10 Sep


Seré Presidente del Perú, eso está decidido. De acuerdo a los articulados constitucionales, me corresponderá en el 2026 y juramentaré a poco más de dos meses de haber cumplido treinta y siete años. Mi gobierno será de derecha, con impulso en políticas liberales y defensa a la libertad de competencia y de mercado. Prevalecerá el sector minero y se erradicarán barreras burocráticas que atrasen inversiones privadas o que generen sobrecostos. Se firmarán contratos de estabilidad jurídica y se disolverán (¡Di-sol-ver!) ciertos ministerios plagados de roji-caviares que sólo generan más y más burocracia. Se respetará el Ius Imperium; no habrán marchas, cánticos revolucionarios, amanecidas o huelgas de hambre lideradas por comunistas encubiertos y una plaga de estudiantes que, en vez de ponerse a estudiar o trabajar, con porro en la boca, se alucinan el Che Guevara o Marx. En tal sentido, se aplicará la filosofía de Nicolás Maquiavelo: “Los hombres ofenden antes al que aman que al que temen”.


Ganaré en segunda vuelta y haré puré en el debate a una candidata de izquierda. El día de las elecciones, se transmitirá por todo lo alto mi desayuno electoral. Y no, señores: No me envolveré en hipocresía y populismo; no desayunaré lo que desayunan todos los candidatos para, si acaso, aperuanisarse más y estar acorde con los gustos populares y tradicionales. No estaré cual Verónika Mendoza comiendo en platos de barro y hablando quechua; ni cual Alan, con el cuy frito y el aceite goteándole entre los dedos; ni muchísimo menos, cual PPK, amante taurino, con la pachamanca y los tamales sobre la mesa. Mi desayuno será ligero, y constará de lo que desayuno todos los días: Café colombiano hecho en cafetera italiana con crema de chantillí encima, jugo de piña sin azúcar y pan caprese. Sin embargo, para que la utopía del torbellino de mi imaginación se concrete, necesitaré de una primera dama, the first ladie of Peru. Una dama que sea la primera en todo; y para ello, barajo las siguientes posibilidades:


Adriana Pezet sería una primera dama sofisticada y enaltecería su fineza. Es abogada y defiende capitales en los mercados de valores. Lleva una mirada imponente, oji-verde color esmeralda, como diciéndole al mundo que ella ha nacido para ser admirada y envidiada; y luce un cabello del color del sol que lo tiene muy bien cuidado. Le gusta el mar, y por eso no dudó en pedirle a sus padres que compren un depa de estreno en una de las playas de Punta Hermosa, para no sólo aparentar ser una sirena que se pasee por el Club Naútico, sino, los sábados por la noche, ser la flaca más extrovertida de Resident. Yo sabía que tenía novio, un ejecutivo de una financiera; pero aún así, prevalecía nuestro encuentro furtivo en el bar del Country Club y no nos negábamos a mojar el paladar con un Marqués de Riscal. En todos esos encuentros, ella, traviesa, sacaba su celular y enviaba un mensaje a su pareja notificándole que se amanecería redactando un informe legal y que recién mañana se comunicaría con él; y tras eso, avispada configuraba el dispositivo en modo avión. Las copas de vino iban acompañadas de tablas de quesos y, entre la jocosidad y la risa, no pocas noches, dependiendo si era jueves o viernes, íbamos a las discotecas de Plaza Butters a sumergirnos entre la vehemencia y las luces de colores; y posterior a ello, nos embutíamos en un desayuno opíparo en Glotons o en San Antonio. Una noche de sábado que salimos a Dalí, en medio de la juerga y sumergida en ron, me dijo “Nicolás me pidió ayer en una cena cursilona que nos casemos, y le dije que le contestaré en estos días; esta noche será mi última que estaré no comprometida”, y me sonrió con cierta dulzura y complicidad, como diciéndome entre líneas que ella estaba tan loca como yo, y que esa noche, así caiga la Bolsa de Valores de Nueva York, no dejaría de moverse al ritmo de “Procura”, de Chichi Peralta. Así estábamos esa noche: Los dos en la barra, un cuba libre para ella y una chela para mí; y luego, entre ese juego de miradas, ella se acercó a mí, tratando de besarme y yo esquivé, sutil, el rostro. Al darse cuenta del rechazo involuntario, no paró de reírse, como repitiéndose “soy una tonta, sorry”; a lo que alcé su rostro y, sonriéndole, le dije “todo bien, guapa”. Entonces, anunció que iría al baño y caminó moviendo la cintura, entre ese vestido rojo que le quedaba cojonudo y ante la mirada atónita del genio-loco de Dj Paul, quien desde el escenario podía vislumbrar cada detalle; y así se escabulló entre la gente, perdiéndose hasta el día de hoy. Sólo me quedan las fotos que nos hicimos en las canchas de tenis del Lima Golf Club y la memoria de su sonrisa, que no la veo hace dos años, y que se reflejan en las fotos con las que posa en sus viajes alrededor del mundo junto a su prometido.


