06 Jul

No quiero soñar mil veces las mismas cosas, ni contemplarlas sabiamente. Quiero que me trates, suavemente…

Cerati.- 

Él es de derechas, vertiente conservadora.
Ella es todo lo contrario.
Él busca permanentemente su comodidad, le gusta vivir bien, vestirse bien, le gusta los lujos y no se arrepintió de haber incitado proyectos mineros donde dejó comunidades en el altiplano del Perú en el desahucio, con tal de ver sus cuentas de banco más infladas.
Ella es humanitaria; defiende los derechos de la minoría y no pocas veces ha estado en marchas a favor del aborto.
Él es amante de los toros; suele ir a las corridas en Madrid, Sevilla, Lima, y es capaz de pagar hasta quinientos dólares por estar en una buena ubicación y ver a sus ídolos clavando el estoque en el lomo de la bestia.
Ella ama los animales, tiene gatos y perros; suele filmarse cuando los abraza, los besa.
Él escribe novelas para alimentar su ego, para salir en las revistas de cultura y en los periódicos; para ser el joven acomodado que lo reconocen en las librerías.
Ella ha escrito poemas y los ha personificado en prendas ligeras.
Él suele ir a cocteles sociales vistiendo traje de diseñador y posando ante la hipocresía.
Ella es feliz tomando una copa en algún bar cualquiera, con sus cigarrillos de liar y sus libros de filosofía y de feminismo.
¿Habría probabilidades que ellos dos coincidieran? Apenas un cero coma cero un por cien. Pero se conocieron en un bar de Barcelona, cerca al piso de él, entre las luces de colores.
 ¿Habría probabilidad alguna de que, entre el Jack Daniel`s y la etiqueta azul, él evoque su rostro, sus labios, su piel? Ninguna. Sin embargo, desde el emblemático Ritz, la cuna de la sofisticación madrileña, él, entre El amor después del amor, le escribe, ebrio y feliz.
¿Qué le escribe? Entre líneas, que la desea; que anhela fusionarse con ella, sabiendo que resultaría algo letal, perverso, una condena contra su propio destino.
¿Es sólo deseo lo que siente él? No. No es una mujer que, comúnmente, él ansiaría llevarla a la alcoba; no es la mujer que, bajo sus protocolos de perversión, él conocería entre las luces de colores las discotecas de Lima donde él acude, donde no todos pueden entrar, donde si tu apellido no es tal o cual, estás out, donde si no apruebas los filtros de fineza, te quedas afuera, en la calle, pero donde él suele tener un privado y, desde la cumbre de la zona vip, mira con superioridad a las niñas que bordean la menoría de edad y se morirían por estar con él. No obstante, presiente una adicción a ella, a su sola presencia, a las leves caricias de su piel, a su voz, a su cabello ensortijado, a su dejo, a las cosas que ella le habla, a sus mensajes risueños, a la soledad que se esconde en sus ojos.
 ¿Tiene, entonces, él motivos para odiarla a ella? Sí, los tiene. Él suele cultivar rencor a quien no se adapta a su manera de pensar, de ver la política y el mundo. Tiene motivos para odiarla cuando, de pronto, ella llega saludando a clases diciendo: “Hola con todes”; o cuando ella escribió una monografía defendiendo la postura contraria al desarrollo de la minera, donde los amigos de él trabajan; o cuando ella le dice, entre la penumbra de una noche europea, que si fuera presidente de su país, le quitaría la nacionalidad Milei, el candidato presidencial que él apoyaría y que, cree él, se parecen tanto (ambos son drásticos, déspotas, egocéntricos, y no mantienen comunicación con sus padres biológicos).
¿Es un sinsentido? Lo es; no obstante, él no puede odiarla; al contrario, presiente un magnetismo, una fuerza exterior que lo induce a cogerle las manos, a abrazarla, a cuidarla sobre todo y ante todo, a protegerla, a tratarla suavemente.
¿Debería él, entonces, fugar, huir? Debería. En Madrid, una ciudad más conservadora, hay dos mujeres que lo esperarían: Julieta, abogada veinteañera, que no deja de reírse a su lado, que lo admira como escritor, que es sofisticada y es tan o más adicta al dinero y al poder que él. E Isabella, de familia franquista, ultraderechista como él, amante de los toros, que, ya con treinta y seis, ha logrado comprar un piso frente al parque del Buen Retiro, y el día que él se graduó, ella le escribió diciéndole que ansiaba que culmine la cumbre de su carrera en Madrid.
