A Fernando Gilardi-Magnan y Juan José Lazarte.
Era el cumpleaños de Mariano Gilardini y él había decidido que recibiría sus doce abriles invitando a una pijamada a sus dos mejores amigos, aquellos con los que, desde los cinco años, había construido una alianza que, juraba, sería eterna: Javier Arteaga y José María Labarthe, este último, siendo el niño más popular de todo el cole, puesto que su mami no sólo había sido Miss Perú, sino era la conductora del noticiero matutino del canal cuatro.
Aquel viernes, tras las clases del cole, Laurita, la mami de Mariano, recogió a los amigos y, envuelta en amor, los llevó hasta su mansión, en la cumbre del cerro de Las Casuarinas, ahí donde los empresarios y banqueros observaban con superioridad a una Lima cubierta de tristeza y neblina. Se pasaron la tarde jugando fútbol, metiéndose en la pileta, espiando las habitaciones de las mucamas, y terminaron la tarde mirando el sunset, con los pies en la piscina temperada, hablando de aquellos fantasmas que se diluyen en un universo de ilusiones y musas. Ya de noche, junto con su padre y los tíos millonarios, le cantaron a Marianito el happy birthday y culminaron la velada sumergiéndose en una prolongada sesión de Playstation.
Golpe de la medianoche, cuando Laurita dispuso que ya era la hora de dormir, los tres se metieron a la habitación de Mariano. Días antes, habían pactado que ninguno se atrevería a pestañear, que se quedarían despiertos toda la madrugada, viendo películas de adultos, asomándose a un erotismo precoz, pero inmensamente necesario. Aquella noche, los amigos pretendían descubrir la náusea celestial tras una sobredosis de gloria. Mariano se instalaría en su cama, y a los laterales, José María y Javier le harían compañía metidos en sleeping bags y rodeados de almohadas de plumas. "Oigan… ¡ya, confiesen! ¿Alguna vez se la han corrido?", de pronto, preguntó Mariano, con una sonrisa pícara, bajando la voz, asegurándose de que Casilda ya había apagado las luces de la sala principal y atravesaba el inmenso jardín para llegar al otro extremo de la mansión, donde estaba su dormitorio. "No, jamás… pero alucina que mi vieja dice que si lo haces varias veces te salen pelos en las manos, ¡buaj!, ¿se imaginan?", respondió Javier, mordiéndose los labios, sofocando a aquel cándido niño que pretendía ser un santo para complacer a su madre. "¡Yo sé la teoría! Sé cómo se hace, escuchen bien: Se agarran el pajarito, lo aprietan un poquito, no tan fuerte, y luego, lo comienzan a agitar de arriba a abajo, de abajo a arriba, ¡pero con cuidado!, si lo agitan muy fuerte pueden desgarrarse y, según me contó mi hermano Sebitas, duele como mierda, es como ver al diablo calato…", expuso José María, con una tonalidad de científico, pretendiendo ensayar la retórica de aquel médico sapiente que se convertiría quince años después. "Alucinen que la semana pasada casi exploto de arrecho, ¡pero me contuve! Y, ¿saben qué?, me acordaba del culito de Alexandrita Sáenz-Azparrent. El lunes, que nos tocó clases de educación física, la flaca había ido al cole con una pantaloneta azul que, ¡uf, pasu machu, me mataba! Su cabello rubio, justito, le recaía ahí, en los dos cachetes de sus nalgas. ¡Y, no saben! En el primer recreo, mientras hacía filita india para comprar en el kiosko mi buen mixto de jamón y queso con mi Coca-Cola heladita, justo la tenía en mi delante. Entonces, ¿qué creen? ¡Aproveché, pues! Como quien no quería la cosa, ¡fua!, puse mis manos abajo, con el pulgar adentro del bolsillo del short y el resto de mis dedos en mi muslo. En eso, ¡alabado sea el Señor!, a la mona-blanca de Liliana Claret se le derramó el café justo cuando pasaba por nuestro lado y obligó a Alexandrita a retroceder bruscamente. Y ahí, ¡ala mierda!, la sentí toda, to-di-ti-ta. Justo este índice, este dedito bendito, chocó con la raya de su culito. Obvio, la flaca no se dio cuenta que le había metido mano, ¡es más!, hasta la muy cojuda se volteó a pedirme perdón, y ¡obvio que perdonaba a esa ricura! Pero, ¿saben?, ¡lo peor vino después! Después