11 Jul

(Buenos Aires. Aeropuerto de Ezeiza. Mayo, 2019)

Por mis treinta años, decidí viajar a Buenos Aires, la Europa de América. Me fascinaba esa ciudad en la que Borges había escrito el océano de su poesía y Cortázar deambulaba entre Cronopios y Famas. Me seducía tanto la idea de caminar por las mismas calles en las que, años atrás, mi abuelo (mejor dicho, y a partir de adelante, mi padre) caminaba después de alguna de sus clases de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires y, en el bar del Hotel Alvear, seducía a alguna veinteañera universitaria, quizás entre el vino y las trufas suizas, como de pronto, trato de recrearlo algún fin de semana, cuando realmente una mujer logra hechizarme, y escribo una novela en sus ojos y hago que el primer capítulo de una escena surreal sea escrita en el bar inglés del Country Club. 

Así, una madrugada insomne, entré a una página web de turismo. Elegí un boleto que salía de madrugada de Lima, con escala en Santiago de Chile. Decidí quedarme en el hotel más refinado de Buenos Aires, aquel del que tanto mi padre me hablaba, el Alvear, en la Avenida Alvear, en Recoleta, el barrio más fantásticamente bello de todo Buenos Aires. Tres noches y cuatro días en una suite me costaba poco más de dos mil dólares. No lo dudé: Cerré los ojos, digité la clave de mi tarjeta de débito, y dormí sintiendo una sensación de alivio, como cuando uno obtiene el clímax tras los segundos últimos de locura.
Comenté a algunos pocos amigos que, por mis treinta, no estaría en Lima, ni tampoco me luciría en algún box de alguna discoteca, sino que viajaría a Buenos Aires. Los días pasaban, hasta que la noche de un viernes, al revisar mis saldos de mis cuentas bancarias, me percaté que, de aquella de la que había sido emitido el monto del paquete de viaje, recibía un depósito. Vi los detalles y quedé sorprendido al ver que el emisor era, justamente, la empresa con la que tramitaba el viaje a Buenos Aires. Quiero decir, se me había reembolsado el dinero sin, aparentemente, ningún motivo. De la nada, se me devolvía los casi dos mil quinientos dólares que me había costado el boleto de vuelo y las reservaciones de hospedaje. Por inercial, revisé las confirmaciones del vuelo y del hotel y, para mi sorpresa, seguían vigentes y no recaía en causales de revocación: Yo no había solicitado la cancelación, y la empresa, menos aún, me había enviado un correo comunicándome la cancelación unilateral del itinerario.
A los pocos días, aún estupefacto, me acerqué a las oficinas de la empresa de viajes y, tratando de ocultar una sorpresa, no tardaron en volver a confirmarme la reserva del hotel y del vuelo, señalándome, además, la fecha en la que podría hacer mi check in. Creyendo de que, tarde o temprano, descubrirían la contingencia, y, simultáneamente, para tener mayor certeza, me comuniqué con Latam y hasta llamé al hotel Alvear para que, una vez más, vuelvan a certificarme lo que no podía creer estaría a punto de ocurrirme: Me iría a Buenos Aires completamente gratis.
De todas formas, sin cantar victoria, imaginaba que al hacer mi check in la empresa de vuelos me notificaría que había existido algún error en la contabilidad y que, sin remedio, tendría que pagar los boletos de mi vuelo y los extras por elegir mi asiento al lado de la ventana. Pero nada de eso. Desde la computadora de mi oficina, a dos días del vuelo, logré concretarlo sin el mayor problema y hasta sonreí maquiavélicamente cuando cerré las pestañas de mi ordenador, entre cierta mirada perpleja y curiosa de mis directores. 

