Era un viernes. Javier, de pronto, despertó sobresaltado a la una de la madrugada. Había sido un día intenso en la oficina; llegó a casa golpe de ocho de la noche y se dejó caer en el sueño. Apenas despertó, se metió a la ducha y, mientras se cambiaba, le daba vuelta a una latita de Pilsen. Los viernes eran de Noise. Llegó; saludó a los guardias de seguridad de la discoteca, que ya lo conocían; le pusieron una pulsera en la muñeca; y sin más, subió al sector Vip por una chela helada. Usualmente, solía encontrarse con alguien en el sector Vip; aunque siempre estaban en la cabina de la discoteca, liderada por Dj Asto, sus amigos de juerga.
Primero fue una chela; luego, una copa de gin. Apoyado en la barra, miraba a la gente bailar, a las hermosas mujeres que movían las caderas al ritmo de alguna canción de moda y, hasta se reía sutilmente cuando observaba esos secos de jagger o tekila que los jóvenes ingerían con frenesí y que, tras ello, simulaban las arcadas. Los camareros también lo conocían y lo trataban con afecto y preferencia. Le ponían ceniceros frente a él y los tragos los servían con doble shots de ginebra. Sin embargo, entre el tumulto de gente, el humo y las luces de colores, Javier notaba que una mujer lo miraba: A lo lejos, una jovencita de vestido rojo y cabello suelto, bailaba con sus amigos y, cada tanto, volteaba donde estaba él. En una de esas, chocaron miradas y Javier, por inercia, como para ahuyentar que alguien pudiera acercarse a él, la miró de pies a cabeza con mala cara, como si el arma de sus pupilas le dijeran ni te me acerques, flaquita; ponle primera y arranca de mi vista. Sin embargo, cuando fueron recurrentes esos disparos que lanzaban las pupilas de la susodicha, Javier se percató que ese rostro no le era ajeno; que en algún lado, en algún momento, la había visto. No recordaba, empero, dónde, cuándo ni en qué circunstancias.
En un momento de la noche, uno de los promotores de la discoteca lo invitó al box principal y ahí estuvo buen rato, entre más copas de gin y shots de jagger. Al salir de aquel box, sin embargo, la jovencita lo increpó: “¡Javier Arteaga!”, exclamó, entre una suerte de chillido, clavando su mirada en los ojos de él, simulando una mirada coqueta, como de ardillita. Javier, seducido por el alcohol, con las pupilas brillosas y ya risueño, la saludó con un beso en la mejilla y le preguntó: “¿Te conozco?”. “¡Claro! Me llamo Andrea Palacios, ¿no te acuerdas de mí? Tú eras el asistente de cátedra del Doctor Pascarella. ¡Es más!, hasta me tomaste el examen sustitutorio a final de ciclo y me aprobaste con quince. ¡No sabes cómo te amé!” Se apoyaron en la barra. Javier le invitó una copa de gin con rodajas de naranja y se pusieron a conversar de las fiestas de Lima, de los viajes por las vacaciones, del nuevo point en el Fundo Odría, en fin, del ser y de la nada. Tras un intercambio de sonrisas, se pusieron a bailar: Javier apoyado en la barra, casi sin moverse, y ella dándole la espalda, sacando culo, apoyándose en él, acompañando el ritmo con una risita sutil y, cada tanto, acomodándose el cabello castaño, lacio. Esos roces, inevitablemente, erotizaban a Javier y lo inducían a sujetarla de la cintura y juntar sus labios en el lóbulo de su oreja, dejando un poco de su aliento. Abajo, su masculinidad iba acalorándose, y la sangre, como un caudal feroz, bajaba hasta ese punto en el que comienza el pecado más perverso. Andrea, al sentirlo, se pegaba más a él, e inducida por el idioma universal, se mordía los labios. De pronto, como para agitar las brisas de la poesía, él le susurró: “Estás hermosa…”, dejando un poco de ese dulce-amargo de su esencia. Y, cuando ella volteó para mirarlo a los ojos, él no aguantó la ola a causa de un precoz delirio y la besó en los labios. Empero, en ese instante preciso, ahí mismo, cuando ambos labios chocaron, fue Thais La Reina quien se apoderó del torbellino de su vehemente imaginación. Y, entonces, mientras movía los labios, alucinaba que no era Andrea, esa alumna de veinte años estudiante de Derecho, a quien besaba; sino, que besaba a Thais, a esa mujer con rostro de diosa a la que, coincidentemente, había visto por vez primera en esa discoteca una noche de invierno; con la que había intercambiado sueños en ese mismo rincón, en esa esquina, en esa barra del sector Vip, cerca de los baños. Mientras besaba a Andrea, imaginaba a Thais y, entre la oscuridad del panorama de su imaginación, retrataba su cabello rubio, sus labios sonrosados, sus ojos verdes, tan hermosos como la esmeralda. Entre el aliento de Andrea, Javier recordaba el rostro angelical de Thais sonriéndole entre alguna ocurrencia; recordaba su voz medianamente ronquita contándole que ella era apasionada a la moda independiente; evocaba la suavidad de su piel cuando él, al propósito, rozó sus manos mientras ella le mostraba desde su celular las fotos de antaño de Dania Ponce, una compañera en común, tras una exclamación: “¡Era gordísima!, y ahora es un palo de escoba”. Fue a causa de que Thais La Reina se impregnó en la memoria, en la psiquis de Javier, que pudo regalarle a Andrea un beso suave, dulce, que, tras un entendimiento tierno de lenguas, culminaba con una mordidita en el labio inferior. “Besas delicioso…”, susurraba Andrea separando sus labios de los de él. “Haces un juego con los labios que me encanta…”, añadía, entre un suspiro suave, abriendo los ojos.