del recreo, toda la clase de Chemestry andaba más arrecho que toro con cien vacas alrededor. ¡La arrechura se me salía por los oídos! Y, digamos, el tema que se trataba en la clase no me ayudaba en lo absoluto, ya saben, estábamos justo haciendo ese experimento de mezclar bicarbonato de sodio con vinagre en el volcán de cerámica que Brunita Figari había llevado a la clase. Y, bueno, en eso, sin razón ni motivo, Brunita me llamó al frente del salón para que le añada el vinagre en el hueco del volcán. ¡Putamadre!, caminé con las manos en la entrepierna y, ya al frente, felizmente, la carpeta tapaba mi pipilín. Y ahí, como la mano me comenzó a temblar mientras vertía el vinagre, Bruna se acercó, juntó sus manos con las mías y, ahí, en un momento, miró abajo y se dio cuenta que tenía la poronga activa. ¡Hubieran visto su cara!, los ojos se le pusieron como dos huevos duros, ¡fue un cague de risa! Y, cuando por fin llegué a mi casa, me encerré en mi cuarto y comencé a agitar el pirulín… primero lento, de abajo a arriba, de arriba a abajo, y luego ya un toque más rápido, más potente. En un momento, comencé a sentir un cosquilleo intenso en la entrepierna. Comenzaba a sudar, el corazón lo tenía en la boca, a punto de vomitarlo, a punto de morirme; pero si moría, juraría que iba a ser la muerte más de putamadre, ¡iba a morir feliz! Pero, ¡no!, me palteé, lo dejé ahí, nomás. Tomé una ducha fría, y fue...", agregó José María, sobándose la entrepierna, dejando que sus recuerdos vuelvan a seducir la fibra de su sexo. "O sea, ¿no botaste el… uhm, cómo se llamaba?", preguntó Mariano, arqueando las cejas. "¡Semen, huevón!", exclamó José María, y tras un sorbo de Coca-Cola, añadió: "Y no, lo detuve a tiempo. Pensaba que moriría, ¡pero ya lo dije!, iba a ser la muerte más gloriosa...”. La noche prometía. El ventarrón cálido de la ciudad pretendía que los adolescentes cedieran, por fin, a la epiléptica garra de un primer orgasmo. De pronto, sorpresivamente, entró a la habitación Christ, el hermano mayor de Mariano, quien estaba en el segundo ciclo de Derecho y, de la mano, junto a él, estaba su enamorada, Thaiz La Roca, quien tras egresar del San Silvestre, se tomaba un año sabático para, luego, estudiar diseño de modas en Nueva York. "Sorry por no estar en la cenita, hermanito, pero tenía clases en la U", dijo Christ, revolviéndole el cabello a Mariano. "Nosotros nos vamos de juerga a Noise, pero antes, Thaiz quería saludarte", agregó. Y en eso, el ángel con el cabello del color del sol y con dos esmeraldas incrustadas en sus pupilas, se acercó a cada uno de los adolescentes y los saludó con una voz chillona, tan de limeñita high society. "¡Mi enanito!, ¡Feliz cumpleaños, precioso!", exclamó, dirigiéndose a Mariano, besándolo repetidamente en la misma mejilla, impregnándole el aroma, tan dulce y hechicero, de un Carolina Herrera. Cuando se despidió de cada uno, lo hizo con tanta efusividad que abrazaba fortísimo a cada adolescente y ponía el rostro de ellos contra sus voluptuosos (suaves como algodón, ya desarrollados y deliciosos) pechos, para, posteriormente, salir de la habitación haciendo sonar sus tacones y moviendo, descaradamente, el perfecto (redondito, erguido) culito. ¡Ya era demasiado! "¿Saben qué? ¡Hay que corrérnosla hoy! ¡Carajo!, no nos va a pasar nada. ¿O acaso alguna vez han escuchado en el noticiero de la mañana que fulanito de tal se murió por pajero? ¡Nunca! Además, estamos los tres, y si algo pasa, si a alguien le da epilepsia o comienza a levitar como la flaca del exorcista, lo solucionamos juntos, como siempre...", dijo Javier, sacando los millones de conejos que tronaban de sus ansiosas manos. "¡Oye tú!, más bien me sorprende que no te la hayas corrido con esa cara de pajero que tienes. ¡Putamadre!, después de fallarte los dos tiros libres en el último partido de básket con el Alpamayo, pensé que te fallaba el pulso por pajero...", replicó José María, con una sonrisa de bandido. "¡Ya, carijo! ¡Hablo en serio! Propongo que lo hagamos por una cuestión de salud mental, ¿manyas? ¡Nos