Uno:

La tarde de un sábado soleado. San Isidro irradiaba una luz tenue, como quien da la bienvenida a un pequeño Paraíso. Caminar por ese distrito me resultó siempre agradable; solía hacerlo con mi abuelo tras las risas del Olivar y luego aterrizábamos en el bar Inglés del Country Club; y ahí, él pedía un whisky a las rocas, cajetilla de cigarrillos en la mesa, y yo un milkshake de fresas. Caminar sin saber a dónde ir resulta un placer inmerecido, casi tanto como si uno caminase para encontrarse con un ángel y darle la mano. No pensé que ello, sin embargo, se haría realidad. Atravesé por una de esas calles que corta la Conquistadores y una boutique de ropa se inauguraba. Globos por doquier y champagne; y casi invadiendo mi paso, una suerte de cartel en medio de la vereda, con una gigantografía que retrataba a una modelo luciendo la ropa de aquella boutique: Cabello rubio, ojos verdes, sonrisa de valiente; nada atípico de lo que configuraba un panel publicitario. Apenas volteé la mirada y volví a ver la boutique sin mayor esperanza: Risas por doquier, adolescentes entre la vehemencia, fotógrafos de las revistas sociales y, seguramente, algún bloggero dispuesto a echar luces en las redes sociales.

Con un libro de Cortázar entre las manos, miré al otro lado de la acera y me convocó un café, con estilo rústico y discreto. Me senté en una de sus mesitas de la terraza, que en el centro llevaba una vela encendida, casi al lado de un macetero con un cáktus. Una copa de vino, café bien cargado y una cajetilla de cigarrillos. Suspirando y con la droga retumbando mis latidos, las líneas de Cortázar se sumergían entre mis pupilas. Cada tanto, alzaba la mirada y veía esa gigantografía, esa modelo, esas esmeraldas en los ojos verdes, diáfanos y brillantes; esa sonrisa tan perfectamente increíble y hermosa, como diciéndole al mundo que todo, absolutamente todo lo que ella podía lucir, le quedaría cojonudo, surreal, majestuoso, pues, así es la vida, sólo las princesas privilegiadas habían nacido para encantar. Y ella, aparentemente, lo había conseguido.

Entre ese aroma a tinta, cigarrillo y café, percibía algo en ese fuego, en esa boutique, en esa modelo cuya sombra la tenía frente a mí y entonces, la voz de Cortázar susurraba entre el ventarrón sanisidrino indicándome que simplemente esa escena era una suerte de epifanía, un rayo que parte los huesos y te deja estaqueando en la mitad del patio.


Dos:

Entre el torbellino de una oficina, el aroma del café se entremezcla con el del cigarrillo que lo fumo entre caladas largas, mientras manejo por la Javier Prado. De pronto se me acerca Diana, una de mis practicantes: Sonrisa esbelta y con un aroma peculiar que me hace identificar la marca perfume: Es uno de Michael Kors. Es hábil para muchas cosas, y no pocas veces, me siento observado por ella, sobretodo, cuando escribo con rapidez, tecleando fuerte la computadora, interponiendo recursos de apelación, salvando capitales y creando inversión. Mientras me hace una consulta legal y remuevo con sofisticación la taza de café, algo en mí conmueve mi atención y presiento que es recíproco. Casi al mismo tiempo exclamamos:

- ¡Me encanta lo que llevas puesto!

Ella hacía referencia a unos nuevos gemelos, de cristales Swarovski, con una tonalidad rojiza, que combinaban perfecto con mi corbata roja de seda que el último fin de semana la había comprado en Brooks Brothers. Y yo, en cambio, me refería a la blusa que llevaba, una oscura, cuya combinación se acentuaba con una suerte de dije en plata que llevaba incrustado una roca del mismo color. Le dije que esa mañana estaba más churra (ese fue el término que usé) que de costumbre y que, de seguro, sería capaz de derretir a los chicos como se derrite un helado de menta bajo un sol caribeño.

- ¿Y esa blusa? – pregunté, ojos chispeantes.

- ¡Ah, Doctor! – exclamó ella, tapándose la boca, sonrosada. – Me lo compré en la inauguración de Luao; ¡ni se imagina la ropa pre-cio-sí-sima que venden! ¡No sabe!, me volvía loca de tanto comprar. ¿No le parece divina?

Y cuando dijo ese nombre, ¡Luao!, recordé que era la misma boutique cuya modelo en una gigantografía no dejaba de mirarme (y, secretamente, introducirse en el torbellino de mi locura), mientras me entrometía entre las líneas de Cortázar calando vehemencia a través de un cigarrillo.

- Te queda linda. – agregué, sin mayor importancia, regalándole una sonrisa, indicándole los pendientes que tenía para la tarde y, discretamente, mirándole la retaguardia cuando se retiraba de mi oficina como una diva, haciendo sonar los tacos y moviendo la cintura.

Y en la soledad de mi escritorio, cogí mi celular; en Instagram tecleé el nombre de la boutique, Luao, y no tardé en encontrarla. Entré, y ahí, nuevamente las esmeraldas de los ojos verdes de esa modelo me daban la bienvenida y a través de la pantalla me miraba entre una sonrisa peculiar, entre sensual e inocente, como diciéndome que sabía que la iría a buscar. Visualicé una de sus fotos, y grande fue mi sorpresa cuando me percaté que ella estaba etiquetada: Se llamaba Thais La Roca. Entré a su perfil, y casi boquiabierto, descubrí que ella me seguía en la red social. Le devolví el follow; y al ser su perfil público, tuve acceso a su mundo cibernético. Teníamos algunos amigos en común; y particularmente me seducía una imagen en la que aparecía apoyada sobre una bicicleta, chompa rosada y jeanes rotos; mirada penetrante (no podía resistirme a sus ojos verdes), misteriosa, cautivadora, encantadora, todo en una. En su cuenta, aparecía una dirección web y se trataba de su página personal. Descubrí que había estudiado diseño de modas en Nueva York y que por varios años había estado trabajando para las mejores marcas del mundo como diseñadora: Chanel, Louis Vuitton, Fendi, Prada, Versace; hasta que, siguió su camino y se independizó para seguir sus metas personales. Eso, ese arrojo torero, me cautivó; demostraba que no sólo era una flaquita de bella sonrisa y lindo cuerpo, sino, que tenía personalidad, algo que constituye el mayor atractivo en una mujer. Con el celular en mano, sonrisa discreta, seguí viendo sus fotos en las discotecas de moda, en las playas del sur; por ahí, junto con algún amigo o amiga en común. Me divertían sus publicaciones, casi como si quisiera demostrarle al mundo que ella está loca y que, si la provocas, puede convertirse en una rebelde sin causa. Eso fue; eso lo que me indujo a escribirle. Tecleé: “Tu locura me contagia, me inspira y me encanta”. Luego, borré todo; me pareció tan cursilón y lastrado por un floro barato. Así que, simplemente, le escribí un “¡Hey, guapa!”.