Mientras tanto, los amigos de Andrea miraban a Javier como si fuera un enigma por interpretar. Las amiguitas, entre risitas y susurros, sacaban el celular y querían capturar el instante en el que Javier la besaba con furia y ternura, mientras sus manos, aprovechando las sombras de una discoteca, anhelaban explorar las montañas erguidas de la baja espalda de ese señorita y, si se podía, recorrer con sutileza y cuidado, el túnel de sus piernas. Andrea, entretanto, miraba a Javier con intensidad, con ese deseo que produce una llamarada peculiar en las pupilas, similar al brillo de una estrella fugaz.
De un momento a otro, para escapar del pudor, Javier la cogió de la mano y atravesó el tumulto de gente que se aglomeraba entre los pasillos gritando, riendo a todo pulmón, improvisando coreografías y chocando vasos de ron con quienes se desplazaban para acceder a otro sector, o con quienes les urgía llegar al baño para evacuar la vejiga o, casi con el vómito en el esófago, evacuar el vientre entre un huayco de bebidas espirituosas. Bajaron las escaleras y, una vez más, casi nadando entre el mar de jovencitos que deambulaban por la pista de baile, llegaron a la cabina donde Dj Asto, a cargo de la música, camisa abierta y luciendo las cadenas de plata de Ilaria, movía las cinturas y el totó (casi como si fuera una mamba negra) al ritmo de “Soy tu sicaria”. Y es que, si Dj Asto había puesto esa canción, era para que el buen Teffis, recién llegadito del Paris College of Art, se la dedique a Yamilé, una flaca con porte de modelo que los viernes y sábados se ponía Mac entre los pómulos y simulaba un dejo apitucado, cual flaquita recién egresada del Sansil o del Villa o del Markham, o como alguna de esas gringuitas que, después de las clases en el Trener, colegio donde había estudiado Javier, deambulaban por los barrios de Monterrico y Chacarilla. Pero que, de lunes a jueves, en compañía de su mejor amiga, Yazuri, y de los más temibles chaveteros chalacos, entre los que destacaban Calígula, el Negro Ampilio y Sancocho, deambulaba por los barracones del Callao, navaja en mano y pucho entre los labios; y, cuando se acercaba el fin de semana, Yazuri y ella, aprovechando del increíble físico que poseían, robaban carteras en las Avenidas Colonial y Universitaria a las pobres doncellas, cándidas dulcineas, que iban a escuchar clases a la Universidad Católica. Empero, el destino se confabuló a su favor una noche en la que, bajándole un aceite a los guardias de seguridad, lograron entrar al sector Vip de Noise y, mientras bailaban en ese pasillo que conecta el sector Vip con Súper-Vip, Dj Asto, con ojitos de águila, clavó la mirada no en Yamilé, sino en el culo de Yazuri, tan erguido, tan (aparentemente) duro y en forma: “Yo me comeré a esa costilla, la concha de la lora. Esa flaquita será mi bife y conocerá mi serpiente de cascabel que, aunque sea chatito y me ponga aretitos cual Jimmy Santi, la tengo como los tubos del Oleoducto Norperuano. ¡Qué tal orto que se maneja la chibola!, me pone tan arrecho como un toro que es capaz de violar a una yegua en celo, la reputamadre que me re mil parió”, pensaba Dj Asto mientras le buscaba la mirada; y, cuando finalmente lo consiguió, con una seña, la indicó que fuera donde él. Desde esa noche, esa parejita de féminas, acomplejadas chaveteras del Llaoca, acompañaba al grupo de amigos.