podemos convertir en violadores en potencia si tenemos tanta arrechura, tanta energía acumulada!, ¿acaso no se dan cuenta? Yo, la otra vez, tuve que hacer mucho, muchísimo esfuerzo, para contenerme con la bella Fabiolita Horler...", respondió Javier, intuyendo la picazón curiosa de sus amigos: "Fue hace como un par de semanas, después del segundo recreo. Los hombres habíamos terminado de jugar un partido de rugby y, paralelamente, en la cancha de al lado, las flacas de volley. Fabiolita estaba de lo más chill, bebiendo agua de su botellita de San Luis. Y, de pronto, de la nada, vino Quiquín metiéndole tal pique y, detrás de él, Kenji queriéndole sacar la entreputa por haberle bajado el lompa en pleno partido de rugby y, ¡booo!, estando face to face y sin tiempo de reaccionar, empujó a Fabiolita quien cayó al piso mojándose todo el polito blanco. Ahí, por la humedad, el polo se le pegó a la piel y se le notaba el sostén, y era de color negro. ¡Me arreché mal! Me quedé petrificado, por un lado, queriendo huir porque se me estaba poniendo dura, pero también deseando que ese instante sea eterno. Les juro que, ¡wow!, ver sus tetas así, sujetadas por el sostén, era to-do. Y es que, entre nos, ¿no se han dado cuenta que debe ser la flaca del sexto grado con las tetas más grandes de todo el cole?", dijo Javier, enfatizando cada palabra, saboreando la dulzura, efímera y deleitable, del pecado mortal; y, tras meterse un puñado de pop corn a la boca, agregó: "Lo peor de todo es que la arrechura me persigue, me acosa, ¡hasta se mete en mis sueños! Ya van como tres noches seguidas que tengo el mismo sueño: Fabiolita sujetando una botella de agua San Luis, echándosela en los pechos, y yo mirando su polo blanco mojándose, pegándose a su piel, reluciendo su sostén negro, y ella sin decirme nada, sobándose las tetas. ¡Ala mierda!, me despierto sobresaltado, y a veces creo que amanezco meado, ¡pero no!, no me meo, sino me sale de la puntita de la verga un líquido pegajoso, de la misma textura que el UHU...”. "¡No jodas!”, exclamó Mariano y, tras acomodar en su pequeño stand el libro que Javier le había regalado, Harry Potter y la Cámara Secreta, bajó la voz y narró: "¡A mí me pasa lo mismo! Tengo sueños intensos, pero en ellos aparece Majito Lazarte… ¿Se acuerdan que, hace como un mes, fuimos a Las Lomas de Lachay? ¡Ya, pues!, ese día, toda la promo había ido con ropa de deporte: los hombres con short y las chicas con leggins. La cosa fue que, al llegar, Ulla dio la orden de ponernos en filita india para bajar del bus. Y, pues, adelante mío, estaba Majito Lazarte, recuerdo, con unas leggins rosaditas que le marcaban un culito redondito, no tan desarrollado aún, pero formadito. Y, antes de seguir con mi historia, ¡quiero que algo quede claro!, yo les juro por Santa Rosita de Lima y por Sarita Colonia, que no tenía intensiones de hacer nada ni de dármelas de mañoso, así que dejen de mirarme con esa cara, ¿okay? La cosa fue que atrás, al fondo del bus, Charly se mechaba con Saúl y, en una de esas, uno le empujó al otro y, al caer, cual efecto dominó, los de atrás empujaron a los de adelante y, bueno, yo me fui contra Majito, y ¡sas!, me la punteé maleado. Les juro, muchachos, yo sentí que mi pinga entraba entre sus nalgas. Pero, ¿saben qué? ¡La huevona gimió! Ya al bajar del bus, le dije: oye Majito, sorry, pero me empujaron por atrás. Y ella, toda coquetona, respondió: Tranqui, Marianis, no te preocupes por nada. Les juro que van como cinco noches que sueño repitiendo esa escena, ¡no puedo sacarme de la cabeza su sonrisa!, como diciéndome: oye, me encantó sentir tu verga en mi culo. ¿Saben qué es lo peor, chicos? Que, a veces, cuando tengo esos sueños, me despierto con la verga al aire, introduciéndola entre dos almohadas... Un día mi vieja me va a descubrir y, segurito me manda a exorcisarme..." "¿Saben qué? Acabemos con esto de una vez; busquemos una película porno y ya, ¡la hago corrérmela con ustedes!", exclamó Javier, decidido, ansioso por escribir sus primeras líneas en los lienzos de sus fantasías.
