12 Nov


Uno:

La tarde de un sábado soleado. San Isidro irradiaba una luz tenue, como quien da la bienvenida a un pequeño Paraíso. Caminar por ese distrito me resultó siempre agradable; solía hacerlo con mi abuelo tras las risas del Olivar y luego aterrizábamos en el bar Inglés del Country Club; y ahí, él pedía un whisky a las rocas, cajetilla de cigarrillos en la mesa, y yo un milkshake de fresas. Caminar sin saber a dónde ir resulta un placer inmerecido, casi tanto como si uno caminase para encontrarse con un ángel y darle la mano. No pensé que ello, sin embargo, se haría realidad. Atravesé por una de esas calles que corta la Conquistadores y una boutique de ropa se inauguraba. Globos por doquier y champagne; y casi invadiendo mi paso, una suerte de cartel en medio de la vereda, con una gigantografía que retrataba a una modelo luciendo la ropa de aquella boutique: Cabello rubio, ojos verdes, sonrisa de valiente; nada atípico de lo que configuraba un panel publicitario. Apenas volteé la mirada y volví a ver la boutique sin mayor esperanza: Risas por doquier, adolescentes entre la vehemencia, fotógrafos de las revistas sociales y, seguramente, algún bloggero dispuesto a echar luces en las redes sociales.

Con un libro de Cortázar entre las manos, miré al otro lado de la acera y me convocó un café, con estilo rústico y discreto. Me senté en una de sus mesitas de la terraza, que en el centro llevaba una vela encendida, casi al lado de un macetero con un cáktus. Una copa de vino, café bien cargado y una cajetilla de cigarrillos. Suspirando y con la droga retumbando mis latidos, las líneas de Cortázar se sumergían entre mis pupilas. Cada tanto, alzaba la mirada y veía esa gigantografía, esa modelo, esas esmeraldas en los ojos verdes, diáfanos y brillantes; esa sonrisa tan perfectamente increíble y hermosa, como diciéndole al mundo que todo, absolutamente todo lo que ella podía lucir, le quedaría cojonudo, surreal, majestuoso, pues, así es la vida, sólo las princesas privilegiadas habían nacido para encantar. Y ella, aparentemente, lo había conseguido.

Entre ese aroma a tinta, cigarrillo y café, percibía algo en ese fuego, en esa boutique, en esa modelo cuya sombra la tenía frente a mí y entonces, la voz de Cortázar susurraba entre el ventarrón sanisidrino indicándome que simplemente esa escena era una suerte de epifanía, un rayo que parte los huesos y te deja estaqueando en la mitad del patio.


Dos:

Entre el torbellino de una oficina, el aroma del café se entremezcla con el del cigarrillo que lo fumo entre caladas largas, mientras manejo por la Javier Prado. De pronto se me acerca Diana, una de mis practicantes: Sonrisa esbelta y con un aroma peculiar que me hace identificar la marca perfume: Es uno de Michael Kors. Es hábil para muchas cosas, y no pocas veces, me siento observado por ella, sobretodo, cuando escribo con rapidez, tecleando fuerte la computadora, interponiendo recursos de apelación, salvando capitales y creando inversión. Mientras me hace una consulta legal y remuevo con sofisticación la taza de café, algo en mí conmueve mi atención y presiento que es recíproco. Casi al mismo tiempo exclamamos:

- ¡Me encanta lo que llevas puesto!

Ella hacía referencia a unos nuevos gemelos, de cristales Swarovski, con una tonalidad rojiza, que combinaban perfecto con mi corbata roja de seda que el último fin de semana la había comprado en Brooks Brothers. Y yo, en cambio, me refería a la blusa que llevaba, una oscura, cuya combinación se acentuaba con una suerte de dije en plata que llevaba incrustado una roca del mismo color. Le dije que esa mañana estaba más churra (ese fue el término que usé) que de costumbre y que, de seguro, sería capaz de derretir a los chicos como se derrite un helado de menta bajo un sol caribeño.

- ¿Y esa blusa? – pregunté, ojos chispeantes.

- ¡Ah, Doctor! – exclamó ella, tapándose la boca, sonrosada. – Me lo compré en la inauguración de Luao; ¡ni se imagina la ropa pre-cio-sí-sima que venden! ¡No sabe!, me volvía loca de tanto comprar. ¿No le parece divina?

Y cuando dijo ese nombre, ¡Luao!, recordé que era la misma boutique cuya modelo en una gigantografía no dejaba de mirarme (y, secretamente, introducirse en el torbellino de mi locura), mientras me entrometía entre las líneas de Cortázar calando vehemencia a través de un cigarrillo.

