(Javier Arteaga, tras sustraer medios probatorios incriminatorios. Lima, 2019)
Javier Arteaga viene a este spá de vez en cuando, saliendo de la oficina. Comenzó a venir cuando terminó con María Pía, una enamorada de las épocas intensas de la Universidad que, buena ella, toleró su bipolaridad y rabietas durante más de dos años y decidió ponerle fin a la relación cuando, una tarde, después de una tarde de sexo desenfrenado, Javier olvidó ponerle seguro a la puerta del baño de su habitación y, al entrar ella, lo encontró con la tarjeta de crédito en la mano, próxima a llevársela a la nariz, y en ésta, una cantidad no menor de cocaína. Cuando lo increpó, Javier, fuera de sí, la cogió de los hombros y la empujó contra la pared. “No te metas en mi vida, perra”, enfatizó, con ojos desorbitados, señalándola con odio, luchando contra él mismo, y dando un puñete contra la pared que María Pía supo esquivar y quien lo miraba asustada, inhibida, con las lágrimas cayendo de sus ojos, pero tan temerosa que ni se atrevía a sollozar. Tras ese episodio, María Pía supo que Javier estaba enfermo y que, para más yapa, era un coquero de cojones. Ella sabía que, por más que él prometía que sería un gran abogado y que a los treinta años su sueldo le iba a permitir vivir como un duquesito y engreírla en sus demandas de viajes y joyas de Cartier, la locura (y la droga) terminaría por consumirlos. “Lo que hiciste fue demasiado. No me busques nunca más”, le escribió en un mensaje de texto ni bien ella logró safarse. Y, por más que Javier, días posteriores y a veces entre lágrimas, trataba de buscarla en su casa o después de clases, ella siempre encontraba la manera de esquivarlo y contestarle con el silencio hasta que, en las vacaciones de medio año, consiguió hacer un intercambio académico y estudiar un par de ciclos en una Universidad de Nueva York.
Cuando Javier le contó a Pascarella sobre su ruptura con María Pía, éste, con una sonrisa de viejo cazurro, le recomendó que acuda a unas sesiones de masajes en The Lord: “Verás que encontrarás unas conejitas tan apetecibles que te las querrás comer en fudge”. Se ubica en el corazón de San Isidro, a pocas cuadras del Centro Empresarial. Es un spá donde todos se conocen; donde cada uno sabe los secretos del otro. Vienen empresarios mayores, banqueros, abogados de estudios prestigiosos, caballeros de alta sociedad que, al querer escapar de la rutina de la esposa, se refugian en esta cuna, “The Lord”, donde uno no sólo encuentra placer en las piscinas temperadas o en las cámaras de vapor, sino, en las anfitrionas quienes, con el afán de codearse con la Lima privilegiada, son capaces de satisfacer cualquier instinto. Por lo general, son universitarias que se toman un respiro después de las clases y que fácilmente, en una noche, pueden ganar hasta dos mil dólares y, por ahí, algún puesto de secretaria o practicante. Se pueden reconocen qué señoritas hacen servicios de únicamente masajes y quiénes ejecutan con ahínco los oficios del placer: Las que sólo realizan masajes están uniformadas con ropa suelta, como de enfermeras. Las otras, con vestidos pegados y cortos. Evidentemente, las primeras no son muy agraciadas, pero tienen unas manos de algodón. A Javier lo conocen todas: Las chicas de la buena y de la mala vida y nunca dudan en saludarlo o en pedirle que les invite una chela helada.
Pero esta noche Javier anda relajado. Es sábado. La noche no está en su punto, apenas son las nueve y Javier ha decidido acudir al spá por masajes y depilación de bellos en la zona más sensible de un caballero, sureña al ombligo, antes de irse a Dalí y embriagarse (con suerte) en los brazos de alguna veinteañera (y, con muchísima más suerte, si es alumna de él). Mientras Javier se acomoda en la barra del bar y pide un Gin de arándanos, se escucha entre las conversaciones adyacentes la muerte de Rafael Simonetti, un empresario de éxito, y que era odiado por su entorno al haber estafado a más de uno disponiendo cheques sin fondos.