Mientras Yamilé bajaba la yema de sus dedos hasta el colgajo de Teffis, Rampa se besuqueaba con una rubia jovencita de voz tierna y pechos prominentes. Pasito, negrito y gordinflón, entre tambaleos y promesas ilusas, ya iba por su octavo vaso de ron con Coca-Cola y, como buen anfitrión, pedía un gin con arándanos para su acompañante, una veneca quien, con ojos de conejita, lo había embobado, le había hecho prometer que, juntitos, tendrían un hijito cachetón y una casita aristocrática como la que Vargas Llosa retrataba entre sus ficciones, en medio del Olivar de San Isidro. Empero, la escena más surreal, retratada a causa de un romanticismo vanguardista, se escenificaba atrás. Ahí, Juanchito, el mexicano, como si fuera un vampiro en búsqueda de desolación, vida y sangre, succionaba del cuello de una joven de tez mestiza y ojos de búho quien, estimulada por su poder, se retorcía, gemía cual gatita en celo suplicando la llama del vigor. “Sorry por este bochorno”, acotó Javier, excusándose de tener amigos así, una sarta de cabestros buscando una aventura digna de una ficción de Dumas. “Tranqui, churro. Todos los viernes me doy cuenta de lo que haces. ¡La cabina es visible en todos lados! Sé que, cuando te provoca, te agarras a una chibola, frente a todo el mundo, entre los aplausos de tus amiguitos que te celebran la conquista. Porque eso quieres, ¿no?, quieres ser el conquistador de niñas incautas”, respondía Andrea, cagándose de risa y con mirada autoritaria, como diciéndole que, si quería jugar al amor después de un suspiro de pasión, ella sabía perfectamente sus reglas. “Nada que ver…”, contestaba Javier, imponiendo su mirada, sosteniéndola con la de esa muchachita que lo observaba con mofa, y que, cada tanto, se remojaba los labios. Esa personalidad atraía a Javier, lo seducía, lo conducía, cual ola maldita, a una orilla en la que las estrellas fugaces del deseo predominan en el cielo. De pronto, ambos volvieron a fusionarse y regresaron los besos, las caricias, ese calor que nacía en lo más profundo del alma. El rostro de Thais La Reina volvía a poseer el huracán de la visión de Javier; besaba a Andrea como si fuese esa musa inspiradora que era capaz de vivir en la tinta que, eternamente, quedarían inscritas en unos papeles perdidos. En un rincón latente de la cabina, los susurros se convertían en suspiros. Javier comenzaba a besar el cuello de esa jovencita, casi adolescente. En la puntita de su lengua, percibía ese amargor a causa del Givenchy que, horas atrás, presurosa y escuchando a todo volumen alguna canción de Bad Bunny, Andrea se aplicaba en su habitación mientras miraba la hora y se percataba que estaba tarde para alcanzar a sus amigas en los previos en Cala. Con la misma arma, recorría ese hilo de vida, esas venas que hervían y se llenaban de sangre; y, luego, culminaba sus caricias bucales en el oído, susurrándole algo sucio, algo que inducía a pecar como si fuesen dos religiosos en un burdel. Ahí, le mordía el lóbulo del oído, y con sumo cuidado, le introducía ese aguijón de su lengua de víbora venenosa. Mientras tanto, con un hilo de conciencia, Andrea le acariciaba el pecho, las mejillas, el abdomen; entrelazaba sus dedos entre el cabello de Javier y, nuevamente, volvía a bajar sus manos hasta el pecho, sin atreverse a bajar más. Contra la pared, ambos con gotas de sudor en la frente, se frotaban y, cuando él le mordía el labio inferior, inclinaba su masculinidad de arriba abajo contra el abdomen de ella para que lo sintiera más, para notificarle que estaba dispuesto a conducirla al infierno más placentero del clímax. “Me estás matando…”, susurró Andrea en una pausa, ojos desorbitados. “Tú también…”, acotó Javier y, cogiéndole la mano, la llevó al backstage de la cabina. “¿A dónde estamos yendo?”, preguntó ella, acomodándose el cabello. “¿Alguna vez se te ocurrió hacerlo en el baño de una discoteca?”, respondió él, firme, metiéndose la mano en el pantalón, ocultando la erección. Sin embargo, cuando Javier quiso abrir la puerta del pequeño retrete, estaba cerrada con seguro. Esperaron afuera. Y la espera fue, una de esas, en la que cada segundo se convierte en una eternidad; y la eternidad, se convierte en el infinito capricho del universo. Finalmente, al cabo de unos minutos, salía Rampa, lengua afuera y hocico abierto, sudando a chorros, como si hubiese dejado la vida misma en el ruedo, como un toro tras sufrir la estocada final. Y su chica, aún con las marcas del deseo en sus pechos, bajaba la mirada para volver a camuflarse en la oscuridad. “Asu, choche, tengo una sed de perro que me tomaría todo el caudal del Amazonas, concha de su madre. Habla, papi, hazte una, préstame tu tarjeta para comprar un par de chelas y luego llevarme a la costilla a un telito para terminar el partido”, le pidió Rampa a Javier, quien, al escucharlo, lo miró con mala cara. “Te juro, te juro, causita, que me llevaré a la costillita a un telito de acá, nomás, de Barranco o Lince. ¡Nica la llevo al Country o al Westin o a esos telos fichos donde te llevas a tus chibolas pitucas”. “¡Nicagando!”, sentenció Javier. Empero, cuando estaba dispuesto a ingresar a la sacristía de la culpa, Juanchito, el mexicano, interceptó la entrada con el brazo: “Sorry, carnal, pero yo estaba en filita antes que tú; espera tu turno”, alegó, y ni bien se metió, la flaquita en cuestión ya estaba poniéndose de rodillas. “La chinga de tu madre…”, susurró Javier, mirando de reojo a Andrea, quien se tapaba la boca, aguantándose la risa. “Nos largamos”, enfatizó y, una vez más, cogiéndola de la mano, bajó de la cabina, atravesó la pista de baile, salió de la discoteca y pidió un taxi en Plaza Butters.
