18 Mar


Cuando Javier cursaba el sexto ciclo de la Universidad, terminó su relación amorosa, tras casi dos años de intensidad, tentación y pecado, con Majo. Ella había descubierto que, tras un almuerzo de ex alumnos del Colegio Trener, Javier, ebrio y con ojos achinados, se fue a Dalí y, ahí entre las luces de colores y la música que el genio de Dj Paul ponía, se besuqueó con una peli-roja de diecisiete años quien, utilizando el DNI de su hermana mayor, había burlado los controles de seguridad de la discoteca. Se enteró de la manera más absurda: La discoteca solía tomar fotos cada sábado y las colgaba en su página web. Había una que enfocaba, en plano amplio, hacia la pista de baile. Había que analizar con minuciosidad para ubicar a Javier en una esquinita, compartiendo unas chelitas en la barra al costado de la cabina, con una mano en la botella y con la otra, cogiendo la cintura de la flaquita. Ambos rostros se comprendían tan de cerca que se podía concluir fácilmente que estaban besándose. Empero, las sospechas de Majo se convirtieron en certeza cuando hizo zoom a la susodicha fotografía y, en la muñeca de Javier, reconoció su reloj, ese Bulova automático que únicamente se lo ponía para irse de juerga.
Majo esperó que Javier saliera de una de sus clases de Gobernabilidad, que era dictada por el Dr. Sardón de Taboada, Decano de la Facultad y, arrinconándolo en la terraza del Starbucks que se encontraba al costado de la Biblioteca, lo recriminó tildándolo de un reverendo pendejo, un hijo de mil putas, un puto malnacido. No contenta con los vituperios lastrados de acrimonia que vertía sobre él, entre el asombro de los estudiantes de Derecho y las princesas de Arquitectura, procedió a darle un par de sopapos, ida y vuelta, sentenciando que la relación había culminado y que nunca, pero nunca-jamás, le iba a perdonar semejante traición.

Ese día, por la tarde y sin almorzar, Javier fue al estudio de abogados en el que realizaba sus prácticas pre-profesionales. Quedaba en el piso veinte de una torre al lado del hotel Marriott. Era un estudio pequeño que sólo se dedicaba a asesorar empresas mineras y que, por esos meses, estaba en el ojo de la prensa, pues el estudio llevaba el caso de un proyecto minero de gran envergadura, “El Congo”. Javier era el único practicante del área minero-ambiental. Su jefe inmediato era un abogado que acababa de llegar de Londres, Roberto Echazú; y el socio principal había sido profesor de Javier del curso de Derecho Corporativo, Guillermo Pascarella.
Javier quedaba hechizado ante las clases de Pascarella, ese cincuentón, quien tenía fama de acostarse con sus alumnas a quienes, tras un café en el Starbucks de la Universidad y, posteriormente, una cena romanticona en el José Antonio, caían seducidas por su sofisticación natural, y aceptaban irse con él a las conferencias que dictaba en Panamá o en París hablando de la legislación minera peruana. Javier admiraba a Pascarella no sólo por ser un abogado reconocido en las listas privilegiadas de Latin American Laywer y de Chambers & Partners. Lo admiraba por la forma magistral cómo explicaba el Derecho; por su pulcritud, las iniciales de su nombre en el puño de la camisa, los gemelos de esmeralda que utilizaba, las corbatas relucientes en seda italiana, y el casimir inglés a su medida. Sus asistentes eran las estudiantes más hermosas que, si bien no descollaban en las notas ni escribían doctrina, sí relucían por esa belleza sobrenatural, casi angelical. De hecho, no pocos alumnos lo detestaban y lo acusaban de ser racista y arrogante. De pronto, posterior a la semana de exámenes finales, venía una estudiante reclamando un examen y pidiéndole entre llantos por favor, se lo suplico Doctor Pascarella, que le suba un puntito más para poder aprobar el curso y que no le quiten la media beca. “Si la jalo es por fea; para que no se meta en mi curso el próximo ciclo y se meta con el huevas de Villanueva, que con ese hijo de la guayaba, aprueba hasta el más burro de la San Juan Bautista. Y, si la jalo con maldad es para que, ni siquiera, me salude esa chiquita si me ve por la Universidad. Me van a disculpar, distinguidos colegas, pero lo que más detesto es la falta de estética, y esa cholita tiene más cara de llama que de mujer”, solía decir en los almuerzos con los demás catedráticos de la Universidad, quienes explotaban en risas. Sin embargo, Javier había aprobado su curso con dieciséis y, tras culminar el ciclo, le pidió prácticas pre-profesionales. Pascarella accedió a regañadientes sólo porque era amigo de Juancito, el tío de Javier, quien era catedrático de Economía de la Universidad del Pacífico. El primer día de prácticas, Pascarella se acercó a Javier y tras regalarle “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo, le susurró: “Mañana no me vengas con ese trapo sucio que usas como corbata; si quieres usar una, que sólo sea de Brooks Brothers”.