Apagaron las luces de la habitación. Buscaron la programación en los canales internacionales. En un inicio, se quedaban atónitos con la trama de alguna película sin encontrar alguna escena de calor. Hicieron zapping como tres veces, sosteniendo un par de segundos por los más de trescientos canales. De pronto, el canal cuatro difundía un reclame anunciando que, en pocos minutos, a las dos de la madrugada, se televisaría "Pantaleón y las visitadoras", un ícono del cine peruano, basado en la novela del, aún no Premio Nobel, Mario Vargas Llosa. El reclame advertía que la película sólo estaba dirigida para mayores de edad y, por las breves escenas que se mostraban, sugería que la noche demandaría varios rollos de papel higiénico. "¿Cuánto falta para las dos?", preguntó, extasiado, Javier. "¡Media hora!", exclamó José María. "¡Oigan!, mi viejo tiene ese libro, a ver espérenme un momento...", dijo Mariano, saliendo de su dormitorio, caminando presuroso y en puntitas hasta la sala principal, donde su padre había instalado una biblioteca con una colección de más de mil libros. "¡Listo!", exclamó, entrando nuevamente a la habitación, con un ejemplar de la obra. "¡Oye, huevón!, este libro está firmado por el mismo Vargas Llosa...", se sorprendió Javier, al hojear sus primeras páginas. "Sí, mi viejo lo conoce. Y, ¡es más!, cuando el escritor viene a Lima se reúnen en el bar del Club Nacional", enfatizó Mariano. Javier, entonando elocuencia entre el silbido de un susurro, leyó la parte de atrás, el resumen de la novela: Se hacía referencia a altos mandos del Ejército, a soldados aguantados, a la magia de una selva virgen y, cómo no, a putas baratas dispuestas a complacer los instintos que nacen en el tintero del alma. ¡Excelente peli para una primera paja!
A las dos de la mañana, cada uno estaba con un balde lleno de pop corn y un vaso grande de Coca-Cola con hielo. Los tres, uno junto al otro, esperaban el inicio del filme: Javier se sobaba las manos, José María se acomodaba la ya erecta poronga, y Mariano, confuso e impaciente, no sabía si se comía las uñas, los pellejos de sus dedos, o una palomita de maíz. La película comenzó y, desde un inicio, la trama resultaba excitante: Un Capitán del Ejército peruano con la misión de implementar un servicio de putas a fin de que los soldados de las tropas instaladas en la selva virgen liberen las ansias del erotismo. "¡Oigan!, ¿qué es el beso negro, ah?", preguntó Mariano, curioso, haciendo referencia a una frase que el protagonista entonaba. "No sé... debe ser que le das un beso a una chica pintándote los labios de negro, ¿o no?", respondió Javier, con mirada risueña, riéndose solo. "¡No seas huevas! ¡Eso de pintarse los labios son, como dice mi viejo, mariconadas! Estoy casi seguro que se trata de que el hombre se coloca fudge de chocolate en los labios y, así, le besa la conchita a la mujer, ¿entienden?", replicó José María.