Se bajaron en la intersección de Aviación con San Borja Sur. Ahí había un hotel; doscientos soles la noche. Javier pagó en efectivo. En la habitación: Una cama matrimonial, un mini bar y, a un lado, un yacuzzi. Adentro, entre la penumbra, se escuchaban gemidos, choques carnales y de alcoba propios de las habitaciones continuas. Entre ese silencio que se mezclaba con la fusión de labios, se percibía a una fémina llegando al clímax entre un aullido y frases sucias, propias de una perra de prostíbulo barato. Eso excitaba a Javier. No pocas veces, en el amor después del amor, esa sinfonía del placer lo erotizaban a tal punto que llegaba a despertar a la fémina con la que estaba y volvía a ejercer su poder masculino, viril, de minero, de torero dispuesto a cortar oreja y rabo. Los besos, poco a poco, se iban convirtiendo en mordidas de ansias de cometer el pecado más feroz. Para aumentar el fugaz deseo, Javier se acercó al mini-bar y descubrió que había una botella de Moêt & Chandon heladita, en ese punto en el que la bebida deja de ser espirituosa y es, más que todo, un coctel vitamínico que todo dios del Olimpo debe ingerir antes de consagrarse. Con delicadeza, cogió la botella y la abrió sin hacer ruido. Tomó un par de copas y, tras servir, una se la alcanzó a Andrea, haciéndole el chin chin: “Por esta noche tan surreal”, le dijo, clavando sus ojos en el pecho de esa fémina que se reía sin saber de qué o por qué. “Nunca, nadie, me ha dicho cosas tan cagues de risa como tú”, acotó ella; y, tras un sorbo corto, volvió a él. Como si uno diese cuerda al reloj hacia atrás, se despojaron de la ropa entre una desesperación que carcomía las entrañas. Andrea llevaba un brasier color vino; y, abajo, un calzón sexy, juvenil, rosadito fosforescente, Victoria Secret, con una suerte de lacito de adorno en el centro. Estando así, Javier la cargó y, entre esas risas de complicidad, la llevó hasta la cama. Ahí, ordenó que se quite el brasier mientras él bajaba a ese túnel de secretos. Comenzó a besarle las piernas, los muslos, el abdomen, y se detenía un instante para acariciarle, con la lengua, ese ombliguito propio de una adolescente con alma de rebelde. Andrea poseía la piel suave, el abdomen plano, durísimo, propio de tantas horas de gimnasio y partidos de tenis después de sus clases de Derecho. Mientras Javier la envenenaba, Andrea se retorcía; esta vez no se privaba de los gemidos. Con cautela, la seducía y, lentamente, bajaba hasta ahí, hasta el sexo de esa fémina hermosa. Aún con el calzón puesto, Javier acercaba su lengua, su rostro, la puntita de su nariz y, como si fuese una línea de cocaína, inhalaba con frenesí el olor del húmedo deseo. Con fuego en sus ojos, mordió el calzón y lo bajó hasta la altura de los muslos para, posteriormente, proporcionarle un sexo oral divinamente placentero. Casi con desesperación, movía la lengua mientras Andrea, entre gemidos virginales, le clavaba las uñas en las palmas de sus manos. Como para recuperar aliento, Javier recorría cada parte del cuerpo de su acompañante: Su piel suave, ese olorcito dulce. Los pechos firmes, no tan voluminosos; pezones sonrosados, compatibles con su tez pálida. Andrea se iba sumergiendo en esa ola furtiva de la perversión. Sin embargo, de pronto, le ordenó que se detuviera, y ahora era ella quien ejercía su poder de mujer: Comenzaba a lamerle el cuello, el pecho, el abdomen; y cuando tuvo frente a sus ojos esa masculinidad erecta, bajó el Calvin Klein con delicadeza, como si abriese el papel de regalo de una ansiada muñeca de porcelana. La erección saltó ante sus ojos; el glande rojísimo, las venas empoderadas dándole vida. Tras unos segundos de estupor, sus manos buscaron las de Javier y, al cogerlas, comenzó a lamerle el miembro, y, luego, cerrando los ojos, como si meditara sus acciones, se lo introdujo en la boca, ejecutando un movimiento rítmico, de arriba abajo. Javier suspiraba, se dejaba seducir por esa jovencita diez u once años menor que, aunque a primera vista pareciera que se estaría asomando al placer, ya tenía experiencia en efectuar un delicioso masaje bucal. “Para, para, ya para…”, de pronto, Javier susurró aferrándose a un suspiro. “Ahora quiero que te pongas en cuatro”, añadió. “¿Ya me la quieres meter?” “Sí. Me muero de ganas”. “Pero ponte condón, ¿tienes?”. Javier había olvidado comprar condones en el camino. Llamó a la recepción. Pidió una lata de Red Bull y una caja de Durex, los de la cajita celeste. En menos de dos minutos, un jovencito uniformado tocaba la puerta de la habitación con el pedido. Javier cogió su billetera, le pagó en efectivo y le dio veinte soles de propina. Aún con la respiración agitada y con el nirvana deseando evacuar, tomó de un tirón la lata de energizante. Con prisa, abrió la caja de condones y un preservativo se lo puso en su erecto miembro. Luego, como una serpiente que se asoma a su víctima, se acercó e ella quien, con rostro cándido, le regalaba una sonrisa perversa. “Ahora sí, ponte en cuatro”, ordenó él. Andrea se acomodó boca abajo; apoyó sus manos en la cama y, al estar en la posición, volteó, miró a Javier con ojitos de coneja, y le dijo: “Ya, ya estoy lista”. “Saca un poco más el culo”, sugirió él. Ella acató los caprichos de su amante. Javier la cogió de la cintura y, lentamente, introdujo su masculinidad en ella y, muy despacio, la empujaba con cautela, cuidando de no ser agresivo. Poco a poco, iba envolviéndose por ese calorcito, por