De pronto, Javier advierte que su jefe acaba de llegar: Guillermo Pascarella hace notar su presencia en medio de una marcha triunfal, escoltado por uno de sus socios, Roberto Echazú, y su asistente, Diego Cendra. Nunca deja de tener un piropo para cada una de las damas que, casi en fila india, lo saludan con un beso. Con una mirada pícara, Pascarella saluda a Javier y se va con sus colegas, unos señorones quienes, entre el coñac y el humo del tabaco, celebran la muerte de ese tal Rafael Simonetti, aquel empresario textil, cuya esposa, una bella modelo de antaño, había sido el postre de más de un hombre que, entre el glamur y las luces, la cortejaba. Porque así es este mundo: a veces la muerte de alguien puede ser motivo de alegría y mal uno hace en ser hipócrita y hablar bien de los muertos cuando en vida fueron unos reverendos hijos de perra. Los vasos chocan por la muerte de ese empresario con cara de chancho y bigotes rojizos y, enalteciendo su memoria, cada uno de los señorones, entre ellos Pascarella, cuentan las más escabrosas fantasías que tenían con la mujer del difunto, quien, entre su lista de amantes llevaba a un ex presidente. Pascarella, con voz ronca, cuenta chistes y sus carcajadas se tornan exageradas. Es él el quien arma el tono, el que induce a los demás a pecar. De eso se caracteriza Guillermo Pascarella, de ser el que induce a los demás a reír y, a veces, entre un trago y dependiendo de la compañía, puede hasta armar negocios o destruir futuros. Su buen humor seduce a quienes lo ven; recio, elegante hasta en su forma de mover las manos; atractivo pese a la panza, pero con ese toque de sofisticación y melodrama, como dando a entender a quienes lo rodean que él es superior. Cuando dicta las cátedras, en cambio, es diferente: formal, pulcro hasta en su forma de abrir la puerta del salón; galán y envuelto en ese perfume de fineza que, basta una sonrisa, para que una alumna acepte tomar un café, primero en el Starbucks de la Universidad, y luego, para aclimatar una noche que la disfraza en doctrina jurídica, a pasar a un restaurante como el Maras del Westin o el Perroquet del Country Club, y sellar ahí a una nueva víctima juvenil quien, hechizada por el glamur y la inteligencia suprema de ese maestro del Derecho, sea susceptible en ser manipulada.
Tras un buen rato, Javier se mete en la piscina temperada. Sin embargo, es en ese momento preciso en el que la música de fondo se detiene y se escucha un grito histérico, proveniente de una de las cámaras de masajes que, como una ola maldita, comienza a acercarse al salón principal. Se trata de una de las masajistas que dan placer. Su nombre, Ximena. Entonces, todos la rodean y ella no para de llorar; las manos en la cara, desconsolada. En un momento, parece balbucear algo, pero resulta siendo indescifrable y, tras ello, cae al piso, desmayada. Al advertir la escena, Javier sale de la piscina de inmediato. Encuentra a Ximena helada; toca su cuello y nota su pulso lento.
– Le estaba haciendo masajes a Guille. – comenta Alejandra, una de sus colegas.
– ¿A Guillermo Pascarella? – pregunta Javier, ojos bien abiertos.
– Ajá. Acababa de llegar el señor y esta vez le tocaba a Ximena atenderlo.
Diego Cendra, asistente de Pascarella, el más cercano a él, le confirma que sí; que en efecto, de existir escándalo, Guillermo Pascarella estaría involucrado. Pascarella no sale a escena; por momentos, piensan que, de repente, el viejo ha querido propasarse; que, de repente, ha intentado hacer algo prohibido que ha ofendido a la dama, pero, ¿algo podría ofender a una puta, por más cara que sea la pendeja?
– Ni modo. – anuncia Javier. – tendremos que buscarlo.