- Te queda linda. – agregué, sin mayor importancia, regalándole una sonrisa, indicándole los pendientes que tenía para la tarde y, discretamente, mirándole la retaguardia cuando se retiraba de mi oficina como una diva, haciendo sonar los tacos y moviendo la cintura.

Y en la soledad de mi escritorio, cogí mi celular; en Instagram tecleé el nombre de la boutique, Luao, y no tardé en encontrarla. Entré, y ahí, nuevamente las esmeraldas de los ojos verdes de esa modelo me daban la bienvenida y a través de la pantalla me miraba entre una sonrisa peculiar, entre sensual e inocente, como diciéndome que sabía que la iría a buscar. Visualicé una de sus fotos, y grande fue mi sorpresa cuando me percaté que ella estaba etiquetada: Se llamaba Thais La Roca. Entré a su perfil, y casi boquiabierto, descubrí que ella me seguía en la red social. Le devolví el follow; y al ser su perfil público, tuve acceso a su mundo cibernético. Teníamos algunos amigos en común; y particularmente me seducía una imagen en la que aparecía apoyada sobre una bicicleta, chompa rosada y jeanes rotos; mirada penetrante (no podía resistirme a sus ojos verdes), misteriosa, cautivadora, encantadora, todo en una. En su cuenta, aparecía una dirección web y se trataba de su página personal. Descubrí que había estudiado diseño de modas en Nueva York y que por varios años había estado trabajando para las mejores marcas del mundo como diseñadora: Chanel, Louis Vuitton, Fendi, Prada, Versace; hasta que, siguió su camino y se independizó para seguir sus metas personales. Eso, ese arrojo torero, me cautivó; demostraba que no sólo era una flaquita de bella sonrisa y lindo cuerpo, sino, que tenía personalidad, algo que constituye el mayor atractivo en una mujer. Con el celular en mano, sonrisa discreta, seguí viendo sus fotos en las discotecas de moda, en las playas del sur; por ahí, junto con algún amigo o amiga en común. Me divertían sus publicaciones, casi como si quisiera demostrarle al mundo que ella está loca y que, si la provocas, puede convertirse en una rebelde sin causa. Eso fue; eso lo que me indujo a escribirle. Tecleé: “Tu locura me contagia, me inspira y me encanta”. Luego, borré todo; me pareció tan cursilón y lastrado por un floro barato. Así que, simplemente, le escribí un “¡Hey, guapa!”.


Tres:

Así, fui descubriendo más de ella; y entendía que la sofisticación que la envolvía no sólo estaba reflejada en su cabello rubio, en su voz, en su sonrisa de ángel, sino también en su forma de mirar a la cámara, en el arma letal de su mirada, como imponente, sensual y cándida; pero sobretodo, en su forma de escribir, de contar las historias de manera tal que dejara al lector perplejo, con los ojos bien abiertos y al detalle de cada punto y coma de principio a fin. Había algo en ella, en su misterio natural o en su forma de ser que me generaba tanta intriga, tal grado de querer conocerla, de leer entre su mirada la novela de su biografía. Sabía que le gustaba la lectura, la moda y el buen vino. Por ahí, logré ver un video que promocionaba la publicación de una de sus crónicas sobre un grupo de música, en el que aparecía en la sala de su depa, sentada en la alfombra, en modo chill, dejando que el tiempo se detenga, la mac prendida y entre sus dedos, una copa de vino.

Sabía que ella no conocía de las novelas que había publicado y del olvido que las envolvía; y no me equivoqué cuando supe que sólo había escuchado de mí por la popularidad del “¡Hey, guapa!”, y por lo que su mejor amiga, Denisse Pancorvo, le habría contado ante la cercanía que alguna vez tuvimos, allá, en la primavera del 2015.

Me divertía tanto hablar con ella a través del celular; me gustaba que sus días no se limiten a una oficina y depender de un sueldo. Me gustaba que busque arte para crear, escribir y lucirse. Me decía que, si bien ya no acudía a las típicas fiestitas de Lima, sí se permitía salir los fines de semana en plan “tranqui”. “¡Olvídate!, el año pasado era full juergas; terminaba de una y el after la seguía en Dalí”, me decía, “Pero este año ya estoy más tranqui; el cuerpo ya no me da para tanto y prefiero hacer cosas más chill. ¡En cambio tú!, no paras ni los viernes y sábados”, agregaba. “¿Sabes algo?, yo quiero ser presidente del Perú; y quiero que seas tú mi primera dama”, le decía. Y ella se reía a más no poder. “¡Eres un loco!”. “¡Lo sé!, pero sólo tengo algo claro: No podremos conocernos entre las juergas de Dalí bailando Criminal, no way; necesito que sea algo más surrealista, más quijotesco. Que la historia sea algo como que, alguna noche y tras cerrar un contrato millonario, salía del bar del Country Club y, al atravesar el hall, te vi y tus ojos, simplemente, me hechizaron y caí rendido a tus pies; y que ese mismo día te dije que viajemos a Nueva York, a Dubai, a Bruselas a iniciar una historia de aventuras para, finalmente, llegar a Palacio de Gobierno”. Y cuando le contaba todo eso, ella no paraba de reírse, de pensar que, seguramente, estaba tratando con un ser vehemente, enajenado o drogado; pero que, en el fondo, no existía mejor droga que esa risa que le provocaba y que, para mí, esa rutina, también comenzaba a ser adictiva.