esos latidos, por esa suerte de ardor placentero que, como el más feroz efecto narcótico, lo conducía a un paso de la muerte. A fuego lento la iba penetrando, muy despacio. Se movía a un ritmo pausado, dejando en ella parte de él. Andrea cerraba los ojos; apretaba sus puños, mordía la almohada que estaba cerca de su rostro. A medida que Javier iba aumentando la intensidad, Andrea comenzaba a emitir una suerte de alarido que, poco a poco, la iba conduciendo a un rico orgasmo. Sin piedad, Javier incrementaba la velocidad; la sinfonía de ese choque carnal se tornaba más fuerte y, a medida de que la virilidad de él pisaba el acelerador a fondo, los gemidos de aquel ángel envueltos en tentación, se incrementaban al punto que los chillidos quasi virginales se convertían en griteríos de suplicio: “Ay, ay, Ja-Javier, para, por favor. Pa-para. ¡Para! ¡Para, carajo!”, de pronto, exclamó Andrea. “No quiero venirme en esta posición”, añadió, despeinada, con rastros de placer en el rostro. “Vamos, ven, ponte encima mío”, dijo ella, y antes de echarse boca arriba, tomó de la copa de champagne. Javier miró el sexo de ella: Estaba colorado, húmedo, depilada de la manera más elegante. Acomodó las piernas en sus hombros y volvió a penetrarla. Empujó lo más que pudo, hasta el fondo. Hizo el mismo ejercicio: Primero suave; y, poco a poco, iba incrementando su poder de hombre. Empero, mientras la penetraba, el cofre del erotismo hizo que Andrea deseara encontrar en Javier, más que un hombre, un amante eterno, un aliado, un cómplice con quien retratar aquel momento fugaz en el lienzo de su alma. Por ello, trataba de buscar la mirada de Javier; buscaba retratarse en sus pupilas; anhelaba dejar un poco de su esencia en la mirada perversa de ese hombre quien, a juicio de él, no le hacía el amor, sino, la cachaba, la tiraba, la fornicaba con el afán de aliviar su lívido y, de paso, incrementar su ego. “Quiero que dejes de estar mirando mis tetas y me mires a los ojos por un instante”, ordenó ella, de repente, aguantando el placer. Empero, Javier no podía sostener tanto tiempo la precoz fusión de estrellas: No podía con esa mirada que quería introducirse en lo más profundo de su ser, de su alma, de sus entrañas; esa mirada que, entre gemidos y mordiditas de labios, le decía que buscaba protección; que necesitaba una fuente de cariño que no sólo la penetre, sino que le de un motivo para que, día a día, ella sea capaz de escribir un verso en el corazón de ese hombre que, en cualquier instante, podía convertirse en el ser más vil. Javier intuía el deseo de Andrea; de anhelar generar una complicidad, una suerte de lealtad que sea capaz de traspasar el universo de una efímera pasión. Por eso no la miraba a los ojos; por eso prefería dejarse seducir por ese cuerpo que, para el universo, era capaz de consumirse ante el fuego del deseo. Volteaba y su mirada la apuntaba en un espejo que estaba en una de las paredes. Ahí miraba cada uno de sus movimientos, como si fuese una película de antaño, en blanco y negro. “Ay, detente. Detente, por favor”, de pronto, exclamó Andrea, ocultando un alarido. “Quiero ahora estar encima de ti”, añadió. Intercambiaron posiciones. Javier se echó boca arriba. Ella, encima de él. Con la mano, cogió el miembro de Javier y se lo introdujo en el de ella. Comenzó a cabalgar; a saltar con frenesí. Se movía rápido, de arriba abajo y, cada tanto, entre una pausa, en circulitos. Javier notaba que Andrea comenzaba a lubricarse más; que iba se iba incrementando, de manera exponencial, su temperatura. Los ojos de la fémina indicaban que se dejaba llevar por la corriente de la lujuria. Agarró con ferocidad las manos de su hombre y, apretándolas fuerte, alcanzó el más exquisito de los orgasmos. Tras ello, se dejó caer en el pecho de Javier, quien aún no terminaba, pero al sentir que una gotita de sudor caía en sus labios, concluyó que la sesión amatoria había concluido. Echado, con la cabeza de Andrea apoyada en su pecho, Javier supo que tenía que fugar. Con los ojos bien abiertos, miraba el techo escuchando esa respiración que comenzaba a bajar sus revoluciones. “Me gustas, Javier. Me encantas. Me gustas como mierda…”, dijo de pronto Andrea, mirándolo fijamente. Javier no le respondió; apenas simuló una media sonrisa, se levantó de la cama y se metió al baño. Se miró a sí mismo en el espejo y, extrañamente, se sintió sucio. Se quitó el preservativo y lo arrojó en el basurero. Sus dedos olían al sexo de Andrea. Se lavó las manos y la cara con agua helada. Salió de la habitación con otro rostro, fingiendo una suerte de preocupación. Abrió ligeramente una de las cortinas y notó que Lima estaba amaneciendo; una suerte de cielo rojizo cubría la ciudad. Cogió su celular: Eran las seis de la mañana. “Sorry, tienes que irte. Me han escrito de la oficina y tengo una reunión en una hora”, anunció él, simulando consternación. “¿Es en serio?”, preguntó Andrea, abriendo los ojos. “Sí. Parece que ocurrió algo…”, acotó, buscando su bóxer. “Te pediré un taxi a tu casa…”, añadió, jalándose el cabello, como si estuviera fastidiado por la situación. Andrea, al otro extremo de la cama, se apresuraba en cambiarse. “Tu Uber llegará en dos minutos; es mejor que esperes abajo. Yo aprovecharé y tomaré una ducha”, dijo Javier, abriéndole la puerta de la habitación. Y, cuando ella quiso acercarse para darle un beso en los labios, él sólo le ofreció las mejillas, sintiendo en ese instante su odio.