Fátima Urrutia sería una primera dama literaria y, no por ello, menos sofisticada. Había estudiado Inginería Industrial en la Universidad de Lima, y ni bien se graduó, tiró la casa por la ventana organizando un mega-archi juergón en su casa en La Planicie; y tras enmarcar el título de ingeniera y dejarlo encima del escritorio de su padre, compró un pasaje a París sin retorno a concretar su sueño: estudiar diseño de modas y escribir una novela en la que retrataría cada demonio interno que, desde adolescente, carcomía su alma. Es pálida y lo atípico en ella es que pareciera que no viviera en este universo; como si estuviese perdida, con ideas revolviéndole la cabeza y plasmándolas en versos o en esas historias tan cojonudamente escritas que sólo son merecedoras de quedar en la memoria y no en los papeles perdidos que ella quema en la chimenea de su departamento. La descubrí a través del azar, cuando de pronto pedí prestada la Mac a una tía para mandar un correo electrónico; y, entre las ventanas del Safari, descubrí que estaba leyendo su blog, que cada tanto publica desde París escribiendo sobre modas, sobre las nuevas tendencias, sobre sus diseños. Lo que capturó mi atención fue su prosa; y al leer su biografía, descubrí que había publicado un poemario. No lo dudé y esa misma tarde, lo compré en la misma librería en la que, entre el polvo y olvido, reposan las novelas que hacía años había publicado. Leí su poemario entre el café y la risa y le escribí un correo electrónico. Para mi sorpresa, ella me respondió y nos percatamos que entre la Lima en la que todos nos conocemos, teníamos varios amigos en común. Ahí, me contó del fuego de su inspiración: Cuando ella estudiaba en el Villa María, tenía un enamorado del Markham, Rodrigo Alcázar, con quien había descubierto la ternura y los primeros pasos de un amor precoz. Me contó, entonces, que Rodrigo estaba sumergido en una depresión producto al alcoholismo de su madre y a la violencia de su padre; y que si bien ella trataba de sostenerlo, por momentos, todo resultaba insostenible y la relación se estropeaba cual castillo de naipes entre la sangre y las lágrimas. Una noche, su padre anunció que ya no vivirían más en La Encantada de Villa; que las acciones de su empresa habían bajado y que, para más yapa, el Banco estaba a punto de ejecutar la hipoteca; y, sin decir más nada, se metió a su habitación. Al poco rato, se escuchó un disparo; Rodrigo rompió la puerta de un empujón y encontró a su padre entre un charco de sangre, con los sesos encima del escritorio y salpicados en un vaso de whisky, y su revolver (el mismo que, a los dieciocho años le había regalado su abuelo), aún colgado entre sus dedos. Desde ahí, la oscuridad de un silencio se apoderó de la relación, y a los dos meses de aquel incidente, Fátima y Rodrigo cumplían dos años de enamorados. Ese día, Rodrigo le hizo un video filmándose con su celular, en el que le declaraba un amor desenfrenado, con la voz de Bon Jovi y “Always” de fondo. Y, la noche siguiente, Rodrigo se suicidó de la misma forma, con el arma misma con que su padre lo había hecho, en el mismo escritorio y con la misma agonía que sólo la muerte podría carcomer un alma. Desde entonces, la melancolía de la inspiración posee las manos de Fátima, y por ello, le ha salido una novela perversa, salpicada de procacidades, rencorosa, una novela triste de los cojones. Y todo eso me cuenta por teléfono, entre las madrugadas insomnes. Así, una madrugada le dije: “Yo seré presidente del Perú; y quiero que seas mi primera dama; ¡seríamos una pareja presidencial literaria y surrealista!”, y ella rió; a lo que añadí: “Y, nuestro encuentro en Lima, cuando llegues, tendrá que ser real-maravilloso, literario. Y así, cuando nos entrevisten en la tele sea todo cual cuento de hadas; nada de conocerte en Dalí bailando Criminal, por más increíble que sea el remix de Dj Paul, o en Noise, entre el ritmo que pone Dj Asto de “La Vampiresa”. Nuestro encuentro tendrá que ser alguna noche, cuando entre la magia de un buen vino andaluz, salga del bar inglés del Country y te encuentre en el hall y que ahí nos dejemos llevar por el destino”. Y cuando le dije todo esto, ella no paraba de reírse y yo tampoco. Y seguro, entre la bohemia de París ella habrá pensado que estoy loco; pero sin imaginarse que hablaba en serio.