Tres:

Así, fui descubriendo más de ella; y entendía que la sofisticación que la envolvía no sólo estaba reflejada en su cabello rubio, en su voz, en su sonrisa de ángel, sino también en su forma de mirar a la cámara, en el arma letal de su mirada, como imponente, sensual y cándida; pero sobretodo, en su forma de escribir, de contar las historias de manera tal que dejara al lector perplejo, con los ojos bien abiertos y al detalle de cada punto y coma de principio a fin. Había algo en ella, en su misterio natural o en su forma de ser que me generaba tanta intriga, tal grado de querer conocerla, de leer entre su mirada la novela de su biografía. Sabía que le gustaba la lectura, la moda y el buen vino. Por ahí, logré ver un video que promocionaba la publicación de una de sus crónicas sobre un grupo de música, en el que aparecía en la sala de su depa, sentada en la alfombra, en modo chill, dejando que el tiempo se detenga, la mac prendida y entre sus dedos, una copa de vino.

Sabía que ella no conocía de las novelas que había publicado y del olvido que las envolvía; y no me equivoqué cuando supe que sólo había escuchado de mí por la popularidad del “¡Hey, guapa!”, y por lo que su mejor amiga, Denisse Pancorvo, le habría contado ante la cercanía que alguna vez tuvimos, allá, en la primavera del 2015.

Me divertía tanto hablar con ella a través del celular; me gustaba que sus días no se limiten a una oficina y depender de un sueldo. Me gustaba que busque arte para crear, escribir y lucirse. Me decía que, si bien ya no acudía a las típicas fiestitas de Lima, sí se permitía salir los fines de semana en plan “tranqui”. “¡Olvídate!, el año pasado era full juergas; terminaba de una y el after la seguía en Dalí”, me decía, “Pero este año ya estoy más tranqui; el cuerpo ya no me da para tanto y prefiero hacer cosas más chill. ¡En cambio tú!, no paras ni los viernes y sábados”, agregaba. “¿Sabes algo?, yo quiero ser presidente del Perú; y quiero que seas tú mi primera dama”, le decía. Y ella se reía a más no poder. “¡Eres un loco!”. “¡Lo sé!, pero sólo tengo algo claro: No podremos conocernos entre las juergas de Dalí bailando Criminal, no way; necesito que sea algo más surrealista, más quijotesco. Que la historia sea algo como que, alguna noche y tras cerrar un contrato millonario, salía del bar del Country Club y, al atravesar el hall, te vi y tus ojos, simplemente, me hechizaron y caí rendido a tus pies; y que ese mismo día te dije que viajemos a Nueva York, a Dubai, a Bruselas a iniciar una historia de aventuras para, finalmente, llegar a Palacio de Gobierno”. Y cuando le contaba todo eso, ella no paraba de reírse, de pensar que, seguramente, estaba tratando con un ser vehemente, enajenado o drogado; pero que, en el fondo, no existía mejor droga que esa risa que le provocaba y que, para mí, esa rutina, también comenzaba a ser adictiva.


Cuatro:

Entre la risa y con las cuerdas del reloj a mi favor, un viernes estaba por mi discoteca favorita, Noise. Recién acababa de llegar y, recuerdo, antes de salir, había estado entre vinos y quesos con unos tíos. Atravesé el sector Vip, y no son pocas las veces en que alguien me reconoce y me piden una foto o un video a lo que, feliz, acepto; y si, por ahí una chica linda captura mi atención, no dudo en invitarle una chela heladita. Así, caminaba entre el tumulto de la gente cuando, de pronto, mientras chocaba la mirada con un buen amigo, noté que él susurró a una chica quien estaba de espaldas “Está acá el heyguapa”. La chica volteó y no me encontré con cualquiera, era Thais La Roca quien estaba frente a mí y busqué que sus ojos se entrelacen con los míos. Era la primera vez que, conscientemente, la tenía frente a mí. De inmediato sonreímos, me acerqué a saludarla con un beso; y al tenerla cerca, percibí el aroma de su cabello. No parábamos de reírnos; nos acomodamos en la barra del sector VIP y, no dudé en invitarle un gin de arándanos. Como la fila para comprar era infinita y, considerando que a una reina se la complace de inmediato, llamé al barman que suele atenderme y, dejándole una buena propina, ordené que me preparen los tragos a la brevedad, de inmediato. Y así nos quedamos gran parte de la noche, en esa esquina. Hacía lo posible (y pese a mi miopía) por verme reflejado en sus ojos verdes, y al rozar sus manos, las sentía como algodón. “¿Sabes?, lo que más me gusta de ti es que no puedo parar de reírme; siento que eres un mundo y tu forma tan endemoniada de escribir hace que mi imaginación vuele”, le dije. “¡Pero tú eres un florero!”, exclamaba. “¿Acaso crees que Denisse Pancorvo no me contó todo?”, y ponía una mirada traviesa. “No tengo por qué mentirte al decirte que me llamas la atención”, me defendía. “No lo sé, ¿pero sabes?, yo suelo desconfiar de las personas. No solo de los chicos, sino de las personas en general. Me han pasado tantas cosas que algún día te contaré”. “¿Con una copa de vino y una tabla de quesos?”. Eso está por verse”, y sentenciaba, graciosa, mientras yo la miraba con ojos risueños.

En un momento, casi sorprendiéndome y de manera desprevenida, me dijo: “Ahorita vengo, espérame acá”, y se entremezcló entre la gente, atravesando el pasillo que divide al sector Vip con Súper-Vip. En efecto, la esperé quince minutos, veinte, media hora. Al darme cuenta que no vendría de vuelta, decidí bajar y subir a cabina con Dj Asto; y, entonces, no tan a lo lejos nuestras miradas volvieron a encontrarse. Me sonrió y, tras un beso volado, como si cometiese una travesura, salió de la discoteca, dejándome helado, estático. Con el celular en la mano, tembloroso, logré escribirle: “¿Todo bien?”; a lo que ella me contestó: “Sí, sorry, mañana tengo sesión de fotos temprano”. “Todo bien; haré méritos para ir juntos por esa copa de vino”.


Cinco:

Hoy iré a Dalí”, y el mensaje de Thais me despertó, golpe del mediodía de un sábado. “Tengo una comidita en la noche, y luego me paso para allá. Te escribo para vernos”, añadió. ¡Nuevamente la vería! “Qué suerte; salió el sol y parece que el viento está a mi favor”, pensé. “Hoy estaré con mis mejores galas; y todo apunta a que, finalmente, esta noche bailaremos Criminal”, le dije, con una tonalidad juguetona.

Antes de llegar a la discoteca, tomé varias copas de vino, entre el Netflix y unos puchos. Una camisa blanca, jean negro y directo a Plaza Butters. Isaías, promotor predilecto y amante de los buenos gins, en puerta, me estrechaba la mano con una sonrisa. Ese sábado, habían cerrado la parte de general, salvo el escenario, donde se encontraba la cabina de Dj; y ahí, el genio de Dj Paul metía los mejores rémix; él podía hacer bailar a quien fuese; por algo era el Dj de la discoteca más exclusiva de Lima. Subí a cabina, con las tradicionales chelas en la mano y su respectivo “¡Salud, hoy la cagamos!”. Y así, entre las luces de colores y la música a todo volumen volvía a sumergirme en la vehemencia. Hasta que, de pronto, uno de los fotógrafos me tocó el hombro y señaló el box cuya vista daba exactamente a cabina; para ubicarlo geográficamente, era el box que está al lado del que suele reservar Omar Macchi. Alcé la mirada y ahí estaba Thais, apoyada en el muro; sonrisa impuesta, con el cabello brillándole más que nunca. Me sonreía y me saludaba con la mano. Y al verla, le mandaba besitos volados, riéndome sin saber de qué, sólo riéndome y viéndola. Y, entonces, me acerqué a Dj Paul: “Tienes que poner Criminal”, exclamé. “¿Por qué?”, me preguntó, sorprendido, acomodándose la gorra, curioso. “Porque acabo de ver a una flaca tan bella que es la más cri-criminal”. Y él se cagó de risa; buscó el rémix y comenzó a sonar la melodía de Ozuna. Y en ese instante, Thais, desde arriba, rojísima, no paraba de reírse. Le grité que bajase conmigo. Y ella corrió, atravesó el sector Súper-Vip y vino a mi encuentro. Dj Paul ordenó a los agentes de seguridad que le dieran el pase. Y le di un abrazo, ojos desorbitados, pensando que, en efecto, estaba tan loco que mis vivencias deberían estar al margen de lo legal.