Tras media hora de locura y adolescencia, la anhelada escena llegó: De pronto, la pantalla gigante reflejaba a La Colombiana, interpretada por Angie Cepeda, con los pechos al aire. Los tres, se acercaron lo más que pudieron al televisor. Vislumbraban, atónitos, estupefactos, los senos de la actriz: Los pezones erguidos, la aureola, circular y perfecta. Con las pupilas, a través del umbral que separaba los delirios de la realidad, acariciaban la piel bronceada de esa mujer que, entre el torbellino de una ficción, comenzaba a asomarlos a la corriente caudalosa de la perversión. No mucho tiempo pasó, tampoco, para que la cereza deleite en el postre del pecado: Frente a ellos, los tres adolescentes, observaban, por primera vez, una escena de sexo sin censura, una fusión de cuerpos, el festín sagrado de la humanidad. Los protagonistas: Pantaleón Pantoja (maldito Salvador del Solar) y La Colombiana. Los tres amigos volvían a experimentar aquella enajenación que nacía de la fuente más profunda de los deseos, de aquel cofre de virilidad que se imponía en la entrepierna. Sin perder un segundo, corrieron a sus cuarteles de batalla. Se bajaron el pantalón, junto con el calzoncillo de Looney Tunes. "Ya saben, se la agarran y la friccionan de arriba a abajo, de abajo a arriba...", susurraba José María, con una respiración entrecortada. Los tres ansiaban ser Pantaleón Pantoja y poseer a esa ramera que, en su piel, llevaba tatuada la efervescencia de una luna llena. Entre el murmullo de la madrugada, muy sutil, se escuchaba la fricción de los tres miembros ya lubricados. Las manos se movían como licuadoras, rítmicamente, frenéticamente. Poco antes de que la escena culmine, la alcoba donde estaba Mariano comenzó a temblar y, junto con aquel terremoto visceral, un leve alarido se iba incrementando más y más hasta que culminó en una suerte de grito que denotaba un precoz poder viril. "Ay, ay, ¡Ay, Dios mío!… mier… mierda… ¿qué pasó?", exhaló Mariano, aún no retornando en sí, con los ojos desorbitados, el alma volviendo a su cuerpo tras haber tocado la mano de Dios. "¡Carajo!, ten… tengo todo el pecho man… manchado… ¡Putamadre, mi polo!… ¿Pren… prendo la luz?", agregó, aún entre tartamudeos. Los dos compañeros se mantenían en silencio, aún inmersos en la sesión de auto placer, mientras Mariano, pretendiendo pasar desapercibido, se levantaba de la alcoba y salía al baño presuroso, tratando de no manchar el piso con rastros de semen. José María y Javier aún no llegaban a la cúspide celestial. Ambos tenían la verga tan erecta, tan colorada, las manos embarradas de aquel fluido transparente que constituía una tinta para escribir las primeras líneas de un delicioso orgasmo. En eso, tras un par de actos nimios, nuevamente, una escena enfermiza y divina, se proyectó en la pantalla con los mismos protagonistas, pero ahora, La Colombiana eran quien cabalgaba encima de Don Panta quien, sin pudor ni elegancia, le apretaba las nalgas y, aferrándose a la obscena nicotina, le succionaba los pechos. En ese instante, los segundos se prolongaron entre el universo del infinito; las gotas de sudor, se congelaron entre las llamaradas de un infierno perverso. Javier recordaba con vivacidad las instrucciones que convertirían su cándido mundo en una fogosidad adictiva y deliciosa. Cogió su sexo ejerciendo una leve presión y comenzó a friccionarlo. Un leve gemido viril acompañaba los alaridos de la actriz, quien, esta vez, pretendía consagrar la prosa vargasllosana en la imaginación de tres adolescentes que ansiaban detener el tiempo. La adrenalina lo envolvía, lo abrigaba. La sangre, hirviendo, recorría cada rincón de su cuerpo, de su alma. La tentación le prometía el cielo. La velocidad de su mano derecha iba acorde con sus palpitaciones, con el esplendor de sus pasiones. Así siguió, cada vez más rápido, con las pupilas apuntando, casi sin pestañear, aquella escena que daba vida a la cándida estrella de sus ilusiones. En eso, presintió un cúmulo de energía abajo del abdomen, y junto con ella, un cosquilleo que iba conquistando cada célula, que se iba intensificando hasta que, arribando en una cúspide, la gloria plena lo enrolló, y fue tanto así que lo condujo a una convulsión, un