Cuatro:

Entre la risa y con las cuerdas del reloj a mi favor, un viernes estaba por mi discoteca favorita, Noise. Recién acababa de llegar y, recuerdo, antes de salir, había estado entre vinos y quesos con unos tíos. Atravesé el sector Vip, y no son pocas las veces en que alguien me reconoce y me piden una foto o un video a lo que, feliz, acepto; y si, por ahí una chica linda captura mi atención, no dudo en invitarle una chela heladita. Así, caminaba entre el tumulto de la gente cuando, de pronto, mientras chocaba la mirada con un buen amigo, noté que él susurró a una chica quien estaba de espaldas “Está acá el heyguapa”. La chica volteó y no me encontré con cualquiera, era Thais La Roca quien estaba frente a mí y busqué que sus ojos se entrelacen con los míos. Era la primera vez que, conscientemente, la tenía frente a mí. De inmediato sonreímos, me acerqué a saludarla con un beso; y al tenerla cerca, percibí el aroma de su cabello. No parábamos de reírnos; nos acomodamos en la barra del sector VIP y, no dudé en invitarle un gin de arándanos. Como la fila para comprar era infinita y, considerando que a una reina se la complace de inmediato, llamé al barman que suele atenderme y, dejándole una buena propina, ordené que me preparen los tragos a la brevedad, de inmediato. Y así nos quedamos gran parte de la noche, en esa esquina. Hacía lo posible (y pese a mi miopía) por verme reflejado en sus ojos verdes, y al rozar sus manos, las sentía como algodón. “¿Sabes?, lo que más me gusta de ti es que no puedo parar de reírme; siento que eres un mundo y tu forma tan endemoniada de escribir hace que mi imaginación vuele”, le dije. “¡Pero tú eres un florero!”, exclamaba. “¿Acaso crees que Denisse Pancorvo no me contó todo?”, y ponía una mirada traviesa. “No tengo por qué mentirte al decirte que me llamas la atención”, me defendía. “No lo sé, ¿pero sabes?, yo suelo desconfiar de las personas. No solo de los chicos, sino de las personas en general. Me han pasado tantas cosas que algún día te contaré”. “¿Con una copa de vino y una tabla de quesos?”. Eso está por verse”, y sentenciaba, graciosa, mientras yo la miraba con ojos risueños.

En un momento, casi sorprendiéndome y de manera desprevenida, me dijo: “Ahorita vengo, espérame acá”, y se entremezcló entre la gente, atravesando el pasillo que divide al sector Vip con Súper-Vip. En efecto, la esperé quince minutos, veinte, media hora. Al darme cuenta que no vendría de vuelta, decidí bajar y subir a cabina con Dj Asto; y, entonces, no tan a lo lejos nuestras miradas volvieron a encontrarse. Me sonrió y, tras un beso volado, como si cometiese una travesura, salió de la discoteca, dejándome helado, estático. Con el celular en la mano, tembloroso, logré escribirle: “¿Todo bien?”; a lo que ella me contestó: “Sí, sorry, mañana tengo sesión de fotos temprano”. “Todo bien; haré méritos para ir juntos por esa copa de vino”.


Cinco:

Hoy iré a Dalí”, y el mensaje de Thais me despertó, golpe del mediodía de un sábado. “Tengo una comidita en la noche, y luego me paso para allá. Te escribo para vernos”, añadió. ¡Nuevamente la vería! “Qué suerte; salió el sol y parece que el viento está a mi favor”, pensé. “Hoy estaré con mis mejores galas; y todo apunta a que, finalmente, esta noche bailaremos Criminal”, le dije, con una tonalidad juguetona.