Las señoritas, todas en círculo, alrededor de Ximena, lo miran con extrañeza, como diciéndole que, si acaso necesita ayuda, no cuente con ellas.
– ¿Lo acompaño Doctor? – pregunta Diego, firme.
Y suben hasta el segundo piso tratando de detener el andar. El pasillo es lúgubre, con cuadros de mujeres en las paredes. Los cuartos están cerrados; una alfombra roja determina el camino hacia la llama del placer. Entre ese paso lento se miran de reojo y ambos saben que las cosas no están bien. Es una suerte de intuición que se va reflejando en cada uno de los pasos. Entonces, se topan con la habitación, es la única que está abierta. Adentro, se percibe un olor asquiento, entre alcohol y un aroma peculiar, como moho. En la mesita del costado advierten dos vasos de whisky, una caja de Sildenafilo, latas de Red Bull y pacos de cocaína. La tina, en una esquina de la habitación, está a medio llenar. Lo que vieron en la camilla de masajes, sin embargo, fue tan traumático que hasta el rabo del demonio resultaría siendo una obra de arte: Pascarella echado, totalmente desnudo, tieso. Con los ojos abiertos cogiéndose el pecho, sin respirar. Al parecer, fue testigo del rostro de la muerte. En sus fosas nasales y en la boca hay una especie de vómito verdoso y espumoso. Está boquiabierto, una gota de sudor le baja por uno de sus pómulos. Diego y Javier son testigos de cómo esa piel comienza a tornarse pálida, amarillenta.
– Mierda… – susurra Javier.
Diego sale disparado y una arcada lo asalta en el pasillo. Javier, estupefacto, no es capaz de moverse de ahí. ¿Estará muerto?, se interroga. Con la mano temblorosa, coge la muñeca de su jefe y la siente tibia aún. Pero no hay pulso, no hay vida.
– ¿Qué hacemos? – pregunta Javier. – ¡Está muerto!
– ¿¡Qué cosa!? – exclama Diego. – ¿¡Es.. es… está Muerto!?
– Sí. Está muerto. – reafirma.
Y esas dos palabras, está muerto, son escuchadas por las paredes del pasillo. De reaccionar, tienen que hacerlo de inmediato. No sería extraño que algún inoportuno entre en pánico, llame a la policía, a los periodistas y que, entonces, las circunstancias y el escenario de la muerte de Guillermo Pascarella, el ex ministro e intachable abogado, se sepa en todo Lima. Pese a que no llora, las manos de Diego tiemblan. Si, acaso, algo enseña Pascarella a sus pupilos es que uno no debe de llorar frente a una crisis; que más vale accionar con la Ley o sin ella; que hay que fugar de ser necesario; que hay que moverse, entre el piso de cemento o estiércol; que hay que subir al Paraíso o bajar al mismo infierno, pero hay que actuar.
– ¿Y si nos llevamos el cuerpo? – interviene Diego, ahora con los ojos bien abiertos, tratando de controlar el pasmo. – ¿Usted se imagina el escándalo que suscitaría si esto se filtra en los medios? ¡La reputación de su estudio se desprestigiaría, se iría a la mierda! ¿Qué pensarían de nosotros? ¿Los casos? ¿Los clientes?
Javier no se conmociona; no puede ponerse nervioso, se muerde los dientes para controlar sus emociones. Alguna gente, desde el pasillo, escucha los susurros.
– ¿Dónde lo llevamos? ¿A su casa? ¡Su mujer nos mata! ¿Al estudio? ¡Las cámaras de seguridad de la torre nos registrarán! – piensa Javier, en voz alta.
– A su departamento, Doctor. – dice Diego, contestando rápido, por instinto, guardando el miedo en sus entrañas, mirando el cadáver con asco, pero aparentando que la calma regresa a él tras un suspiro. – A su “cuevita de soltero”, como él lo llamaba. Lo cambiamos, lo llevamos hasta allá, y luego llamamos a la policía aduciendo que sufrió un infarto.
