Javier sale de su apartamento y decide caminar por la ciudad cargando un maletín de cuero, en cuyo interior lleva una laptop. Suele dárselas de escritor en sus ratos libres, cuando no está sumergido en los cursos de la maestría o contestando correos electrónicos de las empresas que asesora en Lima. Enciende un cigarrillo y camina a pasos lentos por el Centro de Madrid. Escuchando a Sabina en los AirPods atraviesa Paseo del Prado: Ahí, las chavalas en los alrededores, bellas todas, emiten la melodiosa risa de la juventud sujetando una copa de ribera y alimentando la tertulia a través de los últimos rayos de sol. A no pocas cuadras, desemboca por Alcalá y, entonces, una calma inexplicable y fugazmente mágica, lo envuelve. Deposita en sus lentes oscuros el peculiar brillo de sus ojos. Mira sus manos y están en paz, con el cigarrillo entre el medio y el índice, pero sin aquel temblor del que sufre cada tarde, producto de las tres tazas de café de la mañana y la lata de energizante después del almuerzo. Entre la voz ronca de Sabina, aterriza en la Calle Sevilla y, dispuesto a sumergirse entre la tinta y los sueños, ingresa al Four Season. Es una suerte de versión en grande del Country Club de San Isidro de Lima, el hotel donde disfrutaba el bombur sour en su bar inglés, y en el que alguna noche, se sumergió en el charco del pecado entre una botella de Champagne y el algodón níveo que envolvía a una rubia princesa de veintidós años; pero al que, ahora, ha jurado (con pesar, eso sí) no volver a pisarlo después de que Pedro Castillo, el Presidente de la extrema izquierda peruana, organizó una reunión con zalameros del senderismo, y vaya uno a saber si el olor a sudor encebollado y los piojos que escaparon de su sombrero de paja, lograron ser contrarrestados.
Javier ingresa a través de la puerta giratoria. La camarera, que siempre lo atiende, le asigna una mesita discreta a pocos metros de la barra del hall. Pide lo de siempre: Agua mineral y una botella de rioja. Enciende su laptop y abre el archivo donde escribe aquella novela envenenada sobre el poder y su sombra: Escribe sobre un abogado cazurro que oculta sus demonios seduciendo sirenas que bordean la menoría de edad, y que revela el semen de sus secretos en cada línea de cocaína que inhala cuando sólo un billete sobre la alcoba es capaz de entenderlo. La camarera le sirve el vino en una copa de cristal y, a un lado de la mesita, le deja aceitunas. Presuroso, coge la copa y bebe un sorbo. El amargor en el paladar le anuncia el prólogo del capítulo de la precoz vehemencia. Y entonces, escribe como un demente, golpeando con ferocidad el teclado, aferrándose a cada demonio que son capturados entre la magia de cada (puta) palabra. Escribe como un poseso, entre alaridos que su alma vocifera al universo. Escribe con prisa, como si los planetas fuesen a explotar, como si el vino recorriese los ductos de la sensatez.