Antes de llegar a la discoteca, tomé varias copas de vino, entre el Netflix y unos puchos. Una camisa blanca, jean negro y directo a Plaza Butters. Isaías, promotor predilecto y amante de los buenos gins, en puerta, me estrechaba la mano con una sonrisa. Ese sábado, habían cerrado la parte de general, salvo el escenario, donde se encontraba la cabina de Dj; y ahí, el genio de Dj Paul metía los mejores rémix; él podía hacer bailar a quien fuese; por algo era el Dj de la discoteca más exclusiva de Lima. Subí a cabina, con las tradicionales chelas en la mano y su respectivo “¡Salud, hoy la cagamos!”. Y así, entre las luces de colores y la música a todo volumen volvía a sumergirme en la vehemencia. Hasta que, de pronto, uno de los fotógrafos me tocó el hombro y señaló el box cuya vista daba exactamente a cabina; para ubicarlo geográficamente, era el box que está al lado del que suele reservar Omar Macchi. Alcé la mirada y ahí estaba Thais, apoyada en el muro; sonrisa impuesta, con el cabello brillándole más que nunca. Me sonreía y me saludaba con la mano. Y al verla, le mandaba besitos volados, riéndome sin saber de qué, sólo riéndome y viéndola. Y, entonces, me acerqué a Dj Paul: “Tienes que poner Criminal”, exclamé. “¿Por qué?”, me preguntó, sorprendido, acomodándose la gorra, curioso. “Porque acabo de ver a una flaca tan bella que es la más cri-criminal”. Y él se cagó de risa; buscó el rémix y comenzó a sonar la melodía de Ozuna. Y en ese instante, Thais, desde arriba, rojísima, no paraba de reírse. Le grité que bajase conmigo. Y ella corrió, atravesó el sector Súper-Vip y vino a mi encuentro. Dj Paul ordenó a los agentes de seguridad que le dieran el pase. Y le di un abrazo, ojos desorbitados, pensando que, en efecto, estaba tan loco que mis vivencias deberían estar al margen de lo legal.

Y ahí estuvimos buen rato, entre la música y la genialidad de Dj Paul. “Este encuentro es tan increíblemente poético que merece ser celebrado”, le dije en el oído. “¿Y cómo?”.Pues con un champagne, ¿con qué más?”, y disimuladamente, le cogí la mano y entrelacé mis dedos con los de ella; en ese instante me sentí privilegiado, me sentí un semi-Dios; fui feliz. Asì, volvimos a atravesar el sector Súper-Vip, luego las puertas de metal y aterrizamos en la terraza, entre la música de Shakira y el cielo que aún estaba oscuro, estrellado. Pedí un Moêt & Chandon y nos acomodaron una mesita para estar de pie. “Hoy te dejaré en la puerta de tu casa”, advertí. Y así, pasaron una, dos, tres copas; y en un dos por tres la botella se había terminado. Las risas prevalecían; y notaba que sus mejillas estaban rojísimas. Y en un momento, al mirar el suelo, noté en su pantorrilla un tatuaje que capturó muchísimo mi atención: Era un ojo. “Es un ojo turco, para alejar la mala vibra de mí”, me dijo, con mirada tierna. Y entonces, la abracé y le susurré: “Te queda hermoso, ¿sabías? Pero, cuando pases tiempo conmigo, no necesitarás alejar ninguna mala vibra porque yo te cuidaré”. Con el cielo anaranjado, nos retiramos. ¡Moríamos de hambre!, y el arroz con pollo o el arroz chaufa de Plaza Butters (donde, alguna vez, bajoneé con algún amigo de un programa farandulero, no estaba dentro de mis opciones). Llegamos al Centro Comercial El Polo, y encontramos a Delicass abierto. No lo dudamos; pedimos un club sándwish con Coca-Cola helada y lo devoramos. Ya en el instante que Lima había amanecido por completo, noté que Thais daba un primer bostezo; así que pagué la cuenta y nos fuimos. En el trayecto a su casa, ella estaba somnolienta y no dudé en ofrecerle mi hombro. Apoyó su cabeza ahí; su cabello lo sentía tan cerca a mis mejillas, ese punto en el que logra hacerte unas leves cosquillas; y aunque estaba contaminado por un leve olor a cigarro, igual se percibía su aroma, la esencia de ella. Me quedé mudo, confundiendo el brillo del sol con el de su cabello. El ambiente era silencioso, entre ese silbido de los pájaros que indican un nuevo día; y yo aún sin poder creer que las líneas de Cortázar se hacían realidad; sin poder creer, hasta entonces, que la poesía de una ficción era capaz de escribir un capítulo entre las páginas de mi biografía. Al llegar a su edificio, nos despedimos con un beso en la mejilla; y fue inevitable no bajar levemente la mirada y ver sus labios sonrosados. “¿Queda pendiente la copa de vino?”, le pregunté, luchando por no dar un bostezo. “Lo pensaré”, me respondió, sonriendo, cerrando la puerta con delicadeza. Y así me quedé en medio de esa calle tranquila, estático, riéndome solo, pensando que seguramente ella ya sabía que había creado una fantasía en mí. 


Jesús Barahona.
Lima. Noviembre, 2018.

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