Un día antes del viaje, me quedé hasta tarde en la oficina cerrando un proyecto normativo y, al salir, quedé con la chica de las pestañas perfectas, Antonella, con quien además por esos meses estaba saliendo, para despedirnos y, aunque ella tenía que irse a un concierto en el Jockey Club, le prometí que la llamaría en la madrugada para ver si era posible que me acompañe al aeropuerto y luego, encargarme de su retorno (y con todas las medidas de seguridad) hasta la U de Lima, para sus clases de las siete. Tras ver a Antonella, tomarnos un café con prisa y llevarme conmigo un poco de sus labios, cité a mi mejor amigo, Luchito Lynch, en un restaurante de parrilla en un centro comercial. Nos convocó una picahna con vino y risas. Y, tras las risas, fuimos al bar de al lado por unas chelitas artesanales. Debía de estar en el aeropuerto a las cinco de la madrugada, pero mi adicción al mañanero y a la chicha tu madre, hizo que viviera aquellas horas de la manera en la que sólo yo puedo vivirlo: Con prisa, suplicándole al destino que cada segundo lo convierta en un minuto. Salimos del bar golpe de las tres de la madrugada y, apenas llegué a casa, metí en la pequeña maleta todo lo que encontraba en mi camino. Me puse una casaca de cuero, una chalina, lentes oscuros, y haciendo sobresfuerzos, le suplicaba al sueño que no me deje caer en él.
A las finales, olvidé llamar a Antonella y, más bien, apenas llegué al aeropuerto, nuevamente, pensé que los agentes de la aerolínea, se darían cuenta que su contabilidad no encajaba y, casi enmarrocado, me obligarían a pagar los boletos de avión. Ante estos casos, siempre existe una pequeña posibilidad que te lleven a las salas de la Dirandro, y no falta que las cámaras de “Alerta Aeropuerto” estén prendidas y, con terror, salga ante la tele nacional e internacional con cara de drogo, ojos achinados y colorados y aún sin poder pronunciar los buenos días. Y es que un duquesito limeño tiene que estar bien peinadito y luciendo sus mejores galas (incluso, hasta cuando te sentencian a pena de muerte). Por fortuna, nada de eso ocurrió, pasé los controles de seguridad y hasta me dio tiempo de tomar un café bien cargado, una Coca-Cola con hielo y comer un rico club sandwish en el salón Vip.
Cuando el avión despegó percibí el nirvana. Me sentí como un niño que comete una travesura sin ser descubierto. Me sentí un ladrón de ilusiones, un pillo, un bandido que se ríe del destino. Ya entre las nubes, me recliné, apagaron las luces, polarizaron las ventanas y me quedé seco. Lo curioso fue, sin embargo, cuando, tras hacer escala en Santiago y querer seguir prolongando mis horas de sueño hasta Buenos Aires, en medio del vuelo, escuché la voz de mi padre, sabía que era mi padre el que me hablaba, era él, el que me decía, o, mejor dicho, me susurraba con amor “Disfruta tu regalo, mi hijo”. En ese instante, abrí los ojos por inercia, embriagado por una taquicardia de emoción. Pero no había nadie: Era el silencio, el ronquido de los pasajeros o los susurros en medio de alguna película volando a diez mil pies de altura. Fue una sensación tan agradable; por un segundo, sentí la presencia de mi padre y era algo que extrañaba con todas las fuerzas de mi corazón.
Ni bien aterricé en Ezeiza y cambiar mil dólares por pesos, me metí a un Mac Donalds y devoré un cuarto de libra doble con papas y Coca-Cola. Tras eso, tomé un café y probé uno de los más increíbles manjares: El alfajor de dulce de leche. Aproveché en comprar cigarrillos (baratísimos, el equivalente a siete soles la cajetilla grande de Marlboro). Contraté un taxi con lunas blindadas y me llevaron a Recoleta. Cuando llegué al Alvear, me trataron como un principito, me sentí un niño mimado y engreído. El ambiente, sofisticado y antiguo, me permitía recrear una novela en la que yo era el protagonista. Subí a mi suite y, junto con mi pequeña maleta, me dejé caer en la alcoba. Al poco rato, me obsequiaron una botella de champagne con una bandeja de fresas y fudge como bienvenida y, acercándome al balcón, copa y cigarrillo en una mano, vislumbraba Recoleta como si fuera mi barrio, el barrio al que pertenecía, aquel barrio cuyos ventarrones son sentimientos artísticos retratados en el lienzo de su cielo.
Por la noche, decidí no cenar en el hotel y me fui a caminar por el Centro. Admiré el Obelisco y desemboqué por la calle Corrientes, audífonos en los oídos y escuchando al buen Fito Paéz y su Once y Seis. Teatros, uno frente a otro, pizzerías, adolescentes caminando de la mano, modelos de pasarela que pasaban por mi lado, entre una mirada intensa y un abrigo de pieles. La ciudad vivía de noche, pese a ser casi la medianoche. La avenida estaba repleta, entre niños y ancianos que se disponían a entrar a los teatros. Se respiraba la bohemia entre las papas fritas. Me senté en la terraza de una pizzería; pedí Coca-Cola en lata, una botella de Quilmes y una pizza. Buenos Aires comenzaba a llover y, pese a ello, existía esa sensación de querer estar a la intemperie, entre su fragancia.
Cuando la madrugada daba sus primeros chispazos, decidí ir por un trago en alguno de los bares de Palermo. En la barra, pedí una botella de vino. Lo alucinante era ver a las minas bailando, copa en mano, en plena pista de baile. Me hice amigo del barman y terminamos conversando toda la noche. Por momentos, sentía una mirada penetrante, y al voltear, alguna mina me observaba con minuciosidad, como preguntándose porqué, pese a ser un foráneo y ella una diosa, no me atrevía a sacarla a bailar. Pero es que, entonces, salía con Antonella quien, ese fin de semana (y con tres horas de retraso en Lima), se maquillaba para ir a Dalí o a Dizco y, aunque las tentaciones no las buscaba, siempre estaban ahí, entre las faldas de alguna rubia con porte de princesa que llevaba en sus labios la manzana del pecado. 