– Mover el cadáver del lugar de deceso constituye un delito. Pero, ¿y la autopsia? – pregunta Javier, entrecerrando los ojos; odiando a Pascarella con todas sus fuerzas por haber sido tan cabrón de morirse justo así, en esas circunstancias putañeras. – Se determinará que falleció por una sobredosis y eso es lo que queremos evitar. ¡Si esto se filtra, nos iremos al carajo!
– ¡Por favor, Doctor Arteaga!, tenga en cuenta que se trata de Guillermo Pascarella. – y mira a Javier con intensidad. – Déjeme hacer un par de llamadas y haremos que esto salga como el Doctor hubiese querido.
– Confiaré en ti. – sentencia Javier.
Y sale de esa cámara de masajes no sin antes volver a ver a Pascarella: El cadáver comienza a secarse. Ve el sexo del muerto, semi-erecto. Piensa que, de repente, Pascarella ha planeado su muerte; piensa que esa muerte ha sido tan perfecta y compatible con la personalidad de su jefe. Echando un último vistazo a ese vómito verdoso, sin piedad, sabe que, ahora, es él quien tendrá que correr esa ola maldita en la que se entremezcla el bien y el mal.
Sale al salón principal, calma a la gente, explica todo; reúne a los amigos más cercanos de su, ya, ex jefe.
No tomó mucho tiempo cambiar al cadáver. Fue Diego Cendra quien lo hizo. Le acomodó el traje, hizo el nudo perfecto en la corbata dorada de seda; el reloj, los gemelos de oro rosa, el anillo de pelo de elefante y unas gotas de Polo de Ralph Lauren.
Las chicas, todo el personal de The Lord, salen del local. El administrador se convierte en cómplice.
– Sacaremos el cadáver y lo llevaremos a otro lado. Nadie puede enterarse que Guillermo Pascarella frecuentaba este lugar, ¿te queda claro? ¡Nadie! – explica Javier al administrador, un alemán que, ahora sí, comprende a la perfección el castellano. – Si esto se filtra puedo hacer que de una patada en el culo migraciones te bote del país, ¿está claro?
– Queda claro, Doctor.
– Ahora, apaga todas tus cámaras de seguridad. Elimina todo registro de hoy.
Antes de evacuar, Javier reúne al entorno de Pascarella. Las personas de poco confiar, algunos confundidos y otros clientes que ni se percatan del escándalo, son invitados a salir del local.
– Plantear otro escenario mortuorio es la idea más idónea, mi estimado Doctor Arteaga. Cuente conmigo. – dice Roberto Echazú, elocuente y calmado, amigo íntimo y socio de Pascarella.
– ¿Seguro que estaba muerto? – interviene el administrador.
– Con sesenta años, un kilo de coca y sexo, ¿qué corazón podría resistir, a ver explícate? – contesta, altanero, Javier. – Si quieres, puedes ir a darle respiración boca a boca a ver si resucita.
Y tras esas palabras, Javier se santigua. Se siente poseído por esa mezcla de adrenalina y vehemencia. Pero poco tiempo tiene para reflexionar; tiene que mover las fichas como su jefe hubiese querido.
– Si alguien se entera lo que pasó acá, no solo me jodo yo, nos jodemos todos, ¿entendido? – vuelve a advertir Javier.
– En lo absoluto, Doctor. – dice Echazú, y todos los presentes asienten. – Estamos con usted, cooperaremos en los necesario. Si gusta, puedo hablar con el Ministro del Interior para que…
– ¡No! – exclama Javier. – Mientras menos gente se involucre, mejor.
A veces hay que ocultar la ética, la fraternidad o el sentimiento. A veces, simplemente, con tal de salir airoso; con tal de cometer un crimen o limpiar la sangre en una escena de terror, uno es capaz de olvidarse del recuerdo, del sentimiento. Ser un desgraciado, un hijo de puta, sólo se logra con entrenamiento, con golpes, con vanidad extrema y con una inevitable posesión de esa bestia que te impide mirar a los lados si es que, finalmente, el propósito será atesorado.