De pronto, en un momento de la noche, dos damas atraviesan la puerta giratoria del hotel, entre aquella melodía peculiar, propia de los tacones, y dejando en el andar un aroma dulzón. Javier alza la mirada y logra visualizarlas entre un ceño fruncido. Una de ellas, la que habla con voz alta, la que más quiere hacerse notar, lleva un pantalón negro, blusa roja y una correa imponente, piel de cocodrilo y las dos GG, inconfundibles de Gucci. La otra, blue jean, casaca negra, y una cartera de cuero en el hombro. La anfitriona las ubica en un sofá, cerca a Javier. Una pide ginebra; la otra, agua de valencia. Susurran entre ellas. Cada tanto, sueltan una risotada. El camarero pone sobre la mesita una bandeja de jamón ibérico. Así, entre un susurro travieso, ambas voltean y miran a Javier. Lo alucinan entre cuchicheos: Piernas cruzadas, mirada de coquero empedernido, haciendo mierda la laptop, apretándose los puños y, cada tanto, bebiendo un sorbo largo de vino. En eso, una de ellas, la más guapa, trata de capturar su atención moviendo las manos, los brazos de un lado al otro. “¡Oye, chaval!”, exclama. Javier, con los audífonos en los oídos, nota que las dos lo miran entre una risita inocentona. Reacciona de inmediato, baja a su realidad, e, improvisando una sonrisa coquetona, les corresponde al saludo. “Escúchame, acabamos de llegar a Madrid y estamos buscando irnos de fiesta, ¿sabes si hay algún lugar guay cerca de aquí?”, pregunta la musa, encogiéndose el cabello, mirando a Javier con coquetería, bajando esos ojitos de princesa hasta la altura de su pecho. Javier, por el contrario, clava los ojos en sus labios: Rosaditos, perfectamente femeninos, como si fuesen el terroncito de azúcar que te invita a saborearlos entre la sombra del erotismo. “No lo sé. Supuestamente los bares y terrazas cierran a la una… supuestamente…”, responde. “Pues, ¿sabes?, yo tengo muchas ganas de bailar”, replica ella. “¡Cojonudo!, ya somos dos…”, contesta él. “Y… cuéntanos… ¿Siempre vienes a este hotel?”, pregunta la otra, llevándose el dedito índice a la boca, mordiéndolo con esa candidez propia de una cría con potencial de cazadora. “A veces… Cuando me provoca emborracharme y mandar todo a la porra, o, como hoy, que la inspiración embriaga mis entrañas y tan sólo pretendo que el venenillo de un vino golpee las paredes de mi corazón y me permita escribir ficciones…”, dice Javier, entonando una voz exageradamente poética y viril. “¿Escritor eres?”, preguntan ambas, al mismo tiempo, abriendo los ojos con estupor. “No digo que sea uno, o que lleve el fuego divino de la inspiración en mis entrañas, pero mi terapia es dejar cada demonio reflejado en una hoja de papel y luego reírme de ellos al leerlos, al verlos ridiculizados, hecho trizas, indefensos…”. Ambas se miran y mueven la mandíbula hacia un lado, seguramente, entre el hilo de una telepatía preguntándose qué coño está hablando ese pedazo de gilipollas. “¿Y qué escribes?”, vuelve a preguntar la más guapa, llevándose la copa a los labios y, tras el sorbo, como incitando una llama tentativa, acaricia con la lengua el labio superior. “Pues… las cosas más perversas que te puedas imaginar…”, contesta él, riéndose para sus adentros y, con absoluto descaro, mirándole los senos. “¿Sabes?, nunca he conocido a un escritor… es más, casi ni leo. Sólo recuerdo haber leído en el colegio un libro sobre un chaval que, así como tú, se las daba de escritor para conquistar a su tía con la que terminan casándose clandestinamente en un pueblito…” “¿Era un autor peruano?” “¡Sí, es el que está con la Preysler!” “Pues es “La tía Julia y el escribidor” de Mario Vargas Llosa”, se apresura en contestar Javier. “Lo leí a los catorce años. Y, alguna vez, coincidimos en una cena en casa de un Embajador en Lima”, agrega. “¡Qué guay! Pero, madre mía, qué intelectual este chico…”, y suelta un a risita mientras cruza las piernas y hace que uno de sus pies apunte a Javier. “Es uno de mis autores favoritos… Y, si