Siendo así, y evocados por la noche, ¿él ha tratado de besarla? Sí, no pocas veces. Entre la madrugada europea, ebrios los dos, y, sin embargo, ella le esquivaba el rostro.
¿Era un golpe a su ego? Lo era; como lo fue cuando, entre el cielo rojizo, ella le decía que tenía el corazón roto, que estaba enamorada de otro. Y, entonces, él la odiaba, la odiaba con todas las fuerzas; pero era como una ola que llegaba a la cumbre; era una rabia fugaz, y, tras ello, volvía a desearla.
¿Entonces, por qué se buscan, se escriben, se engríen? No se sabe con certeza. Quizás, sólo disfrutan estar juntos, reírse juntos, caminar ebrios de la mano sin saber a dónde ir, ella exigiéndole que no mire los mapas a través de los aplicativos de su celular, que a algún lugar llegarán. Quizás sea la manera cómo se contemplan, cómo se ríen del destino. Quizás sea la manera en la que él enreda en sus dedos el cabello ensortijado de ella; la manera cómo él le quita, sonriéndole, los lentes, acaso, para que no exista una barrera que permita mirarla a los ojos; la manera cómo se ríen entre sin saber de qué; la manera en la que él apoya su cabeza en los hombros de ella, acaso, para luego, besarlos y percibir su piel canela en sus labios. Quizás sea la manera cómo ella lo mira cuando él habla de manera exagerada, cuando trata de defender sus posturas hitlerianas, y lo mira así, con calma, sin contradecirlo, como si fuese un niño que habla de sus fantasías. Quizás sea la manera cómo él la cuida, cómo antepone sus pasos, cómo pretende decirle entrelíneas que puede sentirse segura si está con él.
Entonces, ¿qué sucedería si una noche, entre el vino y la champaña, los besos son aceptados, y las caricias se intensifican y, terminan fusionados, entre los brazos del deseo? No se sabe. Eso lo irrita a él: El no saber, el no tener la certeza plena de algo, el que exista una estrella que lo desconoce, que le hace perder su instinto de controlador, de calculador. Él disfruta sabiéndolo todo, controlándolo todo, anteponerse a las consecuencias de cualquier ola y, más aún, frente a cualquier musa que pretende, ilusamente, confundirlo. Pero con ella, sería como abrir una caja de sorpresas, en cuyo interior existirían las siguientes incógnitas: O, simplemente, creería que fue una consecuencia natural de algo que imaginó desde la noche que la vio en el bar. O, irritado, creería que algo se quebró y, con ello, la confianza y, siendo así, las leyes del destino los alejarían. O, terminaría adicto a ella, a su piel, a su sabor. Esa incógnita, por un lado, lo aturde; pero quizás también lo une a ella, lo excita, lo emociona, le produce una enajenada ilusión.
¿Le dolerá a él cuando el destino haya determinado que tiene planeado escribir en las historias de cada uno otro capítulo, que este ya terminó? Sí. Seguro extrañará su sonrisa mostrando sus dientes, sus labios pequeños, su voz, sus manos chiquitas, sus mensajes a la medianoche pidiéndole verse, las conversaciones en la banquita frente a un supermercat.
Y, de ser así, ¿cómo le gustaría pasar la última noche junto con ella? En una suite elegante, con una vista maravillosa a algún lugar emblemático, tras haber pasado un día de risas, y ahí beber harto Champagne de la misma botella, compartiéndola, como compartieron alguna noche una botella de vino en los pies del Arco del Triunfo. Y, entonces, recorrer cada parte de ella, cada rincón, y, con la punta de la lengua, percibir su sabor, su dulzor que, seguramente, se fusionará con el de la champaña. Y mirarla a los ojos con fuego, con tanta intensidad, esta vez no mordiéndose los labios para evitar besarla, sino, besarla con furor, vehemencia, como si, ahora sí, el tiempo fuera a terminar. Cogerle las manos con fuerza, acariciar su piel, cogerle la espalda mientras la tenga encima de él. Morder el lóbulo pequeño de su oreja, susurrarle cosas sucias y tiernas. Ver su rostro, capturar la imagen para siempre en la retina de su memoria. Y llegar al clímax alucinados, extasiados, chinos de risa. Y, tras ello, él admirándola, querer dar cuerda al reloj hacia atrás, fumando cigarros de liar en la penumbra y escuchando a Soda Stereo.
Y, al día siguiente, seguro irse antes, darle un beso en la frente con una nota manuscrita: “Eres la loca más genial que conocí. Esperaré tus mensajes a la medianoche para vernos…

Jesús Barahona.
Barcelona. Julio, 2022.

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