28 Jan


Todos somos adictos a algo. A un estímulo que nos alimenta de dopamina. O que engrandece nuestro ego. O que, simplemente, nos permite ver el mundo más feliz, entre un cielo de colores y bajo un eclipse. Me considero un adicto empedernido al café. Pero no a cualquier café. No, señores; en eso sí soy muy exquisito. Nada de cafesuelos de medio pelo o instantáneos. Nada de Cafetal, o Kirma, o Nescafé, o esos cafés de diez lucas la bolsa que, al ponerlos en la cafetera, pareciera que uno echase tierra de cementerio. Para eso, mejor agua con lodo. Cuando hablo de café me limito a hablar de un Britt en Dark Roast, o de uno orgánico colombiano, o uno que expulse un aroma invasor cuando es preparado en cafetera italiana. En lo particular, no me gustan los cafés con esencia, de esos que pasaron por un proceso de tostado entre la vainilla o el chocolate o la canela, como algunos de Villa Rica. Para mí, el café tiene que estar en su máximo esplendor: Amargo, intenso, ligeramente cítrico y con un aroma que, al ingresar a las fosas nasales, sea capaz de producirte esa taquicardia adrenalínica, tanto o más, como cuando uno entrelaza la mirada con un ángel disfrazado de mujer.

Diría que mi dosis de cafeína se encuentra directamente relacionada con mi humor y contrarresta mi bipolaridad natural. Sin café por las mañanas, soy un ser ermitaño, con mala cara, sufriendo la resaca de todo lo vivido, soportando un dolor intenso que apuñala mi sien. Me convierto en el ser más despreciable de la tierra. Suelo estar con la mirada perdida o inyectándola en un solo punto, sin responder saludos y queriendo, simplemente, que alguna (divina) bala perdida acabe conmigo. Los peores días son los sábados en los que no hay café y, sumado a la resaca de un viernes, la jaqueca hace que los pensamientos suicidas se apoderen de mí. En esos momentos, no quiero ver a nadie, no sentir la presencia de nadie, no escuchar nada, no ver la luz. Sólo me provoca sentarme en el sofá, cortinas cerradas, silencio absoluto y mirar la nada. Mis mucamas saben de todo eso y pueden interpretar mi humor. Y, por lo general, cuando existe el quasi delito de no tener reservas de café, las reúno a todas. A toditas, en filita india, con el uniforme impecable. E improviso un discurso retorcido, jalado de los pelos, exagerado, a lo que ellas, mudas, me escuchan perplejas, pensando seguramente (y sin equivocarse) que soy un loco del carajo.
Y lo que hablo no tiene ni una pizca de exageración. La otra vez, había quedado con Micaela, una chica con un cuerpo espectacular, a entrenar juntos un sábado por la mañana en mi gimnasio, previos a unos helados en Laritza y un posterior almuerzo opíparo en Tanta. Ese sábado, al no tener mi dosis de cafeína y tras mandar a dos de mis empleadas a que, si era posible, se teletransporten (no me interesa lo que hagan; las quiero acá en diez minutos con tres bolsas de café) a Pharmax por mi droga de vitalidad, andaba de tan mal humor que prefería disuadir mi rabia con silencio. Mi celular no dejaba de vibrar con los mensajitos al whatsapp que Micaela me escribía. Al no contestarlos, la bella Micaela, rubia y diáfana, procedió a llamarme al celular. Le contesté. Sin anestesia y apretándome la frente le dije: “No me provoca salir; no me provoca verte hoy; me da lata ir al gimnasio, sudar como un perro y embutirme de carbohidratos. Quiero dormir. Y no me llames; te hablaré cuando yo lo decida. Adiós”. Y colgué sin escuchar lo que ella hablaba al otro lado de la línea. Al poco rato, me llegó un mensaje: “Qué feo lo que me dijiste. Me has hecho sentir mal”, a lo que lo ignoré y seguí sumergiéndome en la jaqueca. Al poco rato, llegaron mis empleadas corriendo. En la cocina, una de ellas abría la bolsa de café, mientras que la otra extendía el brazo, esperando que el líquido de los dioses chorree en mi taza favorita. Y ni bien el coctel reconoció mi paladar, mi cosmología cambió a colores. Entonces, una sonrisa se trazó en mi rostro y sólo me daban ganas de reír, saltar, vivir, improvisar coreografías de Ozuna. Ahí, entre ese éxtasis que explotaba en mi alma, me acordé de Micaela y lo cruel que había sido con ella. De inmediato, cogí mi celular y traté de llamarla. Como era lógico, no me respondió. Llamé una, dos, tres veces. Naturalmente, estaba molesta. Entonces, le dije que quería compensar el daño ocasionado en su sonrisa de diosa. Y es que cuando estoy bajo los efectos de la cafeína, suelo ser engreidor, más de lo que mi personalidad marca, y mi humor se configura para que complazca, de ser posible, a cada ser humano de la tierra. Le dije que estaba dispuesto a cumplir con ella una suerte de reparación civil. Le di luz verde para que la indemnización abarque cada uno de sus caprichos. “Quiero ir a bailar en la noche”, me dijo, tras mi insistencia. “Pero con mis amigas”, agregó. No había más que añadir; le propuse ir a Resident esa misma noche con las amigas que ella escoja y yo subvencionaría la juerga, como correspondía. “¿A qué hora paso por ti, guapa? Esta noche tú mandas”, enfaticé.