Y ahí estuvimos buen rato, entre la música y la genialidad de Dj Paul. “Este encuentro es tan increíblemente poético que merece ser celebrado”, le dije en el oído. “¿Y cómo?”.Pues con un champagne, ¿con qué más?”, y disimuladamente, le cogí la mano y entrelacé mis dedos con los de ella; en ese instante me sentí privilegiado, me sentí un semi-Dios; fui feliz. Asì, volvimos a atravesar el sector Súper-Vip, luego las puertas de metal y aterrizamos en la terraza, entre la música de Shakira y el cielo que aún estaba oscuro, estrellado. Pedí un Moêt & Chandon y nos acomodaron una mesita para estar de pie. “Hoy te dejaré en la puerta de tu casa”, advertí. Y así, pasaron una, dos, tres copas; y en un dos por tres la botella se había terminado. Las risas prevalecían; y notaba que sus mejillas estaban rojísimas. Y en un momento, al mirar el suelo, noté en su pantorrilla un tatuaje que capturó muchísimo mi atención: Era un ojo. “Es un ojo turco, para alejar la mala vibra de mí”, me dijo, con mirada tierna. Y entonces, la abracé y le susurré: “Te queda hermoso, ¿sabías? Pero, cuando pases tiempo conmigo, no necesitarás alejar ninguna mala vibra porque yo te cuidaré”. Con el cielo anaranjado, nos retiramos. ¡Moríamos de hambre!, y el arroz con pollo o el arroz chaufa de Plaza Butters (donde, alguna vez, bajoneé con algún amigo de un programa farandulero, no estaba dentro de mis opciones). Llegamos al Centro Comercial El Polo, y encontramos a Delicass abierto. No lo dudamos; pedimos un club sándwish con Coca-Cola helada y lo devoramos. Ya en el instante que Lima había amanecido por completo, noté que Thais daba un primer bostezo; así que pagué la cuenta y nos fuimos. En el trayecto a su casa, ella estaba somnolienta y no dudé en ofrecerle mi hombro. Apoyó su cabeza ahí; su cabello lo sentía tan cerca a mis mejillas, ese punto en el que logra hacerte unas leves cosquillas; y aunque estaba contaminado por un leve olor a cigarro, igual se percibía su aroma, la esencia de ella. Me quedé mudo, confundiendo el brillo del sol con el de su cabello. El ambiente era silencioso, entre ese silbido de los pájaros que indican un nuevo día; y yo aún sin poder creer que las líneas de Cortázar se hacían realidad; sin poder creer, hasta entonces, que la poesía de una ficción era capaz de escribir un capítulo entre las páginas de mi biografía. Al llegar a su edificio, nos despedimos con un beso en la mejilla; y fue inevitable no bajar levemente la mirada y ver sus labios sonrosados. “¿Queda pendiente la copa de vino?”, le pregunté, luchando por no dar un bostezo. “Lo pensaré”, me respondió, sonriendo, cerrando la puerta con delicadeza. Y así me quedé en medio de esa calle tranquila, estático, riéndome solo, pensando que seguramente ella ya sabía que había creado una fantasía en mí. 


Jesús Barahona.
Lima. Noviembre, 2018.


Seré Presidente del Perú, eso está decidido. De acuerdo a los articulados constitucionales, me corresponderá en el 2026 y juramentaré a poco más de dos meses de haber cumplido treinta y siete años. Mi gobierno será de derecha, con impulso en políticas liberales y defensa a la libertad de competencia y de mercado. Prevalecerá el sector minero y se erradicarán barreras burocráticas que atrasen inversiones privadas o que generen sobrecostos. Se firmarán contratos de estabilidad jurídica y se disolverán (¡Di-sol-ver!) ciertos ministerios plagados de roji-caviares que sólo generan más y más burocracia. Se respetará el Ius Imperium; no habrán marchas, cánticos revolucionarios, amanecidas o huelgas de hambre lideradas por comunistas encubiertos y una plaga de estudiantes que, en vez de ponerse a estudiar o trabajar, con porro en la boca, se alucinan el Che Guevara o Marx. En tal sentido, se aplicará la filosofía de Nicolás Maquiavelo: “Los hombres ofenden antes al que aman que al que temen”.


Ganaré en segunda vuelta y haré puré en el debate a una candidata de izquierda. El día de las elecciones, se transmitirá por todo lo alto mi desayuno electoral. Y no, señores: No me envolveré en hipocresía y populismo; no desayunaré lo que desayunan todos los candidatos para, si acaso, aperuanisarse más y estar acorde con los gustos populares y tradicionales. No estaré cual Verónika Mendoza comiendo en platos de barro y hablando quechua; ni cual Alan, con el cuy frito y el aceite goteándole entre los dedos; ni muchísimo menos, cual PPK, amante taurino, con la pachamanca y los tamales sobre la mesa. Mi desayuno será ligero, y constará de lo que desayuno todos los días: Café colombiano hecho en cafetera italiana con crema de chantillí encima, jugo de piña sin azúcar y pan caprese. Sin embargo, para que la utopía del torbellino de mi imaginación se concrete, necesitaré de una primera dama, the first ladie of Peru. Una dama que sea la primera en todo; y para ello, barajo las siguientes posibilidades:


Adriana Pezet sería una primera dama sofisticada y enaltecería su fineza. Es abogada y defiende capitales en los mercados de valores. Lleva una mirada imponente, oji-verde color esmeralda, como diciéndole al mundo que ella ha nacido para ser admirada y envidiada; y luce un cabello del color del sol que lo tiene muy bien cuidado. Le gusta el mar, y por eso no dudó en pedirle a sus padres que compren un depa de estreno en una de las playas de Punta Hermosa, para no sólo aparentar ser una sirena que se pasee por el Club Naútico, sino, los sábados por la noche, ser la flaca más extrovertida de Resident. Yo sabía que tenía novio, un ejecutivo de una financiera; pero aún así, prevalecía nuestro encuentro furtivo en el bar del Country Club y no nos negábamos a mojar el paladar con un Marqués de Riscal. En todos esos encuentros, ella, traviesa, sacaba su celular y enviaba un mensaje a su pareja notificándole que se amanecería redactando un informe legal y que recién mañana se comunicaría con él; y tras eso, avispada configuraba el dispositivo en modo avión. Las copas de vino iban acompañadas de tablas de quesos y, entre la jocosidad y la risa, no pocas noches, dependiendo si era jueves o viernes, íbamos a las discotecas de Plaza Butters a sumergirnos entre la vehemencia y las luces de colores; y posterior a ello, nos embutíamos en un desayuno opíparo en Glotons o en San Antonio. Una noche de sábado que salimos a Dalí, en medio de la juerga y sumergida en ron, me dijo “Nicolás me pidió ayer en una cena cursilona que nos casemos, y le dije que le contestaré en estos días; esta noche será mi última que estaré no comprometida”, y me sonrió con cierta dulzura y complicidad, como diciéndome entre líneas que ella estaba tan loca como yo, y que esa noche, así caiga la Bolsa de Valores de Nueva York, no dejaría de moverse al ritmo de “Procura”, de Chichi Peralta. Así estábamos esa noche: Los dos en la barra, un cuba libre para ella y una chela para mí; y luego, entre ese juego de miradas, ella se acercó a mí, tratando de besarme y yo esquivé, sutil, el rostro. Al darse cuenta del rechazo involuntario, no paró de reírse, como repitiéndose “soy una tonta, sorry”; a lo que alcé su rostro y, sonriéndole, le dije “todo bien, guapa”. Entonces, anunció que iría al baño y caminó moviendo la cintura, entre ese vestido rojo que le quedaba cojonudo y ante la mirada atónita del genio-loco de Dj Paul, quien desde el escenario podía vislumbrar cada detalle; y así se escabulló entre la gente, perdiéndose hasta el día de hoy. Sólo me quedan las fotos que nos hicimos en las canchas de tenis del Lima Golf Club y la memoria de su sonrisa, que no la veo hace dos años, y que se reflejan en las fotos con las que posa en sus viajes alrededor del mundo junto a su prometido.