“¿Le pasa algo, Doctor?”, preguntó Echazú, con la voz peculiar de litigante, al ver que Javier, ni bien había llegado a la oficina, tiró sus cosas, y se quedó ido, con un nudito en la garganta, mirando a través de la ventana el deprimente mar miraflorino. “No, nada”, contestó Javier frío, ocultando el sangriento corazón. Empero, no paraba de escribirle mensajes de texto a Majo suplicándole hablar, que lo perdone, que le permita explicarle las cosas, que no deje echar tantos momentos románticos y tiernos por un malentendido. “Vete a la mierda, Javier. Maldito el puto segundo que te conocí”, fue el único mensaje que ella contestó y que devastó a Javier, al punto que, al leerlo, sollozó en su escritorio, entre la mirada atónita de Echazú y el ambiente sombrío del estrés.
De pronto, Pascarella llamó a Javier a su oficina. En el ambiente se percibía el aroma a Polo de Ralph Lauren. Pascarella tecleaba con ferocidad en la computadora mientras Javier, cuidadoso, caminaba hasta su escritorio. De pronto, dejó de escribir, apagó el monitor, sonrió a Javier con complicidad y lo invitó a sentarse. “¿Un whisky?”, ofreció. Javier asintió, aún con los ojos colorados. Pascarella se acercó a su bar y de una botella de Bruichladdich, lo sirvió en dos vasos, y uno de ellos se lo entregó a Javier, quien dio un sorbo breve y pasó el licor sin más. Pascarella encendió un cigarrillo y, de la cajetilla de Lucky, le ofreció uno a Javier. Javier aspiró el tabaco con ansias, como si entre ese suspiro de nicotina se aferrase a la vida. “A ver, jovencito, me cuentan que has estado llorando y que no te despegabas de tu celular. Algo me dice que estás así por lo que un hombre jamás debería de llorar: Calzones, costillas, yeguas, perras. ¿Qué ha pasado?, ¿te han cagado?”, cuestionó Pascarella, ojos entrecerrados, sonrisa cínica y vivaz. “Mi enamorada, Doctor. Mi enamorada me terminó hoy”, respondió Javier, haciendo un esfuerzo por no tartamudear. “¡Ajá!, o sea te han cagado…”, y soltó una risotada. “Y, como todo joven primerizo que, seguramente, sólo en esa flaquita has mojado el payaso, sientes que el mundo se te viene encima”, prosiguió. Javier miraba a Pascarella de reojo; se sentía un gusano a su lado: “Me gritó frente a todo el mundo, en la terraza del Starbucks; es más, hasta me dio un par de cachetadones y me llamó hijo de puta”, narró Javier, vulnerable, como si acusase a Majo ante su mami. “¡Qué cojudo eres para que dejes que un pedazo de yegua te llame así!”, enfatizó Pascarella. “A ver, a ver, muéstrame una foto de la pendeja”, agregó. Javier sacó su celular, entró a la página de Facebook y de ahí al perfil de Majo. Al ingresar en él, se percató que Majo lo había eliminado; empero, su perfil seguía siendo público. Pascarella le arrancó el celular y, minuciosamente, se puso a revisar su contenido. Cada tanto, fruncía el ceño. “Es una chola blanca. No es un mujerón para presentarla ante sociedad, sólo sirve para mojar la langosta y listo. Lo único que le salva es que tiene buenas tetas. Estás cagado, pupilo. Yo te enseñaré lo que son verdaderas mujeres”, decretó Pascarella, casi-casi, como si su palabra fuese una resolución en última instancia sin opción a la interposición de un recurso impugnativo. “¿Sabes qué?, justo estoy de salida. Quiero llevarte a un sitio de putamadre que te hará olvidar a la provinciana esa. Lávate la cara y límpiate los mocos, jovencito”, dictaminó, dando el último sorbo al vaso de whisky y, sin más, apagando el pucho en un cenicero de cristal Swarovski.