este momento tuviese similitud con alguna de sus novelas, pues diría que estamos viviendo algún pasaje de “Travesuras de la niña mala…” “¿Acaso te parezco mala? ¿Una cría?” “Joder, yo no dije eso. La niña mala era la protagonista de esa novela… un personaje que resultaba siendo oceánicamente sensual, imponente, intensamente seductora…”. Ella ríe, sin sonrojarse. Pone ojitos achinados, y luego agrega: “¿Tienes reservada una habitación en este hotel?”, y mira a Javier como si quisiera devorarlo, comérselo de un bocado y tragársela toda, toditita. “No”, responde. “Sólo vengo a beber. Si quiero someter a una mujer a mis perversiones, prefiero llevarla a mi piso” “¿Dónde vives?” “En Chamberí”. “¿Y… podrías con dos guapas, chaval?”, pregunta y, nuevamente, esa lengüita de fresa vuelve a acariciar su labio superior. “¿Poder qué? ¿Complacer a dos mujeres al mismo tiempo?”, y ríe, y luego añade, irónico: “¿Me estás retando?”. “Sí”, contesta ella, firme, alentada por su otra amiga. “Te estoy retando. Y es que los hombres que me han tocado en la cama suelen hablar mucho y hacer poco… desconfío… Y, además, ¿cómo es eso de someterse a tus perversiones?”, pregunta, y pasa su mano por ese cabello que emana un aroma afrutado “Pues, mira… resultará perverso decirte que…”, y, baja la voz: “…Que, lo que ahora imagino al ver mi reflejo en tus pupilas es ser capaz de rozar tu piel con la puntita de mi lengua. Créeme, rozaría, acariciaría cada parte de ti mientras te diría las cosas más sucias, más vulgares. Besaría tu frente, tus mejillas, mordería tus labios con furia, succionaría tu cuello, bajaría por tus senos y me aferraría a ellos para, luego, encontrar la senda hacia tu ombligo. Bajaría hasta tus muslos, en circulitos, lentamente, como saboreando el azúcar de tu piel. Y de ahí, mi lengua rozaría la gema que te hace mujer….”, y toma la copa, bebe un sorbo de vino sin dejar que ninguna de ellas hablase. Prosigue: “Para hacer que todo sea más dulce y pegajoso, rocearía Champagne en tus pechos, en tu abdomen, y luego, sin perder el tiempo, te comería como la más deliciosa manzana del pecado…”. Y así, tras unos segundos de silencio y confusión, ambas, al mismo tiempo, sueltan una risotada que alarma a las mesas continuas. “¡Pero joder!, ¡Serás capullo!”, exclama ella, la más imponente. “Pues, vaya… vayámonos de fiesta, entonces…”, agrega. “Hay toque de queda a la una…", dice Javier, cruzando las piernas, volviendo a llevarse la copa de vino a la boca. “Pues, renta una suite…”, alega ella, con un tono mandatario. “Y allá, adentro, pidamos esa botella de champaña y dejo que hagas conmigo lo que… lo que te plazca”, agrega, penetrando con esa miradita tentativa las pupilas de Javier, sus labios, su pecho, su sexo, y ahí, precisamente ahí, reposa su luz por algunos segundos hasta que, finalmente, la fugacidad culmina con una mordida de labio inferior.
De pronto, una de las camareras se acerca a las damas y les hace una venia. Entonces, como si la muerte tocase el núcleo del universo, se apresuran, beben el trago con prisa, se acomodan el cabello, abren un pequeño espejo y constatan que están con el punto ideal de maquillaje. Le dicen a Javier que hicieron una reserva en la terraza del bar y que acaba de llegar una de sus invitadas. “Guapo, agrega mi número, ¿vale?”. Y Javier le entrega su celular. Ella escribe un número y se guarda bajo el nombre “Martha”. Las dos se levantan casi al mismo tiempo y caminan firmes, moviendo la cintura. Javier sonríe con picardía. Ve aquella ventana del WhatsApp y comprueba que Martha aparece en línea. Mira su foto de perfil y luce con la mirada baja, de tal forma que oculta su rostro. No obstante, su inconfundible sonrisa prevalece. Aparece con un bikini rojo y, detrás de ella, el panorama de una hermosa playa de Alicante. Paga la cuenta y camina por la Calle Sevilla sumergiéndose entre la noche, buscando alguna estrella fugaz que sea capaz de escribir sus sueños en un pergamino de piedra.