Ni bien Javier cerró la puerta, bloqueó de su celular el contacto de Andrea y, como si se deshiciera de la envoltura de una golosina, la eliminó de su agenda. Luego, llenó la tina con agua tibia y le añadió jabón líquido. Se sumergió entre la espuma y, a medida que el agua recorría su cuerpo, comenzaba a sentirse purificado. Se sirvió una copa de champagne, y sintió una suerte de tranquilidad propia de un recién nacido. El celular le notificaba que un número bloqueado quería contactarse con él. Sabía que era Andrea. Entró a las redes sociales, y se percató que Thais La Reina estaba conectada y, hacía unos minutos apenas, había colgado un Instagram Story: Ella corriendo en las playas de Miami, donde había viajado por unos meses para estudiar unos cursos en diseño de modas. Se apreciaba una playa paradisiaca y, luego, con la cámara frontal, aparecía ella: Cabello rubio y pómulos sonrosados. No dejaba de sonreír ni un solo instante, como si, a través de su sonrisa, le regalase a la vida un pequeño tesoro. Risueño, a causa de las burbujas del champagne que aún quedaba en la botella, decidió llamarla: “Buenos días, linda. ¿Ya comenzaste el día?”. “¡Hola! Sí; fui a la playa a correr. Ahora estoy en casa de mi tía a punto de tomar desayuno y leyendo The New Herald. ¿Y tú? Vi por tus historias que te fuiste a Noise. ¿Alguna chibola cayó en tus garras?”, preguntó ella, jocosa. Al fondo, se lograba escuchar una canción de moda, Tattoo. “¡Estás loca! Fui un toque; me regresé tempranísimo a casa”, mintió. “Y me acabo de despertar pensándote. En realidad, no me creerás lo que me acaba de pasar…”, añadió. “¿Qué te pasó?” “Algo tan literario que me dejó sin poder volver a dormir y hasta tuve que tomar una ducha helada…”, hizo una pausa, tragó saliva y siguió: “Tuve un sueño, donde tú y yo éramos los protagonistas, cual una de esas tramas de Bukovski o de E.L James. Te lo podría narrar como un cuento, pero tenía características muy particulares…” “¡Suéltalo ya! Cuéntame…” “Ese sueño contenía dosis de humor y ternura; pero lo que prevalecía, y no te asustes, era la intensidad, la pasión, la sensualidad, el erotismo, que era de tal magnitud que, a cualquiera, haría vibrar la piel... Te juro, Thais, te juro que ese sueño lo viví. Y al despertarme sobresaltado, tenía una taquicardia que, no te miento, hasta podía sentir el corazón en la boca…”, dijo Javier sin saber a dónde iba, alucinándose un novelista de tramas eróticas en donde su musa era la estrella. “Pero ya pues, nárrame…”, dijo ella, firme. “¿En serio? Pero… Te estoy diciendo que tuve un sueño erótico contigo…” “¡Deja las intrigas y nárralo ya!”. Y entre el clamor de esa voz ronquita de Thais, Javier dio un sorbo largo a la copa de champagne. Inevitablemente, sintió una suerte de electricidad agradable, de candor en todo su cuerpo. Se dejaba abrazar por las espumas en las que estaba sumergido y anhelaba que esa sensación, románticamente placentera, se prolongue hasta el infinito. Dejó que la pluma de su imaginación comience a retratar una ansiada estrella y dijo: “Creo que era natural que sueñe contigo, Thais. Desde un principio te dije que me impresionó tu belleza y que tu sonrisa enriqueció mis deseos; pero no pensé que sería tan increíblemente perverso y genial. Quiero que vivas mi sueño, ¿okay?...”, y en ese instante, Javier exhaló una dosis de pudor, cerró los ojos y prosiguió: “Imagínate tú y a yo. Solos. En una playa. Una playa desierta, tan hermosa como un edén entre el caos. Imagínate tal cual yo lo soñé: El sonido del mar en tus oídos; el cántico en el horizonte de los pelícanos que juegan en la orilla; esa parsimonia que choca la arena como choca el vino ante la superficie de una copa de cristal; las brisas tibias que acarician tus mejillas coloradas; tu cabello, rubio y brilloso, moviéndose con liviandad, como si tuviesen vida propia, como si tuviesen corazón y alma. Y estás ahí, a mi lado. Recostada en un pareo. Sonriente. Los planetas de tus ojos brillan. Y llevas un bikini color turquesa, como el que luces en una de tus fotos de Instagram. Y reímos, sin saber de qué o por qué; solo reímos acaricio tu piel, tu espalda, tu cabello. Y en un instante, te levantas y te acercas a la orilla del mar. Y ahí vislumbro cada parte de ti, Thais: La fineza de tus hombros, la ternura de tus pechos, la poesía de tu cintura. Clavo mi mirada en el lienzo de tus piernas, en la provocación de tus perfectos glúteos. Cuando el agua salada mima tus pies, volteas a mí y, con coquetería, me pides que te acompañe. Corro hacia ti con frenesí. Y ahora, estamos en un mar limpio. Tibio. Te sonrío con ojos achinados, de tierno bribón. No paras de reírte con esa risa peculiar. Te percibo como aquella sirena en la que te conviertes cada fin de semana en las playas de Punta Hermosa. Entonces, te abrazo fortísimo y ahí percibo el aroma de tu piel. Y, tras una complicidad que se refleja en