Fátima Urrutia sería una primera dama literaria y, no por ello, menos sofisticada. Había estudiado Inginería Industrial en la Universidad de Lima, y ni bien se graduó, tiró la casa por la ventana organizando un mega-archi juergón en su casa en La Planicie; y tras enmarcar el título de ingeniera y dejarlo encima del escritorio de su padre, compró un pasaje a París sin retorno a concretar su sueño: estudiar diseño de modas y escribir una novela en la que retrataría cada demonio interno que, desde adolescente, carcomía su alma. Es pálida y lo atípico en ella es que pareciera que no viviera en este universo; como si estuviese perdida, con ideas revolviéndole la cabeza y plasmándolas en versos o en esas historias tan cojonudamente escritas que sólo son merecedoras de quedar en la memoria y no en los papeles perdidos que ella quema en la chimenea de su departamento. La descubrí a través del azar, cuando de pronto pedí prestada la Mac a una tía para mandar un correo electrónico; y, entre las ventanas del Safari, descubrí que estaba leyendo su blog, que cada tanto publica desde París escribiendo sobre modas, sobre las nuevas tendencias, sobre sus diseños. Lo que capturó mi atención fue su prosa; y al leer su biografía, descubrí que había publicado un poemario. No lo dudé y esa misma tarde, lo compré en la misma librería en la que, entre el polvo y olvido, reposan las novelas que hacía años había publicado. Leí su poemario entre el café y la risa y le escribí un correo electrónico. Para mi sorpresa, ella me respondió y nos percatamos que entre la Lima en la que todos nos conocemos, teníamos varios amigos en común. Ahí, me contó del fuego de su inspiración: Cuando ella estudiaba en el Villa María, tenía un enamorado del Markham, Rodrigo Alcázar, con quien había descubierto la ternura y los primeros pasos de un amor precoz. Me contó, entonces, que Rodrigo estaba sumergido en una depresión producto al alcoholismo de su madre y a la violencia de su padre; y que si bien ella trataba de sostenerlo, por momentos, todo resultaba insostenible y la relación se estropeaba cual castillo de naipes entre la sangre y las lágrimas. Una noche, su padre anunció que ya no vivirían más en La Encantada de Villa; que las acciones de su empresa habían bajado y que, para más yapa, el Banco estaba a punto de ejecutar la hipoteca; y, sin decir más nada, se metió a su habitación. Al poco rato, se escuchó un disparo; Rodrigo rompió la puerta de un empujón y encontró a su padre entre un charco de sangre, con los sesos encima del escritorio y salpicados en un vaso de whisky, y su revolver (el mismo que, a los dieciocho años le había regalado su abuelo), aún colgado entre sus dedos. Desde ahí, la oscuridad de un silencio se apoderó de la relación, y a los dos meses de aquel incidente, Fátima y Rodrigo cumplían dos años de enamorados. Ese día, Rodrigo le hizo un video filmándose con su celular, en el que le declaraba un amor desenfrenado, con la voz de Bon Jovi y “Always” de fondo. Y, la noche siguiente, Rodrigo se suicidó de la misma forma, con el arma misma con que su padre lo había hecho, en el mismo escritorio y con la misma agonía que sólo la muerte podría carcomer un alma. Desde entonces, la melancolía de la inspiración posee las manos de Fátima, y por ello, le ha salido una novela perversa, salpicada de procacidades, rencorosa, una novela triste de los cojones. Y todo eso me cuenta por teléfono, entre las madrugadas insomnes. Así, una madrugada le dije: “Yo seré presidente del Perú; y quiero que seas mi primera dama; ¡seríamos una pareja presidencial literaria y surrealista!”, y ella rió; a lo que añadí: “Y, nuestro encuentro en Lima, cuando llegues, tendrá que ser real-maravilloso, literario. Y así, cuando nos entrevisten en la tele sea todo cual cuento de hadas; nada de conocerte en Dalí bailando Criminal, por más increíble que sea el remix de Dj Paul, o en Noise, entre el ritmo que pone Dj Asto de “La Vampiresa”. Nuestro encuentro tendrá que ser alguna noche, cuando entre la magia de un buen vino andaluz, salga del bar inglés del Country y te encuentre en el hall y que ahí nos dejemos llevar por el destino”. Y cuando le dije todo esto, ella no paraba de reírse y yo tampoco. Y seguro, entre la bohemia de París ella habrá pensado que estoy loco; pero sin imaginarse que hablaba en serio.