A veces el destino escribe conocer a alguien. Y eso sucedió con Estrella Roncagliolo, la mujer más real y envuelta en una nula ficción: De pronto, me encontraba una noche de sábado entre amigos, seguramente, en algún previo a una juerga y, entre el gin y la risa, recibí un mensaje: “¿Dalí hoy? JAJAJA. Escúchame, a mí y a una amiga nos fue mal en nuestra PC, entonces me dijo que si te veo que le mandes un voice note JAJA”, a lo que le respondí (como suelo responder a las guapas que me escriben mandándome las buenas vibras) con algún mensaje de humor: “¡Hey, guapa! ¡De cajón! Te veo allá si el capricho del destino está a mi favor! Comprobaré si al verte mi mirada es capaz de sentir cosquillas”. Y, recuerdo, dejé mi celular encima de la mesa, olvidando el dispositivo y recluyéndome entre la risa de mis amigos. Podría decir que incluso olvidé esa breve conversación, hasta que, ya camino a Plaza Butters, con el celular nuevamente entre mis manos y con la ventana de la conversación en la pantalla, se me dio por entrar a su perfil. Y ahí, fue inevitable no soltar una risa sutil. Encontré dos fotos que capturaron mi atención de inmediato: Una, la que sigue siendo mi favorita, aparecía Estrella con una taza de café entre sus manos, en el momento preciso en el que la dosis vitamínica de cafeína se diluía entre su paladar, con mirada traviesa, coqueta, con ojos risueños de ardilla o hámster. Y la otra, en un café cuyos alfajores son mis preferidos; y ella con ambas manos en sus hombros, mirando con picardía un mixto de jamón y queso. Pensé: “¡Ajá!, esta flaca está tan o más loca que yo; y para más yapa, le gusta el café. ¡Genial!”. Había algo en ella, en su sonrisa libre o en esa ternura imposible de no darle atención luciéndose entre la orilla, lo que me generó curiosidad de conocerla o de intuir su brillo natural. Esa noche llegué a Dalí en compañía de Paloma y de Karina, quien celebraba su ingreso a un programa reallity y que, dicho sea de paso, el buen Isaías, cabeza de promotores, quedó petrificado, boquiabierto, alucinado, atónito, ante la belleza de semejante doncella. Estratégicamente, pedí que nos quedemos en el sector vip, entre chelas y gins; y cada tanto, me daba vueltas por ese sector por si por ahí me cruzaba con Estrella, quien se tomaba fotos con sus amigas y las colgaba en sus redes; pero, lógico, tratar de encontrarla sería tanto o más difícil que encontrar una abeja en un panal. Al día siguiente le escribí: “¡Hey, no te vi en Dalí!”, a lo que, con humor, me respondió: “Morí en los previos; me quité a las tres y media. Y ahora, muero con el estrés de la U; ya quiero salir de vacaciones”. Me contó que pertenecía al tercio superior y que estudiaba Economía en la misma Universidad que, hasta hacía poco, mi tío Jorge ejercía un cargo directivo en la misma facultad (y que, según tengo entendido, también quiere ser Presidente, pero a través de estas líneas le notifico que lo siento mucho, pero el cargo está destinado a mí, porque además Estrella es un millón de veces más hermosa que su última flaca, Lucía Alvear; y que, si quiere, puedo ofrecerle el ministerio de Economía, tal y como Keiko se lo iba a ofrecer). Sin embargo, no fue hasta un jueves de julio que coincidimos en una discoteca, cerca de Cala. La reconocí de inmediato (casi como una hormiga reconoce a otra, con las antenas), bailando en esa terraza, trago en mano y alrededor de sus amigos. En un instante, por esas casualidades que el destino escribe, mi mirada chocó con la de ella. De inmediato, le sonreí, sonrojado, y cuando alcé la mano para saludarla a lo lejos, ella la quitó de mí, lo que hizo que mi sonrisa se convirtiera en una risa, pensando qué piña era. Con ese antecedente, seguí en mi nota, en mi juerga, hasta que recibí un mensaje: “¿Estás acá?”; y a los minutos, ya nos dábamos el primer encuentro. La saludé con un beso, contagiándome de ella: “¡Estás churrísima!”, le dije, con ojos chispeantes; y tras eso, ya estábamos cogiéndonos las manos. Me gustaba su misterio, como si en sus ojos existiera un enigma, una novela. No me percaté en qué momento se fue, pero cuando me dijo que ya estaba en casa, sentí una suerte de alivio. “Tus manos. Tus manos son tibias y suaves”, le escribí, yo aún en la discoteca, con una lata de energizante entre mis manos. “¡Toda mi familia dice lo mismo! Y eso