Mi adicción a la cafeína es tanto como la inspiración del Daikirí para Heminwgay. Soy un empedernido catador de café y los sábados por las tardes, después de un opíparo almuerzo, encuentro cierta inspiración poética en caminar por los barrios lindos de Lima y caer en algún café. Mis preferidos son los cafés que tengan una terraza acogedora. Un buen libro, una cajetilla de cigarrillos y la garantía de flaquitas lindas que cautiven mis sentidos dan la inspiración complementaria a mi paladar. Cada café tiene una historia y un rincón de poesía: Así, el Haití me hizo revivir las noches afiebradas de Joaquín Camino en “No se lo digas a nadie”. En la Tiendecita Blanca, allá, en el invierno del 2007, cuando apenas tenía dieciocho, solía llevar a una rubia quinceañera a la terraza de ese café. Pedíamos capuccinos con mixtos de jamón y queso y nos quedábamos horas hablando del ser y de la nada; y luego, caminábamos hasta el Olivar de San Isidro y en una de las banquitas, frente a la laguna, fumábamos cigarrillos cogiéndonos las manos y apenas rosando nuestros labios con ternura. En Los Vitrales del hotel Country, entre el café, el vino y los volcanes de chocolate, mi padre me contaba sus anécdotas de aviador, sus aventuras en Buenos Aires cuando era universitario y las caminatas recorriendo Corrientes de la mano de alguna jovencita universitaria estudiante de Filosofía. Esas eran las conversaciones más intensas, risibles e imaginativas que podía tener con alguien, tanto así que me persiguen en mis sueños. Bocatta era un nido tras las salidas al cine con Fiorella. Ahí, alucinábamos viajes a París, Madrid, Barcelona, y ambos soñábamos con escribir una novela que amerite el Nobel. En la terraza de Sarcletti vi llorar a Daniella, cuando pasmada con el celular en la mano, vio un correo electrónico en el que la directora de la Facultad de Derecho le notificaba la improcedencia de recalificación de un examen final de Derecho Minero y, por lo tanto, al haber estado el ciclo anterior en riesgo académico, se le dio de baja. Vi cómo sus lágrimas caían a la taza de café, contaminándolo de sal. Vi sus ojos verdes tornándose colorados; las muecas en el rostro, su cabello rubio ocultándole el dolor. Fue la primera vez que vi a un ángel llorar. En la Folié de Chacarilla, entre un café carente de amargor y un postre tan dulce, no me resistía a la sonrisa sobrenatural de Estrella Roncagliolo; y entre una mirada sutil que le lanzaba cogiéndole las manos, la complacía con chocolates y con esas frases que sólo yo podía improvisar para hacerla sonreír (para que mi memoria capture esa fotografía), sin inhibir mis ganas sobrenaturales de volver a besarla, como una noche improvisada en la barra de Noise, con dosis oceánicas de ternura, como si fuese el beso eterno que describe el torbellino de mi imaginación cuando miro sus fotos o sus stories en Instagram.