Ebrio, con la mirada desorbitada y aferrándose a las fantasías del erotismo, Javier vuelve a su apartamento poco antes del toque de queda. De la nevera saca una lata de cerveza y, sentado en el sofá, apoya la laptop en sus muslos. En eso, entre el silencio y los suspiros de la noche, logra escuchar un gemido, un alarido que nace en las entrañas del placer. Sumado a ello, se hace evidente los golpes de la alcoba contra la pared, de la carne contra el alma. Es testigo del fuego de una pareja de estudiantes de doctorado, ambos ingleses, que habitan en el piso superior y cuya habitación está ubicada exactamente debajo de la de Javier. El sonido es perfectamente rítmico, profundo, una deliciosa sinfonía donde Eros ha descendido para dirigirla. No resulta difícil imaginarlos: Ella, piernas en los hombros; y él, encima, penetrándola hasta tocar la fibra de su alma. Él se llama Steve, es abogado corporativo y ha trabajado en la Bolsa de Londres. Pelirrojo, pecoso, no más de treinta y tres años, amable y reilón, y no pocas veces, cuando amanece y Javier persiste entre el café y el tabaco, lo ve saliendo del edificio con su perro en busca de unos croissants de una cafetería pet friendly de la calle Alonso Cano. Ella se llama Michelle. Es dulce y bella: Oji-azul, cabello intensamente negro y brilloso, de corta estatura y, cuando Javier la ve llegar en ropa de deporte tras una tarde de tenis, luce un culito de coneja. Ha estudiado negocios internacionales en Nueva York y luego ha trabajado para una transnacional en Londres. Cuando consiguió ahorrar doscientos mil euros, se vino a Madrid a estudiar un doctorado en la Carlos III. No pocas tardes, cuando Javier llega al apartamento, la encuentra en la mesita de su balcón, fumando un porro y leyendo a Dickens.
Pero ahora, Steve y Michelle, hacen el amor con furia. Los gemidos de ella son la miel de unos tímpanos que pretenden transformar a colores el sueño de la vida. Libidinoso, Javier cierra la ventana que da a la calle y evita que la sinfonía se vea contaminada por la bulla y la crispación de un sábado por la noche que, aunque ya sea la hora del toque de queda, los chavales aún deambulan por las calles de la mano de alguna vampiresa. Y así, con el sonido concentrado, Javier vuelve a lo suyo. Por la peculiaridad del sonido carnal, presume que es el choque de las nalgas de ella y los muslos de él. Los vive; los imagina: Michelle en cuatro, sacando el culito de coneja, y Steve detrás de ella, saboreando el cóctel que lo hace inmortal. Erecto, comienza a tocarse con sutileza. Percibe pálpitos en la sien, esa taquicardia que golpea la pared de su pecho advirtiendo el colapso, y su masculinidad, abanderada y firme, alimentándose de vida.
No lo piensa dos veces. Coge el celular y escribe a Martha: “¿Sigue en pie la noche de fiesta? ¡Vente a mi piso! Soy el que quiere comerte como la manzana del pecado más dulce…”. “¡Guapo!, ¿en qué parte de Chamberí vives?”. “En la Calle Alberto Aguilera. Tengo cervezas, helados y vino rosa”. “Vale, vale. Pues… ¿quieres que pasemos la noche contigo?”. “¿Pasemos?”. “Mi amiga y yo… ¿O no te gustó ella?”. “Sólo me fije en ti”, contesta Javier presuroso, como si impusiera la firma de un contrato en la que, sabe él, ampliamente sacará ventaja. “Pues, vale… Mira, chaval, son cuatrocientos eurillos si quieres que estemos juntos…” “Ya sabía que no sería nada gratis…”, susurra él, sin demostrar un inevitable estupor. “Pues debo pagar mi piso, la Universidad, mis engreimientos como la princesita que soy… ¿no crees, corazón de melón?”. Cuatrocientos euros, en moneda peruana, resulta siendo poco menos que dos mil soles. “Está dentro del promedio”, piensa, y presuroso, revisa su billetera, mano temblorosa, y comprueba, aliviado, que tiene el efectivo.
