04 May


Tras un almuerzo opíparo en un restaurante de Chacarilla regresé a mis quehaceres. Aún mi paladar estaba impregnado por esa dosis de glucosa a causa del postre, una tartaleta de nueces y pecanas, así que decidí diluirlo con una buena taza de café cargado, mi eterna adicción. Uno Britt en la variedad de Espresso. Y ahí, en una tarde que aparentaba ser una más dentro de la rutina de un abogado, y mientras me seducía por el aroma cafetero, mi celular comenzó a sonar. Una. Dos. Tres veces. En una pausa, llegaba un cúmulo de mensajes a mi whatsapp, cada uno, como si fuesen sonidos de metralleta. Y luego, el timbre una vez más. Con paciencia me acerqué al dispositivo y vi el nombre en la pantalla: Era Edú, un causa, gran causa, de juerga. Al acercarse la fecha de un evento, Don Vicente, imaginé que me llamaba para hablarme de ello. Así, dejé la llamada pasar; y, al poco rato, me escribió un mensaje: “Oe, ¿estás?”. Con naturalidad y con una mano sosteniendo aún la taza de café, le contesté con un “¡Hey, broder!”; y ahí me advirtió de algo: “Hay una flaca que está reenviando audios tuyos, junto con pantallazos de una conversa de Whatsapp”. En ese instante, no se me ocurría ningún nombre, pero una taquicardia me hacía tener la certeza de que Edú no estaba jugando, que estaba hablando en serio, que realmente estaba preocupado por mí. A los segundos, me escribió Rodri, amigo empedernido y genio loco. La noticia era la misma. Pero él me daba un nombre: Catalina Miró. En ese instante, no podía pensar; no sabía qué escribir; un torbellino me abrazaba contra mi voluntad; y muy a lo lejos (y tan cerca) escuchaba un chorro: Y era el café que resultaba insostenible en mis temblorosas manos.

Escribí a Catalina Miró de inmediato: “Me están diciendo que estás filtrando audios que te envié, ¿es verdad?”. Y en menos de un minuto, su respuesta: “Putamadre… putamadre; lo que pasó fue que en la mañana tuve clases en la Universidad y le presté mi celular a mi amiga Nicole. Y, puta Jesús, estoy más que segura que tu mensaje le pareció tan cague de risa que lo mandó al grupo de whatsapp que tengo con mis amigos. Y ahí, un graciosito lo mandó a otro grupo y otro a otro. Pero, oye, ¿estás seguro que tanto así se ha masificado?”. Al leer su mensaje, tuve una sensación única, desagradable: Una suerte de electricidad que iniciaba desde el pecho hasta mis extremidades, junto con una sed inexplicable y ganas de desaparecer y de fumar. Lógico, alcé mi voz; improvisé un discurso retórico donde imputaba culpa a Catalina. “¡Claro que sí!, es más, tanto así que amigos que no se conocen entre sí ya lo tienen y ¡no deja de llegarme mensajes!”, enfaticé, colérico. “En verdad, Jesús, no sé qué hacer. ¡Es más!, justo me acaba de llegar un mensaje diciendo que algunas personas ya saben quién soy y que los mensajes salieron de mi celular y dicen que me armarán un chongo viral. Fácil aclara la situación”. Y mientras Catalina hablaba, me ponía a pensar que, muy probablemente, si de la nada me llegase un audio hilarante y simulando una voz sensual, quasi erótica y narrándome una escena casi, casi, sacada de uno de los libros de Bukowski o de E.L James, probablemente, lo reenviaría a mi grupo de Whatsapp siguiendo una chacota y, quizás, sin ponerme a pensar lo que existe detrás. Así, mientras Catalina me hablaba y naturalmente se mostraba alterada, pensé que no sería justo que a una chica de veintiún o veintidós años le hicieran un cargamontón cibernético. Además, lanzar el nombre de Catalina Miró a los cuatro vientos acusándola sería hacer leña al árbol caído; y, al contrario, en ese instante lo que más quería era detener lo imposible. “Catalina, prometo que tu nombre no lo mencionaré”, concluí rendido.