Cuando Diego Cendra anuncia que el difunto ya está cambiado y limpio, Javier acomoda el Roll Royce en el estacionamiento interior del spá. Con las luces apagadas, Cendra y Echazú cargan el cadáver hasta el auto. Lo meten y de inmediato suben: Todos en la parte de atrás, cada uno al lado del muerto. Javier sale del estacionamiento. Suspira. Controla la tembladera en la mano. Y maneja a toda velocidad.
– Sólo falta que tengamos tan mala suerte que nos pare la policía, la puta que me parió. – comenta.
Pero nada sucede. Cendra guía a Javier. Cogen la Javier Prado, bajan por la Avenida Olguín, entran a Encalada y desembocan en Alonso de Molina, a pocas cuadras de la UPC. Cuando el vigilante ve el Roll Royce, abre, casi por inercia, el portón del estacionamiento. Antes de que lo saquen, Javier verifica si es que existen cámaras de seguridad: No hay ni una. Emite una señal y sacan al muerto. Echazú y Cendra lo llevan como si se tratase de un borracho que no puede caminar. Presionan el botón del quinto piso y suben, arriesgándose de que alguien detenga el ascensor. Llegan al quinto piso y, de los bolsillos del pantalón del cadáver, sacan el único manojo de llaves. Entran. Las luces apagadas; al parecer, no hay nadie. Es la primera vez que Javier ingresa a ese departamento: Un decorado vivo; cuadros de mujeres desnudas por todos lados. Prefieren no dejarlo en la sala, así que ingresan a su habitación: Dejan al cuerpo tendido en la cama. Por los moretones que le aparecen, notan que la sangre comienza a coagularse; tienen que actuar rápido. Pese a que Cendra lo limpió, aún en la boca y en las fosas nasales, hay rastros de aquel vómito verdoso.
– ¿Eso es todo, Doctor? – pregunta Echazú.
– Todo. – Javier suspira.
Y salen del departamento.
– Sólo tenemos que estar atentos; te encargarás si el cuerpo pasa por la morgue, ¿okay? – Javier se dirige a Diego.
– De eso, ni se preocupe. – contesta él, ya seguro, emitiendo un gesto peculiar, como arrepintiéndose de haber sido tan maricón en un inicio.
Bajan por las escaleras y se dirigen al estacionamiento. No pueden evacuar por la puerta principal, pues las cámaras de seguridad de recepción podrían registrarlos. Antes de salir, Javier se percata que Stephanie, la estudiante que, no hace muchos días ha estado en la oficina de Pascarella, hace su ingreso al edificio y saluda al portero.
– Deténganse un segundo. – ordena.
Cuando ve que ella ha tomado el ascensor, da la orden de salir por el portón. Rápidamente, toman un taxi y se dirigen a la torre del estudio de abogados, en Miraflores. Los celulares prendidos, la agenda de contactos dispuesta a todo y con un cintillo de alerta. La autopsia, las diligencias, las declaraciones policiales y demás formalidad barata tendrá que estar controlada. Después de todo, hay caja chica; si eso no procede, el miedo o la fuerza tendrá que ser utilizada. A veces la burocracia o los cadetes no saben con quién están hablando y hasta se ponen faltosos. Pero esto es el Perú: Un fajo de billetes calla la boca a cualquiera; o de lo contrario, una mirada penetrante o una pistola en la sien.
Los tres, se escabullen entre la noche. Nadie dice nada en el camino. Echazú y Cendra son fríos, con la personalidad perfectamente maquiavélica que te conduce al éxito. De pronto, a Javier le envuelve una ola de recuerdos. No hay tiempo para llantos; ahora, sólo tienen que esconderse entre la noche.
– Buen trabajo, muchachos. – dice Javier, de pronto, encendiendo un cigarrillo en el taxi y exhalando el humo que se entremezcla con la neblina.