Al poco rato, ambos estaban en el Rolls-Royce blindado de Pascarella. Aquel, era el único Rolls-Royce en todo Lima. Pascarella lucía el lujoso auto como si fuese una puta fina. Manejaba cauteloso. Entraron a la Javier Prado, tomaron una de las calles de San Isidro y bajaron a Miguel Dasso. Se metieron entre una de esas callejuelas y, ahí una torre luminosa les daba la bienvenida “The Lord”. Los guardianes reconocieron a Pascarella y, simultáneamente, abrieron el portón del estacionamiento. Ya adentro, uno de los guardias, un moreno-gordinflón, con el hocico abierto y la lengua afuera, a quien le denominaban “Pasito”, corrió hacia el auto. Abrió la puerta de Pascarella y, posteriormente, la de Javier. “Buenas noches, distinguido Doctor”, saludó Pasito, aún con la respiración agitada. “¿Le lavo el auto?”, preguntó, trapo en mano, y con cara de querer devorar, si era posible, una mula viva. Pascarella lo miró con gracia. “No te preocupes, negrito; cuídalo nomás”, enfatizó, alcanzándole con evidente sutileza un billete de veinte dólares.
The Lord” era un spá donde los caballeros de la alta sociedad limeña acudían. Quizás por estrés. Quizás para fugar de la rutina. Quizás para encontrar luz en unas pupilas de luna llena. Pascarella era un cliente habitual y todos lo conocían; solía acudir después de la oficina, después de dictar clases por las noches, después de un almuerzo opíparo, o en medio de alguna madrugada insomne. Incluso, “The Lord” era el punto de encuentro donde se celebraban reuniones de negocio o, entre abogados rankeados y empresarios vivarachos, se firmaban los contratos de cesión y, posterior a ello, se festejaba el negocio con una botella de whisky que hiciera juego con los cuerpos de aquellos ángeles que nacían en la cuna del pecado.
En su interior, el olor intenso a eucalipto inducía a pecar. Entraron con prisa al camerino; se despojaron de ropas y, en bóxer, se enrollaron una toalla blanca en cuya esquina aparecía grabado el rostro de un caballero medieval. Tras ello, atravesaron una puerta giratoria y ahí, en el meollo de las llamaradas, el ambiente no podía ser mejor: Una inmensa piscina iluminada con luces de colores se ubicaba al centro. Al fondo, estaba el sauna y, al costado, la cámara de vapor. En un rincón, el bar coleccionaba toda variedad de licores, de todas las marcas; y en una esquina, se ubicaba una cabina de DJ.
Luis Obregón, el administrador, hacía el papel de barman. Lucía zapatillas Dolce & Gabbana y llevaba un polo negro Versace. Luis miraba a Javier como quien mira a un niño ansioso por debutar. “Es mi pupilo”, enfatizó Pascarella, con una orgullosa sonrisa. “Imagínate, pues, que una chola, hija de la guayaba, lo cagó y lo traje para que mire a todas estas conejitas que sólo les falta salsa barbacoa para devorarlas a mordiscones”, añadió. Javier miraba y admiraba cada rincón del spá, de ese rincón infernal en el que habitan las diosas del deseo. Luis Obregón se sentía orgulloso del local; era él quien, minuciosamente y en compañía de sus colegas, una sarta de empresarios, pajeros y coqueros empedernidos, seleccionaban a las doncellas. La mayoría eran peruanas (jovencitas finísimas, universitarias de las más prestigiosas Universidades que, de pronto, en una noche, se podían hacer fácilmente dos mil dólares extras que les servía para irse el fin de semana a Máncora), aunque por ahí, resaltaba alguna que otra colocha o veneca con rostro de muñeca y culito de coneja.