La primera vez que Javier se acostó con una puta-fina fue cuando ingresó a la Facultad de Derecho. Llamó a su mejor amigo, Rodrigo Abascal, y tras un par de chelas en un bar de Chacarilla, “La Barra”, Rodrigo anunció: “Choche, hoy mojarás el payaso”. Adentro del taxi, chela en mano, Rodrigo le entregó un Durex de la cajita celeste. Bajaron en un edificio moderno, frente al océano Pacífico, específicamente, en pleno Malecón Balta de Miraflores. En el interior, el depa olía a incienso. Los parlantes, en las esquinas, expulsaban una música tenue, entre el saxo y el piano. Una chica de escote rojizo preparaba tragos en una barra. Y, en los sofás, las musas se lucían tras haber descendido del Edén. Ninguna superaba los treinta años. Rodrigo pagó por adelantado y en efectivo: Setecientos dólares en total, trescientos cincuenta la hora de cada uno. Luego, con el pecho erguido, se acercó a una chica llamada Verónika, que resaltaba por su mirada de ardillita. Tras de él, Javier eligió a la señorita que estaba a su lado, Fátima, cuyos ojos verdosos reflejaban esa inocencia, tan putañera, que te inducía a comprar el pasaporte directo al infierno. Fátima se levantó y lo saludó con un besito en la mejilla, casi rozando los labios. Entraron a una de las habitaciones que emanaba un aroma a vainilla. Ella olía muy bien. Entonces, todo comenzó a fluir. Los labios comenzaron a entenderse. Las manos de él en los pechos de ella, en su abdomen, en sus glúteos, y luego, en la puerta del placer. Fátima lo miraba con ternura, como si fuese una madre que lo llevaba de la mano por un sendero perfectamente surreal. Se echaron en la alcoba y ahí nació una pasión prematura, sin intensidad ni salvajismo. Javier culminó la faena echado, boca arriba, y ella encima de él, cabalgando en circulitos, cogiéndole las manos, presintiendo el clímax.
Y es que Javier siempre fue un digno putañero. Siempre pensó que todo, absolutamente todo, incluso la dignidad o las puertas al cielo, tienen un precio, un valor dinerario, un monto a retribuir. En Lima, no pocos jueves, tras algún directorio o cerrar un contrato, solía llamar a Nathaly, una putita deliciosa de veinte años que se la presentó un diplomático en un coctel. Estudiaba administración en la de Lima, cobraba quinientos dólares, y solía aparecer en las fotos de las páginas de Instagram de las discotecas exclusivas. Javier la recogía de la Universidad, entre la mirada atónita de sus amigas. Se escabullían en la suite de algún hotel de la avenida Golf los Incas. Iban directo al grano, sin cariños ni discursos, sin historias ni dramas. Una botella de vino, la infaltable coca y, si Javier no había dormido tres días consecutivos, una lata de energizante combinado con una cápsula de Cialis.
Pero ahora, Javier, erecto y con el corazón en la boca, acepta pagarle los cuatrocientos euros y los cien adicionales del taxi (que por el toque de queda suben la tarifa) para que, cuanto antes, Martha vaya a aliviar sus instintos. “Llego en veinte minutos…”, sentencia. “Cojonudo.” “¿Tienes efectivo?” “Sí, obvio”. “Pues, guay…”, y luego, agrega, con un tono femenino: “Quiero sentirte adentro mío, guapo…”
Casi a la hora, Martha toca el timbre. Luce la misma ropa con la que Javier la había visto en el bar del Four Season. Se saludan con dos besitos en las mejillas y entran al departamento. Steve y Michelle acaban de culminar la faena. Ahora, tan sólo a lo lejos, se escucha la alarma de alguna ambulancia que deambula por Madrid. Jugando el papel de anfitrión, Javier le ofrece una lata de cerveza. Se sientan en el sofá de la pequeña salita. Pone música, algo de Soda Stereo con el “Zoom”. “Vives como un escritor…”, acota ella, sonriéndole, acercándole el rostro, invitándolo a besarla, olvidando la regla principal de toda puta: Cobrar antes de follar. Y, así, las almas comienzan a fusionarse entre un candor de una precoz pornografía. Los labios de ella son dulces, sumamente dulces, como uno de aquellos chupetines, con chicle en el interior, sabor a frambuesa. Penetrándolo con los ojos, se monta sobre él, jalándole el cabello, besándolo, desabotonándome la camisa. Él percibe su aliento, la intensidad de su aroma. Presuroso, da pase al