dejaban faltar a la escuela. Recuerdo tantísimas fiestas en mi casa, con magos y princesas. Mi madre era quien me preparaba la torta, siempre de chocolate con fudge. ¡Le quedaba delicioso! A veces, la preparábamos juntas; ella me enseñaba a preparar los dulces más exquisitos que puedas imaginarte. Y, cuando soplaba mis velitas siempre pedía lo mismo… ja ja ja, te vas a partir de risa, pero siempre cerraba mis ojitos y pedía ser la mejor, la más linda de las bailarinas de flamenco”. “Ja ja ja… ¡Moriría por verte bailar!” “¿En serio?... uhmm, pues, vale, te bailaré, y sólo lo hago porque es tu cumpleaños”, y río, simulando el pasadoble y, tras dos palmadas en el aire y una movida de cintura, volvió a él. Esta vez, Julieta se impuso frente a él, con ojitos brillosos, como si el año de mil novecientos noventa y seis volviera a ofrecer la estrella que la vio nacer. Javier entrelazó sus manos en la cintura de ella. Ante ellos, se construía un palacio de cristal donde el tormento de un corazón latía con fuerza. Javier, una vez más, dirigió su arma a los labios de ella. Y ella, a los labios de él. El cielo anunciaba la caída de la tarde. Y, cuando los labios de él, apenas, rozaron los de ella, un griterío, allá, a lo lejos, los hizo aterrizar a la (puta) realidad. Y es que la cuadrilla de El Juli, y detrás, la del catedrático del toreo, Enrique Ponce, acababan de llegar a la plaza. El Juli, resguardado por agentes de seguridad, accedía a las fotos, a los saludos, a los autógrafos en cárteles impresos, botas o capotes. Tras el despertar, Julieta estalló en risas, quizás, haciéndole reverencia a la frustración de un beso. “Vayamos entrando…”, tan sólo le quedó susurrar a Javier. Caminaron a pasos lentos, como si esta vez, entre la muleta de la sangre y las ilusiones, él toreara para ella. Como estrellas impregnadas en la gloria, ingresaron por la Puerta Grande. Se sentaron en el tendido. Pidieron cervezas en vaso de plástico y, a los pocos minutos, inició el paseillo. El Juli lucía un terno rojo y, en el capote de paseo, se impregnaba el rostro de la Virgen de Guadalupe. A su lado, Emilio de Justo seguía el paso, entonando un terno verde olivo; y al otro extremo, Enrique Ponce imponía la elegancia en su andar, haciendo reverencia al palco, donde Ana Soria le sonría con dulzura angelical.
El tercer toro fue para El Juli. De inmediato, la brillantez se impregnó en los ojitos de Julieta. El Juli, leyenda viva, se colocó de rodillas frente a la puerta de toriles. Con la mirada en alto, dio la orden al torilero para que la abra. Éste, erguido, se acercó a la inmensa puerta de madera y, tras un movimiento en el pestillo de bronce, se puso a un lado, en el corredor. A los pocos segundos, un toro colorado de quinientos kilos salió a toda velocidad dirigiéndose al torero quien, aún de rodillas, se hacía a un lado improvisando una verónica, y tras ello, inmediatamente, se ponía de pie. “¡Joder, me cago en la…!”, exclamó Julieta, apretando con fuerza la mano de Javier, casi-casi, clavando sus uñas. El toro embestía con elegancia. Imponía la ferocidad de un animal sagrado. El Juli brindó el toro a un niño quien, en el tendido, con galón de oxígeno y siendo paciente de cáncer, había pedido que esa tarde lo dejen salir del hospital para ver a su héroe. La faena estuvo cargada de pases de pecho y vitolinas. Con elegancia, se citaba al animal con el envés de la muleta para, luego, en el arranque del toro, darle la vuelta. La estocada final fue limpia: La espada quedó enterrada en el alma de la bestia al primer intento y, antes de que los pitones alcen vuelo, el torero se echó para un lado, alzando los brazos en signo de victoria. No pasaron muchos segundos cuando, finalmente, el animal, con ojos desorbitados y abriendo el hocico, aferrándose a la vida, cedió ante el abrazo inminente de la muerte. Gran estallido, aplausos y pañuelos blancos pidiendo cortes de orejas. Julieta, atenta, miraba al juez de plaza, quien ya había concedido una oreja al torero, pero que, ante tanto ruido y frenesí, no se resistió y puso otro pañuelo, indicando una oreja más y, por lo tanto, la salida por la Puerta Grande.