Y así, con un cigarrillo en la boca, me puse a escuchar el audio que circulaba en las redes. En efecto, estaba lastrado por el humor, la exageración, por un vocabulario, si acaso, elocuente (o eso trataba) y una gracia poética. Igualmente, recordaba que cuando enviaba esos audios (y los demás), tenía una sola intensión: Conociéndola como la conocía, cambiar el humor de Catalina para bien; y que, tras ello, suelte una risotada, una carcajada, o una sonrisa sutil, tal y como yo lo hacía saliendo de una rutina de gimnasio o sumergido una mañana entre expedientes y libros de Derecho. Sabía que mi forma de hablar al propósito, a veces simulando ser locutor de Ritmo Romántica, sólo baladas en español (y siguiendo los pasos del Padre Pablo, de quien, hacía años luz, fui su acólito en una iglesia en Monterrico), generaba reacciones; y, era ello mi gracia, mi arrojo torero, el personaje que uno tomaba, la cereza que uno ponía a un mensaje. Me extrañaba que esos mensajes se masifiquen cuando, peor aún, su contenido, en lo absoluto, estaba lastrado por la ojeriza o la animadversión, ni muchísimo menos contenía ofensas o vituperios. ¡Al contrario!, sólo era una forma cómica o que marque la diferencia de decirle a una flaca, de linda sonrisa y mirada perfectamente penetrante, que un sol había salido a la bella Lima para verla brillar.

Era la primera vez que algo parecido me sucedía: Para la noche del jueves, las trabajadoras domésticas de mi casa (a quienes adoro), los huachimanes de las calles de Monterrico y Chacarilla, las cajeras de Wong y Starbucks, y hasta las nanas que paseaban a los bebés por los parques entre el chisme y la risa, ya tenían mi audio en sus dispositivos móviles; y parecía que, por más que trataba, nada opacaba mi voz y cada reproducción fundaba un salto en mi pecho. No sabía cómo manejar la situación; no la había planeado ni la había generado. Y las veces que traté de provocar algo parecido en el 2008 y en el 2012, cuando publiqué dos novelas pésimamente escritas (o escritas bajo los efectos del buen vino) había fracasado y sólo pude conseguir una pequeña, minúscula, columna que El Comercio me dedicó reseñando mis libros, hecho que me ponía a pensar apocalípticamente que los ejemplares sólo habían sido comprados por mis amigos más cercanos y las innumerables tías, primas lejanas, o amiguitas de las primas de las primas que, seguramente, no me sorprendería, usaron mis novelas como adorno en sus bibliotecas, como pisa-papeles o, peor aún, como regalo de intercambio navideño.

Golpe de nueve de la noche de ese jueves, todo parecía haber cesado: Ya no recibía más notificaciones a mi celular, por ahí uno que otro rebote, pero más nada. Ya estuvo bueno, pensaba, cigarrillo en mano, en el jardín de mi casa, aliviado. Y ahí, volví a llamar a Catalina: “¿Te siguen llegando mensajes?”, le pregunté, ya más calmado, sin las temblorosas manos. “Alucina que ya no, ¿puedes creerlo?”, me respondió. “¿Ves? ¡Tanto escándalo haces!; ha sido sólo una jodita de la tarde. Ya nadie habla nada, ya pasó todo, todito”, añadió, con humor risueño. “¡Habla!, ¿Un Dansza puede ser?, previa botellita de vino en el bar del Westin y celebramos nuestros cinco minutos de fama”, propuse, ya riéndome de mí mismo, volviendo a simular una voz de recepcionista de línea telefónica erótica para mujeres. “Jajaja, te juro, te juro que no pensaba ir a Dansza porque mañana me tengo que levantar temprano, pero, ¡ya me provocó! ¡Y nos tomamos un selfie etiquetándonos!”. “¡Obvio!, con una leyenda graciosa en Facebook”. “¡Dale!, te aviso”, enfatizó y colgamos. Pero luego, la adicción a Netflix me conllevó a sacar una Coronita helada de la refri, limón en el pico, y un deseo fervoroso, vehemente, de retroceder el tiempo a los días de verano, con una sirena al costado, y los rayos de un sol diáfano que habrían salido para verla brillar por todos lados.