Al día siguiente, me desperté golpe de las once del día. Me trajeron el desayuno a la habitación, y golpe de la una, estaba almorzando una lasahna en uno de los cafés de Recoleta. Esa tarde, fui a La Plaza de Mayo, donde había una manifestación pro-consumo de la marihuana, y, aunque caminaba entre los cánticos y el humo, no conseguí el estado que, en el fondo, quería conseguir. Caminé por Caminito y me senté en uno de sus cafés bohemios. Me tomé fotos en el Estadio de la Boca y compré hartas botellas de vino. No dudé en comprar cajas de alfajores de diferentes sabores y, hasta a punto estuve de tomar clases improvisadas de tango. Realmente, me sentía feliz en la Europa sudamericana. Al finalizar la tarde, fui al Ateneo, quizás, la librería más hermosa de todo el mundo. Como alguien quien hace libros (nunca diré que soy escritor ni que escribo en pluma sobre el pergamino), nació entre sus pasillos mi sueño de que alguna de mis novelas esté en sus vitrinas majestuosas y que, de pronto, mi pequeño puñado de lectores no se digne a comprar mi novela (sería mucho pedir), tan solo que la hojeen entre un cortadito en el escenario de esa librería que fue teatro.
Esa noche fue la más hermosa de todo el viaje. Quizás, y ahora por lo que narraré, haya sido la noche más feliz de toda mi existencia: Al llegar al hotel y dejar las cosas en la suite, se me dio por salir a caminar, simplemente, sin saber a dónde carajo ir y escuchando música. Al salir a la Avenida Alvear, me percaté que estaba lloviendo. Tomé un taxi hasta el Centro de Buenos Aires y, desde ahí, me perdí. Caminaba por la Avenida Santa Fe, por la Calle Florida, por Rivadavia. En un instante, viendo el teatro Colón y con la lluvia en el rostro, me puse a pensar que, hacía cincuenta años, mi padre recorría esas mismas calles por las que, ahora, mis pies dejaban rastro. Cerraba mis ojos, y entre una respiración pausada, dibujaba a mi padre en mi mente como aparece en las fotografías de joven, en sus veintes, antes de que decida regresar a Lima para ser aviador junto con el hijo del entonces presidente, envuelto en ese gabán negro y elegante. Lo imaginaba de la mano de alguna chica a quien, entre la poesía, le sacaba una sonrisa. Lo imaginaba caminando, dejando el tiempo pasar, cigarrillo en la boca, como me encontraba en ese instante. Extrañé a mi padre más que nunca y un nudo en la garganta me indicaba que mi alma se hacía trizas a medida que caminaba. Sentí esa punzada en el corazón; esa impotencia que carcomió de mí el día en el que se fue. Las lágrimas, entremezcladas con la lluvia, limpiaban mi rostro. Dejaba que mis lágrimas cayeran; que dejen rastros en las calles del Centro. Lloraba como un niño, apretándome los puños, haciendo esfuerzos para no sollozar. Y, entonces, como quien le regala un pensamiento al destino, me decía: Quisiera que estés conmigo, papá. Hubiese deseado que este viaje lo tengamos tú y yo, solos, tú y yo. Y odiaba al destino por haber sido tan cruel; por haber determinado que camine solo por las calles llenas de arte. E invocaba a mi papá más que nunca, lo necesitaba a mi lado, lo extrañaba con todas mis fuerzas. Y, en cada párpado, veía a un Buenos Aires diferente y a mi padre con ese gabán elegante, luciendo una preciosa corbata de seda azul y con el reloj Seiko mecánico, el que funciona con los pulsos de vida, su reloj favorito, ese mismo que lo llevaba conmigo, en su muñeca. En ese instante, en mis audífonos sonaba Nowhere man. Y, resultaba extraña la sensación, pero las imágenes de mi padre estallaban en mi mente cual ráfaga de estrellas. Y, entonces, sentí, puedo jurar, que algo descendía a mi costado. Fue una sensación atípica, pero agradable; fue algo que jamás había sentido en toda mi vida. Sentí una presencia que inspiraba paz, que caminaba a mi ritmo, que se entremezclaba entre el humo de mi cigarrillo. Y, como si fuese un primer pensamiento que invade tu alma, lograba escuchar: Pero, este viaje lo estás teniendo conmigo; estoy contigo; estamos caminando juntos ahora mismo. Y tras tener ese susurro entre el torbellino de mis pensamientos, sentí paz. No tienes que estar llorando, hijo mío; estoy acá, volví a sentir. Y cerré mis ojos. Y al hacerlo vi a mi padre sonriéndome con complicidad y comprensión, como cuando era niño y me daba a entender que, a parte de ser mi padre, era mi amigo. Sentí su presencia por algunos minutos, lo sentí tan vivo. Sabía que estaba bien, y, como el arcoíris, tras la tormenta, las luces de colores se transformaban en inspiración. De repente, me vi sonriendo entre la lluvia. Sentí que mi padre quería verme así, para volver donde estaba, pues cuando sonreí, esa sensación de presencia, se diluía. En medio de esa noche argentina, papá logró sacarme una sonrisa, como cuando íbamos al bar del Country y, mientras él tomaba whisky, me compraba milkshakes de fresa; o como cuando se dejaba ganar jugando ajedrez y me hacía pensar que yo era un campeón. Si bien tantas cosas me habían sucedido cuando mi padre se convirtió en un ángel (y que, algún día narraré en alguna crónica), aquella era la primera vez que tuve esa sensación de alivio; como dándome a entender que, donde quiera que él esté, estaba bien y que, cuando lo necesite, él bajaría a sacarme una sonrisa. Esa noche terminé en Puerto Madero tomando cervezas artesanales hasta bien entrada la madrugada, llevando puesto el reloj de mi padre en mi muñeca. No paraba de sonreír. 