caudal erótico que nace a causa de ese cosquilleo en sus mejillas debido al contacto con el cabello de Martha. “Si no tuviera deudas, lo haría gratis contigo…”, susurra ella, con ese dejito español, entre una respiración que pretende comerse al mundo. “Ya te… te voy sintiendo… se te va poniendo dura…”, vuelve a susurrar, mirándolo de cerca, simulando el amor aunque ambos estuviesen aún con la ropa puesta. Los suspiros se fusionan con los rayos de una lluvia que embriaga la ciudad. De pronto, ella se levanta y, como si fuese aquel ángel perverso y hermoso que abre las alas, se quita la casaca de cuero, la blusa, y atreviéndose a más, deja sus pechos al descubierto. Javier, entonces, ataca ahí: Los lame, los succiona como si se aferrase al núcleo de la armonía universal. Ella, con prisa, persiste en ese movimiento que simula al sexo: “Siento tu polla tan dura, joder…” “Ya… ya… ya te la quiero meter…”, jadea Javier. “Espérame… espérame… Estoy que chorreo, dame un minuto”. Y, con los pechos al aire, va al baño. Al cerrar la puerta, suelta un alarido delicioso. Los parlantes, ahora, expulsan “Trátame suavemente”. Javier nota que en su pantalón hay una gota circular que descolla entre una erección que desea fugar.
Sin embargo, encima del sofá, a unos metros, le llama la atención que la cartera de Martha luzca semi-abierta. Camina hacia ahí. Mira por la apertura y logra ver frascos de pastillas y una prenda rosada, ligera. Captura su atención tantos frascos de pastillas. Alza la mirada hacia la puerta del baño y ahora hay silencio. Presuroso, jala el cierre del bolso y, minucioso, mira su interior. Queda petrificado: En efecto, varios frascos de pastillas, de diferentes colores, entre los que destacan los barbitúricos de Xanax, Prozac y Stilnox. A un lado, un calzón rosado con manchas de secreción seca. Pero al otro extremo, una pistola, y al lado de ésta, una billetera y una tarjeta de metro. “Esta hija de puta me quiere pepear o asesinar”, piensa Javier. Se acerca a la mesita central, coge su celular y las llaves, las mete al bolsillo del pantalón, y luego, trata de seguir indagando abriendo los bolsillos del interior. Pero, en ese instante, suena la manija de la puerta del baño y Javier, presuroso, en milésimas de segundos, cierra la cartera y, de un salto, aterriza cerca al comedor. Martha sale con los pechos al aire y, en medio de su andar, coge la lata de cerveza y toma un sorbo. “¿En qué andábamos…?”, pregunta, sentándose en el sofá, invitándolo a estar a su lado. El corazón de Javier late a la millonésima potencia. Su masculinidad, flácida, ahora se encoge de miedo, se esconde entre una capucha de pellejo. “Espérame un segundo…”, dice. Y se mete al baño. “Abriré otra cerveza, ¿vale?”, dice ella. “Vale, vale”, responde él, poniéndole seguro a la manija del baño. Ahí, desde su dispositivo celular, alza el volumen de los parlantes que están en la sala. Con las manos temblorosas, marca con prisa el 112, número de la Policía Municipal de Madrid. “Policía, ¿cuál es su emergencia?”. “Hay… hay una mujer en mi piso que está armada; por favor, vengan rápido”. “¿Cómo que está armada, señor…?” “Lleva un arma en su cartera…” “¿Y cómo sabe que lleva un arma…?” “¡Porque la vi, jolines!” “¿De dónde me llama usted, disculpe? “De mi piso; ahora estoy encerrado en el baño”. “Pues vale, vale… dígame su dirección, pero le advierto que debido a las disposiciones constitucionales del derecho a la inviolabilidad de domicilio, no podremos forzar la puerta…” “¡Joder!”. Javier se apresura en dar la dirección y cuelga. Ahora, los parlantes expulsan “En la ciudad de la furia”. “Joder, chaval, ¿me la vas a meter o qué?… además, me tenéis que pagar los quinientos eurillos, eh. No follaré si no tengo la pasta en mis manos”, vocifera Martha. Javier respira con prisa. Mira a sus lados y, en eso, sus ojos clavan en la ventana del baño. La abre y un viento gélido choca su rostro, al punto que lo marea. Piensa en gritar, pero ni un alma atraviesa la Calle de Alberto Aguilera. Se sube al lavadero y se percata que su cuerpo, perfectamente, encaja al vacío. Es apenas un segundo piso. Se sienta sobre el filo de aquel segundo piso y, sin pensarlo, da un salto al vacío.