En la torre sólo están los tres; las demás oficinas están vacías. Cendra y Echazú están con el celular pegado a la oreja y susurrando el nombre de Guillermo Pascarella. Javier, en el ordenador, improvisa la redacción de un comunicado de prensa.
La policía ya actuó: Cuando Stephanie ingresó al departamento, entró en un cuadro de pánico y trató de darle respiración boca a boca a su amante. Al ver que no reaccionaba, llamó a Alerta Médica y los paramédicos confirmaron el deceso: “Ya tiene horas de fallecido señorita”. Entonces, entre sollozos y gritos, llamó a la comisaría de Santiago de Surco. A las pocas horas, llegó el Fiscal. Levantaron el cadáver en horas de la madrugada y lo trasladaron al tanatorio. Para esto, Cendra ya había resuelto todo. Bastó una llamada al director de la morgue, cuyo número Pascarella lo guardaba en una agenda negra a la que, ni siquiera Javier, tenía acceso.
– Personalmente me encargaré de efectuar el depósito de lo pactado; pero el documento tiene que emitirse y bajo los parámetros que ordeno ¡ahora! – enfatizó Cendra.
Y así, cuando el cadáver llegó a la morgue, el informe forense y el certificado de defunción ya estaban firmados: Muerte natural; infarto fulminante. Sin embargo, la policía interrogó a Stephanie por más de dos horas hasta que, de pronto, el Comandante Valderrama indicó a sus subordinados que detengan todo; que registren la declaración de la señorita, pero que no continúen ni comuniquen nada a la Fiscalía; que ya había sido informado por el médico de cabecera que Guillermo Pascarella sufría del corazón y que, esta vez, probablemente entre la combinación maldita de la edad y el estrés, le vino un cuadro de hipertensión que desembocó en un infarto.
– En estos momentos la esposa ya debe haberse enterado. – comunica Cendra, ya entrada la madrugada.
– Usted nos indica el momento en el que llamemos a la prensa, Doctor Arteaga. – interviene Echazú.
Ambos son herramientas útiles para los propósitos de Javier: Roberto Echazú es obediente y draconiano cuando tiene que actuar. Mirada seria, como todo abogado penalista. Es hábil para planear absolutamente todo. Conoce a los magistrados del Poder Judicial y procede como le ordenan. Es inteligente; encuentra los cinco pies al gato y es capaz de destruir cualquier argumento que, frente a ojos de los demás, podría ser evidente. El caso más emblemático que ganó fue hace quince años, cuando aún el Código Penal no había sido modificado. Entonces, tuvo que defender a un empresario minero homosexual quien, absuelto del delito de evasión tributaria, posteriormente, se le procesó por violación a menores de edad; canillitas que se prostituían en las callejuelas del Callao. El delito, en efecto, había sido consumado; el acusado había confesado cada una de sus fechorías, pero Echazú, abogado inescrupuloso, limpió las bolas de excremento que estaban en escena. Convenció al Fiscal de archivar el caso utilizando dos argumentos brillantes: El primero, que las víctimas no tenían representación legal; el segundo, que, remitiéndose a las declaraciones otorgadas a la Policía, el acusado afirmaba ser homosexual pasivo y que, al ser así, “jurídicamente”, estaba imposibilitado de penetrar, de violar; en otras palabras, de cometer el delito imputado. Los argumentos procedieron quedando archivado el proceso en medio de una paupérrima investigación preliminar.