nuestra mirada, nos besamos en los labios. Es un beso dulce; puedo percibir el calor de tu aliento, la humedad de tus labios chocando con los míos. Nuestros labios entendiéndose y, cada tanto, emitiendo un suspiro para volver a juntarnos. Mientras te beso, acaricio con suavidad tu espalda. Tú, mi pecho. El agua, en nuestros pies, aumenta su temperatura a causa de nosotros. El beso que nos damos es tan delicioso, tan increíblemente rico, como el postre más dulce. Poco a poco, a causa de la intensidad de mis besos, te percatas que comienzo a perder el control. Y me pego tanto a ti. Y en ese instante, logras sentirme. Sientes mi hombría, mi masculinidad en tu abdomen. Sientes cómo va creciendo, percibes sus pálpitos. Lo sientes duro, erguido. Y te ríes con picardía. “Eres un travieso”, exclamas con tonalidad de niña. Percibes la forma de mi masculinidad, lo sientes en su máxima expresión. Y sentirme tan cerca de ti te excita. Muerdes mis labios. Clavas tus uñas en mi pecho. Introduces tu lengua en mi boca. Riéndote con alma de ángel te volteas, me das la espalda, me coges ambas manos y las pones en tu cintura. Te abrazo por la espalda. Muerdo, con suavidad, el lóbulo de tu oreja; te susurro que me enloqueces, que no existe mujer más bella que tú en el universo. Caminamos al mismo ritmo y nos vamos metiendo al mar, no tan al fondo. Ahí vuelves a sentirme entre tus glúteos. Sabes perfectamente que quiero entrar en ti; que la causa de esa llama placentera eres tú, Thais. Te inclinas ligeramente para sentirme más. Sabes que eres una diosa; sabes que eres mi diosa. Sabes que eres la manzana de mi tentación…” Y, tras ello, Javier dejó que una electricidad tiernamente erótica recorra sus venas. Dio otro sorbo a la copa de Champagne y percibió que una taquicardia agitaba sus entrañas, alborotaba su imaginación. “¿Sigo…?”, preguntó entre un susurro, mientras dejaba a un lado la copa de champagne y esa mano, sumergiéndose bajo el agua espumosa, llegaba hasta su sexo que, alimentándose de candor, iba endureciéndose. “Continúa, a ver…”, dijo ella. “Tras dejar que el agua llegue a la altura de nuestra cintura, salimos de ese hermoso mar. La erección en mí es evidente; mi ropa de baño está a punto de explotar. La miras con gracia y no paras de reírte, de sonreír. Vuelvo a ti, una vez más. Vuelvo a verme reflejado en tus ojos verdes. Vuelvo a besarte en los labios; y, en ese instante, tus manos vuelven a recorrer mi pecho, pero esta vez las bajas y rozas mi masculinidad con la yema de tus dedos. La sientes caliente, tan erguida, imponente. Y sabes que es a causa de ti. Entrelazamos nuestras manos y caminamos por la orilla alucinando que somos un par de locos dispuestos a vivir cada aventura que el destino escriba por nosotros. De pronto, en medio de esas gigantescas rocas que rompen el mar, vemos una suerte de cueva, de caverna. En su entrada, nos percatamos que hay esmeraldas, gemas traslúcidas, piedras preciosas. “¿No habrán cangrejos?”, me preguntas; y yo me río y lo niego. “Sé aventurera. Sé más perversa que bella esta vez”, te contesto, y vuelves a reírte por mis frases ocurrentes. Adentro de esa cueva, nos dejamos seducir por esas piedras hermosas; las comparo con la belleza de tus ojos. Entre la sombra, te beso. Esta vez, mi lengua adentro de tu boca. Mis caricias te envuelven. Tus manos vuelven a mi pecho y yo comienzo a estimularte ahí, abajo, en la entrada del amor. La siento húmeda; la siento tan caliente, tan suave. Y tú gimes con elegancia; percibo tu aliento en mis oídos. Mientras te voy bajando el bikini, introduces tu mano en mi ropa de baño y aprietas con fuerza mi masculinidad. Me masturbas con suavidad. Ambos nos tocamos como dos adolescentes que se asoman al placer. Aumentas la velocidad, de arriba abajo, y en un instante, te detengo. “Me enloqueces…”, te digo, descontrolado. Y, entonces, como si fueses de verdad mi diosa, me arrodillo ante ti. Acaricio tus piernas; recorro tus glúteos y, mi lengua la introduzco en tu sexo. Lo siento tan caliente, como una hermosa flor rosada. Mi lengua es ahora una pluma y, con la puntita, escribo tu nombre: La T, la H, la A, la I, la S. Y mientras te proporciono placer, comienzas a inclinarte de manera involuntaria; miras al cielo y logras ver las aves ahí, siendo testigo de todo. Gimes mordiéndote los labios, suspirando con fuerza. Jalas mi cabello como si, con eso, me indicaras que el candor de tu corazón fuese a explotar. Sabes que lo hago bien; sabes que te hago el mejor sexo oral que, alguna vez, alguien pudo proporcionarte. Lamo tus muslos, beso tus pies y vuelvo ahí, a ese cofre húmedo de alucinación. Y así, mientras mi lengua te transmite su veneno y mis manos vuelven a acariciar tus glúteos, ¡sas!, obtienes un delicioso orgasmo. Y tras eso, me miras extasiada, encantada. “Me encantas como mierda, Thais”, te digo con los ojos desorbitados. Y tú no quitas tu mirada