Y así, cuando El Juli, brazos alzados, levitando en la gloria de Dios, recorría el ruedo, entre una tierna sutileza, Julieta se puso de pie y lo aplaudió con ilusión adolescente. El torero caminaba a pasos lentos, entre los flashes de las cámaras, entre reporteros a su alrededor, entre flores, botas y panfletos. Pero, cuando estuvo frente a Julieta, el torero clavó los ojos en ella, sonriéndole. Y, antes de que ella quede petrificada y la niña de sueños reviva, Javier le susurró, volteándole el rostro: “Oye, Julieta…”. Se miraron y, él no resistió más: La besó en la boca. Con el labio inferior, acariciaba los de ella, suavemente, lentamente, acompañando un mimo en la mejilla con el dedo pulgar, inyectándole la dosis idónea de dulzura, respirando de ella, de su aliento. Antes de descender a la realidad, con suavidad, Javier impuso el sello de sus besos mordiéndole el labio inferior y, tras ello, el involuntario suspiro. “Tuve que hacerlo. Me di cuenta que ese cabrón, jijunagranflauta, de El Juli te estaba mirando y…” “¡Ya sé!”, exclamó ella, aún saboreando el sabor de él. “Cuando me volteaste el rostro, supe que me besarías. ¿Qué más podías hacer, acaso? Ya era momento de que lo hicieras…”, añadió, mostrando las perlas de sus dientes. Y, tras unos segundos de silencio, aún entre los aplausos, con el toro sacrificado dando la vuelta al ruedo, ella le susurró: “¡Feliz cumpleaños, guapo! Besas delicioso...”.
Tras la faena, el cielo morado impregnaba a Madrid de una leve inspiración. Caminaron por Alcalá de la mano. Tomaron un taxi hasta el centro. Atravesaron Menéndez y Pelayo y desembocaron en la Calle de Alfonso XII. Había que cenar; que prolongar la celebración hasta que disponga el capricho que concede el infinito. Entraron al restaurante Horcher. La anfitriona los acompañó a la mesa. Javier no perdió la elegancia; acomodó la silla de Julieta. Se quitó el abrigo y se lo entregó a la anfitriona. Ordenó una botella de Grand Siècle. Como plato de entrada, ambos, salmón marinado; y, como fondo, para ella, liebre a la royale con castañas y puré de boniato, y para él, escalopines a las trufas con salsa de Oporto. A unos metros de ellos, coincidentemente, se lucía Mario Vargas Llosa con Isabel Preysler. “Oye, ¿has visto…?”, preguntó Julieta, señalando aquella mesa con la mirada. “¡Joder, esto es tan surreal! ¿Sabes?, nunca olvidaré este cumpleaños…”, apenas susurró él, ocultando una risita cándida. “¿Por haberme besado?” “Ajá, y por todo esto… Me parece que viviera un sueño; presiento que esto, en algún momento, tiene un punto final. ¡Hoy todo es tan perfecto!”, exclamó él. Y ella le sonrió, como diciéndole entre líneas que deje de hablar tanta gilipollez. La cena estuvo de cojones. La champaña también. Y las risas se prolongaron con más botellas de vino, por supuesto, de la bodega Vega Sicilia. Embriagados, hablaban de cerquita, como si anhelasen fusionar las almas. Cada tanto, se rozaban los labios y presentían una magia fugaz, propia del aliento. “Vámonos de acá…”, dijo ella, de pronto, en un momento de la noche, colocando sus manos en las mejillas de él. “Tengo ganas de…. ¡bailar!”, añadió. Javier secó la copa de vino y la miró con gracia. “Vamos, chaval. Quiero bailar contigo toda la noche”, y sin más, con ojitos desorbitados, lo jaló de la mesa.