Luis Obregón era buen anfitrión. Sonreía y reía con esa sonrisa de vivaracho. Sin descaro, abría una suerte de caja fuerte y, con delicadeza, armaba líneas de cocaína en una bandejita de plata impecable para luego, acercarse a los clientes y ofrecer un poco de la dosis de la caspa de Atahualpa. “Es de primera calidad, Doc; lo traje exclusivamente para usted, mi cliente Vip”, enfatizaba, cuando se acercaba a Pascarella, cual víbora sedienta. Pascarella sacaba su DNI electrónico y, sin más, se llevaba una cantidad no menor a la nariz. No era la primera vez que Pascarella inhalaba cocaína frente a Javier. Jamás lo incitó a consumirla; a duras penas, le sugería que se tome un vaso de whisky tras una rutina de estrés o, para sobrellevar la Universidad, la chamba y los berrinches de las germas, que combine whisky con café negro: “Verás que las ideas viajarán a la velocidad de la luz y, en un dos por tres, aterrizarán en tus manos o en la puntita de tu lengua”.
No faltaban las chelas ni el ginebra con frutos rojos. Al cabo de un par de copas, las risas estallaban y parecía que todo comenzaba a estar en onda. Los señorones reconocían a Pascarella y se acercaban a él. Contaban chismes, chistes subidos de tono y, cada tanto, se mordían los labios al ver esos culitos (redonditos, suavecitos) que tan solo estaban a quinientos dólares de distancia. Pascarella reía a todo pulmón y se ponía colorado; tosía con fuerza y se volvía a poner otro pucho en la boca. Javier estaba ahí, en medio de esa muchedumbre en el que uno nadaba entre alcohol y tabaco. En eso, reconoció al Dj más popular de todo Lima, el que tocaba en las discotecas más top y que, los viernes de verano, golpe de siete de la mañana, se lucía en Hacienda y, con ojo de águila, seleccionaba a las musas más bellas para que lo acompañe en el yacuzzi del pent que solía alquilar, en un décimo piso, en Caballeros. Bastaba verlo para identificar su nombre tatuado en el pecho: Dj Asto. Era de pelo cortito, ondulado, chato cual tarzán de maceta, tez pálida y con cejas depilabas. Desnudo, llevaba un sombrero cual Zorro, y no dejaba de mover las cinturas y el totó al ritmo de “Tusa”. Cada tanto, daba un sorbo de ron con Coca-Cola y no se privaba de hacerles “salud” o de nalguear a esas diosas que lo arropaban y le acariciaban el pecho. Alrededor de él, se lucía plantón y con aires de príncipe un individuo a quien lo llamaban Teffis; cabello ondulado, patas de pollo, barbón y, entre mofa, no se privaba de apoyar su cabeza entre las glándulas mamarias de aquellos ángeles que lo mimaban como si, en efecto, fuese un niño travieso en búsqueda de un postre. Empero, quien más llamaba la atención entre ese grupo de juvenzuelos que lucían el colgajo en su máxima expresión, era un cantante, Alec Román, quien no pocas veces aparecía en la tele dándoselas de playboy. Brillaba por ese Rólex en la muñeca; por sus cadenas de oro, los anillos de Ilaria en forma de calaveras, y por aquel tatuaje de mariposa que lucía en el pecho. Entre los secretos de la alta sociedad limeña, se decía que había sido denunciado por intento de violación contra una menor de dieciséis años del Villa María llamada Mafer Garcés. La historia decía que Alec, cazurro y cabrón, tras uno de sus conciertos en el boulevard de Asia, conoció a Mafer, y, entre las risas y la adrenalina adolescente, no dudó en ofrecerle llevarla a un after a su jato de playa: “Quiero prepararte el mejor gin de arándanos y cantarte “No se te nota” en el oído”. La adolescente, feliz e ilusa, acudió a la morada de Alec en La Isla. Ahí, en la terraza, entre gins y chelas, y en un momento preciso de la noche, el cantante se acercó al oído de la dulcinea y, sin pudor, le susurró: “Quiero que me toques mi cosita rica”. La niña, envuelta en pudor, exclamó: “¿¡Qué!?”; a lo que Alec, sobándose la sinhueso, insistió: “Quiero que me toques la anaconda, pues”. La adolescente, estupefacta, le tiró el vaso de gin en la cara, se levantó, salió con prisa y se fue corriendo entre las casas del condominio gritando a todo pulmón que la querían violar. En eso, una de las empleadas que paseaba a los perros, fue a su encuentro. La abrazó, miró con odio a Alec y hasta la acompañó a que interponga una denuncia en la comisaría. Empero, cuando los Román se enteraron de lo que había hecho el jijunagranflauta de Alec, acordaron en pagar a la familia contraria casi veinte mil dólares con la condición de que la denuncia sea retirada y aduzcan que Mafer, la pobre rubiecita del Villa, sufría de trastornos de bipolaridad.