quejido que se ahogó entre el silencio. Y, a todo ello, acompañado de cuatro disparos de testosterona: El primero, el más potente, llegó hasta su rostro; otros dos, hasta el pecho; y el último, hasta el abdomen. Tras el clímax, percibió una sensación de paz, de absoluta calma, ese estado tan parsimonioso en el que uno, tras haber creído conquistar el mundo, cae cobijado en una nube de alucinación. Cuando Mariano volvió a entrar a la habitación, encontró a Javier con la boca semi-abierta, los ojos blancos, con el punzón eléctrico que cesaba; y a José María, con los ojos cerrados, la mano aún en su miembro, saboreado el néctar de un pecado mortal. Entre asombro y risas, volvió a salir de la habitación y regresó con dos rollos de papel higiénico. No obstante, cuando ambos adolescentes, aún con rastros de una deleitable vileza en las manos, pretendían retornar al sendero de la tentación, Casilda, la empleada doméstica, entró sorpresivamente a la habitación: "¡Chicos!, ¿qué pasa?… ¿Se están pelean…? ¡Ay, mi Dios!", exclamó, cerrando la puerta, tras haberse percatado que José María, aún con los ojos cerrados, limpiaba en su pecho el coctel vigoroso, y su miembro no paraba de moverse, cual resorte, de arriba a abajo. "¡Chucha!", exclamó Javier, "¿crees que la chola le diga algo a tus viejos?", preguntó. "¡Nicagando!", replicó Mariano, embriagado en júbilo, "es más, que se aguante la chola, porque, te juro, que me la voy a correr todos los días, cinco veces, mínimo, y si abre la puerta de mi cuarto, le diré que sea ella quien me la corra y ya...", añadió. "¡Ay, Dios! sólo diré que morí, toqué el cielo, y resucité", dijo José María, haciendo bolita al papel higiénico y echándolo al cubo de basura que Mariano tenía al lado de su escritorio. "¡Oye, huevón!", exclamó Mariano dirigiéndose a Javier, "¡tienes semen en el pelo!”, y los tres estallaron en carcajadas, sin imaginar que aquella madrugada de primavera sería la primera (y la única) en la que los tres amigos, empedernidos pajeros de doce años, quemarían al menos diez cartuchos de pólvora.
"¡Nunca pude superar el récord de aquella noche!, ¡doce pajas desde las tres hasta las seis de la mañana!", exclama ahora Mariano, en esta tarde tranquila, sirviéndose una copa, mirando abajo, al malecón de Punta Hermosa, donde cándidas nínfulas de trece años juegan a ser adultas. "¡Ni yo, carajo!", exclama Javier, sonrojado de tanto vino, "¡y eso que todas las mañanas, antes del gimnasio, me preparo mi buen batido de maca!", agrega. "¿Maca? ¡Esas son huevadas!", interviene José María, "¿Saben?, cuando estuve en mi internado en Rioja, había un mercadito rústico donde todas las mañanas, antes de entrar a mi guardia, tomaba desayuno. Me comía mi pan con pejerrey y, aunque no me crean, luego tomaba mi buen extracto de rana… ¡Vaya al diablo!, no sé qué carajo tiene la puta rana que mi pirulín se convertía en una, ¡no paraba de saltar y saltar! Y, bueno, allá, en el hospital de Rioja, yo era el papichulo de todos los médicos, ustedes saben: Blancón, egresado de la Cayetano Heredia, miembro de la selección de remo del Regatas, ¡uf, olvídate!, en la vida un pituquito de Lima se iba a culear a una de esas charapas, así que ellas tenían que aprovecharme. Todas las mañanas, ¡todas, religiosamente!, después de mi pan con pejerrey y mi extracto de rana, mi rutina de cardio la hacía en el tópico del hospital con la enfermera que estaba disponible. ¡Qué rico se mueven esas charapas, por la putamadre!, pareciera que tuviesen un suri o un hormiguero en la chucha. ¡Es más!, litreral, son de sangre caliente; o sea, tienen la cuevita más calurosa, cálida, que cualquier pituca limeñita. Lo único malo es su dejo, no lo tolero, pero, ¡bah!, les pones la mano en el hocico y ya. ¡Eso sí!, yo llevaba mi caja de Gents. Y, ¡no me miren así, carijo!, ¿qué quieren que haga?, en la selva virgen no llega el Durex, y los condones que el Minsa repartía en sus campañas de prevención, o estaban vencidos o era un milagro que no tuviera un hueco en la puntita...", narra, poniendo los trozos de chorizo argentino en la parrilla. "¡Mis cojones con tu extracto de rana! ¡Nunca más hago caso a tus consejos de sabiondo!", exclama Javier, dirigiéndose a José