Aquella noche fue mágica y fugaz. Llegaron a Teatro Kapital, cerca a la estación de Atocha, pasada la medianoche. En las afueras, una fila interminable de chavales, con botellones de ron y vodka en mano, iniciaban la juerga. Julieta hizo una llamada y, al poco rato, les dieron el acceso al sector vip. Adentro, comenzaron con un chupito de Jagger, y luego, interminables copas de ginebra rosa. Bailaron toda la noche, abrazados, en un rincón del privado, susurrando entre ellos, alejados de la realidad y de la adrenalina juvenil. Entre la voz de Cerati con Persiana Americana, los labios, la travesura de las lenguas, iban diseñando el deseoso candor de la pasión. Los besos se intensificaban. Poco a poco, comenzaba a imperar el deseo carnívoro de querer morder, arañar, sustraer un alma. Cada tanto, hacían una pausa. La respiración se tornaba intensa, reflejaba las ansias de querer morir en los brazos de alguien. Entonces, entre la mirada entrecerrada, Javier atacó el cuello de Julieta. Su lengua, ahí, cual la más perversa de las plumas, escribía en ella su nombre. Entre esa vehemencia prematura, Julieta se acercaba más a él, como queriéndolo sentir. “Jo… jo…. ¡Joder, Javier!”, exclamaba ella, tratando de aferrarse a la razón. “Eres perfectamente bella…”, susurraba Javier, con un hilo de voz. Y, luego, volvía a su cuello, percibiendo el gemido, ese leve alarido que, ahora, resultaba incontenible. “Te deseo con mi vida, Julieta”, volvía a susurrar, mientras ella, abrazándolo, clavaba las uñas en su espalda, percibiendo que en su abdomen crecía, se endurecía, la lujuria volcánica. “Vámonos, mejor vámonos…”, dijo ella, pasándose la mano por el cabello rubio, como despeinándose al propósito.
Salieron de la discoteca y Madrid aún estaba a oscuras. Tomaron un taxi hasta el piso de él, en el corazón de Chamberí. Javier pagó en efectivo los ocho euros. Casi con desesperación, introdujo la llave en el edificio y tomaron el ascensor hasta el piso seis. Su depa era pequeño, pero acogedor. La aromática fusión de café y tabaco daba la bienvenida. Entre la penumbra, sin hacer ruido, atravesaron la pequeña salita, e ingresaron a la habitación: Ahí, una alcoba impecablemente tendida se imponía. En la mesita de noche, había un cenicero con colillas de Chesterfiel, y a un lado, papeles manuscritos. En el piso, un cúmulo de libros: De Hayek, de Menger, de Jimenez Losantos, de Von Mises, de Luciano Parejo, de Vaquer Caballería. Y, en una esquina, en una mesa de madera, se lucía un cofre con varios relojes de muñeca en su interior, los cinturones de diseñador y los frascos de perfume.
Con delicadeza, Javier llevó a Julieta a la alcoba. En el silencio, sólo se escuchaba esa comprensión, tan propia de los labios. Y, ya rendidos en los brazos de la ternura, él comenzó a acariciar el cuerpo de ella: Sus mejillas, sus pechos, su abdomen, y, tras una pausa, tras un infinito suspiro, comenzó a recorrer ahí, en la entrepierna, en esa poesía que se había escrito con una pluma de fuego en el pergamino de la piel de una mujer, tan angelicalmente, hermosa. La yema de sus dedos, entre el calor y los rastros de humedad, mimaban el peligro, mientras ella entonaba una respiración agitada, que se iba convirtiendo en un delicioso gemido. Julieta imponía su esencia de mujer arañándole el pecho, mirándolo con deseo de leona, haciendo que el beso se envuelva en el fuego perverso. Con delicadeza, Javier le quitó la blusa y, demostrando experiencia, le desabrochó el brassiere: Sus pechos eran perfectamente níveos, con los pezones sonrosados, erectos. “Insisto... Eres perfecta…”, susurró él, y atacó ahí, como un niño que se aferraba al dulce de un parque de diversiones. “Ay, ay, ¡Madre mía!”, exclamaba