El ambiente, poco a poco, se iba alimentando de luces, alcohol y cocaína. En un sofá estaban las damas del pecado: Todititas con piernas cruzadas, luciendo un escote provocativo. Algunas, lucían vestidos cortos, de esos que permiten mostrar a un espectador el calzoncito color turquesa. Todas eran unas diosas que los demonios habían dejado en libertad. Unos metros más allá, se encontraban las damas menos agraciadas, aquellas que sólo se dedicaban a hacer masajes, inocentes y profesionales. Éstas, lucían ropa suelta, como de enfermeras; y sostenían en la mano un pequeño maletín en el que, en su interior, guardaban los implementos para cada sesión.
De pronto, una mujer se acercó a Pascarella: Chatita, rubiecita, de culito provocativo y tetas en su sitio. Ojitos celestes, labios de patito y voz de pituca sanisidrina. Lo cogió de la mano, dibujando una sonrisa cándida en el rostro y, antes de que subieran a las cabinas, Luis Obregón le alcanzó una pastilla de Cialis. Antes de subir, Pascarella le guiñó el ojo a Javier, regalándole una mirada cómplice, casi susurrándole que se olvide de esa hija de puta de Majo y que cache con cualquiera de esos lomos que estaban dispuestas a llevarlo al nirvana.
Dj Asto tampoco perdía el tiempo y, en un dos por tres, ya tenía el brazo enrollado en una flaquita de culo prominente y ojitos celestes, de nombre Yazuri. Asto, coqueto, le daba de beber de su vaso de ron y, cada tanto, le daba vueltitas al ritmo de una salsa de antaño, “Devórame otra vez”. Teffis, lengua afuera, sobándose el miembro, cogía de la mano a otra chica de cabello oscuro, ojos caramelo y de nombre Yamilé. “Quiero ser tu minero e introducirte la draga, mamasita; yo mismo me encargaré de dejarte el tajo abierto”, le susurraba Teffis, entre una pose amanerada, a Yamilé, quien celebraba los chistes y hasta le rosaba, con poca sutileza, el sexo. Y, con los pies en la piscina, Alec se besuqueaba con una mujer de rasgos europeo y cabello castaño. La muchacha era tan blanca como la leche y los ojos los tenía de color pardo. Tenía labios sensuales, sonrosados, senos pequeños. Y así, casi en filita india, los seis subían los escalones y se entregaban al castigo vigoroso del sexo más salvaje.