En ese preciso instante, un auto de la policía advierte la acción y enciende sus alarmas. Javier queda petrificado y espera que el auto se detenga a su lado. “¿Qué hace usted, oiga?”, indaga un oficial, estacionando y bajándose con prisa del auto. “Oficial, bue… buenas noches. Soy Javier Ar… Arteaga. Ha… hace unos minutos llamé al 112 porque una mu…mujer está en mi pi… piso con un… un arma de fue…fuego”, responde Javier, tembloroso, no sólo por la oceánica adrenalina que recorre sus venas, sino por el frío de las calles. “Acabo de verlo infraganti saltando de una de las ventanas. Póngase contra la pared”. “No, no, ese es el pi… pi… piso donde… donde vivo oficial”, contradice Javier. “¡Póngase contra la pared, joder!”, exclama el oficial y, a unos metros, una policía ya bajada del auto, de cabello castaño y cola de caballo, pone una de sus manos en su arma del cinturón. Javier se pone contra el muro del edificio, manos alzadas, piernas abiertas. El oficial lo cachea; saca de sus bolsillos su billetera, el manojo de llaves y el celular. “En… en… mi NIE apare… aparece esta dirección. Yo vi... vivo acá, oficial…”, se defiende. En efecto, el oficial constata que Javier acaba de fugar de su propio apartamento. “¿Ha consumido drogas, señor Arteaga?” “Nada, oficial…” “¿Seguro?” ¿Hachís? ¿Hierba?”. “Ja… jamás, oficial”, responde Javier, sobándose los brazos, procurando un calor en ellos. “Hay… hay una mu… mujer que está ar… armada en mi piso…”, agrega. El oficial lo mira con recelo. Saca su dispositivo móvil y, en efecto, comprende que fue Javier quien, hacía unos minutos, llamaba al 112. “Sa… saquen a esa mu… mujer de mi pi… piso, por favor, oficial”. “Señor Arteaga, dígame ¿cómo la mujer de la que usted hace referencia entró a su piso?”, pregunta el oficial, devolviéndole sus documentos, mirándolo con ojos inquisidores. “La… la conocí en el bar de un ho… hotel. Que… quedamos en vernos lue… luego y la in… invité a mi pi… piso… Y, cuando ella en… entró al ba… baño, me asomé a su car… cartera y vi que llevaba un ar… arma…”. Sin quererlo, Javier confiesa estar cometiendo una infracción que atenta contra el derecho de la intimidad, pero sabe que, bajo la teoría de la ponderación de derechos, su integridad prevalece. “¿Abrió su cartera?” “Sí… sí, oficial. Me… me resultaba… algo sos… sospechosa…”. “Y, vamos a ver, la mujer de la que usted hace referencia, ¿le propuso un intercambio patrimonial por visitarlo?”. “Bueno… bueno…”, “Ya no me diga nada, Señor Arteaga. Ya entendí lo que sucede...”, le interrumpe el oficial. Se acerca donde su compañera quien, apoyada en el auto, los escucha. Susurran entre ellos y, tras una mirada de complicidad, sueltan una carcajada. “Por esta vez lo ayudaremos, Señor Arteaga… pero, joder, no sea tan gilipollas y deje de meterse en problemas y con putas, coño…”, dice el oficial, esta vez dándole una palmada en la espalda, como entendiéndole que los caballeros buscan una flama de gloria entre las gotas de lluvia.