ella. Su piel era dulce, deliciosa y suave. Y a medida que succionaba de sus senos, Julieta se retorcía, gemía, se aferraba a las sábanas de la cordura. Cuando Javier le desabotonó el Blue jean, ella cedió, como dando luz verde para que, a toda velocidad, él recorriese el sendero de sus secretos. Su calzón era de color blanco, Calvin Klein. Mientras tanto, las pupilas de Julieta, entre el fuego que se iba acercando al nirvana, le exigían que se quite el pantalón; que permita la libertad de su erección. Él acató sus deseos, sus instintos. Y ahí, ella comenzó a a estrujar esa masculinidad erecta y colorada, a ejecutar un movimiento rítmico con el algodón de sus manos. Con los dedos, sutilmente, Javier le bajó el calzón. Y ahí, quedó atónito ante el tesoro: Rosadito, húmedo, depilado y suave. Cogió las manos de su amante; las apretó, como si se aferrase a la ansiada sensatez. Y luego, tras la advertencia, su lengua entraba lentamente en el alma de ella, dejándose envolver por el cítrico del veneno. Julieta se retorcía, cada tanto, se tapaba el rostro y se esforzaba para diluir sus alaridos. No obstante, cuando él quiso fusionarse con ella, Julieta, de golpe, sorpresivamente, lo detuvo: Puso amabas manos en su sexo, y apenas emitió un: “No, Javier, mejor no. Hoy no…”. Él quedó mirándola, atónito entre el silencio y la lluvia. “Está bien…”, apenas susurró. Ella se puso la ropa interior, y tras ello, se envolvió con las sábanas blancas y se quedó recostada, mirándolo: “Ven…”, dijo, tiernamente. Y él se echó a su lado. Entonces, Julieta recostó la cabeza en el pecho de él: “Joder… escucho la intensidad de tus latidos…”, dijo. "Tu corazón, Javier. Tu corazón late rápido, muy rápido…”, añadió. Él no dijo nada. No pasó muchos minutos cuando, finalmente, Julieta quedó dormida, y Javier, abrazándola, le hacía cariños, admirándola.
Cuando Javier sustentó su tesis de maestría, Julieta lo acompañó. Se sentó en la última fila y hasta se reía de esa manera de exponer, tan peculiar, que tenía él cuando pretendía imponer sus ideas. A los pocos días, cuando Julieta sustentó su tesis, Javier no estuvo con ella: Tuvo programado un viaje a Roma, donde se encontraría con Valery, una amante de universidad. Después, no pasó muchas semanas cuando, finalmente, Javier anunció que se mudaría a Barcelona. La mañana en la que partió, Julieta lo acompañó a la estación de Atocha. Se abrazaron y quedaron que los fines de semana coincidirían en Madrid. Javier nunca lo cumplió.
Y ahora, que Javier pasea por Madrid, quedaron en verse, en ir a cenar al Palm Court. Y es que, usualmente, las ciudades nos conllevan a ese rincón profundo en el que encontramos un poético calor en los ojos de alguien. Y en Madrid, estaba Julieta. Y Julieta, representaba esa ternura vivaz, el deseo voraz, la ilusión que pretende convertirse en carne y hueso. Javier tomaría el vuelo de la madrugada del lunes a Lima; así que, el sábado por la mañana, dejó la suite del Praga y se mudó a una habitación del Ritz. Aquel sábado, por la tarde, hizo compras por la calle Claudio Coello y por las galerías de la Calle Serrano. Almorzó en el restaurante Abascal y, tras ello, entre el viento gélido, llevando en las manos las bolsas de regalos, caminó por el parque del Buen Retiro. Tomó algunas fotos y una de ellas se la envió a su madre con una leyenda: "Desearía que el próximo año pasemos juntos la Navidad en Madrid”.
Casi a las siete de la noche, Javier tomó un baño de espumas, vaso de whisky al costado, y en eso, un mensaje de texto ingresó a su móvil. Era Julieta: “Acabo de salir de la oficina; estuve desde la mañana en un Due Dilagence. Llegaré a mi piso en veinte minutos, ¿vale? Tomaré una ducha con agua tibia y voy donde estás”.