De pronto, un perfume agradable, como a vainilla, interceptó el ambiente y, cuando Javier volteó, creyó ver a la mujer más fascinante del mundo: Era rubia, ni alta ni baja; ni gorda ni flaca; no llevaba las caderas pronunciadas, pero tenía un culo apetecible. Ojos verdes, intensos. Mirada imponente, piel suave, labios húmedos y una voz ronquita, con ese dejito pituco. Javier juraba haberla visto en la terraza de Dalí o entre las luces de colores de Qiu bailando el rémix de “Criminal” que suele poner Dj Paul. La muchachita pedía una Coca-Cola helada y, antes de que vaya con sus compañeras de oficio, Javier la interceptó. “Hola”, le dijo, casi con los pies temblando. “¡Hola!”, exclamó ella, con ojitos brillosos. “¿Cómo te llamas, guapa?”. “Macarena, ¿y tú?”. Javier Arteaga. Soy practicante de Derecho y me quiero dedicar a defender mineras y volverme millonario”, dijo Javier, rápido, nervioso. “Un pajarillo me contó que viniste con el Doctor Pascarella”, añadió ella, sonriendo. “Así es. Me dijo que acá estarían las chicas más hermosas”, respondió Javier, ojitos achinados, con unas ganas oceánicas de querer besar los labios que tenía al frente. “¿Y me elegiste a mí, entonces…?”, preguntó Macarena, coqueta, llevándose el dedito índice a la boca. “Sí. Me gustas mucho”, respondió Javier, y simuló una sonrisa de bandido. “Quiero advertirte que yo no hago servicio completo, por siaca…” “¿Cómo es eso de servicio completo?” “Ay, Darling, que yo no tengo sexo con ningún cliente. Nada de meterme cositas por ninguno de mis virginales orificios”, acotó. “Yo sólo trabajo con la mano; puedo hacerte explotar sólo utilizando mis suaves manitas y, si por ahí logras gustarme, hasta puedo usar la boquita pero, ojo, ahí sí te pones tu Durex”, añadióJavier se sentía hechizado, fascinado, por esa mujer de piel fina que lo miraba con ternura. Macarena cobraba trescientos dólares la sesión de masajes, paja incluída; y si, de pronto, le caías bien y te ofrecía un masaje bucal, la tarifa aumentaba cien dólares más. Javier recordó que era el invitado de Pascarella y, tras pedir en la barra una botellita más de chela, subió de la mano de Macarena hacia el segundo piso, donde se encontraban las cabinas de masajes.
El pasillo era lúgubre; en las paredes, habían cuadros de arte abstracto. Se escuchaban chillidos, gemidos, choques de vasos, exclamaciones exageradas. Al encontrar una cabina vacía, se metieron. Macarena puso música suave, un ritmo peculiar, como hindú. Prendió una barra de incienso y, entre una mirada cómplice, le pidió a Javier que se quitase toda la ropa. Javier se quitó la toalla de la cintura con lentitud. Empero, al quedarse en bóxer, fue imposible no ocultar una erección; una voluptuosa erección que Macarena miraba con gracia, con cierta coquetería y hasta inocencia. “¿Tan rápido?”, preguntó ella, tapándose la boca. “Es que me gustas mucho”, acotó Javier, dando un sorbo más a la chela. “Quiero que me quites el bóxer”, agregó. Entonces, Macarena se arrodilló frente a él. Alzó la mirada y miró a Javier con intensidad. Sus ojazos verdes, cual esmeralda virginal, brillaban. Tras eso, mordió un extremo del Calvin Klein y con suma lentitud, lo iba bajando hasta la altura del tobillo. Al verse la erecta masculinidad de Javier descubierta, éste rebotó cual resorte. Macarena admiraba el miembro de Javier. Acariciaba el colorado glande; lo sentía húmedo. Y, mientras lo acariciaba con la yema de los dedos, percibía esa piel suave y caliente a causa de un poderoso vigor. Javier comenzaba a respirar con imponencia; daba leves retorcidos involuntarios mientras sus dientes mordían sus labios. En eso, en medio de ese silencio, de pronto, se escuchó una suerte de alarido cual tigrillo bajo la luna llena. “Ahhhhhh, ay, ay, asu mare, ay, ay, madresita, ay mamita, ma-ma-mami, me ven-ven-ven-gooooo”, se escuchaba. Macarena estalló en risas. Era Dj Asto, quien erupcionaba cual volcán hawaiano entre los pechos de su musa. Apenas, había durado cinco minutos desde que la puerta de su cabina se cerró hasta que cayó entre los brazos del clímax. “Mis amiguitas me dicen que es medio precoz; que ni bien le tocan la pirula, ya está con sus jadeos y volteando los ojos como la