Siempre con humildad, puedo decir que preparo un café de los dioses. Yo no me luzco preparando postres o tortas de chocolates o pastas. No señores. Lo mío es el café. Me sale un café de cojones, realmente. Lo puedo preparar en cafetera eléctrica, prensa francesa o cafetera italiana. Yo mismo hago la molienda en el punto ideal; y, tras sentir la esencia, dependiendo del día y del humor, puedo añadirle crema de chantillí encima. Mi padre era empedernido adicto a mis cafés. Para él, escogía uno de Arabia Saudita, aromático y con cuerpo. Después del almuerzo los fines de semana, lo preparaba y la casa se envolvía en ese aroma de vida, y la sobremesa se extendía horas.
En la Universidad, me había enredado sentimentalmente con María Paula Quesada. No eran pocas las madrugadas en las que ella se quedaba de amanecida tratando de entender fórmulas matemáticas dignas de una estudiante de administración. Algunas veces tratábamos de estudiar juntos, en la terraza de su casa, pero no se podía: Nos distraíamos con todo y terminábamos viendo películas y mandando al carajo el examen que teníamos al día siguiente. Por eso, cada uno estudiaba en su casa y las líneas del Derecho Administrativo Sancionador prefería captarlas en el silencio de mi estudio. Sin embargo, algunas noches, en la semana de exámenes parciales, cuando mis horas de sueño estaban garantizadas y las de ella no, sacaba la cafetera italiana y me ponía a hacer el café borde de la medianoche, hora en la que ella tenía la costumbre de despertarse para estudiar toda la madrugada. Tras prepararlo, lo vertía en un termo de metal de Starbucks y me perdía entre las sombras caminando hasta Pharmax del Polo. Ahí, compraba una caja de chocolates Guylian y caminaba hasta su casa, cerca a las faldas del cerro de Las Casuarinas. Ella me abría la puerta, emocionadísima, recibiendo el termo de café y la caja de chocolates, y se despedía de mí con un beso tierno en los labios; y horas después, en la madrugada, solía escribirme algo como “¡Estoy con los ojos abiertos como un búho!, pero me he vuelto adicta a tu café (y a ti)”. De hecho, a inicios del año pasado la encontré en una de las discotecas del sur chico. Ella ya andaba con otro novio y al verme no dudó en invitarme al box en el que estaba. Cuando su novio se fue al baño, le propuse ir a una de las barras. Pedimos chelas heladas y en un momento de la conversa me dijo “No he vuelto a probar un café tan increíble como el que tú me preparabas, ¿te acuerdas?”, y me miró con un rostro coqueto, como diciéndome que aún tenía los rescoldos de la memoria de hacía casi seis años. Y luego, añadió “¡Tenía un aroma único!”, sonriéndome, agregando con coquetería “me gustaba tanto como el perfume que llevas”, y eso lo noté como un signo de coquetería. “Tienes tres segundos para irte, o sino me veré obligado a besarte”, le dije, con una mirada de bandido, como queriéndome dar una licencia de hacer una travesura por el mero hecho de jugar, sabiendo que no volvería a renacer algo entre esa, ahora, administradora exitosa y yo. Y cuando le dije eso ella no se movió. Puso su mentón en una de sus manos, apoyándose en la barra, retándome, sonriendo, acomodándose el cabello castaño, medio ondulado. Y, acercándome, contaba, uno, dos, tres, y la besé. Tras eso, me miró con ojos risueños y yo , indiferente, como quien pone firmeza tras cumplir un objetivo, alegué que tenía que irme. Al caminar sentido contrario, me dijo “en la semana te escribo para ir por un café”. Por supuesto, ninguno de los dos nos escribimos.

Hoy, por la tarde, me dio tanta risa cuando llegué a la oficina y me sorprendió ver a Mary, una de las asistentas del área imitándome bajo los efectos narcóticos de la cafeína: Tecleando fuerte en la computadora, ojos bien abiertos, mirando de cerca la pantalla, notas manuscritas alrededor de mi escritorio, escribiendo con hiperactividad con una caligrafía de marciano, y dos, tres tazas de café negro (que ella lo prepara con ahínco y oficio, en su punto) alrededor mío, algunas sólo llenas hasta la mitad.
Y ahora, mientras escribo estas líneas y remojo unas galletitas de chocolate en el café, tengo la ligera certeza de que, si en caso soy condenado a una pena de muerte, no lo dudaría: Como último deseo pediría una taza de café. Mientras redacto estas líneas, sentado en este café al que caí como cae un poeta en un aeropuerto, frente a la Universidad en el que un tío era uno de los directores, a pocas cuadras de mi oficina, comienzo a percibir los latidos producto del brío. Y, pienso, no existiría nada más inspirador que, de pronto, ver a Estrella Roncagliolo, quien suele cruzar a este café, por una taza de café, antes de entrar a sus clases de Economía (porque ella, fina y bella, no toma café de máquina). Pienso, entonces, que, si la viese entrar por acá, tan sólo le cogería de las manos, le diría que olvide sus clases en la Universidad y regalándole una sonrisa junto con una mirada de complicidad, le propondría hacer de una tarde surreal. Y es que mi adicción a la cafeína sólo podría compararse con la droga narcótica de su rostro: Con la intensidad envolvente de su mirada y con el azúcar, producto a su adicción a los postres, de sus labios. 

Jesús Barahona.
Lima. Enero, 2019. 

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