Ambos entran al edificio. Javier abre la puerta del apartamento y, ¡wow!, encuentran a Martha completamente desnuda, echada en la alfombra, los parlantes anunciando esta vez “Persiana americana”, estufa encendida, y aplicándose, cual repelente contra la sensatez, el Häagen-Dazs de chocolate belga, formando una trocha que va desde el cuello hasta el sur del ombligo. Cuando Martha se enfrenta a la realidad, a causa de la risotada del oficial, emite un alarido y, de inmediato, se cubre los pechos, dejando caer gotas de helado al suelo. Acto después, vocifera un improperio y se mete al baño. “A ver, Señor Arteaga, ¿dónde está el arma que dijo haber visto?”. Javier señala el sofá, donde encima posa la cartera. Del bolsillo del pantalón, el oficial saca unos guantes de caucho y abre el bolso. Con sonrisa pícara, saca el calzón; luego, unos documentos y los frascos de ansiolíticos. Minucioso, lee los papeles y comprueba una relación entre éstos y aquellos. Luego, pone la pistola negra encima de la mesita central. “Tengo entendido que la legislación española es sumamente ardua con la posesión de armas de fuego, y que, a efectos de un uso civil, se requiere un acto administrativo…”, acota Javier, poniendo en evidencia que es abogado, que no está hablando con cualquier pedazo de capullo. “Lo sé, lo sé…”, dice el oficial y emite una risotada apuntándolo. “Booom…”, susurra apretando el gatillo, y se escucha un efecto sonoro explosivo que va acompañado de un chispazo. “Es un arma de fogeo, Señor Arteaga…”. “No obstante, la legislación estipula que…” “¡Lo sé, lo sé…!”, le interrumpe el oficial, presuroso. “Pero, parece que su amiga es actriz, le cuento…”, agrega el oficial, y pone frente a su rostro un guión de teatro en cuyo título aparece “Crímen perfecto”, de Warren Manzi. “La legislación ampara a su amiga, querido colega…”, concluye el oficial. “Y, respecto a los barbitúricos, pues… le comento que posee las prescripciones médicas vigentes, por lo que no estaría vulnerando la Ley de sanidad.”, resuelve, y posteriormente, a través del móvil, anuncia que es un caso cerrado. “¡Pásame mi blusa, so gilipollas!”, exclama Martha, aún dentro del baño, sacando el brazo y ocultando su cuerpo. Del piso, Javier se la alcanza. “Más bien, creeré que usted tiene una promesa de pago por un servicio y, conforme a las disposiciones del Código Civil eso da derecho a los contratantes para reclamar recíprocamente su cumplimiento…”, dice el oficial, con los ojos serenos. “Siempre y cuando el negocio jurídico sea conforme al ordenamiento…”, replica Javier, percatándose, tarde, que acaba de admitir un acto ilegal. “Lo sé, chaval… sólo quede como un caballero, joder”.
De pronto, sale Martha, ya vestida y, aunque luzca sin maquillaje, la belleza natural envuelve su porte de dama. “Me largo de acá”, anuncia, molesta, dirigiéndose a la puerta. “¡Guapa, espera!”, exclama Javier. Ella voltea, desconfiada, entre la risa aguantada del oficial. Javier saca de su billetera los quinientos euros. “Toma”. Ella ni lo mira, apenas los guarda, camina presurosa, y exclama: “¡So pedazo de abrazafarolas!”. Esta vez, el oficial suelta una carcajada y, antes de emitir comentario, recibe una llamada y, con prisa, sale del departamento.
Ya solo, Javier se ríe de sí mismo. Soda Stereo persiste en los parlantes con “Nada personal”. Entra al baño, y, en una esquina, se percata de un calzón turquesa Victoria Secret. Lo alza; lo lleva a su rostro: Huele a sexo fresco. Se sumerge en el torbellino y, entre la penumbra, se toca, fricciona su sexo con furia. Mira a través de la ventana y cree ver su rostro en alguna gota de lluvia.
Inmediatamente después de pisar tierra tras tocar el nirvana, su celular le notifica un mensaje. Es Martha: “¿Aún quieres follarme?
Jesús Barahona.
Entre Madrid y Barcelona.
Noviembre, 2021.