A veces el destino escribe conocer a alguien. Y eso sucedió con Estrella Roncagliolo, la mujer más real y envuelta en una nula ficción: De pronto, me encontraba una noche de sábado entre amigos, seguramente, en algún previo a una juerga y, entre el gin y la risa, recibí un mensaje: “¿Dalí hoy? JAJAJA. Escúchame, a mí y a una amiga nos fue mal en nuestra PC, entonces me dijo que si te veo que le mandes un voice note JAJA”, a lo que le respondí (como suelo responder a las guapas que me escriben mandándome las buenas vibras) con algún mensaje de humor: “¡Hey, guapa! ¡De cajón! Te veo allá si el capricho del destino está a mi favor! Comprobaré si al verte mi mirada es capaz de sentir cosquillas”. Y, recuerdo, dejé mi celular encima de la mesa, olvidando el dispositivo y recluyéndome entre la risa de mis amigos. Podría decir que incluso olvidé esa breve conversación, hasta que, ya camino a Plaza Butters, con el celular nuevamente entre mis manos y con la ventana de la conversación en la pantalla, se me dio por entrar a su perfil. Y ahí, fue inevitable no soltar una risa sutil. Encontré dos fotos que capturaron mi atención de inmediato: Una, la que sigue siendo mi favorita, aparecía Estrella con una taza de café entre sus manos, en el momento preciso en el que la dosis vitamínica de cafeína se diluía entre su paladar, con mirada traviesa, coqueta, con ojos risueños de ardilla o hámster. Y la otra, en un café cuyos alfajores son mis preferidos; y ella con ambas manos en sus hombros, mirando con picardía un mixto de jamón y queso. Pensé: “¡Ajá!, esta flaca está tan o más loca que yo; y para más yapa, le gusta el café. ¡Genial!”. Había algo en ella, en su sonrisa libre o en esa ternura imposible de no darle atención luciéndose entre la orilla, lo que me generó curiosidad de conocerla o de intuir su brillo natural. Esa noche llegué a Dalí en compañía de Paloma y de Karina, quien celebraba su ingreso a un programa reallity y que, dicho sea de paso, el buen Isaías, cabeza de promotores, quedó petrificado, boquiabierto, alucinado, atónito, ante la belleza de semejante doncella. Estratégicamente, pedí que nos quedemos en el sector vip, entre chelas y gins; y cada tanto, me daba vueltas por ese sector por si por ahí me cruzaba con Estrella, quien se tomaba fotos con sus amigas y las colgaba en sus redes; pero, lógico, tratar de encontrarla sería tanto o más difícil que encontrar una abeja en un panal. Al día siguiente le escribí: “¡Hey, no te vi en Dalí!”, a lo que, con humor, me respondió: “Morí en los previos; me quité a las tres y media. Y ahora, muero con el estrés de la U; ya quiero salir de vacaciones”. Me contó que pertenecía al tercio superior y que estudiaba Economía en la misma Universidad que, hasta hacía poco, mi tío Jorge ejercía un cargo directivo en la misma facultad (y que, según tengo entendido, también quiere ser Presidente, pero a través de estas líneas le notifico que lo siento mucho, pero el cargo está destinado a mí, porque además Estrella es un millón de veces más hermosa que su última flaca, Lucía Alvear; y que, si quiere, puedo ofrecerle el ministerio de Economía, tal y como Keiko se lo iba a ofrecer). Sin embargo, no fue hasta un jueves de julio que coincidimos en una discoteca, cerca de Cala. La reconocí de inmediato (casi como una hormiga reconoce a otra, con las antenas), bailando en esa terraza, trago en mano y alrededor de sus amigos. En un instante, por esas casualidades que el destino escribe, mi mirada chocó con la de ella. De inmediato, le sonreí, sonrojado, y cuando alcé la mano para saludarla a lo lejos, ella la quitó de mí, lo que hizo que mi sonrisa se convirtiera en una risa, pensando qué piña era. Con ese antecedente, seguí en mi nota, en mi juerga, hasta que recibí un mensaje: “¿Estás acá?”; y a los minutos, ya nos dábamos el primer encuentro. La saludé con un beso, contagiándome de ella: “¡Estás churrísima!”, le dije, con ojos chispeantes; y tras eso, ya estábamos cogiéndonos las manos. Me gustaba su misterio, como si en sus ojos existiera un enigma, una novela. No me percaté en qué momento se fue, pero cuando me dijo que ya estaba en casa, sentí una suerte de alivio. “Tus manos. Tus manos son tibias y suaves”, le escribí, yo aún en la discoteca, con una lata de energizante entre mis manos. “¡Toda mi familia dice lo mismo! Y eso que no uso cremas, ah. ¡Oye!, me gustan tus vibras, no paras de sonreír. Las veces que te vi estabas sonriendo”, añadió. “¿Veces?”, “Una vez te vi en Dalí; yo subía las escaleras de Vip y tú bajabas, y parabas feliz”. Desde esa noche, hablar con ella se convirtió en una rutina, hasta que un viernes me dijo que estaba en Noise: “Estoy en general y me estoy sofocando, gonna die”. ¡Oportunidad perfecta! Me cambié en un dos por tres; un Uber en mi casa, y salí de inmediato: “Te escribo al llegar; sales de la discoteca, vuelves a entrar conmigo y subimos a Vip por un gin”, agregué. Al llegar, ella salió del local y nos abrazamos; apoyó su rostro en mi pecho y alzó la mirada: “Me gusta tu perfume, hueles riquísimo”, y entrelazamos nuestras manos. Nos acomodamos en un pequeño espacio, entre la barra de Vip: Un gin de arándanos para la reina y una chela helada para mí. No parábamos de reírnos; yo de sonreírle al verme reflejado en sus ojos. Y así fue, hasta que mi mirada se fusionó con la suya y sólo atiné a hacer caso a mis instintos y acercarme a ella, lentamente, con una sonrisa que le advertía que estaría a punto de cometer una travesura. Y ahí, la besé en los labios, moviéndolos con lentitud, contagiándome por su calor, cerrando los ojos, embriagado de un no sé qué. Esa noche fue inesperada, genial, rara y hermosa: Mi atención sólo estaba en ella, en sacarle una sonrisa, en hacer de ese momento algo que mereciera ser escrito en algún lado. Recuerdo que me ponía a bailar, cogiéndole la cintura y moviendo mis hombros, lo que le causaba tanta gracia. Cuando me dijo que se tenía que ir con sus amigas la acompañé abajo, afuera en Plaza Butters, y nos despedimos con otro beso, y con nuestros dedos que no querían separarse. A partir de entonces, no imaginé que le diría algo repetitivo los siguientes fines de semana: “Avísame cuando llegues a casa, quiero saber que llegaste y estás bien”. No puedo dejar de pensar en lo increíble que es cuando el destino interpone a alguien en un camino. No puedo evitar imaginar que cuando yo escribía mi primera novela, seguramente ella aún estaba ilusionada con los cuentos de hadas y la magia de los nueves o diez años. Seguro cuando ella lea este texto pensará, golpeándose la frente y riéndose, que estoy más loco que nunca, incluso tanto como esa vez que le pedí en un café de Chacarilla que extendiera sus manos cerrando los ojos, casi-casi cual Jesucristo crucificado, para yo depositar en ellas una caja de chocolates Lindt y una nota manuscrita. Ahora, mientras escribo estas líneas, me doy cuenta que puedo ser capaz de contestarle la pregunta que solía hacerme entre el júbilo, el gin, los postres y el café: “¿Por qué me miras así? ¡Te ríes burlándote!”, y es que, Estrella, churra, tan sólo una mirada es capaz de decir tantos adjetivos entremezclados en uno solo. A veces, los ojos determinan que uno, simplemente, quisiera proteger a alguien, cuidar, anteponerse ante el peligro, ser autor de una sonrisa o, simplemente, hacer de cada momento espontáneo, sorpresivo, risible, mágico, y todo ello para que un instante sea tan particularmente increíble que uno no deje de recordarlo. De Estrella sólo le conté a mi mejor amigo, Luchito Lynch, quien me dijo que votará por mí en el 2026 sólo para que Estrella sea mi primera dama. En pocos días ella cumplirá veinte y ese día le haré saber dos cosas: Que hace veinte años nació una persona que me enseñó lo que la belleza de una mujer representa, y lo divertido que puede ser la vida compartiendo momentos junto a ella, como aquel que se posa en el torbellino de mi imaginación y tan sólo la veo caminando a mi lado, sin saber a dónde ir, diciéndole con la mirada que seré yo quien la protegerá, y con los labios, apenas tarareando esa canción que no dejaba de escuchar de adolescente cuando, cada mañana, caminaba al Colegio Trener, con cigarrillo entre los dedos: Something, de George Harrison. 


Con esta baraja de posibilidades, procederé a notificar a las implicadas. Si todas aceptan, pues seré el primer Presidente de la República que juramentará un 28 de julio con tres primeras damas. Y así, los cuatro posaremos en Salón Dorado para la posteridad; y esa foto la enmarcaré y, cada mañana, antes de mi reunión ante el Consejo de Ministros, la besaré.