Poco antes de las ocho de la noche, Julieta llegaba a su encuentro. Lucía un vestido negro, elegante, largo, de seda diáfana. El maquillaje en su punto perfecto. Un dije sutil con su inicial, la J. Y el perfume, dulzón y delicioso, impregnado en su piel. Javier estaba con el peculiar gabán negro de lana de vicuña; una camisa a medida, con sus iniciales en las puñeras, y una corbata de seda roja. "Estás hermosa…", dijo él ni bien la vio, poniéndole ojitos coquetones. La mesa que les asignaron estaba en el centro del salón, por lo que, inevitablemente, se sentían observados. Como plato de entrada, Julieta ordenó ensalada de tomatitos, y él las tradicionales croquetas melosas de jamón ibérico; y como fondo, ella, costillar de cordero al horno, y Javier, mollejas de corazón con glasé trufado. De beber, ameritaba una botella de Ruinart en rosé. En el chin chin invocaron el reencuentro, las sonrisas, la maravilla misma. En medio de la cena, hablaron de las pasiones, de los caprichos tan propios del destino, del proyecto millonario en el que Julieta estaba inmersa, de los políticos gilipollas de la izquierda que pretendían detener la minería de uranio en Salamanca. Hablaron de la magia, tan curiosa de la Navidad, que se iba perdiendo conforme pasaban los años. “¿Sabes algo?, yo me quedaría en Madrid. Pasaría la Navidad acá, en este rincón, en este hotel, en una mesita alejada, viendo a la gente sonreír. Sería tan feliz acá, solo, con mi botellita de champaña, y con un regalo de mí para mí”, dijo él. “Pero debo viajar a Lima. Extraño jodidamente a mi madre; y ella, ya mayor, con ochenta y cinco años, lo último que quiere es tomar un avión y viajar. Sólo ella es lo único que me une a mi país. Si por mí fuera, me quedaría en Madrid escribiendo mis novelas, o, quizás, en Londres, estudiando un Doctorado, pero siempre, llegando a este rincón, Madrid, cuyas calles me inspiran tanto y donde me ha resultado imposible, por cierto, no enamorarme...", añadió, y mientras hablaba, Julieta lo miraba con una extraña docilidad. "Pero, joder, mi madre, debo viajar y verla; las ganas que tengo por abrazarla son infinitas, no te imaginas…” “¡Qué lindo hablas de ella!, quisiera conocerla algún día…”, dijo ella. “Me gusta verte así, ¿sabes?, siento que eres tan sensible. ¡Mírate, Javier!, tus ojitos están brillando”, añadió, haciéndole mimos en sus mejillas recién afeitadas. “Y es que mi padre falleció hace tres años y fue traumático. Yo lo vi morir. Cuando le quedaba un hilo de vida, cuando los doctores trataban de reanimarlo con RCP en su último infarto, me acerqué a él, lo abracé, y en el oído le dije que era mejor padre del mundo, que lo amaba con mi vida. Pero siempre está conmigo, como ahora…”, y le mostró aquel reloj de muñeca, automático, que era de su padre, y que los pulsos de Javier le daban vida. “Por eso, presumo que si mi madre no está, no volvería a la ciudad donde nací…” “¡Joder!, no pienses en eso…”, dijo Julieta, apoyando su mano encima de la de él. Y tras un breve silencio, como cambiando el tema de conversación, sorpresivamente, dijo: "Te extrañé, Javier. Tenía muchas ganas de verte”. Él bajó la mirada, casi sonrojándose: "Yo también…”, contestó, clavando las pupilas en sus labios. Y, como era previsible, la dulzura imperó, y por inercia, los labios volvieron a fusionarse en un tierno calor.
A pesar de que Madrid estaba húmeda, decidieron salir a caminar después de cenar. La medianoche se acercaba. Compartieron un mismo paraguas y un cigarrillo Chesterfield, y caminaron a pasos lentos, entrelazando los brazos, alejándose de la Plaza de la Lealtad y sumergiéndose al barrio de Las Letras. En de Cibeles, prevalecía un ambiente navideño y vivaz. Caminaban hablando bajito, para que el secreto sólo los envuelva a ellos dos. En Alcalá, los chavales se lucían afuera de los bares, entre la risa y el jolgorio, imponiendo la juventud en las terrazas, pese a la tenue lluvia. Ellos atravesaban esos bares con una silenciosa indiferencia, como si fueran ajenos la realidad, como si estuvieran encapsulados por las alas de un hechizo inspirador. "Vente mañana a Lima conmigo…”, susurró él, de pronto, acercándose a su rostro. “¡Estás loco, Javier!”, exclamó ella, correspondiéndole la mirada. “Debo pasar la Navidad con mis padres… Los veo pocas veces al año”. “Vale, está bien...”, y, deteniéndose, la abrazó con fuerza, acercándose a su oído, percibiendo el aroma delicioso de su cabello rubio. Y, añadió: “Entonces, pasemos la noche juntos…”. Y el origen de una sonrisa se dibujó en el rostro de ella, entre esa hermosa noche y una luna llena que, allá arriba, comenzaba a seducir a una estrella. Se miraron a los ojos, reflejándose el uno en el otro, y luego ella se acercó a su oído: "Está bien…”, sentenció, impregnándole el calor de su aliento.