Diego Cendra, por otro lado, bordea los treinta. Guillermo Pascarella lo conoció cuando fue Ministro de Economía. Cendra era bachiller en Ciencias Políticas en la Católica y era el practicante del Secretario General. Era flaquito, alto, tocaba guitarra y no se privaba de unos porros los fines de semana. “Cambia esa cara de cojudo, carajo”, solía decirle Pascarella, cuando entraba a la oficina, y Cendra apenas sonreía con timidez redactando oficios o proyectos de Decretos Supremos. Pero hubo una época, por órdenes superiores, en la que Pascarella tenía que fumigar a cuanto político contra el régimen fuese necesario. Ahí, contrató a Diego Cendra como su asistente. Diego lo seguía de arriba abajo; cargaba el maletín de cuero y, a veces, hasta hacía de chofer. Incluso, sólo Cendra tenía acceso a lo que se denominaba “la agenda negra”, en la que se guardaba los números de prostitutas de lujo, de embajadores, de los más altos jefes del Ejército, de sicarios colombianos, de ex presidentes, o, es más, hasta de algunos brujos que trabajaban para los políticos. Cendra estuvo presente la oportunidad en la que a Pascarella le llegó el video de un político de extrema izquierda con apellido quechua, recibiendo dinero de Venezuela para su próxima campaña presidencial. Antes de presentar las imágenes a los medios de comunicación, se reunieron en el café Haití con un vidente, como lo llamaban, el profeta de América, Reinaldo Dos Santos, quien por esos meses había llegado a Lima alertando un próximo terremoto. Le pagaron en efectivo mil dólares por una consulta y preguntaron la conveniencia de presentar el video altamente susceptible de críticas. “Si esto sale a la luz, se armará tal escándalo que no hay duda de que usted será el próximo Premier, Doctor Pascarella; y es más, en las próximas elecciones, y si se hacen las cosas que yo indicaré, Keiko, la candidata de la derecha ganará y hasta le ofrecería la Embajada de Londres”, dijo Reinaldo, con ese dejo de entre brasilero y mexicano. “Cojonudo, cojonudo. Diego, entonces tú te pasearás por todos los medios, radiales, escritos, televisivos o los que chucha fuera y yo me encargaré de dar el rebote, ¿te queda claro?”. Y así fue. Pascarella, entonces, le compró a Cendra trajes finos en las más refinadas galerías de la Avenida Conquistadores y camisas hechas a su medida en La Casa España. Cendra se encargó de ir a cuanto canal fuese necesario jugando el papel de ciudadano leal, dando entrevistas a medio mundo y declarando a la prensa sobre la bochornosa situación en la que aquel político, cholo pero con aires de grandeza y deseos de querer ser presidente, estaba siendo financiado nada más y nada menos que por el gobierno de Venezuela para que, de esa forma y si salía elegido en las próximas elecciones, como decía Cendra en sus entrevistas, este país retroceda cien años luz instaurándose una dictadura, como sucede en Cuba, a causa de la imposición de políticas económicas tan insultantes como son las restricciones al libre mercado. A la semana siguiente, Pascarella daba los rebotes luciendo un aire afrancesado. A los pocos meses, a raíz de aquel escándalo, el gobierno atravesó una crisis; hubo cambio de Ministros, y Pascarella fue elegido Premier. Como fueran las cosas, Diego Cendra consideraba un maestro a Pascarella. Su mentor le enseñaba de la vida y le impuso a no temblar ante la toma de decisiones. Jamás paraba de repetirle que sólo sin sentimientos de culpa uno es capaz de ganar cualquier batalla. Diego aprendió todo eso y, con el paso del tiempo, hasta comenzaba a negociar con el destino. Si bien Javier era el cerebro de Pascarella, el abogado treintañero que armaba una estrategia, Diego era quien tenía la llave de herramientas: Le reservaba a su jefe los hoteles, los vuelos, las citas con el urólogo en la Anglo Americana. Él era el encargado de investigar profundamente a cada una de las amantes o de las prostitutas del Emmanuelle de San Isidro, el exclusivo paraíso para empresarios acaudalados, con las que Pascarella se acostaba. Con el tiempo, Cendra comenzó a ser bueno con los negocios y astuto mover sus fichas. Por eso, no pocas veces, se reunía con los sicarios con los que, tras la entrega de un maletín negro y un fuerte apretón de manos, cerraban un negocio para que ellos descuarticen o, por lo menos, metan un buen susto a algún cliente descarado o algún testigo cuya presencia no convenía dentro de un proceso.
– Acabo de mandar el comunicado de prensa. – anuncia Javier; casi cuando el cielo de Miraflores comienza a encenderse.