chica del exorcista”, comentaba Macarena. Posteriormente, ella se quitó la parte de arriba, dejando lucir sus pechos finos, de pezones rosaditos. Javier los admiraba y, con sus dedos, acariciaba esa piel de algodón. “Recuéstate”, ordenó ella, mientras se ponía aceite de uva entre las manos. Al poco tiempo, las manos de Macarena ya acariciaban la nuca de Javier. “Tienes las manos más suaves del mundo”, replicó él, mientras suspiraba y alucinaba que caía en el infinito. Luego, sus manos bajaron a la espalda. “Estás contracturado, ¿mucho estrés?”, preguntó ella. “¡No te imaginas!”, exclamó él. “¿Y a qué se debe que un chico tan joven tenga estrés? No me digas que estás casado y con hijos…”¡Nada que ver!; Es el estrés de la Universidad; del trabajo, que si bien recién soy practicante, hay días en el que me quedo hasta las tres de la madrugada cerrando un Due Dilegance. Y a parte tengo una flaca que soportar… o bueno, tenía… hasta hoy”. “¡¿Cómo que hasta hoy!?” “Así es. Hoy me terminaron y por eso me trajeron acá”, explicó Javier. “Pero déjalo ahí, por fa; no quiero hablar de eso”, añadió. Macarena lo acariciaba con la yema de sus dedos y, cada tanto y en determinadas zonas, daba pequeños apretones que le generaban a Javier una suerte de electricidad. Empero, a medida que Macarena iba bajando las manos hasta la baja espalda, Javier sentía una extraña sensación de ansiedad. En eso, la yema de sus dedos tocaron sus glúteos. Ahí, comenzó a apretarlos con ternura para, luego, sobarlos. Javier sacaba el culito casi por inercia y, travieso, abría ligeramente las piernas, dejando al descubierto la bolsa de sus testículos. En ese instante, con las uñitas largas, Macarena rozó esa zona erógena para, luego, con los dedos, coger con sumo cuidado y suavidad esas bolitas que se iban llenando de vida. Javier no aguantó más; apretó con fuerza sus puños y emitió una suerte de alarido que se escabullía entre las notas musicales. Al notar ello, Macarena volvió a ejecutar el mismo ejercicio, haciendo que Javier se retuerza cual culebra en celo. “Ay, ay, detente”, jadeaba, entre esa maldita taquicardia que lo ponía a un paso de la deseada muerte. “¿Te excita?”, preguntaba Macarena, traviesa y tierna. “Demasiado”, respondía Javier, ojos turbados. Y en ese jueguito estuvieron buen rato: Las manos de Macarena exploraban su espalda, su nuca, sus muslos, sus pantorrillas, las plantas de sus pies, el mapa de la palma de sus manos, pero cada tanto, volvía a esa zona vigorosa en el que su alma se convertía en fuego. En un momento, Macarena le ordenó a Javier que se volteara. Su erección era gigante. El glande estaba húmedo, colorado; las venas de su masculinidad sobresalían y los pálpitos a causa del erotismo, hacían que esa parte ingobernable tuviese vida propia. Macarena solo se limitaba a hacer lo de siempre: Sonreír. Sonreía como un Obispo que se acerca a comulgar, sumado con esa dosis de ironía que retrata los ojos de un preso condenado a muerte. Las manos de esa mujer con soplos de ángel, ahora, estaban en el pecho de él; en sus brazos; en su codo; en su muñeca; en sus pectorales y su antebrazo. Entre el calor y el misterio, sus manos bajaban, sutilmente, hasta su estómago; y, ahí, se detenía la bandida. Jugueteaba con su ombliguito mientras lo miraba con picardía, con ardor, sacándole la lengüita, inyectándole el veneno de su mirada. Javier no se resistía a esa ola maldita: Apretaba los puños, cerraba con fuerza los ojos y dejaba que los pensamientos del pecado invadan el torbellino de su imaginación, y eso causaba que su masculinidad se incline cada tanto, como queriendo crecer más, como queriendo conquistar fronteras. De pronto, Macarena juntó una cantidad no menor de aceite de uva en la palma de sus manos y, sin rodeos, lo aplicó en el miembro de Javier y comenzó a masajearlo. Javier se retorcía y encontraba en las manos de esa mujer de rostro de muñeca, las llaves del Paraíso. Mirándolo con intensidad, ella lucía sus destrezas: Con el pulgar, acariciaba el glande para, posteriormente, masajear el tronco y culminar, con la yema de sus dedos, en una suerte de plumillas ahí, en las bolas. “Me harás perder el control, te lo juro; quiero explotar”, susurraba