Atravesaron el hall cogidos de la mano, erguidos, ocultando la risa, como si fueran dos adolescentes ansiosos por experimentar el ansiado veneno. Tomaron el ascensor. Y, al abrirse las puertas, se produjo en él una taquicardia, un cosquilleo que sólo refleja el incontenible deseo de que el tiempo se detenga cuando se le hace el amor a una mujer. En definitiva, el Ritz era uno de los hoteles más emblemáticos del mundo: Los pasillos alfombrados, la luz tenue, ese aroma, como a vainilla, tan propio y acogedor, el sonido de los tacos de alguna dama que salía para dirigirse al bar. Entraron a la habitación. En el escritorio, frente a la alcoba, la laptop de Javier estaba encendida. En la pantalla, un documento abierto, el manuscrito de aquella novela sobre el poder en la que, durante sus noches insomnes, se refugiaba escribiéndola. Entonando una voz femenina y sólida, como de jurista ante una audiencia, Julieta leía las primeras líneas. "¡Joder, escribes de cojones!”, exclamaba. Mientras tanto, Javier abría una botella de Moêt Chandon. Después de servir las copas y acercándose a ella, Julieta abrió el reproductor de música y fue tan torera que la voz ronca de Sabina comenzó a escucharse. “Salud por ti…”, dijo Javier, alcanzándole la copa. “No, por ti…”, contradijo ella, con voz de niña, juguetona. Y, con “Así estoy yo sin ti”, Javier la jaló con delicadeza y ahí, mirando con firmeza sus ojos acaramelados, la volvió a besar. Volvía a nacer esa respiración que reflejaba deseo, sed, un apetito voraz que inducía a derretir al pecado en el paladar. “Quiero que me beses como me gusta…”, dijo ella, con los ojos entrecerrados, a centímetros de él. Y él comenzó a besarla con ferocidad, introduciéndole la lengua, acercándola a él para que percibiera que únicamente ella era capaz de encenderlo de la forma más primitiva. “¡Joder!, te siento tanto, tanto, tanto…”, susurraba Julieta, mientras él bajaba el cierre del vestido de seda y, recorriendo la suavidad, bajaba las manos hasta sus glúteos, perfectamente redonditos, erguidos. Se dirigieron, aún pegados, hacia la alcoba. Y ahí, en una pausa, ella dejó caer el vestido a un lado, y, luego, mirándolo con ojitos traviesos, deseosa, fue hacia él. Esta vez, ella era quien lo besaba, quien mordía sus labios, quien se acercaba a su cuello y pretendía incrustar ahí su esencia. Con las manos, le jaloneaba el cabello, y luego, le quitaba el nudo a la corbata, la tiraba al piso, le desabotonaba la camisa, y, con el torso desnudo, le besaba el pecho, el abdomen y, cuando llegaba hasta su sexo, lo sobaba, lo acariciaba, ponía ahí la palma de su mano para percibir esos pálpitos, esas pulsaciones de sangre que daban vida al miembro. Sin decir nada, se arrodilló frente a él, le bajó el cierre, el boxer, y comenzó a proporcionarle sexo oral. Así estuvo buen rato, lubricándolo con sus labios, pequeños y sonrosados, mientras que Javier, desde lo alto, cerraba con fuerza los ojos y aguantaba el clímax. “Espérate un rato”, dijo él, haciéndose a un lado. “¿Qué pasa?”, preguntó ella, siguiéndolo. Javier abrió su maletín de cuero, siempre solía llevar una caja celeste de Durex consigo. Esta vez no la encontró. “Escúchame, no tengo protección, carajo…”, dijo, jalándose el cabello. “¡No me importa!”, exclamó ella, acercándose a él, aliviándolo. Estaban tan cerca el uno del otro: Javier, aún con una erección firme, presentía ahí, abajo, esa humedad, ese calorcito que emanaba el sexo de Julieta. En la alcoba, ya desnudos, Javier se puso abajo; ella, arriba. Ahí, poco a poco, con mucha, muchísima suavidad, lentamente, el sexo de él ingresaba en ella. Y, entonces, la magia: Ese calorcito, esa protección, esa fusión de almas que se iba concentrando a medida que los cuerpos comenzaban a descubrirse. “Ayyyy…”, gimió ella, cuando sintió que todo de él ya había entrado. Javier la miraba con un rostro de absoluto placer, mordiéndose los labios, acariciando los senos de esa musa que, poquito a poquito, acomodándose, iba moviéndose en círculos. En ese instante, la voz de Sabina exhalaba “Amor se llama el juego”. Fue un sexo donde la ternura prevalecía entre unas sábanas blancas de algodón egipcio. Julieta imponía sus gemidos en los oídos de él, para que sólo Javier sea testigo del placer que la envolvía, para que sólo en él se deposite el más preciado de sus secretos. Al final, cuando el reloj daban las tres de la madrugada y la voz ronca entonaba “Yo no puedo enamorarme de ti”, ella le pidió algo peculiar: “Quiero que te corras en mis pechos, ¿vale?”