1. Creo en las libertades políticas. Creo en la libre competencia y en el libre mercado. Creo en la apertura de mercados y condeno barreras burocráticas ante iniciativas privadas (sean nacionales o extranjeras; y, mayor aún, dentro de los sectores de mayor sostenibilidad, como la minería o la energía). Por ello, si este país tuviese un gobernante como Chávez, Maduro o alguno de los hermanos Castro entendería las ganas de huir. A Dios gracias, nos salvamos de tener algo semejante con la candidatura de Verónika Mendoza; que si hubiese salido elegida (y eso, quedó en tercer lugar), mi próximo paradero (como el de cualquier persona que cree en la libertad) hubiese sido el Jorge Chávez y le digo bye bye, chau sayonara a Perú; hubiese fugado a Nueva York, Madrid o Ginebra a escribir las novelas que tenía en mente.


2. Se entiende la crisis que ocurre en Venezuela y, como consecuencia de ella, la inmigración hacia países aledaños. No condeno que inmigrantes traten de sobrevivir, encontrar trabajo y buscar oportunidades diferentes; esa es la razón de sobrevivencia del ser humano. Tampoco condeno el espíritu humanista de cada uno y el hecho de que a un foráneo se le tenga adoración o compasión y que se juegue a ser una suerte de Robin Hood con ellos y se les brinde posada y, si alguien quiere pagarles la suite del Country Club, pues uno está en su libre albedrío; y en tal escenario, sólo solicitaría a tan generosa persona que no reserve la presidencial los sábados, pues ese día, la reservo yo. Lo que sí condeno es que se trate de entablar políticas populistas, diferenciadas y favorables únicamente a los venezolanos (lo que, ante la subjetividad y un fundamento carente de objetividad, constituiría discriminación) con el objetivo de colocarlos en puestos de trabajo o, peor aún (y poniendo en riesgo los principios de verdad material y razonabilidad, regulados en la Ley 27444), de entablar sólo a ellos procedimientos administrativos más veloces o con criterios más flexibles, siendo éstos de evaluación previa.


3. El hecho de que exista crisis en Venezuela, no implica, per se, de que la administración pública peruana tenga que asumir costos de transacción (que a la larga serán altísimos) y, por ende, obviarlos de requisitos, documentación necesaria, procedimientos administrativos, o crear procedimientos más flexibles aplicables únicamente a ellos. Es necesario hacer énfasis de que todo procedimiento administrativo y, en general, el objetivo de la administración pública es uno solo: Velar por el interés nacional y la seguridad pública. Así, es condenable que se les restrinja la búsqueda de oportunidades, eso sí; pero son ellos los que tienen que adaptarse a nuestro sistema, no nosotros a ellos. Perú cuenta con un sistema ya establecido, normas, procedimientos, leyes; y ellos tienen que estar sometidos a los mismos. Así, por ejemplo, si existe una sola oficina de la INTERPOL, pues es lo que hay; y si hay que hacer colas en la madrugada para solicitar la documentación correspondiente, pues, hay que hacerlas. El sistema peruano no tiene que asumir costos y crear, por ejemplo, oficinas desconcertadas. Son ellos los que tendrán que adaptarse a nosotros, así como tantos peruanos se adaptan a su propio sistema y hacen largas colas para sacar citas en hospitales públicos, para obtener medicinas gratuitas o para acudir a una emergencia hospitalaria.


4. Lo expuesto en el párrafo anterior tiene que adaptarse al principio de razonabilidad entablado en la Ley 27444. En tal lógica, si por ejemplo obtener un pasaporte en Venezuela toma 2 años o más, pues la administración peruana, sin omitir la Ley, podrá solicitar una documentación alterna (que sea razonable con el objetivo, que no sea una documentación prohibida y que sea de fácil fiscalización ex post) con la misma validez, de similar contenido jurídico y que permita cumplir con sus objetivos.


5. Yo, en lo absoluto, creo en el discurso populista de hay que velar primero por un hermano peruano que un extranjero. Sin embargo, hay que cumplir con las formalidades. Y éstas apuntan a que se resguarde el interés nacional, la seguridad pública y someter a la legalidad a quien solicita oportunidades en un país foráneo. No es posible que delincuentes atraviesen la frontera y que acá, un país democrático, sirva para cometer fechorías. No es posible que señoritas, muy lindas y bellas no lo dudo, infectadas de enfermedades de transmisión sexual atraviesen la frontera para trabajar como damas de compañía o prostitutas y poner en riesgo la salubridad. Resulta jalado de los pelos, de igual manera, que existan comerciantes ambulantes, entre arepas y bombillas de chocolate, en plena Avenida Velazco Astete, Primavera o El Polo. Ser ambulante comerciante informal es estar fuera de la Ley, y si un extranjero toca la puerta de un país vecino, pues tiene que comportarse, incluso mejor, que en su propio país; y eso comienza por dos elementos fundamentales: Someterse a la norma y pagar impuestos.


6. Condeno la xenofobia, la discriminación y las políticas populistas. Creo en la competencia y en las capacidades. Si por ejemplo, un médico, un dentista, un camarero o un minero, si cumple con las leyes peruanas y con las exigencias de su empleador podrá demostrar sus aptitudes para acceder a un puesto de trabajo, sea venezolano, peruano o cubano. La nacionalidad es lo de menos; la competencia de capacidades es lo que deberá de prevalecer y hará, como consecuencia, que el mercado funcione. Y funcione bien.


Tras un almuerzo opíparo en un restaurante de Chacarilla regresé a mis quehaceres. Aún mi paladar estaba impregnado por esa dosis de glucosa a causa del postre, una tartaleta de nueces y pecanas, así que decidí diluirlo con una buena taza de café cargado, mi eterna adicción. Uno Britt en la variedad de Espresso. Y ahí, en una tarde que aparentaba ser una más dentro de la rutina de un abogado, y mientras me seducía por el aroma cafetero, mi celular comenzó a sonar. Una. Dos. Tres veces. En una pausa, llegaba un cúmulo de mensajes a mi whatsapp, cada uno, como si fuesen sonidos de metralleta. Y luego, el timbre una vez más. Con paciencia me acerqué al dispositivo y vi el nombre en la pantalla: Era Edú, un causa, gran causa, de juerga. Al acercarse la fecha de un evento, Don Vicente, imaginé que me llamaba para hablarme de ello. Así, dejé la llamada pasar; y, al poco rato, me escribió un mensaje: “Oe, ¿estás?”. Con naturalidad y con una mano sosteniendo aún la taza de café, le contesté con un “¡Hey, broder!”; y ahí me advirtió de algo: “Hay una flaca que está reenviando audios tuyos, junto con pantallazos de una conversa de Whatsapp”. En ese instante, no se me ocurría ningún nombre, pero una taquicardia me hacía tener la certeza de que Edú no estaba jugando, que estaba hablando en serio, que realmente estaba preocupado por mí. A los segundos, me escribió Rodri, amigo empedernido y genio loco. La noticia era la misma. Pero él me daba un nombre: Catalina Miró. En ese instante, no podía pensar; no sabía qué escribir; un torbellino me abrazaba contra mi voluntad; y muy a lo lejos (y tan cerca) escuchaba un chorro: Y era el café que resultaba insostenible en mis temblorosas manos.