Javier, jadeando, percibiendo cómo el una gotita de sudor bajaba de su frente. “Eres el cliente más tierno que he tenido”, concluía Macarena, explorando la anatomía del joven. “Eres tan educadito, tan así, tan dulce y lindo; no me dices las groserías que me dice cada viejo mañucón”, añadía. “Es la primera vez que vengo a este lugar”, respondía Javier, mirándola a los ojos, sonriendo con sutileza. Empero, cuando Macarena miró su reloj y se percató que iba a culminar la hora de servicio, se acercó a Javier, simuló una voz de puta y le susurró en el oído “Quiero verte eyacular; quiero ver cómo sale tu leche, mi niño”. Y entonces, su mano comenzó a agitar con prisa y ansiedad el miembro de él. Con una mano, lo masturbaba; y, con la otra, acariciaba su pecho y hasta le pellizcaba las tetillas. En eso, vino, por fin, un cosquilleo que nacía desde su corazón, que bajaba por sus entrañas y culminaba en su masculinidad. Javier se apretó los puños con fuerza, cerró los ojos y un alarido involuntario acompañaba ese disparo de líquido seminal que evacuaba con potencia y que no sólo manchaba las manos de Macarena, sino, un chorro no menor le caía en el pecho. Al haber terminado, Javier quedó agotado, suspirando entre ese hilo de vida y muerte. “No te muevas, mi niño”, indicó ella. Cogió un poco de papel higuénico con alcohol en gel y comenzó a limpiarlo. “¿Te gustó?”, preguntó. “Me encantó”, contestó; y, luego, acotó una frase memorable: “En tus manos está el Paraíso”.

Javier volvió a acudir a “The Lord”. Cada mes, su sueldo de practicante le alcanzaba para comprarse un par de corbatas de seda en Brooks Brothers o en Salvatore Ferragamo y para una sesión amatoria con Macarena. Poco a poco, ya se hacía conocido por Luis Obregón y hasta se ponían a conversar de mujeres y excesos. Macarena, la rubia muñeca con cara de diablita, siempre lo esperaba sentadita en la sala de estar: Con las piernas cruzadas, luciendo un vestido provocativo, jugando con el chicle o saboreando un chupetín Ambrosoli. Y, cuando veía a Javier acercándose a ella, lo saludaba como si se conocieran de años y, cogiditos de la mano, subían las escaleras y se metían a una de esas cabinas del pecado.
Sólo una vez Macarena dejó que Javier entre en ella. Fue una noche, antes de una juerga en Qiu. Javier se había pasado de copas y, entonces, la sesión de masajes se convirtió en un festín de besos. En un momento, Javier atacó el cuello de Macarena; lo lamía como si fuese un postre prohibido; dejaba ahí su aliento a tal punto que logró excitar a la muñeca. Entonces, de su cartera sacó un condón y, sin decir una palabra, se lo colocó a Javier. Le hizo un sexo oral tan perfectamente delicioso que ambos lo disfrutaron y ella olvidó cobrárselo. Posteriormente, lo puso boca arriba y se sentó sobre él. Uno, dos, tres movimientos, y luego se levantó: “Ya suficiente, chiquito”, sentenció. Sin embargo, Javier grabó eternamente en la fotografía de su memoria ese calorcito, esa humedad tan deliciosamente encantadora, ese túnel de luz que lo hizo sentir más vivo que nunca.

Una noche de octubre, cerca de Halloween, Luis Obregón le dijo a Javier que la rubia Macarena había renuciado; que no sabía a dónde se había ido la muy bandida; que había dejado más de un corazón roto, pero que, todas las cartas le daban a entender que se había ido del país. Desde entonces, ya no había motivos para que Javier regrese a “The Lord”.

Ahora, Javier recuerda todo esto ahora, casi diez años después, mientras toma sol en este pent increíblemente perverso de Punta Hermosa, ocho de la mañana, entre un after después de IN, mientras Yazuri engríe a Asto; Yamilé a Teffis; Alec se encierra en el cuarto de limpieza con una peli-roja; y Javier, boca abajo, se deja masajear por una jovencita de dieciocho, de culo apetecible y cabello castaño. “¿Te gusta cómo lo hago?”, pregunta, de pronto, esa muchachita. “Obvio. En tus manos está el Paraíso”, contesta Javier sabiendo que es mentira. Y, entonces, se levanta sin mirar a esa chica, a quien le prometió un amor efímero; y sin más, camina con prisa a la piscina, cerveza en mano, por un chapuzón.

Jesús Barahona.
Lima. Marzo, 2020. 

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