Al día siguiente, cené el mejor ojo de bife en el restaurante del hotel Alvear y pedí una botella de vino francés cuyo sabor no era compatible con su precio. Me hicieron probar el pisco sour basado en pisco chileno y, aunque no soy fanático del pisco (ni del pisco sour; prefiero el buen vino (eso implica, excluir a todo jugo de uva peruano) o el whisky), ese pisco sour parecía estar hecho de aguardiente o alcohol de enfermería. Esa noche, con un vaso de Jack Daniel´s a las rocas, no me limitaba de intercambiar miradas cómplices con una dama, refinada y casi bordeando los cuarenta (pero fina, hermosa, bella y esbelta), quien estaba envuelta en un vestido rojo de seda y cuya mirada imponente me enloquecía. 

Retorné a Lima un lunes por la noche. Mi cumpleaños sería el martes. En pleno vuelo, quedé dormido; y a las doce, cuando (bajo horario chileno) sería mi cumpleaños, entre sueños escuché esa melodía convertida en susurro: “Feliz cumpleaños, hijo”. Pedí una chelita helada y la bebí sonriendo una vez más, sobrevolando el Pacífico.
En efecto, ese viaje me había salido gratis y el monto devuelto los hice polvo comprando la elegancia argentina, varias cajas de alfajores y un sinnúmero de botellas de vino que los tomaba entre un baño de burbujas en la suite del Alvear. Hasta ahora me pregunto qué habrá pasado con la contabilidad o los sistemas bancarios de esa agencia de turismo. Pero estoy seguro, ese viaje me lo quiso regalar mi padre para mostrarme las bellas calles por donde él recorría cuando era un joven universitario tratando de conquistar el mundo y el corazón de las princesas con la boca de fresa. Después de todo, mi más grande anhelo, desde que mi padre no está, se cumplió. Y es que mis treinta los pasé con él. Y me hizo sonreír, como en cada uno de mis cumpleaños. Yo lo sé, no será el último de sus regalos.

Jesús Barahona.
Lima. Julio, 2019.

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