. Él se puso frente a ella. Miró su cuerpo, sus labios, recorrió cada milímetro de su mirada mientras se tocaba frenéticamente; y entonces, de pronto, la energía comenzó a elevarse, a querer despegar de manera violenta y fugaz. Julieta sonreía, apretando las manos de él, como acompañándolo a tocar el cielo. Hasta que, finalmente, Javier eyaculó. Se echó para atrás, para que el líquido seminal no caiga en el rostro de la musa. “Dios… está tan caliente…”, dijo ella, admirando aún los últimos disparos, sobándose los senos con la esencia de ese hombre que, frente a ella, aún temblaba y descendía a la ansiada paz. Tras ello, fueron a la tina por un baño de espumas y a terminar la botella de Champagne. Casi a las cinco de la madrugada volvieron a la alcoba. Ella volvió a poner su cabeza en el pecho de él. Él, una vez más, volvió a quedarse insomne, admirándola, acariciándole sus mejillas, ofreciéndole protección.
Al día siguiente, Julieta acompañó a Javier al aeropuerto de Barajas. Se quedaron juntos hasta la medianoche, pues el vuelo aún despegaba en la madrugada. Cuando Javier tuvo que atravesar los controles de seguridad, se abrazaron con mucha fuerza. Y, cuando ella se separó de él, casi de inmediato, se dio media vuelta, caminando rápido, sobándose los ojos. Javier se quedó estático, extrañado. No dijo más, y se fue.
Fueron doce horas de vuelo. Para conciliar el sueño, y siendo enemigo de las pastillas ansiolíticas, Javier pedía y pedía copas de champaña. A las finales, terminó viendo la saga de Harry Potter y quedó seco.
Se despertó pocos minutos antes de aterrizar en el Jorge Chávez. Una vez más, después de tiempo, volvía a visualizar su ciudad, la vieja Lima. Extrañamente, sintió una extraña rabia cuando salió del aeropuerto. Afuera, vísperas de Navidad, los familiares de los pasajeros se aglomeraban, se empujaban, se insultaban, en la puerta de salida. Esa vulgaridad, tan peruana, le producía a Javier un dolor de cabeza. Por fortuna, no le fue difícil encontrar a Sergio, el chofer de su familia. Malhumorado, subió a la camioneta y se entrometió en la ciudad.
Llegaron a casa, en el corazón de un barrio tranquilo y hermoso, Monterrico, cerca de las ocho de la mañana. En Madrid, eran las dos de la tarde, seis horas más. Cuando encendió su celular, Julieta no le había escrito aún. Sergio cargó las balijas; atravesaron el enorme jardín y, en la elegante sala, su madre le daba al encuentro. Javier la abrazó con fuerza, le dio un beso en la mejilla y, ahora sí, se sentía a salvo. Su madre le tenía preparado un desayuno como él le gustaba: Con jugo de naranja recién exprimida, una butifarra del San Antonio y el café Britt, recién hecho. Ya en el comedor, una notificación le llegó a su celular. Era Julieta; se había tomado un selfie para él, sonriendo, con el cabello suelto. Abajo, escribió una leyenda: "Vine a Abascal y me acordé de ti. Seguro ya estarás por Lima. Que la pases lindo. Nos volveremos a ver en unas semanas. Mándame fotos de tu árbol de Navidad”. Javier sonrió para sí mismo. Quedó un buen rato mirando la pantalla de su celular, y al alzarla, divisó la dulzura de su madre. Supo que ellas dos eran las mujeres de su vida.
En ese instante, sólo en ese instante, con los rayos veraniegos atravesando las ventanas del enorme comedor, Lima le pareció la ciudad más, eternamente, bella-bella.
Jesús Barahona.
Entre Madrid, Barcelona y Lima. Marzo, 2022.