María, y, tras una calada al cigarrillo, agrega: "Por hacerte caso la última vez, ¡casi me muero, huevón!". "¿Qué te pasó?", pregunta Mariano, arqueando las cejas, presintiendo la travesura de unos treintones que anhelan volver a los doce años. "Estaba en Madrid y llevaba más de cuarenta y ocho horas sin dormir. Me la había pasado escribiendo, trabajando en mi nueva novela, entre café, cigarrillos y una botella de whisky. Y el domingo, bordeando las siete de la mañana, cuando decidí dormir, ¡joder!, me llamó una chavala, veinte años, de una belleza irresistible, y me dijo: Javier, ando ebria, acabo de salir de Teatro Kapital y tengo ganas de comerte la polla. ¡Madre mía!, ¿qué podía hacer? Sabía que no iba a estar a la altura, andaba tan cansado que la verga no se me iba a levantar ni así le pusieran una grúa. Se me ocurrió, entonces, llamar a Lima al gilipollas de José María; yo sabía que estaba de guardia en la Clínica Delgado. Le conté la situación y, con voz misteriosa, me dijo: Javiersito, hermanito lindo, tómate ahorita mismo veinte miligramos de Tadalafilo y, ¡uf!, con eso campeonas, chocherita; dejarás a la flaca más coja que Sheyla Rojas después de tirar con Advíncula. Así que, presuroso, antes de que llegue mi musa, salí corriendo a una de las farmacias de la Calle de Alonso Cano a comprar el puto Tadalafilo. Me vendieron una caja con el nombre de marca, Cialis, a ¡cincuenta euros! Jolines, ¡con cincuenta euros pongo en Perú una farmacia en la punta del cerro! Puse cara de ojete, pagué y volví a mi piso. Y ahí, imprudencia mía, combiné la pastilla con medio litro de Red Bull. Cuando mi guapa llegó yo ya estaba en fá, y, como siempre, fue un deleite la sesión amatoria, el recorrido de mi lengua por toda su piel suave y nívea. Esa vez, borracha y loca, me dijo: Venga, tío, córrete en mi boca. Y, obvio, feliz de la vida, acabé entre la comisura de sus labios. Tras saborear el néctar, mi bella doncella se puso de vuelta el calzón, se acomodó el vestido que llevaba y, sin más, me dio dos besitos en cada mejilla y se fue dejándome agotado. No habrá pasado ni dos minutos cuando, de pronto, me vino una taquicardia atroz, una sudadera en todo el cuerpo, un calambre en el brazo izquierdo y, a todo esto, acompañada de una presión fortísima en el pecho. ¡Joder, un infarto!, fue lo primero que pensé. Corrí al baño, me lavé la cara, comenzaba a respirar profundo con una bolsa de papel en la boca. ¡Nada! ¡Mi corazón no paraba de saltar a ritmos alborotados! Ahí, me acordé que en Lima, en la Clínica San Felipe, el Dr. Lynch me había detectado arritmia cardiaca. ¡Ya me veía morir! Me imaginaba a mi madre echando una rosa en mi tumba, a mis tíos descarados ansiosos que se aperturen mis cuentas en Nueva York, a mis enemigos comunistas en una fiesta entre caviar y Moët, ¡y todo, por un polvo con una madrileña! Entonces, recuerdo que, aún en ataque de pánico, me miré al espejo fijamente y me dije: Estás en Madrid y, aparentemente, te vas a morir; por lo que, si mueres, hazlo con dignidad y como un héroe anti-comunista, coño; ¡deberás morir como lo hizo tu más deleite inspiración, el Generalísimo Francisco Franco! Entonces, me puse el abrigo y en pijama, respirando con dificultad, salí a la calle. ¡Ya se imaginan verme a mí en el corazón de Chamberí hecho un loco del carajo!, con una mano en el pecho y con la otra, parando un taxi que me lleve al hospital de la Paz, donde murió el Generalísimo Franco. Creyendo ver ángeles, una enfermera de sonrisa bella me recibió y, recuerdo, puso sus dos manos en mis mejillas hasta que, luego de unos pocos minutos, llegó el médico de turno. Eso, sentir sus manos, tibias y suaves, en mi cara me relajó tanto, y ya cuando el doctor vino a mí, le conté en voz bajita lo que había hecho. Me miró con mala cara y, tras suministrarme una dosis endovenosa de ansiolíticos, pude sobrevivir a la aventura literaria con mi Lolita...", narra Javier, entre el estallido de risas de sus amigos, que hacen esfuerzos para no atorarse, y que lo miran como un personaje surreal y cómico. "¡Huevón!, ¿cómo iba a saber que ibas a ser tan huevas de combinar Cialis con Red Bull?", replica José María, echando agua tónica en su copa de ginebra, y