– Déjeme hablar con uno de los directores del canal del Estado. – interviene Echazú, taza de café en la mano. – Para que le rindan un pequeño homenaje al Doctor, ¿no cree conveniente?
– Puede ser, puede ser. – dice Javier. – Esperemos mejor hasta el lunes. Domingo no conviene.
– Me informan que la esposa acaba de recoger el cadáver. El velorio será hoy a partir del mediodía en la Iglesia Virgen de Fátima. – dice Cendra, con el iphone en la mano. – Es más, El Comercio acaba de colgar en su portal web la noticia; invita a familiares y amigos al velorio.
– ¿Iremos, Doctor? – pregunta Echazú, sentándose en uno de los sofás de cuero, cogiéndose la frente.
– ¡Por supuesto! – contesta Javier; mirada entrecerrada, con un cigarrillo en la boca. – Si la Policía no emitió informe al Ministerio Público y si el Acta de Defunción esclarece muerte natural, ¿qué nos imposibilita ir al Velorio?
Imaginar que un abogado reconocido, ex Ministro de Economía, hombre pulcro y con sonrisa eterna en las revistas sociales, falleció en un spá donde se ejerce la prostitución clandestina, y peor aún, en medio de un ejercicio sexual, implicaría un bochorno y el cuchicheo en los cafés por décadas. Amanda, su esposa, no volvería a pisar la calle, ni mucho menos los gimnasios del club o los cocteles en las embajadas, con las amigas de toda la vida. El chisme se esparciría por todos lados. Pero no sólo Amanda sería señalada en Lima: También los hermanos de Pascarella, los hermanos de Amanda, los tíos, los sobrinos, los cuñados, los primos, los primos de los primos. La reputación del estudio de abogados declinaría y la cartera de clientes se iría al hoyo. Porque después de todo, nos enteramos del día a día de la alta sociedad en las tertulias en los cafés de Chacarilla, en la que una amiga le cuenta a otra sobre la esposa de una tercera, sí, esa misma, la hermana de Soledad Briceño, que, ¡ni te imaginas, reina!, le descubrió a su marido que tenía otra. Una noche, el muy vivaracho de Robertito Villegas llegó a casa con la camisa manchada de colorete y oliendo a perfume barato, sí, pero shhh, era perfume de puta, reina. Y, ahora, ¡pobre Soledad!, está en pleno proceso de divorcio. Al pobre Joaquincito le hacen bullying en el colegio; tú sabes cómo son los niños, y me da tantísima penita que todos los papis del Markham ya lo saben, ¿puedes creerlo?
Casi a las ocho de la mañana, Echazú y Cendra salen de las instalaciones de la torre. Javier se queda un rato más. Entra a la oficina de Pascarella y siente que el tiempo se detiene: El escritorio tallado en Europa; la caja fuerte; el mini bar con botellas de whisky; la laptop liviana; en uno de los ceniceros, un pucho; los expedientes, los testamentos (en los que se encuentra el de Javier); el sofá de cuero; la mesa central de caoba. Siente un leve escalofrío al ver las fotos de su jefe: Cuando juramentó como Ministro, cuando juramentaba ante el Colegio de Abogados de Lima. Esas fotos de los años luz, cuando vino George W. Bush y se tomó una foto con él en la embajada, y otra, la vez que Bill Clinton dio una conferencia en la Universidad y fueron a cenar a La Romántica. Su sonrisa, sus ojos de éxito, la mirada penetrante que hechizaba.
Por fin, una lágrima recorre las mejillas de Javier. Se sienta en el escritorio y solloza. Recuerda, entonces, ese primer día en el que trabajó con Pascarella, aún de practicante, y él le regaló un libro, “El Príncipe”, de Maquiavelo. “Será tu biblia”, le dijo, y escribió una dedicatoria arrogante: “Para Javier, iluso joven, de su, por siempre, profesor”.
Jesús Barahona.
"La tristeza del azar". Página 23 ©