de la mía”, narró Javier, con esa taquicardia que, ahora, subía hasta la altura de su sien. Volvió a dar un sorbo a la copa de champagne. Esta vez, su sexo estaba tieso. Lo acariciaba; se masturbaba con cautela, con suavidad, sin agitar velozmente la mano. “¿Sigo…?”, preguntó Javier, simulando su respiración agitada. Y hubo unos eternos segundos de silencio. “Sí, quiero que sigas…”, afirmó Thais, quien en ese instante, recibía de una de las mucamas, un jugo de naranja recién exprimido. Javier, con el corazón saltando como un niño por un dulce, prosiguió: “Tras haberte dado un orgasmo, ahora, soy yo quien está sometido a ti. Te arrodillas y, con un rostro de diablita, me bajas la ropa de baño. Mi masculinidad, se muestra ante ti erguida, lubricada, con las venas llenas de adrenalina, a punto de reventar. La admiras tan de cerca. Le das besos, en el tronco; en la cabeza. La sientes caliente, húmeda. Sabes que pierdo el control a causa de ti, del algodón de tu cuerpo, de tu alma, de tu voz, de tu manera de pensar, de tu sutileza, de tu arte, de tu lado más perverso, de tu elegancia, del perfume de tu piel. Nos echamos en la arena; y ahí vuelvo a besarte en la boca, mi lengua juntándose con la tuya. Entonces, yo encima tuyo, acomodo mi sexo y, despacio, muy despacio, entro en ti. Admiro tus ojos a medida que voy penetrándote. Tus ojos me indican deseo; logro ver en ellos ese fuego que, esta vez lleva mi nombre. Estás húmeda, siento tu calor. Comienzo, así, a penetrarte. Primero despacio. Admiro tus pechos, los aprieto; acaricio cada parte de ti. Y mi mirada, vuelve a tus ojos, a esa obra de arte que se entrecierra por momentos. Percibo tu aliento, tus gemidos en mis oídos. ¿Sabes, Thais? No eres una mujer a quien follaría y, tras aliviar mi ego y obtener un orgasmo, deshacerme de ti e incinerar todo recuerdo. Eres una mujer a quien le haría el amor, con pasión y ternura. Con sentimiento. Con el corazón en mis manos. Con mi reflejo en tus ojos verdes. De esa manera soñé que te lo hacía. Con delicadeza, como si fueras la mitad de mi alma. Mientras te penetro, me acerco a tu oído y no paro de decirte que te deseo a morir; que me excita escuchar tus susurros de placer; que solo te dejes llevar. En un momento, con dulzura y descontrol, me pides que cambiemos de posición. Ambos nos levantamos. Me das la espalda; apoyas tus manos en el muro de esa pequeña cueva marina, y ahí vuelvo a entrar en ti. Empero, no aislamos nuestra complicidad. Volteas tu rostro y nuestras miradas se fusionan. De pronto, ambos al mismo tiempo, sentimos esa energía desde lo más profundo de nuestras almas que, poco a poco, se va convirtiendo en una suerte de cosquilleo que arrasa nuestros corazones y se libera en nuestros sexos. Ahí, en ese instante, me separo de ti y eyaculo; un chorro de semen cae en la arena. Y, en ese alarido, observo tu rostro llegando al nirvana, con una suerte de flexión de piernas involuntaria y un suspiro. Después de eso, nos miramos con ternura, alucinados por lo que acaba de pasar. Volvemos a echarnos en la arena. Apoyas tu cabeza en mi pecho; escuchas mis latidos. Y yo enredo mis dedos en tu cabello rubio, admirándote, deseando quedarme así para siempre…” Y, en ese instante, Javier, quien se masturbaba en la tina espumosa, llegó al orgasmo entre un muy sutil gemido e, inevitablemente, al cerrar los ojos, el rostro de Thais se entrelazó con la gloria. “¿Te estás tocando, Javier?”, preguntó Thais, entre una risita de complicidad. “¿Qué crees? Obvio. Es imposible no hacerlo después de imaginar todo lo que te acabo de contar…”, dijo Javier, siendo testigo de cómo los sentidos volvían a él. “Tengo… tengo muchas ganas de verte, Thais…”, añadió. Y tras unos segundos de silencio, ella dijo: “Veámonos cuando vuelva a Lima. Creo que me debes un risotto de langostinos y una copa de Rutini”. “Ya quiero que estés en Lima”. “Paciencia, chiquito. Bueno, iré a tomar desayuno; hablamos luego”. Y colgó. Y Javier, tras un suspiro, cerró los ojos y se quedó dormido, aún con un dulzor entre sus labios.
Tras media hora, Javier se despertó sobresaltado. Salió de la tina de espumas; se dio un baño con agua tibia; se cambió y salió del hotel. Eran casi las nueve de la mañana. Tenía un hambre voraz. Tomó un taxi hasta el Jockey Plaza y ahí se metió en La Bombonniere. Pidió un mixto de jamón con queso derretido y un capuccino con mucha crema de chantillí. Al momento de darle el primer sorbo a la bebida y con la crema manchándole los labios, Thais le envió un video privado al Instagram: Ella, con bikini, blanco en la parte de arriba y de colores en la de abajo, bailando una canción, “Te besaré”. Sus labios sonrosados; sus ojos verdes brillando. Mientras Javier dejaba que el dulzor del chantillí se derrita en su paladar tuvo la certeza de que sólo esos labios podrían compararse con el postre más dulce del mundo.
Jesús Barahona.
Lima. Mayo, 2020.