Escribí a Catalina Miró de inmediato: “Me están diciendo que estás filtrando audios que te envié, ¿es verdad?”. Y en menos de un minuto, su respuesta: “Putamadre… putamadre; lo que pasó fue que en la mañana tuve clases en la Universidad y le presté mi celular a mi amiga Nicole. Y, puta Jesús, estoy más que segura que tu mensaje le pareció tan cague de risa que lo mandó al grupo de whatsapp que tengo con mis amigos. Y ahí, un graciosito lo mandó a otro grupo y otro a otro. Pero, oye, ¿estás seguro que tanto así se ha masificado?”. Al leer su mensaje, tuve una sensación única, desagradable: Una suerte de electricidad que iniciaba desde el pecho hasta mis extremidades, junto con una sed inexplicable y ganas de desaparecer y de fumar. Lógico, alcé mi voz; improvisé un discurso retórico donde imputaba culpa a Catalina. “¡Claro que sí!, es más, tanto así que amigos que no se conocen entre sí ya lo tienen y ¡no deja de llegarme mensajes!”, enfaticé, colérico. “En verdad, Jesús, no sé qué hacer. ¡Es más!, justo me acaba de llegar un mensaje diciendo que algunas personas ya saben quién soy y que los mensajes salieron de mi celular y dicen que me armarán un chongo viral. Fácil aclara la situación”. Y mientras Catalina hablaba, me ponía a pensar que, muy probablemente, si de la nada me llegase un audio hilarante y simulando una voz sensual, quasi erótica y narrándome una escena casi, casi, sacada de uno de los libros de Bukowski o de E.L James, probablemente, lo reenviaría a mi grupo de Whatsapp siguiendo una chacota y, quizás, sin ponerme a pensar lo que existe detrás. Así, mientras Catalina me hablaba y naturalmente se mostraba alterada, pensé que no sería justo que a una chica de veintiún o veintidós años le hicieran un cargamontón cibernético. Además, lanzar el nombre de Catalina Miró a los cuatro vientos acusándola sería hacer leña al árbol caído; y, al contrario, en ese instante lo que más quería era detener lo imposible. “Catalina, prometo que tu nombre no lo mencionaré”, concluí rendido.

Y así, con un cigarrillo en la boca, me puse a escuchar el audio que circulaba en las redes. En efecto, estaba lastrado por el humor, la exageración, por un vocabulario, si acaso, elocuente (o eso trataba) y una gracia poética. Igualmente, recordaba que cuando enviaba esos audios (y los demás), tenía una sola intensión: Conociéndola como la conocía, cambiar el humor de Catalina para bien; y que, tras ello, suelte una risotada, una carcajada, o una sonrisa sutil, tal y como yo lo hacía saliendo de una rutina de gimnasio o sumergido una mañana entre expedientes y libros de Derecho. Sabía que mi forma de hablar al propósito, a veces simulando ser locutor de Ritmo Romántica, sólo baladas en español (y siguiendo los pasos del Padre Pablo, de quien, hacía años luz, fui su acólito en una iglesia en Monterrico), generaba reacciones; y, era ello mi gracia, mi arrojo torero, el personaje que uno tomaba, la cereza que uno ponía a un mensaje. Me extrañaba que esos mensajes se masifiquen cuando, peor aún, su contenido, en lo absoluto, estaba lastrado por la ojeriza o la animadversión, ni muchísimo menos contenía ofensas o vituperios. ¡Al contrario!, sólo era una forma cómica o que marque la diferencia de decirle a una flaca, de linda sonrisa y mirada perfectamente penetrante, que un sol había salido a la bella Lima para verla brillar.

Era la primera vez que algo parecido me sucedía: Para la noche del jueves, las trabajadoras domésticas de mi casa (a quienes adoro), los huachimanes de las calles de Monterrico y Chacarilla, las cajeras de Wong y Starbucks, y hasta las nanas que paseaban a los bebés por los parques entre el chisme y la risa, ya tenían mi audio en sus dispositivos móviles; y parecía que, por más que trataba, nada opacaba mi voz y cada reproducción fundaba un salto en mi pecho. No sabía cómo manejar la situación; no la había planeado ni la había generado. Y las veces que traté de provocar algo parecido en el 2008 y en el 2012, cuando publiqué dos novelas pésimamente escritas (o escritas bajo los efectos del buen vino) había fracasado y sólo pude conseguir una pequeña, minúscula, columna que El Comercio me dedicó reseñando mis libros, hecho que me ponía a pensar apocalípticamente que los ejemplares sólo habían sido comprados por mis amigos más cercanos y las innumerables tías, primas lejanas, o amiguitas de las primas de las primas que, seguramente, no me sorprendería, usaron mis novelas como adorno en sus bibliotecas, como pisa-papeles o, peor aún, como regalo de intercambio navideño.

Golpe de nueve de la noche de ese jueves, todo parecía haber cesado: Ya no recibía más notificaciones a mi celular, por ahí uno que otro rebote, pero más nada. Ya estuvo bueno, pensaba, cigarrillo en mano, en el jardín de mi casa, aliviado. Y ahí, volví a llamar a Catalina: “¿Te siguen llegando mensajes?”, le pregunté, ya más calmado, sin las temblorosas manos. “Alucina que ya no, ¿puedes creerlo?”, me respondió. “¿Ves? ¡Tanto escándalo haces!; ha sido sólo una jodita de la tarde. Ya nadie habla nada, ya pasó todo, todito”, añadió, con humor risueño. “¡Habla!, ¿Un Dansza puede ser?, previa botellita de vino en el bar del Westin y celebramos nuestros cinco minutos de fama”, propuse, ya riéndome de mí mismo, volviendo a simular una voz de recepcionista de línea telefónica erótica para mujeres. “Jajaja, te juro, te juro que no pensaba ir a Dansza porque mañana me tengo que levantar temprano, pero, ¡ya me provocó! ¡Y nos tomamos un selfie etiquetándonos!”. “¡Obvio!, con una leyenda graciosa en Facebook”. “¡Dale!, te aviso”, enfatizó y colgamos. Pero luego, la adicción a Netflix me conllevó a sacar una Coronita helada de la refri, limón en el pico, y un deseo fervoroso, vehemente, de retroceder el tiempo a los días de verano, con una sirena al costado, y los rayos de un sol diáfano que habrían salido para verla brillar por todos lados.