El viernes por la mañana cerré un contrato de inversión con los socios de una firma china. “Cojonudo”, pensé, y en vista de que los rayos de un sol mayor hacían de Lima la ciudad más hermosa del mundo, me animé a almorzar en el restaurante de mi buen amigo Stefano, “El Jefe”. Me provocaba esas costillitas ahumadas remojadas en sus salsita peculiar y seducir el paladar con una chelita artesanal bien al polo. Entre risas le conté a Stefano que, el día anterior, había sido el personaje de moda, el Pedro Navaja limeño. Nos cagamos de risa hablando del ser y de la nada; y cuando estaba dispuesto a darle el último sorbo a la cerveza, nuevamente, una balacera de mensajes llegaban a mi celular. Esta vez, con imitaciones mías, de distintas personas, entre audios y videos; y con ediciones de putamadre, musiquita de fondo y, en una suerte de trance, mi voz sensualona siendo entonada narrando lo fantasmagóricamente increíble que sería dejar de estar en una oficina con olor a café y estar en esos días de verano en Punta Hermosa, chelita y sirena a mis costados, y un sol que deje la piel tostadita. No mentiré: Me sedujo el humor de una diosa que habría bajado del olimpo y que se filmaba vocalizando con mi voz. Estallé de risas, igualmente, casi al punto de atorarme cuando escuché un audio imitándome, con una voz entre apitucada y elocuente, aludiendo un coqueteo intenso y quasi erótico con un tal Miguel y contándole que salía del gimnasio después de trabajar pecho, espalda y cuello; y que, por la noche, podía tocar (por llamarlo de una forma elegante) la retaguardia, la baja espalda. A decir verdad, no suelo trabajar esa parte en el gimnasio, y, la única vez que me atreví a hacer sentadillas con mi buen amigo Diego terminé con dolor muscular en el totó de casi una semana. Sin embargo, públicamente, invito a este talentoso caballero a ir al gimnasio y, toda una semana, trabajar la retaguardia para, agotados y con la lengua afuera, tomar un rico batido de proteínas o aminoácidos. ¡De cojones! Pero entre esas imitaciones, nada me divirtió tanto como un video en el que, supuestamente, me imitaban lavando una banana e invitando, con romanticismo y una sensualidad que no podría alcanzar, a pasar a una tina de lavadero a una doncella de voz angelical; y, en otra escena, invitándola, simulando un rostro de candela, a cabalgar (¿o a hacer la limpieza doméstica?) con un tercer compañero pasional: Una escoba. Realmente, fue tan contagioso el buen humor que no me queda sino ofrecerles a estos talentos que, de encontrarme con ellos, nada sería tan genial como tomarnos unas chelas y recrear cada una de las imitaciones. Por ahí me llegaban otras tantas, con un humor picante, como si yo fuese una suerte de zambo cuartelario o bolón: Me hacía quedar como un personaje fantasmagórico que, haciendo el símil, estaba cual minero dispuesto permanentemente a introducir la draga en algún socavón, o continuamente izando la banderola de la vehemencia por los cielos. Digamos, esas imitaciones (que no dejaban de ser graciosas) dejaban al receptor alucinar que mi residencia no era Lima, sino Palo Alto, California; y eso le daba el tiro de gracia.