luego, agrega: "¡A mí me pasó algo parecido!, pero hace tiempo, cuando estaba en la Universidad y tomaba Fluoxetina. ¡Pero no fue con Cialis, fue con Sildenafilo! Como sabrán, chicos, la Fluoxetina es un antidepresivo de putamadre, pero entre los efectos secundarios está la impotencia. Y, bueno, una noche, después de los finales, me envolví con una flaquita y tuve que recurrir al ayudín; de hecho, era la primera vez que lo tomaba. Por dármelas de incrédulo, no tomé una, sino ¡dos! cápsulas de cien miligramos. Chicos, les juro, ¡tenía la pinga más erguida que cuello de jirafa! La flaca estaba más que feliz, le metí tres al hilo, pero, ¡putamadre!, en un momento, ya tenía el glande irritado, morado, y me dolía como mierda. Así que, después de dejar a la flaca en su jato, no aguanté y, con la pichula bien erecta, le dije al taxista que me lleve a la Anglo Americana, que pise el acelerador a fondo, que me estaba muriendo. Entré por la puerta de emergencias, les juro, aullando peor que yegua en celo. Y, ahí, para concha, el urólogo que me atendió era amigo de mi viejo. Me pusieron compresas de hielo en la pirula y, cada tanto, una enfermera me presionaba el perineo hasta que, finalmente y tras una la agonía, la sangre bajó y todo volvió a la normalidad...", y sonríe, como aquel niño de doce años que habla de sexo por primera vez con sus amigos. "¿Y tú, Mariano? ¿Nunca te has metido ayudín?", pregunta Javier, quien, desde su celular, pone en los parlantes porno music de Diablos Azules. "¡Jamás!", exclama, y tras unos segundos, reflexiona: "Aunque, pensándolo bien, solo una vez, pero no fue intencionalmente. Fue en la última juerga de Cochinola. En un momento de la noche, antes de que toque Dj Paul, fui a la barra por una chela y, para entrar en fá, un shot de jagger. Y, en eso, al otro extremo de la barra, vi a El Conde. ¡Ese huevón es un cague de risa! Me vio, dejó a la flaquita con la que estaba perreando, me cogió del pescuezo y, sin más, me preguntó: Oye, ¿tú sabes quién soy yo? Y, antes de responderle, él solito se contestó: Yo soy el diablo. Y, en efecto, lo es… ¡Es una farmacia andante en las juergas! Sus bolsillos están repletos de rolas, eme, hierba, popper, cristales y la lista de estupefacientes continúa. Y, así, aún cogiéndome del pescuezo, sacó de su billetera una bolsita de plástico con eme. Se chupó el dedito índice, lo metió ahí y, luego, me lo metió a la boca, cagándose de risa. De pronto, ¡wow!, sentí una energía de Hércules en todo el cuerpo, tal hiper excitación que bajé al sector General y, frente al escenario, me puse a mover el totó al ritmo de “Baila morena” y gritándole a Dj Paul: ¡Dj Paul, te amo! En pleno éxtasis, una chola jet set se me acercó, me puso el culo y la comencé a perrear. Una cosa llevó a la otra y, tras un par de chapes con lenguaraz, la terminé llevando al Golden Inn, donde por cien luquitas hice honor a nuestro hermoso colegio azul, que está a dos cuadras. La cosa fue que en pleno traca traca, mi sensibilidad erótica se multiplicó a la millonésima potencia. ¡Bastaba una leve, imperceptible, caricia para que mis manos toquen el cielo! Cuando la flaca me la mamó, les juro, no me aguantaba, y gemía peor que una loba aullándole a la luna llena. ¡Moría y revivía una y otra vez! Y, cuando, por fin, erupcioné, esos breves segundos de clímax se prolongaron muchísimo más, ¡parecía un orgasmo eterno!, tanto así que, en un instante, mis músculos del tórax se relajaron tantísimo que mi respiración se detuvo...", detalla Mariano, metiéndose un trozo de entrecot a la boca, escuchando las risotadas de sus amigos y ansiando prolongar el júbilo hasta la eternidad.
Al culminar la tarde, cuando el sol extiende su arte rojizo en el cielo de Punta Hermosa, Javier saca de la nevera una botella de Moët Chandon. Sutilmente, la agita y, acercándose a la baranda de la terraza, permite que el corcho salga disparado hasta perderlo de vista. Finalmente, entre esas sonrisas de complicidad, los tres amigos descubren que la vida constituye eso mismo, un polvo. Y es que, como dijo Flaubert, las pasiones son como volcanes que siempre rugen, pero la erupción sólo es intermitente...
Jesús Barahona.
Entre Milán y Barcelona. Diciembre, 2022.