El viernes por la mañana cerré un contrato de inversión con los socios de una firma china. “Cojonudo”, pensé, y en vista de que los rayos de un sol mayor hacían de Lima la ciudad más hermosa del mundo, me animé a almorzar en el restaurante de mi buen amigo Stefano, “El Jefe”. Me provocaba esas costillitas ahumadas remojadas en sus salsita peculiar y seducir el paladar con una chelita artesanal bien al polo. Entre risas le conté a Stefano que, el día anterior, había sido el personaje de moda, el Pedro Navaja limeño. Nos cagamos de risa hablando del ser y de la nada; y cuando estaba dispuesto a darle el último sorbo a la cerveza, nuevamente, una balacera de mensajes llegaban a mi celular. Esta vez, con imitaciones mías, de distintas personas, entre audios y videos; y con ediciones de putamadre, musiquita de fondo y, en una suerte de trance, mi voz sensualona siendo entonada narrando lo fantasmagóricamente increíble que sería dejar de estar en una oficina con olor a café y estar en esos días de verano en Punta Hermosa, chelita y sirena a mis costados, y un sol que deje la piel tostadita. No mentiré: Me sedujo el humor de una diosa que habría bajado del olimpo y que se filmaba vocalizando con mi voz. Estallé de risas, igualmente, casi al punto de atorarme cuando escuché un audio imitándome, con una voz entre apitucada y elocuente, aludiendo un coqueteo intenso y quasi erótico con un tal Miguel y contándole que salía del gimnasio después de trabajar pecho, espalda y cuello; y que, por la noche, podía tocar (por llamarlo de una forma elegante) la retaguardia, la baja espalda. A decir verdad, no suelo trabajar esa parte en el gimnasio, y, la única vez que me atreví a hacer sentadillas con mi buen amigo Diego terminé con dolor muscular en el totó de casi una semana. Sin embargo, públicamente, invito a este talentoso caballero a ir al gimnasio y, toda una semana, trabajar la retaguardia para, agotados y con la lengua afuera, tomar un rico batido de proteínas o aminoácidos. ¡De cojones! Pero entre esas imitaciones, nada me divirtió tanto como un video en el que, supuestamente, me imitaban lavando una banana e invitando, con romanticismo y una sensualidad que no podría alcanzar, a pasar a una tina de lavadero a una doncella de voz angelical; y, en otra escena, invitándola, simulando un rostro de candela, a cabalgar (¿o a hacer la limpieza doméstica?) con un tercer compañero pasional: Una escoba. Realmente, fue tan contagioso el buen humor que no me queda sino ofrecerles a estos talentos que, de encontrarme con ellos, nada sería tan genial como tomarnos unas chelas y recrear cada una de las imitaciones. Por ahí me llegaban otras tantas, con un humor picante, como si yo fuese una suerte de zambo cuartelario o bolón: Me hacía quedar como un personaje fantasmagórico que, haciendo el símil, estaba cual minero dispuesto permanentemente a introducir la draga en algún socavón, o continuamente izando la banderola de la vehemencia por los cielos. Digamos, esas imitaciones (que no dejaban de ser graciosas) dejaban al receptor alucinar que mi residencia no era Lima, sino Palo Alto, California; y eso le daba el tiro de gracia.

El Sábado, el audio recorrió los continentes y amigos de Madrid y Australia ya lo tenían en sus dispositivos. Por la mañana, muy temprano, el gringo me escribió un: “¡Choza de los cojones, eres famoso!”, y me adjuntó un video. Y al presionar play, se apreciaba como escenario Noise, una de las discotecas que suelo frecuentar los viernes; y ahí mi voz en los parlantes: “¡Hey, guapa!, ¿cómo que te ha ido mal en tu PC? ¡Estoy seguro que te ha ido súper bien!”; e, inmediatamente después, la adrenalina se intensificaba con la genialidad de Avicii. Sin poder creer lo que estaba viendo y aún echado en mi cama, Macarena, una amiga, me pidió que vea el Instagram history de Christian Meier. Lo vi: Y ahí, un meme con una de mis fotos y una leyenda: “¡Hey, guapa!, hoy toca bíceps”. Y luego, Stephanie Cayo usando el hashtag. ¡Stephanie Cayo!, un amor iluso y platónico desde los diez años. Aún sin poder almorzar, las estrellas aparecieron y comenzó a masificarse entre algunos de mis contactos un audio que, en efecto, semanas atrás, le había mandado a Paloma Naranjo, una princesa de televisión, quien brilla en las pantallas por su sonrisa y mirada de niña. La había conocido hacía un año en una de las playas de Punta Hermosa, entre el sunset, la chelita y la risa; y ahí me contó que había estudiado en mi colegio y que su pasión era cantar. Nos hicimos buenos amigos entre el capricho del destino y no pocas veces coincidíamos en las mismas discotecas, y siempre existía más de una excusa para tomarnos unas chelitas, bailar un reaggetón lento (de esos que no se bailan hace tiempo) y ponernos al día. Paloma era suave, divertida, alada y con un estilo bohemio. Hablábamos continuamente y le parecía graciosa mi forma de hacerlo o de utilizar un vocabulario rebuscado que, finalmente, ella se quedaba con un gesto de “¡¿Qué carajo estás hablándome?!”. El sábado anterior, cuando la fiebre del “Hey guapa” aún no existía, nos encontramos en Dalí con otras amigas, Thalia y Katerina. Y ahí, entre los sonidos de Chino y Nacho, Paloma se puso a bailar en el centro del sector Súper Vip: Chela en mano, vociferando cual ángel enajenado la letra de la canción y moviendo las caderas (incluso mejor que la misma Shakira en el video-clip “Ojos así”). Eso capturó mi atención y tan sólo me quedé sonriéndole con ojos risueños. Al día siguiente o a los dos días, cuando la crónica de mi (poca) popularidad estaba siendo escrita por el destino, conversaba con Katerina y, entonces, concluimos que el mejor regalo que Paloma podría entregarme en mi próximo cumpleaños, sería un desayuno buffet en Los Vitrales del Country Club y que, posteriormente, acompañado de la magia del piano, me cante Happy Birthday Mr. President, y que ahí brille tanto, más que la misma Marilyn Monroe. Y que el banquete opíparo se cierre con una promesa fervorosa de parte mía que, si en caso llegase a ser Presidente del Perú (con ideas liberales, siguiendo la filosofía de los economistas austriacos y con enfoque en el libre mercado, la libre competencia y una erradicación a barreras burocráticas o a los procedimientos administrativos ineficaces en los diversos sectores, sobretodo, el minero), ella sería mi primera dama. ¿Acaso eso no se merecería el Perú tras tener algo tan catastrófico como Primeras Damas a Eliane, Nadine o la mismísima Nancy Lange?

Soy abogado; me dedico al derecho regulatorio, minero, ambiental y no miento si digo que mis pensamientos son liberales y condeno toda restricción a las libertades. Lo sucedido con “Hey Guapa” es un motivo de risa. Porque cada peripecia hay que tomarla con una risotada o una sonrisa sutil. A veces, está bien reírse de uno mismo, burlarse de los caprichos del destino y no cuestionar, sino, simplemente vivir como si algún Dios diese vueltas hacia atrás a las cuerdas del reloj. Todo, absolutamente todo, habrá valido la pena si de pronto esos audios a alguien le sacó una risotada, una sonrisa inesperada, o de pronto, el humor le cambió para bien tras un día del carajo debida a una monótona rutina. A veces, un regalo que el destino a uno le puede dar es ver la sonrisa de alguien o producirle sana adrenalina, más aún si todo ello estuvo acompañado por los descuentos en Easy Taxi y en innumerables restaurantes que usaron el hashtag de “Hey Guapa” y que, ni siquiera, me ofrecieron una taza de café, joder.

Culmino esta crónica riéndome y pensando en cada uno de mis amigos que me acompañaron en todo este trance y, por supuesto, incluyo a Catalina Miró: Desde mi confusión inicial, hasta esas carcajadas eternas del último sábado. Los amigos son la familia que uno escoge, aquella que resulta siendo holística y que son los hermanos que, ocasionalmente, uno logra querer más que a los de sangre. Ahora, tengo que darle el punto final a estas líneas que las escribí tecleando fuerte, entre carcajadas y la voz de Sabina, pero es que ahora está sonando mi celular y es mi madre, con quien quedé en almorzar, y sé que le contestaré con la frase que ella eternamente la merecerá: “¡Hey, guapa!”.

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