El Sábado, el audio recorrió los continentes y amigos de Madrid y Australia ya lo tenían en sus dispositivos. Por la mañana, muy temprano, el gringo me escribió un: “¡Choza de los cojones, eres famoso!”, y me adjuntó un video. Y al presionar play, se apreciaba como escenario Noise, una de las discotecas que suelo frecuentar los viernes; y ahí mi voz en los parlantes: “¡Hey, guapa!, ¿cómo que te ha ido mal en tu PC? ¡Estoy seguro que te ha ido súper bien!”; e, inmediatamente después, la adrenalina se intensificaba con la genialidad de Avicii. Sin poder creer lo que estaba viendo y aún echado en mi cama, Macarena, una amiga, me pidió que vea el Instagram history de Christian Meier. Lo vi: Y ahí, un meme con una de mis fotos y una leyenda: “¡Hey, guapa!, hoy toca bíceps”. Y luego, Stephanie Cayo usando el hashtag. ¡Stephanie Cayo!, un amor iluso y platónico desde los diez años. Aún sin poder almorzar, las estrellas aparecieron y comenzó a masificarse entre algunos de mis contactos un audio que, en efecto, semanas atrás, le había mandado a Paloma Naranjo, una princesa de televisión, quien brilla en las pantallas por su sonrisa y mirada de niña. La había conocido hacía un año en una de las playas de Punta Hermosa, entre el sunset, la chelita y la risa; y ahí me contó que había estudiado en mi colegio y que su pasión era cantar. Nos hicimos buenos amigos entre el capricho del destino y no pocas veces coincidíamos en las mismas discotecas, y siempre existía más de una excusa para tomarnos unas chelitas, bailar un reaggetón lento (de esos que no se bailan hace tiempo) y ponernos al día. Paloma era suave, divertida, alada y con un estilo bohemio. Hablábamos continuamente y le parecía graciosa mi forma de hacerlo o de utilizar un vocabulario rebuscado que, finalmente, ella se quedaba con un gesto de “¡¿Qué carajo estás hablándome?!”. El sábado anterior, cuando la fiebre del “Hey guapa” aún no existía, nos encontramos en Dalí con otras amigas, Thalia y Katerina. Y ahí, entre los sonidos de Chino y Nacho, Paloma se puso a bailar en el centro del sector Súper Vip: Chela en mano, vociferando cual ángel enajenado la letra de la canción y moviendo las caderas (incluso mejor que la misma Shakira en el video-clip “Ojos así”). Eso capturó mi atención y tan sólo me quedé sonriéndole con ojos risueños. Al día siguiente o a los dos días, cuando la crónica de mi (poca) popularidad estaba siendo escrita por el destino, conversaba con Katerina y, entonces, concluimos que el mejor regalo que Paloma podría entregarme en mi próximo cumpleaños, sería un desayuno buffet en Los Vitrales del Country Club y que, posteriormente, acompañado de la magia del piano, me cante Happy Birthday Mr. President, y que ahí brille tanto, más que la misma Marilyn Monroe. Y que el banquete opíparo se cierre con una promesa fervorosa de parte mía que, si en caso llegase a ser Presidente del Perú (con ideas liberales, siguiendo la filosofía de los economistas austriacos y con enfoque en el libre mercado, la libre competencia y una erradicación a barreras burocráticas o a los procedimientos administrativos ineficaces en los diversos sectores, sobretodo, el minero), ella sería mi primera dama. ¿Acaso eso no se merecería el Perú tras tener algo tan catastrófico como Primeras Damas a Eliane, Nadine o la mismísima Nancy Lange?

Soy abogado; me dedico al derecho regulatorio, minero, ambiental y no miento si digo que mis pensamientos son liberales y condeno toda restricción a las libertades. Lo sucedido con “Hey Guapa” es un motivo de risa. Porque cada peripecia hay que tomarla con una risotada o una sonrisa sutil. A veces, está bien reírse de uno mismo, burlarse de los caprichos del destino y no cuestionar, sino, simplemente vivir como si algún Dios diese vueltas hacia atrás a las cuerdas del reloj. Todo, absolutamente todo, habrá valido la pena si de pronto esos audios a alguien le sacó una risotada, una sonrisa inesperada, o de pronto, el humor le cambió para bien tras un día del carajo debida a una monótona rutina. A veces, un regalo que el destino a uno le puede dar es ver la sonrisa de alguien o producirle sana adrenalina, más aún si todo ello estuvo acompañado por los descuentos en Easy Taxi y en innumerables restaurantes que usaron el hashtag de “Hey Guapa” y que, ni siquiera, me ofrecieron una taza de café, joder.

Culmino esta crónica riéndome y pensando en cada uno de mis amigos que me acompañaron en todo este trance y, por supuesto, incluyo a Catalina Miró: Desde mi confusión inicial, hasta esas carcajadas eternas del último sábado. Los amigos son la familia que uno escoge, aquella que resulta siendo holística y que son los hermanos que, ocasionalmente, uno logra querer más que a los de sangre. Ahora, tengo que darle el punto final a estas líneas que las escribí tecleando fuerte, entre carcajadas y la voz de Sabina, pero es que ahora está sonando mi celular y es mi madre, con quien quedé en almorzar, y sé que le contestaré con la frase que ella eternamente la merecerá: “¡Hey, guapa!”.

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