que no uso cremas, ah. ¡Oye!, me gustan tus vibras, no paras de sonreír. Las veces que te vi estabas sonriendo”, añadió. “¿Veces?”, “Una vez te vi en Dalí; yo subía las escaleras de Vip y tú bajabas, y parabas feliz”. Desde esa noche, hablar con ella se convirtió en una rutina, hasta que un viernes me dijo que estaba en Noise: “Estoy en general y me estoy sofocando, gonna die”. ¡Oportunidad perfecta! Me cambié en un dos por tres; un Uber en mi casa, y salí de inmediato: “Te escribo al llegar; sales de la discoteca, vuelves a entrar conmigo y subimos a Vip por un gin”, agregué. Al llegar, ella salió del local y nos abrazamos; apoyó su rostro en mi pecho y alzó la mirada: “Me gusta tu perfume, hueles riquísimo”, y entrelazamos nuestras manos. Nos acomodamos en un pequeño espacio, entre la barra de Vip: Un gin de arándanos para la reina y una chela helada para mí. No parábamos de reírnos; yo de sonreírle al verme reflejado en sus ojos. Y así fue, hasta que mi mirada se fusionó con la suya y sólo atiné a hacer caso a mis instintos y acercarme a ella, lentamente, con una sonrisa que le advertía que estaría a punto de cometer una travesura. Y ahí, la besé en los labios, moviéndolos con lentitud, contagiándome por su calor, cerrando los ojos, embriagado de un no sé qué. Esa noche fue inesperada, genial, rara y hermosa: Mi atención sólo estaba en ella, en sacarle una sonrisa, en hacer de ese momento algo que mereciera ser escrito en algún lado. Recuerdo que me ponía a bailar, cogiéndole la cintura y moviendo mis hombros, lo que le causaba tanta gracia. Cuando me dijo que se tenía que ir con sus amigas la acompañé abajo, afuera en Plaza Butters, y nos despedimos con otro beso, y con nuestros dedos que no querían separarse. A partir de entonces, no imaginé que le diría algo repetitivo los siguientes fines de semana: “Avísame cuando llegues a casa, quiero saber que llegaste y estás bien”. No puedo dejar de pensar en lo increíble que es cuando el destino interpone a alguien en un camino. No puedo evitar imaginar que cuando yo escribía mi primera novela, seguramente ella aún estaba ilusionada con los cuentos de hadas y la magia de los nueves o diez años. Seguro cuando ella lea este texto pensará, golpeándose la frente y riéndose, que estoy más loco que nunca, incluso tanto como esa vez que le pedí en un café de Chacarilla que extendiera sus manos cerrando los ojos, casi-casi cual Jesucristo crucificado, para yo depositar en ellas una caja de chocolates Lindt y una nota manuscrita. Ahora, mientras escribo estas líneas, me doy cuenta que puedo ser capaz de contestarle la pregunta que solía hacerme entre el júbilo, el gin, los postres y el café: “¿Por qué me miras así? ¡Te ríes burlándote!”, y es que, Estrella, churra, tan sólo una mirada es capaz de decir tantos adjetivos entremezclados en uno solo. A veces, los ojos determinan que uno, simplemente, quisiera proteger a alguien, cuidar, anteponerse ante el peligro, ser autor de una sonrisa o, simplemente, hacer de cada momento espontáneo, sorpresivo, risible, mágico, y todo ello para que un instante sea tan particularmente increíble que uno no deje de recordarlo. De Estrella sólo le conté a mi mejor amigo, Luchito Lynch, quien me dijo que votará por mí en el 2026 sólo para que Estrella sea mi primera dama. En pocos días ella cumplirá veinte y ese día le haré saber dos cosas: Que hace veinte años nació una persona que me enseñó lo que la belleza de una mujer representa, y lo divertido que puede ser la vida compartiendo momentos junto a ella, como aquel que se posa en el torbellino de mi imaginación y tan sólo la veo caminando a mi lado, sin saber a dónde ir, diciéndole con la mirada que seré yo quien la protegerá, y con los labios, apenas tarareando esa canción que no dejaba de escuchar de adolescente cuando, cada mañana, caminaba al Colegio Trener, con cigarrillo entre los dedos: Something, de George Harrison. 


Con esta baraja de posibilidades, procederé a notificar a las implicadas. Si todas aceptan, pues seré el primer Presidente de la República que juramentará un 28 de julio con tres primeras damas. Y así, los cuatro posaremos en Salón Dorado para la posteridad; y esa foto la enmarcaré y, cada mañana, antes de mi reunión ante el Consejo de Ministros, la besaré.

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